Muchas veces habrán oído despreciar a las banderas: se les achaca ser el remedo de los antiguos estandartes guerreros, la insignia que llevaba el desdichado soldado a la batalla para saber a quien debía matar y a quien no. En aquellos tiempos, al desdichado soldado nada propio la unía al estandarte: la banderola era un signo de vasallaje y de sumisión a un tipo, un noble, que le expoliaba toda la vida y que incluso le exigía el sacrificio.
De aquellos barros esos lodos, o del revés, nunca recuerdo como es el dicho. Los dichos, como los estandartes, son algo aburrido y viejo que nos impide pensar y nos ata al tiempo de la tiniebla.
Pues bien: quien diga que las banderas son residuos de un pasado nefasto (una vulgar redundancia), quizás no se ha fijado en lo muy útil que resulta, todavía, la bandera catalana. En muchos balcones, la bandera esconde el interior del balcón y sus miserias: una bandera bien grandota puede ocultar a un maltratador, a un abusador, a un pederasta, a un pervertido o a un simple holgazán. Una bandera bien puesta sirve para mucho.
Hubo un tiempo, muy cercano, en el que una buena banderita servía para no ser visto, para no destacarse, para no ser señalado: una utilidad irreprochable.
Y si no me creen, fíjense ustedes en las banderas y su uso en el Parlamento catalán. Un golpe de aire, fortuito aunque malintencionado, ha agitado un poco la bandera y se ha descubierto que el Parlamento regional lleva más de una década de ignominia y corrupción, a la par que de declaraciones solemnes. Así pues, ahora sabemos que el templo de la soberanía del pueblo (del poble! el poble!) es un lodazal de trapicheos carísimos, carísimos para el pueblo, el mismo pueblo que lleva los estandartes a veces en forma de lazo amarillo in pectore.
Fíjense ustedes en que la sagrada unidad de los soberanistas, nacionalistas, derechoadecidiristas, independentistas, y etc, todos aquellos que se rodeaban de la bandera como quien se rodea de un halo de trascendencia o de santidad se están tirando de los pelos entre ellos para echarse las culpas. A ver quien fue el que empezó con la malversación, quien la vio y se calló, quien no se enteró de nada, quien miró hacia otra parte: los unos hacia Waterloo, los otros a Prats de Molló, algunos a Salses y por fin otros a Guardamar. Ha llegado el momento de mirar al dedo que señala la Luna: el truco está en que la Luna asoma envuelta en una bandera y el dedo lleva las cuatro barras pintadas con maquillaje de carnaval, y en la uña, de azul celeste, han pegado una estrellita blanca e inmaculada, lucero del alba.
Es muy curioso el desmoronamiento del procés, que se nos presenta de repente como la putrefacción acelerada de algo que tuvo apariencia de lujosa fiesta histórica y de hito nacional. Quizás alguna vez sospechamos que el Parlamento catalán era demasiado folklórico o incluso kitsch, pero de repente sabemos que era un esperpento españolísimo, una feria de las corruptelas digna de Valle Inclán o de Berlanga. El grandioso director de cine valenciano se nos fue demasiado pronto, y sin saber que pudo haber filmado "El Parlamento Nacional" con sus marqueses y sus ujieres, sus solemnidades y sus bajezas. Y sus brujas, por lo que leo -atónito.