El confinamiento perimetral, ya no recuerdo si municipal o comarcal, me lleva a pasear por las afueras. Hay caminos raros que discurren entre campos en barbecho o abandonados para siempre, carreteras a medio asfaltar, pistas polvorientas en las que, cada 10 minutos, uno encuentra el cobijo de un arbolillo: un algarrobo enano, un ciprés, un almendro con flores blancas, cuyos pétalos se depositan como bendiciones diminutas encima de la tierra yerma.
En esos caminos uno encuentra lo que pudo ser una calle y se quedó en el sueño de una calle: apenas dos casitas, quizás tres, todas desvencijadas y sumidas en un olvido bíblico. Nadie transita por ahí. Un perro lejano ladra, afónico. Un Peugeot 208 blanco se oxida con paciencia mientras los hierbajos le crecen entre las ruedas ajadas y con patas de gallo. Nadie encuentre esperanza ni tregua en la pobreza ni en la soledad.
Descubro la casita pintada de rojo inglés. En el porche se agolpan los trastos, entre los cuales ese sillón color mostaza en el que debe sentarse el hombre solo que habita la casa. Hay unos dibujos infantiles pegados en un rincón de la fachada. Las mejores obras de arte que he visto en la vida están pegadas con imanes en una nevera, dice John Lurie: no están en las galerías ni en los muesos nacionales del arte nacional.
Una soledad apabullante inunda ese porche, pinta esa fachada y se levanta, como un Golem, hasta el cielo azul y de plata. El hombre solo que habita la casa en las afueras está dentro o quizás no está en ninguna parte. Me acuerdo de El rey amarillo, aquellos cuentos escalofriantes sobre la soledad, el dolor y el miedo. El hombre solo. Quizás un viudo de más de setenta años, quizás un viejo homosexual expulsado hasta las afueras, quizás ambas cosas. La periferia del mundo.
Solo en periferia encuentro la definición del centro.
Alguien muy joven, muchos años atrás, me dijo: cuando sea mayor quiero vivir en el centro de la ciudad o en la periferia más extrema, jamás en los terrenos de enmedio. Le comprendí. La vida es así: todo o nada. Sin embargo, la mayoría elegimos el gris discreto de la mitad, de la clase media que se evapora, ese gris que nos camufla y nos ampara y nos acoge como una madre cariñosa, comprensiva, silenciosa.
Aunque a mi la periferia siempre me ha gustado mucho y no solo por la cosa epistemológica. Me gusta la periferia porque está aireada y es limpia, solitaria, triste, dulce. Quizás es inquietante, como ese porche barroco y cutre, o cutre en su barroquismo, o barroco en su cutrez desordenada, polvorienta, melancólica.
Los melancólicos quisieran volver atrás, regresar a un lugar al que quizás, en realidad, no quieren volver. ¿Para qué volver al origen del dolor?
Hay un hombre solo en esta casita en las afueras, y es un hombre triste a medio desahucio existencial, terrenal, sexual, estético. Le imagino sentado en la butaca color mostaza, resiguiendo con un dedo vegetalizado los contornos de la butaca cansada de ser color mostaza, deseando ser color invisible, color ausencia y olvido. Quizás se toca su rostro rugoso, de corcho pálido.
Luego, más tarde, ando por el linde de una vieja masía de apellido respetable. Can Cardús, se lee en un cartelito municipal. Está en ruinas. Solo una pareja de cuervos revolotea encima de su tejado herrumbroso y no graznan, vuelan en silencio.