Si yo fuese alguien en el panorama intelectual me pondría a escribir sobre ese asunto, ya que me parece una aportación necesaria al debate. Al debate entendido como una discusión en donde se aportan argumentos, datos históricos y sociológicos y todo lo demás.
¿Es cierto que el carlismo está en la raíz del nacionalismo catalán? ¿Qué parte de tradicionalismo hay en el sentimiento independentista? ¿Las dinámicas autoritarias aprendidas con el franquismo explican las dinámicas autoritarias del secesionismo catalán? ¿Por que la mayoría de figuras del secesionismo descienden de familias franquistas? Estas preguntas deberían ser pensadas. Y respondidas con argumentos. Quizás esto nos devolvería a un cierto pensamiento, a una cierta racionalidad. Quizás esto nos evitaría las penosas (y vergonzantes) diatribas supremacistas, xenofobias, fobias lingüísticas y demás muestras de holgazanería mental que exhibe el debate actual.
Pero no soy ni Cercas ni Ovejero ni Vidal-Folch ni de Carreras ni Pérez Andújar, solo soy una persona más, un ciudadano vulgar que aporta sus impresiones que son impresiones pequeñas, individuales, de a pie de calle, a pie de su casa. Ni dispongo de grandes lecturas ni tengo grandes títulos académicos que me avalen. La renuncia de la intelectualidad catalana, en este asunto, es lo que me ha impulsado a escribir sobre política catalana en este blog y en algún que otro medio. Llevo ya varios años exponiéndome, arriesgándome quizás más allá de lo prudente, porqué quizás no era prudente que una persona pequeña como yo se expusiese tanto. Pero ya está hecho, y jamás me arrepentiría de exponer una idea política, un principio ético. Cuando uno comprende que ser un ciudadano, en una democracia, consiste en ejercer de ciudadano, cosa que significa mucho más que ir a votar (o no votar) cada cuatro años, no se puede hacer otra cosa.
Del mismo modo que cuando uno se descubre a si mismo como un ser histórico, un ser en el tiempo, no tiene más remedio que repensarse. Pienso a menudo en mi padre, fallecido hace ya unos cuantos años, algunos más de diez. Mi padre se jugó el pellejo mucho más que yo por exponer sus ideas y sostenerlas y expresarlas. Se jugó el pellejo porque hizo eso durante una dictadura militar. Para empezar, no solo desoyó los consejos de su padre (el abuelo) de no meterse en política, si no que se opuso a las preferencias del franquismo acomodaticio del progenitor, las que heredó. Su viraje ideológico obedeció, según creo, a las lecturas y a algunas amistades, las amistades que le propusieron las lecturas. Creo que siempre osciló (dudó) entre el socialismo y el nacionalismo catalán, e intentó llegar a una síntesis con la que no consiguió dar (yo creo que no encontró la síntesis porque es imposible dar con ella, digan lo que digan esos chicos de la Cup). También creo que esa situación fue muy común a mucha otra gente de su generación, aunque me temo que la mayoría optaron por la postura más fácil, más resultona o más a la moda, o por la que ofrecía, a cambio, algún beneficio tangible. Eso lo he visto muchas veces, tanto en la ideología como en cuestiones mucho más simples y epidérmicas: asuntos amorosos y laborales, por ejemplo, o cuando uno se postula para publicar una novelita. El ser histórico es, también, un ser económico. Ahí aparecen el hambre y el frío, la necesidad de comer y tener techo, y el temor a los cambios que te pueden dejar sin pan y sin techo o, en su reverso, el deseo de tener comida de sobras y varios techos. Cuando uno pretende un techo solo pretende cobijarse, pero cuando quiere varios techos los quiere para gozar de lujos en varios lugares.
Eso debería promover a la pregunta o a la duda: la evidencia de que, la mayoría de los líderes secesionistas, escriban desde bellos chalés ampurdaneses o de la Cerdaña en cuanto empiezan los calores veraniegos. Por más que escriban sobre su sentimiento de personas oprimidas y reprimidas, hacerlo desde una linda casa de campo y de veraneo levanta la sospecha.
Mi padre nació pobre y murió pobre, y pasó sus últimos días en una clínica pública para enfermos terminales, entre moribundos acogidos por la beneficencia. Tuvo suerte: poco después de morir, el señor Mas se cargó los últimos vestigios de la sanidad para todos. De haberle llegado más tarde la muerte, en vez de haber muerto en la beneficencia quizás habría muerto en la indigencia, aunque en una indigencia tan soberana como soberanista, y su certificado de defunción pasaría los estrictos controles lingüísticos de la inquisición Koiné. Pienso a menudo en mi padre, buscando en su vida una moraleja, una lección. No es anecdótico que una de nuestras últimas conversaciones tratase del final de la segunda guerra mundial, penúltimo ejemplo de la guerra entre totalitarismos y democracia. Me contó una sorprendente juventud filogermánica, en la que admiró a los grandes generales alemanes. Tantos años más tarde, todavía mostraba un mohín satisfecho cuando nombraba a Rommel o a Guderian. Eso era común entre la juventud española de su época. Luego cambió de bando. No leyó a Marx, pero sí leyó resúmenes marxistas para obreros iletrados, algo sobre la teología de la liberación y poemas de un poeta sandinista. Yo, al fin y al cabo, de Marx solo leí su ensayo sobre la revolución francesa.
Aprender (a la fuerza), desaprender cuando se pueda y aprender de nuevo. Y así hasta el fin. En eso creo que consiste el argumento de la obra, parafraseando a Gil de Biedma. Este es un proceso por el que deberíamos pasar la mayoría de los catalanes.