Un ciudadano se despierta en una población cualquiera del mapa de Cataluña. Pongamos una ciudad mediana y tranquila. Rubí, Sabadell, Manresa o Igualada. Ha soñado un pez, unas columnas rotas y unas monedas de oro. No sabe descifrarlo y eso le inquieta. Justo después siente un dolor, una punzada en el hígado. Piensa que debería ir al médico.
Antiguamente se ejecutaban sacrificios humanos para aplacar la ira del dios. Para los plácidos, complacidos y otoñales ojos del hombre del siglo XXI eso es inimaginable, algo surgido de una inescrutable pesadilla atroz. El recuerdo de aquéllos tiempos, sin embargo, dió lugar a magníficas piezas del horror gótico. Lord Dunsany, H.P. Lovecraft y su prole, etc. Si esos cuentos nos aterrorizan debe ser porqué en el fondo de la memoria colectiva permanece algo. Algo nos lleva a sospechar que podemos ser un monstruo con nuestros semejantes. Uno de los motores del cuento de terror -del romanticismo para acá- es precisamente la duda sobre la identidad del monstruo y del bárbaro: es él o soy yo?
El vampiro del XIX también contiene algo de eso. El sueño delirante de sacrificar vidas a una bestia sedienta, irracional y perenne no se ha marchado nunca. Gira alrededor del sueño, como el bárbaro ante la muralla.
En eso mismo pensaba escuchando un discursito de mi Nosferatu local, un tal Artur Mas. Él no es la bestia sangrienta que devora humanos, es tan sólo uno de sus oscuros sacerdotes. Pero ahí está, resucitando la pesadilla: un concepto antiguo y vago exige sangre y sacrificios. Y se los exige al pueblo llano, a los de a pie, a los de la nómina atemorizados con la sombra del paro. Ay de aquél que se crea a salvo, dice: incluso los antaño protegidos e intocables funcionarios deben saber que hay que ir poniendo las barbas en remojo.
Sin haberlo previsto en su programa político, el mediocre Mas contribuye a la resurrección del terror gótico. En realidad, la literatura está en deuda con él (y empleo el término deuda en honor suyo, tan aficionado él a usar palabritas del campo de los dineritos).
El pobre hombre alude al monstruo y lo envuelve, lo camufla con extraños vapores e inciensos: los antiguos valores de la patria catalana, la banderita incansable que tantos argumentos concede a los de la calaña nacionalista. El cuento está casi escrito, casi terminado. Tan sólo falta adornarlo con algún personaje, unos decorados, unas frases que acaricien el pánico y a la vez los ojos del lector.
El médico que visita al ciudadano lleva bata blanca, pero bordada en ella hay varios logotipos: Bayer, Ikea, Spanair, Cementiris de Barcelona, Laboratorios Sandoz. Murmura algo sobre lo mal que está todo, y le pide los papeles de una mútua desconocida, sin los cuales no será atendido.
-Si no los tiene debo mandarle a un centro de beneficencia. No tiene porqué preocuparse allí le atenderán bien.
Nuestro héroe no reúne los requisitos que exige la situación, el mercado o la patria. De repente, el héroe descubre que no es un héroe del mundo occidental, civilizado y democrático. Es un paria y está haciendo cola para el sacrificio. El decorado catalán se desvanece, está en un país inimaginado, cateto y cruel.
Lovecraft lo habría hilado con soltura y magisterio, y Franz Kafka lo remataría con su fina distancia, esa ironía del hombre que ha visto qué es el hombre, qué somos capaces de hacernos los unos a los otros. Aparte de amarnos.
Porqué el tema del amor también está ahí: la anterior campaña electoral del sacerdote Mas se titulaba "Amar Cataluña" (Estimar Catalunya), y se basó en jurar ante notario que jamás tendría pacto alguno con el Partido Popular. Y todo por amor a la patria. Sin embargo, la excepcionalidad de la situación (el monstruo, el dios ávido de sangre) concede la amnesia del antiguo juramento.
Aparcado en una camilla polvorienta y andrajosa en un cochambroso hospital de la beneficencia, el héroe siente que una figura tosca se le acerca por detrás. Lo empuja pasillo abajo. Se escucha un gorgojeo, unas remotas campanas. Un aire frío y pútrido le abofetea. Por los altavoces suenan himnos patrióticos y luego un partido de fútbol.
La messa è finita. El cuento está listo. No hay escapatoria ni redención. El héroe protagonista es un paria y finalmente se descubre a sí mismo como un vulgar villano, un hombre-nada, un pedazo de carne culpable. Cae en las fauces del monstruo, y por unos instantes hay silencio y paz. El villano no se redime. Todo el mundo se calla, nadie protesta, todos miran a otra parte y suspiran por no ser el siguiente sacrificado. Algunos rezan para que vuelva Jasón, se plante ante el Minotauro y le retuerza el pescuezo. Pero mientras no llegue Jasón vamos a ir dándole votos a Artur Minotauro Mas.
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En 1995, John Carpenter filmó una de sus cintas oscurecidas, In the mouth of madness. Una rara adaptación de la mitología lovecraftiana traída hasta nuestros tiempos. Ahora he comprendido porqué Carpenter situó la boca del mal en un hospital público.
El pobre hombre alude al monstruo y lo envuelve, lo camufla con extraños vapores e inciensos: los antiguos valores de la patria catalana, la banderita incansable que tantos argumentos concede a los de la calaña nacionalista. El cuento está casi escrito, casi terminado. Tan sólo falta adornarlo con algún personaje, unos decorados, unas frases que acaricien el pánico y a la vez los ojos del lector.
El médico que visita al ciudadano lleva bata blanca, pero bordada en ella hay varios logotipos: Bayer, Ikea, Spanair, Cementiris de Barcelona, Laboratorios Sandoz. Murmura algo sobre lo mal que está todo, y le pide los papeles de una mútua desconocida, sin los cuales no será atendido.
-Si no los tiene debo mandarle a un centro de beneficencia. No tiene porqué preocuparse allí le atenderán bien.
Nuestro héroe no reúne los requisitos que exige la situación, el mercado o la patria. De repente, el héroe descubre que no es un héroe del mundo occidental, civilizado y democrático. Es un paria y está haciendo cola para el sacrificio. El decorado catalán se desvanece, está en un país inimaginado, cateto y cruel.
Lovecraft lo habría hilado con soltura y magisterio, y Franz Kafka lo remataría con su fina distancia, esa ironía del hombre que ha visto qué es el hombre, qué somos capaces de hacernos los unos a los otros. Aparte de amarnos.
Porqué el tema del amor también está ahí: la anterior campaña electoral del sacerdote Mas se titulaba "Amar Cataluña" (Estimar Catalunya), y se basó en jurar ante notario que jamás tendría pacto alguno con el Partido Popular. Y todo por amor a la patria. Sin embargo, la excepcionalidad de la situación (el monstruo, el dios ávido de sangre) concede la amnesia del antiguo juramento.
Aparcado en una camilla polvorienta y andrajosa en un cochambroso hospital de la beneficencia, el héroe siente que una figura tosca se le acerca por detrás. Lo empuja pasillo abajo. Se escucha un gorgojeo, unas remotas campanas. Un aire frío y pútrido le abofetea. Por los altavoces suenan himnos patrióticos y luego un partido de fútbol.
La messa è finita. El cuento está listo. No hay escapatoria ni redención. El héroe protagonista es un paria y finalmente se descubre a sí mismo como un vulgar villano, un hombre-nada, un pedazo de carne culpable. Cae en las fauces del monstruo, y por unos instantes hay silencio y paz. El villano no se redime. Todo el mundo se calla, nadie protesta, todos miran a otra parte y suspiran por no ser el siguiente sacrificado. Algunos rezan para que vuelva Jasón, se plante ante el Minotauro y le retuerza el pescuezo. Pero mientras no llegue Jasón vamos a ir dándole votos a Artur Minotauro Mas.
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En 1995, John Carpenter filmó una de sus cintas oscurecidas, In the mouth of madness. Una rara adaptación de la mitología lovecraftiana traída hasta nuestros tiempos. Ahora he comprendido porqué Carpenter situó la boca del mal en un hospital público.