30 d’ag. 2020

Ciudad ecofeminista, un ecoreportaje

L'ecofeminisme, protagonista de la campanya sensibilitzadora pel 8 de març  a Terrassa | La torre del Palau

Tengo a un periodista amateur y sin título universitario metido dentro de mi, y con eso no pretendo declarar ningún trastorno de la personalidad. Es un hábito, simplemente. Un hábito. Algunos lo llamarían un vicio pero yo me limito a considerarlo una costumbre. Uno va por la calle, ve cosas y luego las cuenta. Se las cuenta a los conocidos o, en su defecto, a su libreta. No lo puedo evitar, es una debilidad que merecería una canción, como la debilidad de Antonio Machín.

El otro día, camino de comprarme unos zapatos baratos, me encontré con unos bancos (de los de sentarse en la calle) pintados con la bandera LGTBIQ+. Están bajo el sol del agosto. Ninguna sombra los cobija y nadie hay sentado en ellos. A ver quién es el valiente que se sienta aquí, me dije. Los colorines gustan, son bonitos, claro que sí. Hubo un arquitecto alemán que pintaba de colorines las fachadas, un tipo llamado Friedensreich Hundertwasser, muy valorado en el Berlín de los hippies (un colectivo admirable por su gusto colorista y ese kitsch tan entrañable, sin duda).

Pero esos bancos de la bandera progresista estaban desolados y abatidos. 40 grados Celsius. A pesar del colorido brillante y arcoiris en su madera listada, parecían haber sobrevivido tras una hecatombe nuclear. Podrían ser los bancos de una plaza en Prípiat, la ciudad al lado de la central de Chernobyl. Contemplé la escena y la anoté. El periodista amateur que está dentro de mí me dijo: un apocalipsis progresista y zombi.

Más tarde, tras haberme provisto de unos zapatos dignos pero menos baratos de lo que yo pretendía en el Decathlon del Park Vallès, doy con un titular de El Mundo Today: "Tras derribar varias estatuas, desaparece el racismo en el mundo".

Y entonces, ese periodista con su vocecita loca me cuenta: del mismo modo podríamos decir: "Tras pintar varios bancos con los colores de la bandera LGTBIQ+, desaparece la LGBTBIQ+fobia en el mundo".

Los bancos de colorines están en una ciudad presidida por un ayuntamiento que se declara ecofeminista (palabra algo vacía y gastada) pero solo actúa así al modo populista: pintando bancos. Unos lo aplaudirán, y yo no me pronunciaré en contra de poner colorines en unas calles grises y tristes, por supuesto que no.

Pero pretender que con unos botes de pintura se resuelve o se actúa sobre la convivencia contiene un mensaje inequívoco: el poder parte de la hipótesis de que la ciudadanía es infantil, y abunda en la estrategia de la simplificación de las cuestiones. El mundo es un lugar pequeño y facilón a los ojos del populismo. Ballart y Marín son muy predecibles: un par de campañas y todos contentos, parecen decirnos una y otra vez. Quienes les conocemos lo sabemos: lo suyo es lo simple, lo fácil: están convencidos de ser fantásticos. Tanto es así que creen que los demás somos simples idiotas, seres inferiores que no han visto todavía la luz que ellos vieron. El resentimiento es la luz que todo lo ilumina.
  
Hace poco se gastaron un dinero con pasquines y anuncios en los autobuses, con el eslógan: "Ciudad ecofeminista". En una imagen de agencia publicitaria y digna de libro de texto para alumnos de primaria, se ve a una mujer de etnia indefinida, algo afro, algo magrebí, que sostiene una plantita en sus manos. "Ecofeminismo", por consiguiente, es una mujer de piel tostada con una planta en el regazo: más claro, el agua. Sin embargo, la realidad de las mujeres pobres en la ciudad no ha sufrido ninguna mejora en los dos años del gobierno local, que se sepa. Pretender que un ayuntamiento de provincias cambiará algo en este sentido es más bien iluso, pero ahí estaban las promesas electorales, de modo que algo debían hacer.

Hicieron eso: unos dibujitos con mujeres negritas, angelicalmente negritas. Son las cosas del populismo.

Las estatuas de los esclavistas las derribaron personas anónimas en un arrebato de pasión y se arriesgaron a ser detenidas y multadas, pero los bancos de la ciudad en donde vivo los pintaron con dinero público, y a consecuencia de un acuerdo del gobierno local, en una actuación de signo tan oportunista como populista. La campaña del "ecofeminismo" debió de costar un dinero (público). A ver si en el portal de la transparencia nos lo cuentan. Eso lo dejo para el periodismo de veras. Yo solo soy un aficionado de tres al cuarto.

28 d’ag. 2020

El señor Maspons y uno de Ciudadanos


Siguiendo el rastro de una nota de prensa llegué a una web que olía a rancio. La del "Col·lectiu Maspons i Anglasell", algo que parece dormir en el limbo. O en la cámara secreta de una mansión tenebrosa en donde se reúne un grupo de gente rarita la noche de Walpurgis. ¿Cómo puede oler a rancio algo que aparece en una pantalla y que es, por lo tanto, inodoro? ¿Es vetusto el diseño, arcaica la tipografía o está cansada la fotografía? No. Y aunque así hubiese sido, no tengo nada en contra de las cosas anticuadas. Si huele a rancio es porque el contenido desprende un aire tenebroso, oscuro. Lúgubre. Todo ello se condensa en la sentencia, breve, que encabeza los textos:

Recuperem l'esperit del dret públic català.

Dicho así, claro, eso no parece mal. Aunque el uso de las mayúsculas con las que lo escriben induce a la sospecha. El asunto es que se refieren al derecho anterior a 1714. Es decir, en palabras llanas: al derecho medieval. Su pretensión no es otra que olvidarse de los últimos 300 años: olvidar la Ilustración, la democracia, el estado del derecho, la Constitución. Una propuesta embriagadora, la ensoñación medievalista. ¡Menos mal que su idea de Cataluña no se remonta a los tiempos cromañones!

Puede parecer una paparruchada, un delirio identitario que lleva al absurdo, y quizás solo sea eso, es cierto. Pero la propuesta no sale de un grupo de terraplanistas, creyentes en los antiguos astronautas o unos chavales alocados que, tras engullirse unas ratafías, se desmelenan por lo identitario: no, nada de eso. Se trata de un grupo de secretarios, interventores y tesoreros de la administración local, en sus propias palabras. Es decir: funcionarios y técnicos con poder, gente formada y cualificada, personas que cobran por ejercer su trabajo de las arcas del Estado.

¿Cómo se puede comprender que, personas universitarias y con conocimiento, reivindiquen una jurisprudencia anterior a la Ilustración y a la democracia? Solo es posible dentro de un entorno que favorece y alienta el fantaseo, la manipulación más burda de la historia y la proliferación de los mitos. Se infiere que las personas de este colectivo deben creer en los demás mitos: la nación milenaria, Cataluña se inventó la democracia, las cuatro barras de Wifredo, las guerras de España contra Cataluña, la catalanidad de Colón, Cortés y Cervantes. Quizás la santidad de Marta Ferrusola. Cualquier mentira funciona bien cuando es agradable a los oídos: cuando a los catalanes nacionalistas les cuentan que la suya es una gran nación, ninguno lo pone en duda. Y así nos vemos. Por estos días la ANC lanza el eslógan: "Independència perquè hi tenim dret" y nadie cae en la cuenta de que citan un derecho que no se encuentra en ningún catálogo de derechos.

Pero volvamos a 1714, ya que eso es lo que les gusta. Voy a dejar aquí un pequeño relato, verídico y contrastado, sobre Rafael de Casanova:
Monika María Roberta von Habsburg Lothringen (...) está casada con el aristócrata y terrateniente Luis María Gonzaga de Casanova-Cárdenas y Barón, duque de Santangelo, Grande de España. Descendiente directo de Rafael de Casanova Comes, consejero en cap de Barcelona el 11 de septiembre de 1714 (...). Uno de sus hijos, Baltasar de Casanova von Habsburg Lothringen, se presentó años atrás como número dos por Lérida en las listas del partido Ciudadanos. (1)
También podrían consultar como fue la vida de Rafael de Casanova tras ser herido en 1714: descubrirán que abrazó con ilusión el nuevo marco jurídico y vivió entre bien y muy bien.
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(1) Extraído de "La gran teranyina. Els secrets del poder a Catalunya", Roger Vinton (pseudónimo). Edicions del Periscopi, Barcelona 2017.

27 d’ag. 2020

García, Manolo. O Llach, Lluís



Cataluña no ha sido nunca cuna de grandes músicos, pero casi todos estaremos de acuerdo en que Manolo García es el músico popular catalán después de Joan Manuel Serrat. ¡Ah! Algunos objetarán algo sobre un tipo llamado Lluís Llach. Pero la mayoría lo sabe: Llach era un mal músico, un niño bien sin voz y sin son, un pazguato ampurdanés que, a día de hoy, solo reivindican los de Podemos o los adolescentes de cincuenta años que militan en la Cup. Y el nacionalismo bielorruso, que es para verlo. (Y antaño el sector nacionalista del PSC, que, otra vez y de nuevo, para variar, no supo o no quiso afrontar la realidad y nos dejó plantados y jodidos a los que creemos en el socialismo internacionalista).

¿Qué se podía esperar de unas personas que llevaron su adolescencia más allá de los cincuenta amparándose ahora en la Cup o en la ERC, y antes en el sector catalanista del Psc o del ridículo Psuc, madre de los identitarismos trileros? Franco murió en la cama. Se lo cargó su yerno falangista, tras torturarle durante días, pero el catalanismo se lo miraba, expectante y cobarde para variar.

Ahora dicen que el franquismo fue "una larga noche" o incluso un "túnel", como queriendo indicar que no hubo franquismo catalán. Cuando, en realidad de la buena, Cataluña exportó cargos franquistas a toda España: Franco no necesitó llevar a nadie para gestionar Cataluña, se le ofrecieron catalanes a miles, y se permitió exportarlos, incluso en la cosa obispal. Los datos están ahí. El franquismo en España no se entiende sin la participación entusiasta de los catalanes franquistas: a ver, pregunta ¿quién fundó Òmnium Cultural?

Lluís LLach era el hijo de un alcalde falangista, y con el dinerito de papá se compró su primera guitarra. No me he leído las novelitas del pobre Llach, publicadas cuando ya no canta, por fortuna, y cuando es diputado de la cosa nacionalista. Pero me fío de las reseñas: no sabe escribir dos frases decentes. Algo se lo impide. ¿Qué será? ¿Será lo mismo que le impidió escribir una sola canción buena? ¿Dónde está el enigma de la impotencia de Llach? Una vez llegué a afirmar, bajo presión, que "Com un arbre nu" era casi una buena pieza. Pero me traicioné: "Com un arbre nu" es mediocre y aburrida como todo lo demás.

En Cataluña pasamos de Serrat a García, en resumen. Tras la disolución de El Último de la Fila, Quimi Portet quedó como lo que siempre había sido: un guitarrista de tercera fila con dos acordes muy nacionalistas, eso sí: un nadie que vive en una masía de Vic y hace cancioncillas que, de tan efímeras, las olvidas tras diez segundos de bostezos. Del mismo modo que no existe literatura catalana en catalán después de Pla y de Segarra, tampoco existe música en catalán después de la etapa catalana de Serrat. Ahí se terminó todo, amigos. Vino Manolo García y acaso los hermanos de Estopa y la cosa de la rumba, y así se puede disimular un poco. A no ser que a usted le gusten Els Catarres, en cuyo caso me callo.

25 d’ag. 2020

Territorio Lovecraft


Habrán visto, quines sigan más o menos este blog, que llevo años sin comentar películas, y mucho menos series. Aunque las series se llevan mucho, he visto pocas y me han gustado menos. Pero "Territorio Lovecraft" estaba cantado que me la iba a mirar: no olvido las muchas horas de lectura, y de lectura tan gratificante que me dió el genio de Providence, mi admirado HP Lovecraft durante el final de la adolescencia y la primera juventud. Aunque, a decir verdad, a día de hoy todavía lo releo esporádicamente cuando quiero pasar un rato angustiado (angustiarse con la ficción es la mejor vacuna para no angustiarse tanto con la realidad, ya lo saben).

Lo segundo que me atrajo es la presencia de Jordan Peele, que aquí consta como "creador" de la serie, aunque no sé muy bien qué significa el título de "creador", pero eso es lo de menos. Peele, para mi, junto a Ari Aster, es lo mejor del cine de terror actual, lo más inteligente y lo más renovador. Aunque ambos coquetean con el terror de serie B, sus piezas son aire fresco y narrativa contemporánea aplicada al género, y ambos saben crear metáforas sociales y políticas de verdadero calado. Midsommar, de Aster, me parece lo mejor de los últimos años, junto a las cintas de Peele "Déjame salir" y "Nosotros", verdaderos ejercicios de estilo.

Por Jordan Peele siento verdadera devoción, y ahora envidia: su capacidad para llevar el universo Lovecraft a la cuestión política es muy admirable y es lo que pediría Lovecraft a sus adaptadores del siglo XXI. La verdad, se lo confieso: muchas veces empecé a escribir relatos sobre la Cataluña de los independentistas y los lazos partiendo de las pesadillas de Lovecraft, aunque jamás terminé nada decente. Quizás ya llegará. Pero Peele sí sabe como hacerlo, y lo que él denomina "Territorio Lovecraft" es nada más y nada menos que la América profunda, los estados del Medio Oeste: tradicionalistas, racistas, supremacistas. La equiparación con la Cataluña ulterior, la que a día de hoy se viste de amarillo y recibe al forastero con banderas esteladas tan enormes como amenazantes y pintadas del estilo "Fora espanyols", "Mort a Espanya" no dista mucho de aquélla América dominada por el KuKluxKlan. Salvando las distancias, por supuesto. Pero las distancias son escasas. Todavía hay pueblos, hoy, con el cartelito pagado por la autoridad municipal que reza "Municipi de la República Catalana". Advertencia para forasteros y ñordos: están ustedes avisados, ándense con cuidado: aquí vigilamos y excluímos.

He hecho algunas incursiones en el territorio Lovecraft catalán y siempre siento esa rara impresión de estar cometiendo una temeridad, de estar en riesgo. ¿Y si alguien me reconoce...? Es algo que flota en el ambiente. Y del mismo modo que Peele hace referencia al "Green Book" que se editaba para la población negra que quería desplazarse segura por los estados racistas, detecto desde hace tiempo ciudadanos catalanes que se mandan direcciones de "locales seguros" o afines, lugares enmedio del territorio Lovecraft en donde todavía te pueden atender en castellano sin problemas, en donde el bilingüismo, la identidad española o constitucional no es un problema (aunque a menudo esos locales son señalados por la furia esencialista, en las redes). En donde la gente como yo, que hablamos en catalán y llevamos apellidos catalanes no tenemos que soportar los chistes racistas que me cuentan, presuponiendo que soy "uno de los nuestros". Los lugares en donde puedo ser español y catalán sin conflictos, en donde no debo contar, por enésima vez, que mi forma de ser español es ser catalán, y que a mi me dejen en paz con sus fantasías de repúblicas, naciones históricas y otras sandeces medievales. Y si lo paso mal en esos lugares es porque me temo lo que te puede pasar si eres García, Martínez o Pérez, si vienes del Hospitalet, si hablas castellano, si te muestras. Que eso suceda en un estado democrático del siglo XXI... y que te temas, con fundamento, que si denuncias algún maltrato identitario a la policía autonómica podrías salir malparado de un modo no muy distinto a lo que le pasaba a un ciudadano americano negro en Alabama si acudía al Sheriff.

Como en la Alabama racista, el argumento del supremacismo se pinta como la defensa legítima ante la agresión exterior: los negros nos invaden y nos colonizan, nos quitan el trabajo, acechan a nuestras mujeres. "Espanya ens roba", "Espanya ens colonitza", "Espanya comet genocidi cultural". Es decir: el agresor se trasviste de víctima y alude al derecho de defensa.

Lovecraft, el escritor de Providence (Rhode Island), no era lo que hoy diríamos un tipo progresista: era un hombre conservador y tradicionalista a quien asustaban los cambios y el progreso. Escribió sobre eso en clave de terror cósmico y, aunque literariamente no sea ningún portento, tiene un gran valor que ya dejó por escrito Michel Houellebecq en "Lovecraft, contra el mundo, contra la vida", un ensayo breve y potente sobre el nihilismo en literatura. Sin embargo, a Lovecraft (1890-1937) no se le puede juzgar con los valores del XXI, y eso se debe repetir por si acaso a alguien se le ocurriese quemar sus libros o algo así, cosa no poco probable: el escritor dejó un poema "Sobre el origen de los negros" (On the Creation of Niggers), que es deplorable. Pero cabe precisar: el poema de HPL se escribió a principios del XX y, sin embargo, el tuit del señor Quim Torra sobre las bestias que hablan español se escribió en el XXI: Lovecraft murió joven y encerrado en su casa natal, sin cargos públicos ni subvenciones. El señor Torra es el representante del estado español en Cataluña.

Es muy interesante que la mejor revisión de Lovecraft la haya hecho un artista de piel negra: por eso, también, Jordan Peele es mi cineasta de terror más admirado. Hay algo muy bello y muy poético en eso. Y ojalá nos aparezca un Peele "ñordo" en Cataluña, que nos narre esa Cataluña tremebunda y supremacista, lovecraftiana, con el lenguaje de hoy. Voto por eso.

23 d’ag. 2020

El misterioso caso Grau-Moctezuma



Joan de Grau i Ribó, barón de Toloriu, era amigo de Hernán Cortés y con él se marchó a la conquista de las Indias. Entraron juntos en Tenochtitlán, y tras unos desafortunados incidentes con el rey Moctezuma II, Cortés pactó con el mexica una paz que se le antojó precaria, por lo cual decidió quedarse con los vástagos del indio en tanto y cuanto que garantes del acuerdo. Dos hijas (una de las cuales Xipaguazin de nombre) y un hijo. Antes se negociaba de otra manera.

Sin embargo, Moctezuma se rebeló y murió durante las refriegas que se sucedieron. El episodio es muy oscuro: los cronistas españoles cuentan que los mexicas apedrearon a su emperador por haber pactado con los españoles (¿un botifler transatlántico?) y los aztecas acusan a las huestes de Cortés de la muerte del emperador, tipo de talante bipolar a todas luces. Tras los incidentes Cortés le regaló la princesa Xipaguazin a Joan de Grau. El catalán tenía más de 60 años y ella menos de 20, y quizás por eso se la llevó enseguida para España, la bautizó con el nombre compuesto de María Xipaguazin y se instalaron en el castillo del pueblecito pirenaico en donde era barón. Tuvieron un hijo, Joan Pere de Grau-Moctezuma, hombre que se pasó la vida reclamando el virreinato de México sin lograrlo jamás. María Xipaguazin murió de melancolía y aburrimiento en las montañas catalanas. Hasta aquí lo que cuenta la historia, aunque incluso en ese conocimiento hay lagunas, dudas y versiones divergentes. Luego viene todo lo demás. Lo demás son los fenómenos que viví en mis carnes.

Me he cruzado con esta historia a lo largo de los últimos diez años, y cada vez me parece todo más extraño. La primera vez fue cuando me destinaron a trabajar a una villa cerca a Toloriu. Una tarde, paseando por este pueblo, di con la iglesia medieval en la que los caballeros franceses de la Orden de la Corona Azteca de Francia habían instalado una losa de mármol en honor de la princesa Xipaguazin. Hice unas fotos y las publiqué en una red social. De algún modo, involuntariamente, invoqué algo.

Poco después, un individuo redicho que se pretendía listo y misterioso se puso en contacto conmigo y me citó en una taberna: sé cosas muy interesantes sobre el misterio de Toloriu, me dijo. Estuve varias horas escuchándole contar una historia turbia en la que convivían buscadores del tesoro de Moctezuma, banqueros carlistas del XIX y una expedición siniestra y alemana en 1934, que estuvo husmeando por la zona. Los alemanes dijeron pertenecer a una empresa de prospecciones geológicas que andaba tras una mina de oro, aunque sus actos no se correspondían con ese objetivo. Estuvieron excavando en las ruinas de una masía (Mas Vima) y luego se esfumaron. Mi informador, en la taberna, sugirió que eran hombres de Himmler y mencionó a la Ahnenerbe. El lector fisgón puede encontrar trazos de eso si se entretiene un poco.

Años más tarde me puse a escribir un cuento sobre un tipo al que nombré Grau, aunque sin intención de referirme a los Grau de Toloriu (el primer apellido que se me ocurrió era Güell, pero lo cambié porque de los Güell se sabe demasiado). Situé a mi Grau en un pueblo imaginario, San Ferriol. Pocos días más tarde me encontré con un documental de forma completamente casual. En él se nombra a la descendencia de los Grau, y así supe que uno de ellos vivió en un pueblo real que se llama, cómo no, Sant Ferriol. ¡San Ferriol existe! En el instante en que conocí la terrible coincidencia, escuché un crujido en el aire, como cuando el pie aplasta una ramita seca en un camino del bosque.

No tardé mucho en encontrar, el azar de nuevo, un libro publicado en 2015 por un escritor mejicano aunque le dirías catalán, Jordi Soler: "Ese príncipe que fui", relato novelado de un descendiente de los Grau, timador contumaz, que se pasea por la España franquista vendiendo títulos de nobleza a los incautos codiciosos que querían decorar sus éxitos empresariales con un título noble.

Más tarde descubrí, también por un casual, a Jorge Grau, cineasta medio maldito, director de cintas con zombis y vampiros. Algunos le recuerdan por haber filmado el primer desnudo integral en España (a cargo de María José Cantudo en La trastienda, 1975). Fui incapaz de discernir si el cineasta descendía de los Grau-Moctezuma.

Luego volví a Jordi Soler, y me enteré de que su novela sobre los Grau se le ocurrió al encontrarse con la iglesia de Toloriu y ver la placa de mármol que nombra a Xipaguazin. Soler y yo tuvimos la misma experiencia fortuita. Soler escribió una novela que, en Barcelona, fue presentada por Enrique Vila-Matas nada menos. Yo, en cambio, viví con inquietud la repetición de los eventos relacionados con los Grau y solo desarrollé temores vagos. Ahora me asustan las personas de rasgos aztecas.

21 d’ag. 2020

Y Cataluña, antiilustrada, le rompió el corazón

Ella y yo nos conocimos casi treinta años atrás, durante un tiempo de neblinas y perfil de hielo en la carretera, en un pueblo en donde fui obrero a media jornada y profesor en la otra media. Era lo que había y yo era demasiado joven. Ella pertenecía a la casta más baja, pero se casó con un hombre de la más alta. Se casaron y engendraron, como si quisieran demostrar que el cambio social no era una utopía en tiempos de Jordi Pujol. Unos años más tarde se divorciaron. Quizás pudo más la casta que la buena intención. Alguien que les conocía me dijo: estaba cantado ese divorcio, lo raro fue el matrimonio. El marido, tras el divorcio, se juntó con una señorita de su mismo alto nivel, ella hizo lo mismo con un asalariado de otro pueblo. El orden quedó restablecido y volvió la paz a los lavaderos.
Hace poco ella me contó que el mayor de los hijos es muy independentista, y el pequeño solo bastante, me dijo: el pequeño vive el independentismo como algo normal, algo que sucede, como quien acepta que la gravedad atrae a los cuerpos y no hay nada que objetar. El hijo menor estudia en Barcelona y estuvo en las manifestaciones de octubre de 2019 en donde se quemaron centenares de contenedores de basura en la ciudad. El niño estuvo allí, en las barricadas nacionalistas, y el fin de semana regresó al pueblo, y entonces le contó a su madre que había pasado miedo ante los policías, un miedo como nunca antes lo había sentido. A ella le impresionó mucho el testimonio del hijo asustado. Le pregunté a cuántas manifestaciones ilegales había ido su hijo antes de esa, y le hablé de las manifestaciones de los chalecos amarillos en París, y le mostré la actuación policial francesa, cien veces más contundente que la española en Barcelona. España solo ha empleado una milmillonésima parte de su fuerza contra el independentismo catalán, le dije.
Creo intuir que en esos chavalines de pueblo que quemaron contenedores de basura en Barcelona hay algo de una larga y larvada venganza, heredada generación tras generación, contra la ciudad que, aún siendo catalana, lo parece tan poco, contra la ciudad que es lo único relevante en una Cataluña triste y decadente, contra la ciudad que habla poco en lengua vernácula, contra la ciudad que exporta a los de Can Fanga o los Pixapins, esos que les llenan las arcas de los baretos y los restaurantitos en los pueblos, esos que pagan sin rechistar en sus avaras casas rurales y sus hostales con jamón del Mercadona para desayunar. En el chaval de pueblo que quema contenedores de la ciudad hay algo lúgubre y antiguo, algo carlista. Regresa a casa contándole a su madre lo malos que son los polis de la ciudad. En su pueblo no queman nada, válgame Dios, eso es "lo nostre", o quizás solo encienden cuatro porros por la tarde, en la orilla del río y en las afueras. El carlismo sigue anclado ahí, en lo profundo y en lo interior del país y de los corazones. Incluso los corazones partidos por la crueldad de las castas rurales se revelan, al fin, partidarios de una patria vieja y marchita, preilustrada y predemocrática.
La mujer me dice que, tras todo lo visto, ella también ha decidido ser independentista. ¿Te has convertido? le pregunto, maravillado. Su padre fue uno de los muy escasos socialistas del pueblo y le llamaron rojo y botifler por eso, por defender la igualdad, la democracia y los valores ilustrados. Bueno, murmura ella, en realidad siempre lo he sido. Ella ha optado por apuntarse al bando de la mayoría del pueblo, con ese espíritu perruno y sumiso que heredamos los pobres a no ser que decidamos tomar las riendas de nuestra vida por fin, algún día. Me cuenta que su nuevo marido está haciendo movimientos de aproximación a la ERC local, supongo que con la intención de mejorar en algo: ser más aceptado, quizás un carguillo en el futuro, quizás confraternizar mejor con los hijos de ella y del señorito. Me cuenta que el hombrecito tiene ojeado un Lexus y se lo piensa comprar. La mujer es lo más opuesto a Cayetana, que es, quizás, la política que mejor comprendió que al nacionalismo no se le debe combatir por nacionalista si no por antiilustrado, por antidemocrático.
La Cataluña profunda te puede romper el corazón y te puede joder la vida. Pero quizás decidirás, aún así, que esos son los tuyos, tu tribu, y les ofrecerás tu ignorancia obediente y orgullosa en su altar. Debes pensar que con tu sumisión a los príncipes pueblerinos algo irá a mejor en tu vida. Debes pensar que quizás te compensarán el sacrificio con algo, quizás con una limosna envuelta en la celofana del bienestar social patrio.
Una Cataluña medieval y una Barcelona moderna, incomprensible, de contenedores para quemar. Eso es lo que me cuentas. Este es el choque y el lugar hacia donde tú y tu hijo llevasteis el drama. Y allí estaba tu hijo, para dejar, en las cenizas de la basura quemada en las calles, un rastro de la ira carlista contra ese ayuntamiento en donde la democracia liberal de Valls eludió el zarpazo medieval del último de los Maragall, convertido al oscurantismo en nombre de vete a saber qué sueño primitivo. Creo que Cataluña nos rompió el corazón a todos. La Cataluña jodida nos quiere joder a todos antes de desaparecer, por fin y para siempre, en una democracia europea y fraterna. Te diría: léete a Habermas o a Voltaire, te diría. Y déjate de esa Cataluña inservible, antigua, fastidiosa. Pero sé que prefieres leerte el manual del usuario del Lexus, las instrucciones del sueño lisérgico y patriótico que recompondrán tu corazón. No hay nada en ti de Cayetana, y a día de hoy a ella la repudian por demasiado ilustrada.
[A mi España me rompió el corazón, le digo, viéndola tan frágil ante los caballeros feudales de la pérfida Cataluña, y así me siento y así temo morirme. Por Dios, me digo: Dios, líbrame de Cataluña.]

20 d’ag. 2020

Messi y la profesora de inglés

Sucedió hace algunos años, en el principio del "procés" y cuando se hablaba de una corriente "soberanista" en algunos cenáculos nacionalistas de toda la vida, frecuentados por funcionarios regionales y sus allegados. En aquellos años la pesadilla actual podía adivinarse. Pero muchos fuimos ingenuos o bobos, simplemente, y no supimos verlo. A mi, por ejemplo, aquellos soberanistas me parecían seres anacrónicos, ignorantes aunque con algo de una mala intención caníbal y tribal, por supuesto, pero a la vez inofensivos por lo perdidos que andaban en su laberinto identitario y de ensueños medievales: les auguraba un futuro breve y pensaba que su soberanismo ridículo era algo efímero que la sola y simple realidad social catalana se encargaría de arrasar con un leve bufido.

En el centro educativo en donde trabajaba entonces había una profesora de inglés que se destacaba por su formación intelectual, por sus intereses literarios y artísticos y por sus maneras, más refinadas que la media. Con ella se podía hablar de cine, de literatura anglosajona y de pedagogía de la lengua. Era una persona leída, curiosa y formada. A la hora del almuerzo intentaba sentarme cerca de ella, para no tener que limitarme a escuchar conversaciones sobre programas de TV que nunca había visto, sobre famosos que para mi no eran nada, o sobre los cotilleos habituales en un lugar en el cual convive mucha gente durante muchas horas. Jamás habíamos mencionado asuntos políticos, solo se intuía una cierta coincidencia en un punto de vista vagamente progresista o socialdemócrata y con eso me bastaba.

Un día, tras una victoria del Barça que debió ser significativa, la profesora de inglés me soltó un largo elogio a Messi y a su entrenador, un tal Pep a quien nombraba así, Pep, como si fuesen parientes o conocidos. Me sorprendí por ese giro en nuestras conversaciones en la mesa y no pude evitar preguntarle por la razón del cambio:

-Es que el fútbol es lo único que nos va bien, lo único que nos da ilusión a los catalanes. Fíjate: la Generalitat en manos de un socialista españolista, el gobierno de España tan contra Cataluña como siempre... Solo nos queda el fútbol.

Tardé un tiempo en comprender lo que estaba pasando: las victorias del Barça de aquellos años, que ganaba en todas sus competiciones, estaban generando un sentimiento quizás no nuevo en la Cataluña nacionalista, pero sí un sentimiento de mucha más envergadura. La "ilusión" que nombraba mi compañera de trabajo estaba fluyendo des del fútbol hacia otros campos, se estaban estableciendo vínculos, por capilaridad, entre los éxitos del Barça y las exigencias nacionalistas. El mensaje que transmitían los goles de Messi y el liderazgo de ese tal Pep se traducía en un razonamiento embrionario, estúpido si se quiere, pero muy eficaz, ya que apelaba a la emoción: los catalanes somos imparables, lo ganamos todo, solo tenemos que saltar a la cancha y disputarle los partidos al adversario, plantarle cara. Ganaremos una y otra vez, no nos podrán detener, etc.

Poco después empezó el desastre. Muchos creyeron que la democracia, el estado autonómico, las leyes y la Constitución eran un obstáculo pequeño, como lo era el Real Valladolid CF para Messi y el tal Pep. Solo había que saltar al campo y pegarle cuatro puntapiés al balón: unas urnas, un decreto de transitoriedad y listos, Cataluña sería nación reconocida y aclamada en Europa. O incluso premiada con algún privilegio por ver. Años más tarde, el mismo Pep apareció en los actos nacionalistas con un discurso netamente deportivo y algo mussoliniano, y creo que incluso le tentaron para aparecer en las listas electorales del nacionalismo.

Sin Messi y el tal Pep, probablemente, el desbarajuste político y el delirio de unos dos millones de catalanes hubiese sido, por lo menos, de inferior volumen. Estoy seguro de ello por razones empíricas solamente, y porque llevo casi toda la vida conviviendo con los catalanes y porque nací en un familia catalana que, aunque poco futbolera, festejaba las victorias del Barça como algo que no era solo deportivo: en mi familia, lo deportivo importaba muy poco.

Durante mis años en la docencia, cada vez que no pude evitar la pregunta de los alumnos "¿de qué equipo eres?", siempre respondí "del Rayo Vallecano". A veces, "del Getafe". Los alumnos me respondían, incrédulos: "¿de ese equipo eres?. Pero... ¡si son unos perdedores!". En efecto: en Cataluña, responder que uno era del Barça o del Madrid solo expresaba la adhesión a un modelo de país, a una nación. A una nación ganadora. Ortega escribió "El origen deportivo del Estado" muchos años atrás, no estoy contando nada.

Siempre me sorprendió que los patriotas catalanes no le afeasen a Messi su desprecio por la lengua catalana, "la sagrada causa pro-lengua vernácula escarnecida" en palabras de Juan Marsé. A Messi le perdonaban el menosprecio tan evidente, ya que el balompedista podía permitirse el lujo de escarnecer la lengua vernácula mientras levantara el sentimiento patriótico sin enterarse, sin caer en la cuenta de que cada uno de sus goles enardecían a una vieja patria humillada y la despertaban del largo sueño. O algo así. Y quizás sí supo Messi lo que pasaba, pero a él eso le importaba un pimiento.

Ahora, cuando el tal Pep está lejos y en declive, y cuando la carrera de Messi inicia su caída, puede que algún soberanista se desentienda, se afloje, se desafecte de la causa. O que se traslade a la causa última: ganar dinero levantando pasiones patrióticas en los demás. Me pregunto qué debe pensar, ahora, la profesora de inglés que era culta y, sin embargo, nacionalista de una nación ficticia.

15 d’ag. 2020

España ¿republicana?

La cuestión es ¿qué clase de República necesita España? - Diario16

El debate entre monarquía y república me parece que muestra el buen estado de la democracia española. Es un debate denso, muy interesante, y un diálogo que se debe dar, sin llegar a las manos. Ni la sangre al río. Algo que debe suceder sin dramas ni aspavientos ni calamidades. Ni catastrofismos ni apocalipsis en el horizonte. Que un estado de Europa piense cómo quiere ser, o se lo repiense, me parece algo bueno por naturaleza. Un buen síntoma. Del mismo modo que uno, a lo largo de la vida, se toma un tiempo para pensar si le gusta la vida que lleva, si anda conforme con ella: a veces la respuesta es "todo va bien", pero la respuesta también puede ser, sin tragedia: un divorcio, un cambio de trabajo o de domicilio, engendrar hijos, matricularse a un curso de origami. O atreverse a cantar canciones de la Motown ante el espejo o ante los amigos, sin vergüenza ninguna. La edad adulta es la edad de escoger sin dar explicaciones a los padres, ya sean los padres José y María o Foucault y Derrida.

España somos todos. Algunos somos más republicanos y otros más monárquicos, aunque creo que se debe matizar el término "monárquico". La mayoría de los que nos declaramos "monárquicos" estamos a favor de una monarquía parlamentaria (o constitucional), adjetivo que establece un matiz no solo muy importante, si no que esencial. Y cuento algo más: personalmente, prefiero la república en términos teóricos y abstractos, aunque en el día de hoy esté a favor de la monarquía, siempre que sea una monarquía democrática: constitucional, parlamentaria. Es más: el discurso del rey de España del 3 de octubre de 2017 me parece un discurso mucho más republicano que las muchas declaraciones de los políticos catalanes que se declaran republicanos pero hablan poseídos por un espíritu totalitario de muy escasa enjundia democrática. El rey habló de igualdad, los secesionistas catalanes hablaron de diferencias.

Pero volvamos al asunto: es bueno que España, una España adulta en democracia tras 40 años, se piense y se repiense y que de ese repensamiento no saque la conclusión de que debe sacar los sables a la calle. Vamos bien. O muy bien: jamás tuvimos 40 años de democracia en paz en este bendito país, y si eso no es un valor considerable que baje San Gabriel y me lo cuente. Es por eso que algunos republicanos nos sentimos monárquicos de una monarquía parlamentaria.

El asunto es que nuestro parlamento no está, a día de hoy, por la labor de un cambio de régimen. Y no lo está porque es dudoso que la ciudadanía lo esté, y menos en momentos tan complejos y tan arduos.

Leo que los políticos procesistas (esa cosa del "procés" catalán) se frotan las manos ante la apertura del debate, ya que una posible caída de la monarquía les anima a seguir con sus delirios y sus ansias de poder a costa de la República Catalana que proclamarían en caso de que España decidiese ser republicana. No han leído historia, o quizás han leído muy poca o solo la pseudohistoria de los suyos. Si la monarquía española tiende a la corrupción y el desastre, deberían analizar a qué nos han llevado las repúblicas: las conclusiones no son muy halagüeñas.

Y deberían tener algo importante en cuenta: si España se repiensa y decide, luego de pensar, que quiere ser republicana, debe entender que volvemos al punto cero, es decir, a replantear el "régimen del 78". ("Régimen del 78" no significa nada más que "democracia" tras la dictadura). Si volvemos al punto cero y suprimimos la monarquía deberían saber mis queridos nacionalistas catalanes que también se anula (o se repiensa) el estado de las autonomías. Punto cero es eso: lo pensamos todo. Todo significa todo. Es decir: se repiensa el modus vivendi de los políticos regionales. ¿Como se puede repensar España con una vuelta al punto cero, si decidiese ser republicana? A mi me parece evidente:

  • Anular el estado de las autonomías y debatirlo de nuevo. ¿Qué alcance debe tener la administración autonómica, en caso de que este sea el modelo? La recentralización de algunas competencias sería lo primero: educación, sanidad, prisiones, bienestar. No es de recibo que se creen diferencias entre ciudadanos: si el republicanismo tiene un principio básico es la igualdad de los ciudadanos.
  • Los traspasos de competencias del estado a las administraciones regionales deben tener una fecha de salida y una de llegada: no se puede permitir la negociación infinita, sujeta a estrategias partidistas y, por lo tanto, tendentes a crear diferencias entre iguales en función de coyunturas variables a lo largo del tiempo.
  • El asunto plurinacional y el plurilingüístico: Francia, nada sospechosa de ser franquista, es monolingüe y mononacional, y eso no genera problemas convivenciales. La nación es una, lo demás son reconocimientos de especificidades regionales. Una lengua regional no puede prevalecer en ningún ámbito sobre la lengua de la nación, parece una perogrullada pero no lo es (visto lo visto). Se deben proteger las minorías, por supuesto: las lingüísticas, las étnicas, las sexuales o las religiosas. Pero del mismo modo que en una región con presencia de mormones o de musulmanes no se puede imponer esa opción (¡incluso por encima de una mayoría atea!) a los demás, debe quedar claro que el estado tiene una lengua (y esa lengua es la española, que no es la inuit -con todos mis respetos a los lapones, por descontado).
  • La movilidad entre los ciudadanos de España debe garantizarse, no solo por una cuestión de derechos y de igualdad, sino por una cuestión de salud nacional: los trabajadores, los funcionarios y los profesionales de todos los ámbitos deben poder circular del este al oeste, del norte al sur: la convivencia sale beneficiada con ello. No se puede tolerar que se pongan trabas al catalán que quiere ejercer su profesión en Andalucía, ni al murciano que quiere ejercer en las Vascongadas. Del mismo modo, cuando un gallego enferma en Murcia, es ridículo que deba gestionar una burocracia infame para poder ser atendido. Kafka escribió "El castillo", y el gallego que trabaja en Murcia podría escribir "El hospital".
Dicho de otro modo y en resumen: una república no es mejor que una monarquía parlamentaria por sí misma. Es solo una forma de organizar el estado. Los reyes borbones han sido incapaces de encadenar a más de dos reyes seguidos desde hace 200 años, pero la dos repúblicas españolas han tenido finales poco admirables. Y muy poco deseables. Una república no es, necesariamente, mejor: puede ser peor. Una república puede ser menos democrática que una monarquía (compárese la república de Georgia con la monarquía de Suecia, y eso sin salirnos del continente europeo. O compárese Holanda con Turquía). Una república podría estar presidida por Santiago Abascal, por José María Aznar o por David Bisbal. O por Rosalía. La popularidad manda en los tiempos del populismo. En el caso catalán ¿se imaginan una república catalana presidida por Pilar Rahola?

Aún así, debemos poder hablarlo todo, sin tragedias ni referéndums: los referéndums son escasamente o nada democráticos y poco recomendables para las cuestiones graves. Eso sí, que nos quede claro: el debate para una república debe ser consciente de que supone la anulación automática de la España autonómica que hoy sufrimos. Sería oportuno, también, que una refundación de la democracia española incluyese el redactado de una nueva constitución que quizás debería tratar, sin manías, la exclusión de los partidos secesionistas o nacionalistas. República es, ante todo, igualdad. A lo mejor resulta que los constitucionalistas tenemos ahí nuestra mejor oportunidad.

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Este texto se ha inspirado en el fantástico artículo de Alejandro Tercero en Crónica Global.

13 d’ag. 2020

Cultura catalana (o muy catalanísima incluso)


¿Saben ustedes desde qué Departamento de la administración regional se pagan las subvenciones a la Feria de Abril de Cataluña? ¿Y saben, también, desde qué Departamento se pagan las subvenciones a los trabucaires, castellers y bastoners? Luego se lo cuento, pero antes permítanme contarles una historia muy breve.

Hace un par de días, sentado a la sombrita de un chiringuito en la Cataluña interior, se me sentaron muy cerca una pareja de hombres, posiblemente padre e hijo, aunque podrían ser abuelo y nieto. Vestían los atuendos propios de los cazadores: pantalones caqui, camisa de camuflaje, gorrita paramilitar. ¿Los cazadores son militares de segundo orden, personas que soñaron con matar hombres pero deben conformarse con matar cerdos salvajes por culpa de un destino ladino e indescifrable a su entendimiento?.

Uno de ellos era muy joven, jovencísimo, y se comía un helado de chocolate mientras el mayor le contaba anécdotas y sorbía, despacio pero constante, un tercio de cerveza. Como las anécdotas de un cazador me interesan entre poco y nada porque las temo zafias o lamentables, no les presté atención ninguna. Pero de repente algo alertó mi oído: las anécdotas versaban, ahora, sobre otra afición de los dos hombres. Ambos pertenecían a un grupo de "trabucaires", esa gente que se pasean por las fiestas mayores disfrazados de carlistas con barretina, disparando unos trabucos que solo lanzan salvas de pólvora, sin plomo. Aunque desearían el plomo, sin duda, y en el plomo deben soñar en esas noches de verano que preceden a los otoños calientes e insomnes del nacionalismo delirante.

El hombre mayor ilustraba al joven: el alcalde la ciudad de X no nos quiso dar dinero a los trabucaires, así que recurrimos al del pueblo de Y, que nos dio un dinerito y nos cedió un local para los ensayos (los ensayos de los trabucaires, ¿cómo deben ser?). Ahora, cuando el alcalde de X nos pide que vayamos a su fiesta mayor le decimos que nos espere sentados, prosigue el trabucaire provecto. Que es foti!. El joven sigue relamiendo su cucurucho de chocolate con nata y le sonríe al viejo, se reajusta la gorrita de soldadito, le da otro lametazo al helado. Cualquiera diría que le importan un bledo los alcaldes, los trabucos y la patria entera: en el chiringuito acaba de entrar una adolescente con unos shorts tejanos y los hombros al aire. Esos hombros y esas piernas largas, toda ella pálida tras el confinamiento, son la única patria plausible del chaval en ese instante. Nada le interesa más que eso a su mirada torpe, estrábica y desvaída.

En el chiringuito tienen puesta una emisora de radio que transmite flamenco mainstream, yo diría que se trata de la Niña Pastori cantando algo escrito por Alejandro Sanz hace un montón de años. Suena bien y el volumen es el adecuado, permite pensar levemente sobre el paso del tiempo, que es lo más propio para un agosto y en plena ola de calor. De repente se me juntan los dos fenómenos en la mente: los trabucaires de la comarca del Berguedà y el flamenco, vaya coincidencia. Cuando pienso en el flamenco suelo pensar en el de aquí, el flamenco de Duquende, de Mayte Martín, de Poveda.

La flamenca es, sin duda ninguna, la única música que está viva de veras en Cataluña. El pop catalán es un zombi electrocutado, los cantautores están liquidados, la sardana muerta y a las grallas no hay oído humano que las aguante: incluso los estorninos se largan cuando escuchan la gralla. Si hay una música viva en Cataluña, es la música flamenca. Y entonces recuerdo las Ferias de Abril de Santa Coloma, de Can Zam y de la explanada polvorienta, fea y radioactiva del Fórum de las Culturas, en San Adrián del Besòs.

La Feria de Abril, en Cataluña, se subvenciona mediante una partida del oscurísimo Departament de Benestar Social desde los tiempos del oscurantista Conseller de Benestar Social el señor Antoni Comas, íntimo de Pujol Soley. La Associació de Trabucaires se subvenciona mediante una partida del Departament de Cultura. ¿Lo quieren más claro?. No, no es un error: es diáfano, flagrante y claro. Eso es la cultura catalana, con sus subvenciones y sus consejeros oscuros, sus consejeros melifluos y sus consejeras presuntas delincuentes en espera de juicio: jamás nos mintieron, siempre lo dijeron muy clarito. La cosas de los charnegos son para Benestar Social, los trabucaires, castellers y puntaires para Cultura. A ver si un día nos sale un enxaneta con sombrero cordobés y le sacamos una foto, o un documental para Tv3 que se titulará "Integración cultural". O algo así.

10 d’ag. 2020

Los ríos y las lenguas

Decidí arriesgarme a sufrir un soponcio y me fui a pasear por la Cataluña interior, la de los lacitos. Prepirineo, cerca de la muy lacista ciudad de Berga. Más arriba de la villa, que se deshilacha en carne viva, y pasado el santuario del siniestro capellán de Queralbs, una carretera antigua y cansada me lleva hacia un paisaje de la infancia, aquella infancia pobre y, con intermitencias, infeliz. Uno de los paréntesis de algo que no era felicidad pero quizás se le parecía sucedió en el campin (1) bajo los pinos rojos. Parece que un vendaval antiguo más que viejo hubiera borrado su rastro. Reconozco un sendero a duras penas y, entre la maleza de la orilla del río unas piedras amontonadas por los íberos, quizás, pero que son, sin embargo, el único vestigio de los antiguos retretes de aquellos veranos de la infancia. Los tábanos zumban a mi alrededor, hay que andarse con tiento. Uno de esos bichos me mordió a los doce y se me infectó la rodilla que daba pena verla, amoratada y tumefacta. Como si la viese hoy ¡qué raro es el paso del tiempo, y más rara aún la memoria!. Algo más arriba de la pista forestal, hay un nuevo campin, con las condiciones que uno espera hoy de un campin, cuarenta años más tarde. El aire es fresco y se escucha el murmullo del torrente. 

Cerca de la terraza del bareto hay una cama elástica con tres niños pegando brincos. La abuela de uno de ellos le advierte al nieto del riesgo del descoyunte con los saltos. En las mesitas bajo las sombrillas hay un par de familias. Un hombre le cuenta al amigo que un día de esos vendrá el nuevo novio de la hija.

-Espero que el chaval sea más de tomar cervezas que de caminar -le suplica a Dios en voz alta.

Luego consulto los precios del campin con la dueña y la posibilidad de reservar. Nunca se sabe, y Bolaño vivió en un campin. Esa es mi primera conversación en catalán, la que intercambio con la señora.

Entonces caigo en la cuenta: todas las conversaciones que he escuchado hasta ahora suenan en castellano, aunque alguno cambia a menudo del castellano al catalán, y tanto una lengua como la otra suenan bien, sin acento. Más tarde, en el Río de l'Aigua d'Ora, en donde le afluye el torrente que transita el campin, hay un montón de familias tomando el sol, preparándose para un picnic en el prado. Todos hablan en castellano. Tengo un oído malo para la música pero bueno para los acentos. Es el castellano de Cataluña, de Barcelona y su área, aunque ese mismo castellano se puede escuchar en los arrabales de las ciudades del interior. Hay un chico con la camiseta de Messi y un perro sin raza que luce una correa con el juego de palabras Julius K9, una marca de correas. El Río de l'Aigua d'Ora se puede transitar la mar de bien, casi todo el tramo a la sombra de la naturaleza desgañitada. El agua está limpia y fría. Andar por el cauce es un placer barato, pequeño, sencillo, uno de esos placeres que recomiendan los filósofos estoicos.

Me pregunto si en los campins están los pobres. Y si, ya se que caer en afirmaciones como "los pobres de cataluña hablan en castellano y los ricos en catalán" es caer en tópicos cuestionables que podrían tumbarme con ejemplos varios, anécdotas curiosas y argumentos más o menos filípicos. Incluso me podrían acusar de ir contra Cataluña o de ser un mal catalán por hacer observaciones de ese tipo. Me limito a contar lo que veo. Solo digo eso: en un campin barato y digno del prepirineo solo he escuchado hablar en castellano de Cataluña.

Luego, siguiendo por el valle del mismo río, me detengo a comer en un pueblo en el fondo de la Vall de Lord. Hay lazos amarillos, banderitas y pancartas que reclaman algo de unos presos, aunque muchísimo menos que un año atrás. Observo que en el balcón del ayuntamiento luce una pancarta de esas y tres banderas ondean (que no ondean, el aire está petrificado en un bochorno de cielo gris): la bandera local, la europea y la catalana. Falta una. La mayoría de las fachadas se caen a pedazos. 

Hablo con el dueño (y cocinero y camarero) de la fonda en donde me restauro. Me cuenta sus penas por lo del virus: "no andamos nada boyantes". La frase la pronuncia en catalán de la zona, pero la palabra "boyantes" en un estricto castellano. Infiero que el hombre es felizmente bilingüe, como yo. No se me ocurre el equivalente catalán para "boyante" y a él le debe suceder los mismo. Así que seguimos hablando. Yo suelto más alocuciones bilingües. Le pregunto si hubo infectados en el pueblo.

-No, me responde. Ni uno infectado en el pueblo. Pero ahora nos está viniendo una gente que... enfin, unos desgraciados. El otro día me entró uno sin mascarilla, se lo recriminé y me respondió que se la había olvidado en casa, "me la he olvidado en Hospitalet", imita el cocinero, ahora en un castellano con deje andaluz muy mal imitado, y yo le dije: pues fuera de aquí, vete a Hospitalet.

Le asiento con la cabeza, le hago un mohín ambiguo y él comprende que la conversación ha terminado. "¡Hospitalet!" esa es la población que ha escogido el cocinero del fondo del valle para situar a los desalmados y a los ignorantes. "Le eché, le mandé a la calle y a tomar por el c...". Bueno, la anécdota tiene visos de contener algo de verdad, pero la elección de Hospitalet parece intencionada y como si me intentase hablar en clave, como si pretendiese decirme: tú ya me entiendes.

Hospitalet (ese Hospitalet que nombra no ya como un lugar del plano si no un lugar mental) debe ser, para él, el lugar en donde ubicar, simbólica y paradigmáticamente, sin género de dudas, a los charnegos que se resisten al catalán, tierra de mala gente monolingüe, quizás visto como el fuerte que los soldados azules han plantado en territorio sagrado, la avanzadilla de la conquista, con conquistadores que vinieron con sus maletas de cuerdas para huir del pueblo en donde eran los pobres e instalarse en la región en donde siguieron siendo los pobres, con una diferencia: aquí les tratan de colonos y de genocidas. Y, de unos meses hasta hoy, propagadores de virus y de muerte.

Me pregunto qué hubiese sucedido si llego a seguirle la corriente y le digo algo como "esos charnegos...". Estoy seguro de que el hombre se hubiese explaiado a gusto en consideraciones sobre las diferencias étnicas y etcétera. Pero no lo hago. Solo me dan ganas de salir zumbando y plantarme en mi barrio de charnegos, algunos monolingües y otros bilingües, casi todos pobres aunque algunos asintomáticos.

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(1). He optado por la forma "campin", recogida por la RAE.

6 d’ag. 2020

Soy más patriota que Puigdemont


Vaya por anticipado: jamás me he sentido patriota de ninguna patria, pero si acepto la acepción de patria como "región" o "paisaje" en donde uno vive, diría que soy más patriota que los que se definen como patriotas de Cataluña, como Puigdemont el desdichado. Porqué me duele lo fea, lo jodida y lo deshilachada que han dejado Cataluña sus prohombres, los más patriotas.

Y luego está lo esencial: yo estuve allí, vi la Cataluña de mi época. Estuve en esa Cataluña y la vi, y lo que cuento es lo que vi, como un periodista.

Vayamos por partes: de un tiempo a esta parte suelo viajar poco o nada por la geografía catalana. No quiero alojarme en un hostal con lazos amarillos en el alféizar ni pasearme por calles con banderitas estrelladas en los balcones, ni tomarme el café en una taberna con las fotos de Junqueras o de Puigdemont tras la barra. Eso es todo, no hay nada más que eso. Pero luego está lo otro: a veces uno termina por visitar poblaciones catalanas aunque sea obligado por exigencias de la vida. De modo que me lo conozco. Sé de la destrucción sistemática de Cataluña practicada por los patriotas que se jactan de serlo y que ganan elecciones con su discursillo de la patria maltratada. ¿Quién maltrató a Cataluña?

Desde Les Cases d'Alcanar hasta Portbou la costa catalana es el mayor descalabro estético que he visto jamás. Las excepciones son muy escasas. (En la costa de Tarragona se salva Altafulla, quizás porque la omnipresencia de la central nuclear de Vandellós en el horizonte disuade a los especuladores patrocinadores de Convergència). Por no hablar de la Cerdaña y del desastre practicado en nombre del deporte del esquí, que es de nota sobresaliente: ¿se puede destruir un monte pirenaico en nombre de la patria? Y los patriotas responden: sí, se puede. Yes, we can. Porqué nosotros podemos, porque yo lo valgo. Ahí está La Molina para refrendarlo sin referéndums previos. ¡Y pensar que hay señoritos que se compran chalecitos en el valle más feo del Pirineo! ¡Y luego cuelgan una bandera independentista en la entrada del chalecito! Pero... ¿cuándo se independizarán de su mal gusto? ¿En qué oscuros cenáculos patrióticos les dijeron que la patria es lo que debe venderse justo después de la decencia? ¿Se lo dijo Pujol cuando regresaba de la Pica d'Estats, y mientras perduraba en su delirio lisérgico, cuando se le apareció la banca privada de Andorra cual vírgen católica, como a una pastorcilla portuguesa pero catalana en esencia?

Recomiendo un viaje por la costa catalana a los patriotas de veras. Que me cuenten, luego, si Cataluña les parece un lugar bonito. Y les pido que investiguen un poco y me cuenten quién se enriqueció con la venta de sus propiedades parceladas, quién pergeñó el desastre y la fealdad de la costa catalana o de los valles del esquí. A ver si fueron los malditos colonos o a ver quién diablos fue. Investiguen, piensen. A ver quién creen que destruyó la costa de su amada patria. Y sus valles y las montañas. A ver quién decretó decretos que reducían el perímetro de los parques naturales, a ver quién permitió que se urbanizara el último pinar de Begur. Díganme quién fue, por favor.

Las pocas veces que he viajado por Cataluña he vuelto más patriota, quizás incluso más persona, más hecho como hombre, más completo. Podría escribir mucho sobre el asunto, ya que por razones de trabajo trabajé varios años en la Cataluña interior y vi muchas cosas. Vi como los más nacionalistas habían vendido la casa de sus abuelos a cachitos para construir chalés destinados los señoritos de Barcelona, a quienes luego insultan: los de Can Fanga, los Pixapins. Vi como se malvendieron el prado, la era, el campito, como lo destruyeron todo. Incluso sus nietos, adscritos a la Cup, se preocupan muy mucho de vender por encima del precio de mercado la parcelita que heredaron. Todo por la patria, y la patria hecha trizas pero muy nacional.

Cuando reivindiqué que Marsé, que Casavella, Mendoza y Vila-Matas eran quienes salvarían a la literatura catalana me acusaron de querer matar la lengua indígena, de aliarme con el enemigo ancestral, de mal catalán. Insensatos y tontos, los que pretenden defender a la patria catalana la hunden en el fango definitivo del que jamás regresará. Cuando dije que un catalán que ama las lenguas maternas defiende la lengua materna de los catalanes con madre castellanoparlante dijeron que yo no amaba la lengua de mi madre. Eso lo dijeron los desgraciados que jamás amaron nada. Que jamás comprendieron nada del amor, salvo del amor a la herencia y a  la finca de sus progenitores. Desgraciados y nada más, desgraciados que odian a su tierra y sin embargo izan en su chalecito la bandera con la estrella, por la posible plusvalía que les otorgue la estrella. El día que les ofrezcan diez mil euros por centímetro cuadrado de la estrella se la venderán por cinco mil y luego dirán, muy indignados, que Cataluña fue pasto de los colonos de Madrid, de Sevilla, de Cádiz o de Huelva. Si al presidente de la Plataforma per la Llengua le dan diez mil euros al año por cambiar de lengua, va el tío y la cambia en un plis plas por cinco mil. Sin duda alguna. La patria es el negocio de la patria, aquí nos conocemos todos: Cataluña es tan pequeña como mezquina.

Yo soy más patriota que vosotros, pienso. Quizás porqué mi patria es España me duele tanto lo que le habéis hecho a Cataluña los catalanes más catalanes que yo, los que os pretendéis más catalanes que yo pero os  habéis vendido Cataluña a una fealdad de sol y de moscas, de mierda con moscas revoloteando. Patriotismo y moscas: Cataluña.

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Este texto está elaborado con las notas de lectura de "Contra Catalunya", el libro de Arcadi Espada de 1997. Las notas del Capítulo Diez. Si mis congéneres independentistas leyesen este libro se diezmarían sus filas, pero ellos prefieren leer las sandeces que publica un tipo zafio como el señor Puigdemont, vía Twiter. Así nos va a los catalanes: hundidos en la miseria y en la fealdad. Cataluña jamás fue un país, y gracias a los patriotas catalanes ya solo es una región fea en el Noreste.

4 d’ag. 2020

Y que pierda el Barça


-¿Cómo ves al Barça?
-Ah, bueno, fantástico, me dio una gran alegría.
-¡Pero si ha perdido la Liga!

Entonces cuento que mi forma de seguir al Barça es esta: desear que pierda donde sea, que pierda siempre, en cualquier torneo, que pierda en cualquier campo en donde juegue.
-Pero entonces tu... ¡tu eres un anticatalán!

Lo mismo sucedería con las preguntas "¿Cómo ves lo de Puigdemont?", "¿Cómo ves la independencia?" y etcétera. La sentencia sería, también y por supuesto: "¡Eres un anticatalán!".

Hace poco leí un artículo sobre novela negra catalana, autocomplaciente y ufano tal como mandan los cánones de la autocomplacencia catalana, en el que el articulista observa, con la agudeza esperable en cualquier nacionalista, que los argumentos del género han abandonado Barcelona y se han fijado en los pueblos y las comarcas. El artículo no miente: los escritores catalanes de novela negra catalana narran historietas criminales que no transcurren en la ciudad sino en los villorrios, con una tendencia irritante hacia lo que por aquí llaman la "Cataluña catalana" y que es, por definición, todo lo que caiga fuera de la región barcelonesa. El artículo celebra ese giro en las localizaciones y lo interpreta como un signo de progreso, de modernidad e incluso de "normalidad", ese ansia tan sospechosa de todo lo catalán por convertirse en "normal" y que daría para un buen ensayo de antropología cultural. ¿Qué extraños complejos de inferioridad oculta ese deseo de normalidad?.

Bueno, vamos a decirlo claro: el cambio de Barcelona por las comarcas catalanas no obedece a nada de lo anterior: es la respuesta nacionalista a aquéllo que más odian de Cataluña: Barcelona. Barcelona es, les pese lo que les pese a los nacionalistas, el único "hecho diferencial" catalán y a la vez el único fenómeno que salva a Cataluña del desastre absoluto. Odian a Barcelona y su zona por ser bilingüe sin problemas, por ser civilizada, por ser la ciudad menos nacionalista, por ser un islote casi racional enmedio de la laguna del irracionalismo romántico y putrefacto. Y no escriben novelas negras sobre Barcelona porque no saben como escribir sobre ella. O por lo menos como escribir sobre ella sin hacer el ridículo, sin caer en la frase fundacional de Tv3 cuando puso en boca del malvado JR de "Dallas" el ya mítico "Sue Ellen, ets una meuca!" (y gracias que no cambió "Sue Ellen" por "Maria Sussagna"). No escriben sobre Barcelona porque son incapaces de ello.

Un escritorzuela de novelitas negras (pequeñas pero premiadas), una tal Núria Cadenas -de pasado más que tenebroso en el independentismo violento y que hoy guioniza una peli sobre Guillem Agulló, de quién hablaremos otro día-, escribió la historieta titulada "Tota la veritat", manda huevos, que muchos apreciaron y que era solo una pésima novela pero una gran señal para navegantes catalanes de la escritura: ¡Catalanes escritores! debéis escribir sobre los pueblecitos del interior, en donde la realidad es más catalana, más nuestra. Es decir: la novela negra catalana, como todo lo catalán, debe virar hacia lo pequeño, hacia la anécdota del pueblecito, hacia el microbio. Del microbio hacia lo universal. 

(El cambio en las localizaciones de la novela negra hacia lo rural, interior y muy catalán también parece ser una consecuencia, tan lógica como lamentable, de las informaciones meteorológicas de Tv3: allí se cuenta el tiempo o la pluviometría en Sant Joan de Vilatorrada, en Sant Pau de Seguries o en Santa Eulàlia de Ronçana pero no en Madrid ni en Sevilla. Lo nuestro, lo próximo, lo pequeño: el microbio bajo el haz de la luz cegadora de Tv3. En efecto: demasiada televisión para tan poco territorio).

En los tiempos en los que escribí novela negra catalana en catalán publiqué dos situadas en Barcelona. De aquéllo retengo tres anécdotas. La primera: el corrector me manda un correo contando que ha hecho un recuento y le sale que un tercio del texto está en castellano (los personajes castellanoparlantes hablan y escriben sus notas en castellano). No le respondo, puesto que no sé qué narices pretende con esa información. La segunda: un personaje cuestiona las políticas de Jordi Pujol y el editor me escribe subrayando el párrafo y al margen escribe: "això cal?" (eso es necesario?). Le respondo con un escueto "sí". La tercera: una de las pocas críticas que aparecieron en prensa fue la del diario "Avui". El crítico, un tal Lluís Llort (menos mal que no era Lluís Llach) sólo escribe una frase a tener en cuenta entre varias de estúpidas, nada nuevo en su línea habitual (¿a ese le pagan por escribir lo que escribe o le pagan para que no deje de escribir en lenguaje nacionalista?): "parece que el escritor piense en castellano y luego escriba en catalán". Como es evidente, me lo tomo como el más alto cumplido. Tampoco le respondo, pero si tuviese que hacerlo le diría "pienso y escribo como me da la gana", y quizás le añadiría: "sin embargo, creo que tu escribes antes de pensar y creo que así quieres desmentir a Vygotsky: presumes que es posible desvincular al pensamiento del lenguaje". La editorial rechazó mi tercer original. Ya no publiqué ninguna otra novela negra en catalán. Ni negra ni rosa.

Leyendo algunas de esas novelas catalanas y negras me doy cuenta de que muchos de esos escritores siguen anclados en la lengua de los Jocs Florals y no se han enterado del esfuerzo que hizo Josep Pla por liberar al catalán de la lengua literaria del XIX. Ergo no han leído a Josep Pla. Ergo no han leído casi nada, ergo solo contemplan la luz aniquiladora que brota de la pantalla de Tv3. Quizás incluso alguno me espetaría "Pla era un feixista!". "Pla era franquista i per això no li van donar el premi d'Honor de les Lletres Catalanes!", sin ni tan siquiera sospechar lo más evidente: que entre los méritos de la obra de Pla está, precisamente, no haber sido premiada con ese premio humillante que solo premia a los escritores sumisos, jamás la calidad de su obra. Quizás les recordaría que las bases del premio las redactó Josep Benet, un tipo enjuto, melifluo y ladino del que algún día contaré una anécdota muy lamentable relacionada con mi familia materna.

Escribe: si Cataluña, en vez de haber optado por ser la piedra en el zapato de España, hubiese optado por colaborar con España, hoy España sería un país diferente y mejor. Y Cataluña sería mejor.

-¡Anticatalán, anticatalán, anticatalán!, repite la vocecita, que es el eco de las veces que la habré escuchado, intuido o sobreentendido, con la neurosis propia del catalán que no quiere la independencia. No te gusta Puigdemont, no quieres la independencia, no te gustan las novelas negras catalanas, no te gusta Tv3. Y no solo eso: te gusta Josep Pla.

Y además quieres que pierda el Barça.

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El texto está compuesto con algunas de las notas de lectura del libro de Arcadi Espada "Contra Catalunya".



 

1 d’ag. 2020

Contra Catalunya


Leí el libro de Arcadi Espada por primera vez en el 2001, unos años después de su publicación. Pero lo leí deprisa y mal. No hay nada malo en leer deprisa, porqué ahora lo he releído otra vez deprisa pero bien. Quizás entonces lo saqué de una biblioteca pública, en unos años en los que me llevaba tres o cuatro libros a la vez para devolverlos a los 15 días, procedimiento que empuja a la lectura atolondrada.

En aquellos años muy pocos se temían la catástrofe que vivimos hoy en Cataluña, y yo no era uno de ellos. Eran otros tiempos: mis padres todavía vivían, yo residía en otra población, me sumergía en la docencia y, visto desde la mirada de hoy, era muy ingenuo. Demasiado ingenuo para mis casi cuarenta años. Cataluña, entonces, me importaba lo mismo que el cáncer de próstata: uno piensa que es inmune a algunos males o que hay fenómenos incapaces de malignizarse. No es así.

Recuerdo haberme divertido mucho con la lectura, pero mi memoria nunca ha sido fiable, de modo que, posiblemente, aquélla diversión puede ser un falso recuerdo. De Arcadi Espada había leído "Raval: del amor a los niños", otro título que se presta a la relectura y que me entusiasmó. Intuyo que Espada siempre se anticipó a su tiempo. En cualquier caso mejor anticiparse que llegar tarde, como hizo el pintor Miró llegando tarde y mal al cubismo, al surrealismo y a lo demás.

La lectura de "Contra Catalunya", revisada hoy, es un ejercicio de melancolía y de rabia. Rabia por lo que no supe ver, lo que no supe leer aunque allí estaba escrito bien claro y con ese estilo depurado, ese estilo antirretórico que nos remite a Josep Pla o a Julio Camba, sin lirismo alguno, el gran periodismo que quizás no supe apreciar. Por aquéllos años (vuelvo a 2002) no tan solo leía a Quim Monzó si no que, además, me parecía bueno. Hoy sé que Monzó no es bueno ni lo era cuando me lo parecía. Monzó es prescindible por completo y la historia lo está olvidando con justicia. La ensoñación del paisito se desvanece: nadie visita la fundación Tapies, por decir algo.

El título de la obra lo comprendí mucho más tarde, ya en pleno auge del nacionalismo populista que hoy nos avergüenza. Sucedió una noche, tras publicar un artículo en este blog titulado "Porqué no soy independentista". Una amiga me dijo que se sentía decepcionada por mi anticatalanismo. "Escribes contra Cataluña", me escribió. En aquel instante recordé a Arcadi Espada. También me acuerdo de que aquél comentario fue respondido por otro lector del blog, que le quiso corregir: el texto no va contra Cataluña, va contra una visión de Cataluña, le dijo. Nota: quien me defendió entonces abrazó la religión independentista pocos años más tarde, y hoy me acusa de lo mismo de lo que me exculpó entonces. De eso trata el libro: de cuando cualquier crítica al nacionalismo, a sus líderes, a la cultureta o a todo lo que sea catalán es interpretado, señalado y acusado como si de un acto "contra Cataluña" se tratase.

"Contra Catalunya" es la crónica nostálgica y el libro de memorias de un periodista joven que se adentra en el oficio del periodismo y se pregunta por el oficio, por su papel en el oficio, con un esfuerzo enorme por revisar las situaciones vividas, recapitularlas, comprenderlas si eso es posible. Es un texto honesto y doloroso, una prosa que busca la verdad de uno mismo y del tiempo que le tocó. En algunas de sus páginas más brillantes (y hay muchas), me remitió al Casavella de "El día del Watusi" aunque no lo sepa explicar. Se me apareció Casavella quizás por culpa de la motocicleta plateada que circula de noche por las calles de Barcelona aunque sea incapaz de recordar si en "El día del Watusi" hay motocicletas plateadas entre luces de neón.

Jordi Pujol tras el estallido del caso Banca Catalana. He ahí el decorado en el fondo de este libro. La manifestación posterior, cuando Pujol extendió su brazo gigantesco sobre la multitud y le dijo: a partir de ahora, de ética hablo yo. Y luego dijo: ahora iros a dormir y mañana a trabajar. Y la multitud agachó la cabeza, obediente y acaso satisfecha, sin percibir la confesión que contenía la alocución. Ahí está la multitud que le grita a Marta Ferrusola "Això és una dona", un grito no tan solo predemocrático sino netamente premoderno, quizás anuncio del protofascismo nacionalista que sufrimos a día de hoy y que entonces nos pareció folklórico, solo folklore regional. Está el Jordi Pujol en Aquisgrán, en una de sus primeras tournées europeas para hablar de este pequeño país amable y simpático que es Cataluña mientras Ferrusola compra semillas para su negocio de Hidroplant. Jordi Pujol impone a los periodistas que se levanten cuando él entra en la sala en donde atiende a la prensa, donde soltará aquél "avui no toca" que nadie le afeó. Lo vieron como una ocurrencia divertida, una anécdota, otro hecho diferencial. El PSC no supo qué hacer con Pujol y su nacionalismo por eso bailó al son de su música, por más infame que fuese la partitura. Barcelona fue, durante unos años, la sombra y el asilo político de quienes pretendían escabullirse del inclemente sol pujoliano. El desastre autoritario y antidemocrático avanzaba a grandes zancadas y nadie quiso verlo: los unos al sol, los otros a la sombrita.

Yo no supe leerlo en las páginas de Espada, leído en 2001.

La edición de "Contra Catalunya" (ésta vez me lo he comprado, para no tener que devolvérselo a nadie) contiene un Postfacio trágico, añadido en 2018. En él se nombra a Pilar Rahola, a Alfons Quintà, a Cebrián y a Polanco, a Puigdemont, a Messi y a otros fantoches de la actualidad. Y se cierra con este párrafo demoledor:
El libro que escribí hace veinte años no previó esta insurrección tan grotesca y humillante. Pero creo que narra la ficción maligna, la enajenación colectiva que, escribiendo claro y castellano, hemos dado en llamar "Catalunya", frente a la que cualquier hombre con salud debió y debe estar enérgicamente en contra.