28 de des. 2017

El cuento (drama para el fin de año)

Resultat d'imatges de noche de san silvestre

Después de las tropas llegaron el hambre y la miseria, y esas se afincaron en el pueblo. Esa fue la venganza del general por no haber estado de su bando. Y tuvimos que emigrar.

Nos fuimos a una ciudad, más al norte, en donde había riqueza, en donde el general había sido clemente. La ciudad estaba al borde del mar y partida por un río. En la parte del oeste vivían las gentes de la ciudad, y a nosotros nos permitieron hacinarnos en el este, en la ribera del río o en la playa, junto a las fábricas, los desechos y las ratas.

Nos habían prometido un futuro de trabajo y pan aunque, por de pronto, nos dieron chabolas en los márgenes de una ciudad rica aunque provinciana, ensimismada, cerril, sumida en el tradicionalismo y sus manías vernáculas, en su cultura decadente. A cambio del trabajo de nuestros hombres nos dieron algo de comer, es cierto, a la par que nos advertían: deberíamos integrarnos en sus costumbres. Hablaban de integración cuando querían decir asimilación, pero aún así muchos obedecieron, educados como estábamos en el miedo y la servidumbre hacia el amo del corral.

Luego, al cabo de los años, nos dijeron que éramos, todos juntos, como una gran familia, una sola ciudad, todos unidos trabajando para acrecentar su prosperidad que también sería la nuestra aunque no lo pareciera pero ya lo parecería, más adelante. Al mismo tiempo nos exigieron abrazar con ilusión su cultura, sus ídolos, sus fetiches, sus danzas y su lengua. En el nombre de la buena convivencia y del debido respeto hacia el que te acoge.

Algunos de nosotros cruzamos el río y nos integramos, y nos casamos y tuvimos hijos con ellos, niños de una nueva especie destinada a no heredar la tierra, pero sí a probar ciertos bocados, ciertos conocimientos, ciertos fragmentos de su intrincada liturgia. Casi ninguno de ellos hizo el viaje en el otro sentido: casi nadie quiso integrarse entre nosotros, pero entonces no caímos, todavía, en ese detalle.

Así pasaron los años, durante los cuales nos veíamos, nos tolerábamos y practicamos algo parecido a una convivencia pacífica y educada. Nosotros siempre obedientes y sumisos, ellos siempre dueños de la tierra, de las razones y los destinos, dueños del discurso y señores vigilantes de su cultura anémica pero arrogante.

Pero llegó un día, al cabo de muchos años, en que un espíritu vengativo y tribal creció en las almas de los señores de la ciudad. Se sentían amenazados y nos dijeron que estaban pensando empezar una guerra contra las demás ciudades y pueblos del entorno (entre los cuales estaba el nuestro), porqué habían descubierto que se sentían sometidos y explotados, maltratados. Nadie de nosotros pudo comprenderlo. Les habíamos visto prosperar, levantarse palacios, auditorios, universidades, campos de golf, construirse monumentos a si mismos, bibliotecas para atesorar sus libros sagrados, estadios deportivos de dimensiones babilónicas, levantar castillos para defender sus privilegios y su poder, y se lo habíamos visto hacer tanto en tiempos del viejo general como luego, casi sin solución de continuidad. Por eso no comprendíamos su repentino rencor.

Nos dijeron que debíamos sumarnos a su causa, por agradecimiento, y porqué era obligatorio contribuir a la lucha por su emancipación, ya que de ella manaría una nueva riqueza de la cual, esta vez si, por fin, íbamos a ser partícipes. A los que dudaron les llamaron opresores los mismos que, durante la opresión del general, habían medrado felices en sus mansiones atávicas, que el general no les expropió.

No podíamos comprender lo que sucedía. Un verano, a la vuelta de sus segundas residencias en los valles más bonitos de los alrededores, dijeron que había empezado una revolución tan profunda y tan fabulosa que nuestras cabecitas no podían comprender su alcance porqué nosotros, al fin y al cabo, habíamos salido de las chabolas para vivir en nuestras barriadas de bloques indignos, pero seguíamos en nuestro mundo de ignorancia del que no somos capaces de emerger.
Hablaban mucho de dignidad los que siempre la tuvieron, junto a los demás privilegios, y eso era algo difícil de comprender para nosotros. Hablaban de restitución y de derechos legítimos vulnerados, aunque esos derechos legítimos de los que hablaban eran, en realidad, una nueva categoría de privilegios a los que querían acceder a toda costa. A nuestra costa.

Poco a poco nos dimos cuenta de que los viejos señores de la ciudad no le habían declarado la guerra a las demás ciudades si no a nosotros, y que era una guerra interna la que deseaban, una guerra para depurar, para recontar sus fuerzas una vez más y ungirse victoriosos frente a su viejo complejo de tribu agónica, y por fin comprendimos que de lo que estaban hartos era de compartir con nosotros las migajas que nos habían lanzado, que ya no querían saber nada de compartir nada con nadie, que nos odiaban. Que nos habían odiado siempre.

Y que ahora, después de tanto odio acallado, ya solo tenían ganas de humillarnos a los más humildes, y de echarnos a los más rebeldes.

*

Me dijo un anciano del barrio: lo que les pasa, en realidad, es que saben que se mueren y quieren velar el cadáver de su patria enferma en silencio, ellos solos, sin que nadie vea el horrible despojo que idolatran. No soportan que nosotros estuviéramos a punto de salvarles, casi sin saberlo.

26 de des. 2017

Navidad en las pensiones de carretera


Pasé la Nochebuena de hace algunos años en una pensión de carretera. Estaba casi vacía. Salvo un par de camioneros, de países que antaño fueron comunistas, no había nadie más. Y la familia que regenta la pensión, claro, una madre cansada y muy mayor y su hijo discapacitado, que ejercía de recepcionista con una sonrisa triste. La pensión está en un lugar de la Meseta, azotada por el cierzo, y sobre la cual se abatía un aliento gélido y apesadumbrado, lleno de pena.

Yo iba camino de una casita que me habían prestado, en un pueblecino a mil kilómetros de mi ciudad. Eso sucedió hace años, en la edad de la vida cuando todavía me llamaban "joven". Había decidido vivir con lo mínimo, casi con nada. Me quise desprender de todo lo que me sobraba, y como resultaba difícil tirar muebles y ropa y objetos, lo que hice fue irme yo, dejándolo todo. Con el coche avejentado que tenía entonces me lancé a la carretera. Solo me llevé lo que cabía en el maletero.

Quería ser pobre en una tierra de pobres, y sabe Dios que lo conseguí.

La casa que me habían prestado era una casa casi abandonada que está en la ribera del Tajo, muy cerca de la frontera con Portugal. A medio camino y antes de llegar a Madrid, ya entrada la noche, un coche de la Guardia Civil me obligó a pararme, con un juego de luces multicolores.
-¿Sabe usted que lleva una luz trasera fundida? -me dijo el hombre, bastante joven, metido dentro de un anorak que le llegaba hasta las orejas. -¿Va muy lejos?

Le respondí con la verdad. Incluso le confesé el nombre del pueblo adonde me dirigía. Me faltaban algo más de 500 kilómetros, según me dijo después de un cálculo muy rápido. Luego se quedó en silencio, meditando, como si algo le hubiese ensimismado. "Conozco el pueblo", dijo. "Vaya qué casualidad. Y ¿que le lleva allí?".

Le dije la verdad otra vez: que estaba huyendo de Cataluña y posiblemente de mi. El tipo se quedó pensativo de nuevo, y a mi se me hizo evidente que le había tocado una fibra del alma. Pero entonces hubo algo que se le pasó por la cabeza y le llevó a dudar. Creo que, por un instante, la posible simpatía dejó paso a la sospecha. Al fin y al cabo, su trabajo es sospechar. "Abra el maletero", dijo, ahora en un tono más serio, repentinamente profesional.

Contempló el maletero repleto hasta arriba. Lo alumbraba con la linterna. Intenté mirar mi maletero con sus ojos y me di cuenta de que aquello era un contenedor de basura: libros desparramados, ropa en fardos mal pertrechados, zapatos viejos, un ordenador anticuado, y mi títere descoyuntado encima de todos los trastos, medio envuelto en una mantita gris con una cenefa roja.

Su sospecha se convirtió en algo parecido a la pena. Me miró con compasión, creo. Cuando un hombre más joven te mira así sucede algo muy difícil de explicar, y es algo que solo sabe quién lo ha vivido. Quizás los emigrantes ilegales pueden contar eso.
-Mis padres se marcharon de ahí y jamás volvieron -murmuró- Es curioso... y usted se va para allá...
-He decidido cambiar de vida -dije mientras intentaba esbozar una sonrisa- Bueno, empezar otra vez. Por eso no me llevo nada.

¡Nada! Escuché esa palabra pronunciada por mis labios y avergoncé enseguida de haberla pronunciado. "Nada" significaba un maletero lleno hasta arriba, además de un coche que, por más desvencijado que estuviese, todavía era un coche que anda. Es muy posible que un africano, un peruano o un afgano tengan otro concepto de "no llevarse nada", un concepto bastante más ajustado al significado de la expresión. Creo que ellos son más precisos cuando hablan. Por eso me reí por dentro: en ese instante me di cuenta de que uno no se libra nunca de ciertas manías, de ciertos tics, de eso que llaman "cultura" y que es lo que hemos heredado de las generaciones precedentes. ¡Qué difícil es dejar de ser catalán! estuve a punto de pronunciar en voz alta.

-Supongo que no pretenderá usted conducir hasta el pueblo sin parar ¿verdad? Con una luz fundida no es buen plan, y además seguro que otra patrulla le va a parar y quizás le multen... Mire, a sólo unos diez minutos de aquí hay una pensión. Barata, apañada. Para transportistas. Quédese a dormir allí.

Hice lo que me había sugerido, más por cansancio que por obediencia. Encontré la pensión y dejé el coche en el aparcamiento junto al edificio, me metí un cepillo de dientes en un bolsillo y unos calzoncillos limpios en el otro y entré, pedí una cama y me quedé dormido al cabo de pocos minutos. Recuerdo que me cobraron mil pesetas. Pero no tengo ningún otro recuerdo de aquella noche. En mi memoria, es como si hubiese dormido en una cama que flotaba en una nada negra, insípida, inodora. Sabía que era Nochebuena y mañana Navidad, pero ese pensamiento no me inspiraba nada. Nada en absoluto. Solo se que floté en una oscuridad abisal.

A la mañana siguiente bajé a tomar un café. El hombre estaba abstraído contemplando el televisor, en donde pasaban un inventario de los sucesos más mortíferos del año que terminaba. Cuando salí al exterior me di cuenta de que había algo raro en el coche. Atrapada por el limpiaparabrisas, una hojita de papel se agitaba con la brisa, como un insecto torpe que pretende volar. El cierzo había cejado. Era una nota escrita en letra azul y menuda, sin firma. "Debe cuidar mejor de sus cosas. El maletero estaba abierto". El texto de la nota quizás no es exacto, ya que no me fío de una memoria que jamás ha sido muy de fiar. Pero el sentido era este, exactamente este.

Abrí el maletero, temiendo que lo iba a encontrar vacío. En los brevísimos segundos que transcurrieron mientras me precipitaba hasta la portezuela, intenté escudriñar dentro de mi para saber si prefería encontrarme sin nada -pero ahora de verdad de la buena- o si prefería conservar mis cositas. Lo abrí. Estaba todo ahí, tal como lo recordaba. Sólo había una única diferencia: la linterna del guardia civil encima del títere. Le había cogido las manitas y se las había puesto como abrazando a la linterna, tal como se abraza a un niño muy pequeño, a un perrito o a cualquier ser desvalido.

Hoy todavía conservo el títere y la linterna.

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La primera versión de este cuento de navidad se publicó, en el blog, en las navidades de 2016, hace un año. La versión presente está revisada y modificada aunque los cambios son sutiles y parecen remitir al juego de "Encuentre las 7 diferencias". A medida que uno cumple años, tiende a pensar que todo lo que acontece ya está visto, aunque siempre se puede jugar a encontrar las siete (o las 3) diferencias.

23 de des. 2017

La mala tierra

Resultat d'imatges de la mala tierra

Durante los últimos tres años estuve redactando lo que debería ser mi tercera aportación a la novela, en clave de novela negra y en catalán. A día de hoy está en manos del editor, esperando. Durante el redactado, le puse el título provisional de "Una historia catalana", aunque el definitivo será uno de los que se me ocurrió al principio: "La mala tierra".
Es innecesario contar en qué clima político estuve escribiendo mi historia, ya que es de todo el mundo conocido.

Una de las preguntas que mueven el texto es: ¿hay resentimiento, en Cataluña, por parte de aquellos que emigraron a esta tierra y se vieron hacinados en chabolas y luego en bloques míseros, en los suburbios? ¿El resentimiento es hereditario?. Tuve muy presente a Julien Sorel, el protagonista de "El rojo y el negro" de Stendhal durante mi composición. Lo que se cuestiona, en clave de novela breve y de tintes criminales, es la ilusión de una sociedad cohesionada. Conforme se acontecían los sucesos de eso que se ha llamado "procés cap a la independència" (y que tiene poco de proceso, en sentido literal), el texto se iba empañando por las declaraciones, los giros, la escalada de la agresividad, el tono cada vez más tosco de la confrontación. No me refiero con ello a los sucesos políticos, que son poco interesantes, si no al clima que se vive en la calle y que los políticos suelen desconocer (o soslayar) por completo. Trabajar en un suburbio, como trabajo yo, me da conocimiento de primera mano sobre lo que habla la gente de la calle (la gente humilde, trabajadora, inmigrantes y parados), que contemplan los juegos políticos como algo lejano, distante y casi incomprensible. Los que sufren las polémicas de los políticos como un peso más, otro mal que deben acarrear de los muchos que ya acarrean y que proceden de esa élite que, en vez de resolver los problemas existentes, crea problemas nuevos cuya factura caerá en las espaldas de los de abajo y en las de nadie más: la democracia no ha paliado la ley de la gravedad.

En el fondo, lo que me preocupaba mientras escribía (y me sigue preocupando) es si la cohesión social y la convivencia pacífica son valores demasiado frágiles y demasiado delicados (y demasiado caros) para permitirse jugar con ellos. A la vista está que vivimos en una sociedad dividida por la mitad casi exacta, y todo el mundo sabe lo que ha sucedido, en otras partes del mundo, cuando se ha manoseado una situación parecida, y qué acarrea la aparición del nacionalismo divisor en este tipo de sociedades.

Uno duda mucho de que los políticos busquen el bien común aparte de mantenerse en el poder a toda costa. Y se horroriza ante la evidencia de que, miles de personas, quizás en respuesta a las apelaciones identitarias y emocionales de que son objeto, respondan como lo hacen, lanzándose a seguir consignas y a repetir eslóganes que son simples ocurrencias, que no se basan en ninguna realidad objetiva.

"La mala tierra" es Cataluña, por supuesto, que en el relato se presenta como el escenario de la infelicidad, la explotación del inmigrante y el férreo blindaje de las clases sociales cuyo objetivo, casi obsesión, es mantener a cada uno en su sitio y a la oligarquía, inapelable (he aquí uno de los motores del independentismo de derechas que estamos sufriendo y que ha sido afianzada incluso por un grupo como la Cup, que se presentó como un grupo de la izquierda insobornable y radical para convertirse, poco más tarde, en un grupo de apoyo a la oligarquía). Si me retuve de escribir ese título como definitivo es porqué temía a un posible rechazo: la novela, como dije, está escrita en catalán y el público (muy escaso) de lectores catalanes de novela negra es más bien partidario de otro punto de vista, con buenos Mossos d'Esquadra muy eficaces y villanos abstractos, y en donde Cataluña suele aparecer (como por arte de magia) presentada como una realidad de la que se puede hablar sin mencionar a España, como un ente político autónomo, algo como un país. Aunque leo pocas novelas negras (y poquísimas escritas en catalán) diría que el conflicto entre comunidades está casi ausente, a veces tratado con una ironía débil destinada a minimizarlo, aunque sí se habla de bandas latinas, rumanas o kosovares, pero  con la intención de presentar a Cataluña como a un país de verdad, tal que Francia o, incluso, tal que ciertas partes de los Estados Unidos: con una absoluta falta de análisis, sin el menor respeto por la realidad. Si la novela negra es una novela realista que ahonda en los conflictos sociales y personales, la novela negra catalana parece más bien distópica y fantasiosa, un aparato de papel encuadernado destinado a complacer, sin fisuras, a los lectores de la órbita soberanista y a su ingenuidad jovial, nada adulta.

Lo que le sucederá a mi novela, en el caso de ser publicada, es que no le gustará a nadie, y menos todavía al lector catalán, alguno de los cuales podría sulfurarse porqué el texto mete el dedo en la llaga del odio al "charnego", recuerda las chabolas y los constructores de bloques del extrarradio, catalanistas muy reconocidos y reconvertidos en independentistas que hoy se permiten prometer una república social y feliz.

Cuenta el chiste que, en Cataluña, política es un juego en el que juegan once contra once y siempre gana Convergència. Chiste amargo y que venimos de reeditar hace unos días, para gran chasco de quienes pensábamos (con el último aliento de un optimismo casi imposible) que quizás la pesadilla nacionalista se extinguía.

Siempre que he escrito con la intención de publicar en papel lo he hecho en catalán, hasta ahora, y siempre con la intención (entre otras intenciones) de "normalizar" una literatura muy sesgada y muy parcial, escrita con más ganas de "hacer país" que de hacer literatura, dominada por los complejos de una cultura anémica. Pero me temo que no es eso lo que se quiere leer, en catalán.

21 de des. 2017

La noche más larga (fin del diario de campaña)

Resultat d'imatges de solsticio de invierno

Esta noche es la noche más larga del año: solsticio de invierno, la noche ideal para la magia negra, los nigromantes y los espectros, a los cuales los astros les dan más cancha. En Cataluña la vamos a celebrar con un desfile de espectros por las pantallas y las emisoras. Recé para que este solsticio fuese un solsticio de veras, fin de ciclo, renovación. Pero algo me dice que voy muy equivocado, igual como al príncipe algo le olía a podrido en el reino. Hay algo que me deprime en esta noche tan larga. Esta madrugada he intuído algo muy fatigoso, muy espeso, muy oscuro en el aire, justo antes del alba.

Cuando un conflicto no tiene solución buena, solo nos queda rezar por el éxito de la menos mala. Y eso es muy triste. O quizás irte, marcharte a otra parte casi con lo puesto. Marcharte, si, pero ¿adónde? A mi solo se me ocurre algún paraíso artificial, alguna construcción fantasiosa e imaginativa. Llevo varios meses escribiendo sobre dimensiones paralelas y puertas y ventanas que permiten la comunicación con los otros lados aunque, cuando releo lo que he escrito, descubro casi con estupor que todas las opciones descritas, todos esos universos, tienen algo en común: ninguno es maravilloso, todos son profundamente imperfectos, dolorosos, turbios o vacíos de sentido.

Negándose al diálogo y al acuerdo (y acusando del fracaso al otro, siempre al otro), los catalanes estamos sufriendo la peor clase política que recuerdo, la más miserable. (Y eso nos acontece después de haber sufrido a Pujol y su tropa, que ya era un castigo bíblico de los severos de veras). Un día de esos, un hombrecito de gran mediocridad comparó a los catalanes federalistas con los judíos pro-nazis. Alguien debió soplarle que estaba metiendo la pata de forma muy grave y el chico lo zanjó con una disculpa breve, insincera y a regañadientes. A ese hombrecito le vi un día, por la calle. Me lo crucé por la calle y me sorprendió su aspecto: tiene algo como de recién salido de "El señor de los anillos", película que me aburre como a una seta y a la que solo le agradezco ese desfile de personajillos raros, a medio camino entre el maniqueísmo más ingenuo y el monstruario fantástico. Ese hombre es candidato y probablemente obtendrá un escaño: así que, entre usted y yo, y entre otros, vamos a resolverle la vida durante unos años con un sueldo que cuadruplica el mío. Más las prebendas.

Durante los últimos años, y en especial en los dos últimos, hemos asistido a la mayor violación colectiva de los conceptos morales, éticos y políticos que yo recuerdo: democracia, urna, preso político, diálogo, exilio, ley, convivencia, franquismo, mayoría y minoría, fascismo, izquierda, nazi, conceptos que, entre muchos otros, nunca jamás volverán a significar lo que significaron y vamos a ver quién será el reparador que los repare, porqué deberá ser un muy buen reparador de entuertos. Y en este lapso de tiempo se nos irá la vida. Por lo menos a los de mi generación porqué yo, habiendo cumplido ya los 50, dudo de que vea el final del entuerto. (Y sin embargo, por desgracia, veré el final de las obras de la Sagrada Familia, ese mamotreto aborrecible). Y eso, para mi, es muy triste. Incluso es dramático.

Sigo escribiendo sobre dimensiones paralelas y puertas (para cruzar al otro lado) y ventanas (para ver qué hay al otro lado) pero escribo como quien se refugia en un sótano mohoso durante un bombardeo, como la zarigüeya que se oculta en su guarida subterránea mientras reza para que un buen Dios desconocido e improbable aleje al depredador que acecha por el barrio. Ya se que la humanidad ha vivido cosas como esa y mucho peores durante muchos siglos y en muchas ocasiones pero qué quieren que les diga, uno creció con un cierto instinto del optimismo histórico y la confianza (ciega) en el progreso, y no se esperaba algo así.


17 de des. 2017

La democràcia sempre guanya (diario de campaña)

Resultat d'imatges de carteles guerra civil

¡Qué arriesgado es afirmar, en España, que "la democracia siempre gana"! Solo debemos recordar qué le pasó a la democracia en 1939 (hace de eso apenas unos días) para concluir que no es cierto: la democracia no siempre gana. Perdió en España y perdió en Alemania o en Italia, y eso por nombrar solo dos casos próximos y conocidos. [Luego podríamos debatir si todo aquello que sucede dentro del orden democrático es escrupulosamente democrático, pero ese es otro asunto.]

Por otro lado: con solo echar la vista atrás, levemente, uno descubre que la democracia, como sistema político, lleva apenas doscientos años de vida. Y con esos doscientos años me refiero a una lista de países que, ¡vaya por Dios!, no incluyen a España. En nuestra sociedad de los cambios y del riesgo, uno debería admitir que la democracia puede perderse en cualquier momento: no la avala una existencia de miles de años ni está profundamente asentada en la sociedad: ¿son democráticas las familias y las relaciones? ¿Son democráticas las instituciones? ¿Las empresas? ¿Los bancos? ¿Hay algún indicio de que la democracia signifique algo en el Ibex35?

La democracia está sufriendo un acoso terrible en los últimos años, uno debería ser consciente de ello. Es muy dificil pensar que este sistema se aguanta solo, que es algo inmutable y sólido como las rocas que forman una montaña. Por eso mismo hay que andarse con ojo cuando se cuestiona alegremente si un estado es democrático o no, si es legítimo o no saltarse las normas, usarlas a nuestro antojo, usarlas en favor de nuestros impulsos irracionales o solo cuando nos convienen. O cuando se afirma, con ingenuidad de irresponsable publicista electoral, que "siempre gana".

Pues bien: "La democracia siempre gana" es el eslógan de uno de los partidos políticos que se presentan a las elecciones catalanas, la frase con la que bombardea al sufrido (y agotado) ciudadano catalán, la que llena las calles y los anuncios de tv. Uno podría inferir muy poca cosa sobre el partido que se presenta así: ¿qué modelo social propone? Porqué si la afirmación del titular es falsa... ¿qué debo pensar de todo lo demás?

Des del punto de vista narrativo, la frase no tiene el menor interés. Otra cosa sería que la frase prosiguiera para aventurarse en lo literario, como por ejemplo: "la democracia siempre gana porqué es bella", "la democracia siempre gana y además el amor triunfará" o "la democracia siempre gana, aunque lentamente y con dolor". Hay algo teológico en la frase escogida, que se parece a "Jesucristo reinará". Creo que no voy muy desencaminado diciendo esto, porqué de todos es sabido el peso del catolicismo en la política española, este país en el que el nacional-catolicismo ganó una guerra y aniquiló a los oponentes. Un nacional-catolicismo observable tanto entre los más furibundos "españolistas" como entre los más recalcitrantes independentistas. De la simetría entre ambos movimientos proceden todas nuestras desgracias, creo yo.

Otro eslógan que llama la atención, en esta campaña, es: "España es la solución". Se trata de otra afirmación de alto riesgo conceptual, ya que aquí llevamos algo más de un siglo debatiendo que es España y el debate no presenta visos de ser resuelto con un acuerdo válido para todos. Sigmund Freud se fue de excursión a Roma y se plantó ante una pared (un viejo fragmento de muralla) en el que descubrió sillares romanos, piedras medievales y ladrillos contemporáneos, todo ello bien encajado y formando un solo muro (*). Se fijó en que este conglomerado soportaba el paso del tiempo con estabilidad fascinante, pero, aguzando su mirada, nos dejó un comentario bellísimo: dice Freud que esas piedras echaban chispas. O más concretamente que su encaje echaba chispas. Eso es una sociedad moderna, con el peso de la historia que acarrea. Hay que saber ver las chispas que saltan en las junturas para comprender.

También resulta peligroso definir a España como "la solución" porqué a uno se le ocurren otros atributos de la frase que empieza por "España es": "un imperio en donde no se pone el sol", "una unidad de destino en lo universal", etc, expresiones de alto valor para la poesía épica pero que no constituyen ninguna propuesta política.

Decía el pedagogo Paulo Freire que el hombre no es un ser de adaptación si no de transformación. Los que se adaptan son los animales, pero los hombres transforman. En esta campaña electoral me habría gustado leer algún eslógan más próximo a la idea de Freire. Pero admito, decepcionado y triste, que no lo voy a ver.

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(*) El malestar en la cultura

15 de des. 2017

La numerología y Najat El Hachmi (diario de campaña)

Resultat d'imatges de elecciones catalanas 2017

Creo que mi candidata para presidente de la Generalitat de Cataluña es Najat El Hahcmi. Pero he descubierto, con estupor, que El Hachmi no consta en ninguna lista de candidatos. Seguro que ahora ya es tarde para convencerla, y montar una candidatura no es cosa fácil. Ni barata.

El Hachmi escribió un artículo sobre política catalana que creo que es uno de los más lúcidos del último lustro. Es un texto sobre numerología: "Calcula que calcularás", y se encuentra aquí. Uno piensa, a priori, que la expresión "haciendo números," en Cataluña, solo puede usarse para saber si somos más los unos que los otros o los otros que los unos, los buenos que los malos, más los independentistas que los unionistas (sobre equidistantes y federalistas ya nadie habla, porqué hemos muerto ahogados todos en la pinza de los demás).

Pero El Hachmi me recordó que los números sirven para otras cuestiones: para medir la distancia entre planetas y galaxias, por ejemplo, y también para recontar parados. Y quienes más números hacen hoy en Cataluña no son ni los políticos con sus cábalas de medio pelo ni los astrónomos de la Casa Urania. Son las madres de familia que no llegan a final de mes. Y de esas, casualmente, no hablan los políticos.

El otro día vimos en tv a dos candidatas que no saben el número de parados que hay en Cataluña. Esa laguna mental la entendí muy bien: para una de las candidatas, el problema del paro es culpa de la maldad española y se resolverá con la supresión del artículo 155. Para la otra, el paro tiene por culpable las aventuras secesionistas y se arreglará cuando las aguas se calmen en el estanque dorado de la autonomía intervenida. Y no hace falta comentar que otros candidatos dirían cosas muy similares, con algunos matices leves. Hay uno que diría "¿El paro? Eso lo arreglo yo durante el viaje de Bruselas a Barcelona y mientras me digiero mi último chucrut de exiliado".

Por estos días la prensa también habla de "una Cataluña ingobernable" porqué ningún bloque va a conseguir un margen suficiente para imponerse al otro. No con legitimidad moral, por lo menos. Y digo yo: sin embargo, si volvemos la vista atrás y contamos los resultados tal como lo hacíamos antes de la aparición del "eje nacional" (que tiene bastante tela, la expresión), nos sale un panorama no tan ingobernable: el eje izquierda/derecha ofrece unos buenos resultados, ya que la suma de los partidos más o menos de izquierdas superan en unos 10 escaños a los de la derecha. Esos números no los hacen los políticos ni la prensa, de modo que solo los hago yo y lo hago con voluntad de ocio especulativo, por matar el tiempo.

Lo del eje izquierda/derecha viene a cuento de que, contando números de esta forma, quizás -solo quizás-, alguien hablaría de los parados y de las madres de familia que se pasan el día haciendo números para saber si pueden comprar o no, si pueden llevar a los niños al cine o a dar una vuelta por Barcelona y si deben decirle al marido que vale ya con tanta cervecita en el bar con los colegas. Hace unos días, una madre de la escuela en donde trabajo me contó que estaba embarazada. Pero en sus ojos no vi alegría: en los ojos de Souad vi más desazón que otra cosa. Vi números, vi operaciones de sumas y restas y divisiones.

A Souad, que ya tiene la nacionalidad española, le piden el voto por la tele y por las calles, con esos pasquines de colores y sonrisas recién descorchadas. No tengo bastante confianza con esta mujer, pero si la tuviese le preguntaría si va a votar y a quien va a votar. Más que nada porqué, puestos a hacer números (a quien le sumo mi voto) quizás votaría lo mismo que ella.


11 de des. 2017

Xirinachs en el vecindario (reflexiones en tiempos de campaña)

Resultat d'imatges de tomas de kempis

Nací en un piso de la calle que entonces se llamaba "Virgen del Pilar", muy cerca del Palau de la Música. Era un piso enorme, de techos altos, grandes salas, bellas baldosas y antiguo, de más de 150 años por entonces. Era la casa de mi familia materna des de tres generaciones, de cuando las familias duraban en una casa. Mis recuerdos de aquella casa son ambivalentes: aprecio el recuerdo del espacio generoso, el patio enorme, trasero, que lindaba con un jardín asalvajado, paraíso de gatos con pelaje de tigre que cazaban ratones con una habilidad fascinante. Pero en ese piso no todo era luz: sus enormes zonas oscuras estaban repletas de recuerdos trágicos y de habitaciones vetadas, cerradas des de décadas atrás de mi nacimiento, cerradas des de que el abuelo se marchó a la guerra, luego al exilio y luego a la muerte, en Francia, sin pasar por casa. El rastro de dolor y de pena que dejó ese exilio y esa muerte era tan poderoso que ocupaba grandes áreas con su sombra apesadumbrada. Cuando, a los 17, leí la "Casa tomada" de Cortázar, creí entender aquel cuento mejor que cualquier otro ser humano en el mundo entero.

Con el tiempo todos terminamos por marcharnos del piso-panteón de Virgen del Pilar, 15, principal. Mi abuela, la última inquilina, falleció a finales de los ochenta. El piso, alquilado por mis ancestros des de hacía más de un siglo, permaneció algunos años cerrado a cal y canto. Hasta que, a finales de los 90, lo adquirió una fundación para instalar allí su sede. Entre los promotores de la fundación estaba el señor Lluís Maria Xirinachs, por entonces un señor ya algo mayor y en cuya mente se gestaba, por aquellas fechas, la idea de crear un banco solidario, una contradicción de términos que sonaba a locura de iluminado en aquellos tiempos pero que, años más tarde, engendró la matriz del banco Triodos, pero eso sucedió en un país bajo.

Xirinachs fue eso más o menos, un iluminado lleno de ideales y buenas intenciones. Aunque el hombre tendría sus facetas oscuras, aciertos y desaciertos, como todos, su historia es la más parecida a la de un santo medieval de nuestros tiempos, con algunas similitudes con Vincent Van Gogh. Xirinachs tenía algo de místico y de poeta, de mártir, de santurrón, de sabio loco, de exiliado de si mismo. Incluso su muerte, autoinducida, plantea enigmas densos y confusos. Creo que Xirinachs no solo se había leído el Kempis si no que se lo sabía al dedillo y debía ser uno de sus libros de cabecera, tal como lo fue para el protagonista de una novela inmensa de Llorenç Villalonga (aunque, en ese caso, creo que con cierto cinismo). [Dejo una cuestión al margen: ¿los mejores escritores en lengua catalana son los escritores valencianos y/o mallorquines? Y quiero puntualizar que no soy, para nada y bajo ninguna circunstancia, uno de esos pancatalanistas.]

Estoy seguro de que Xirinachs quería imitar al Cristo. Esa era la vía para el perdón y la redención que propuso Tomás de Kempis, el clérigo medieval alemán del XV. Para imitar a Cristo hay que sacrificarse en grado sumo, y no solo ofrecer la otra mejilla ni practicar una imitación metafórica: hay que someterse a la humillación y al escarnio, ofrecerse al dolor, a la represión, a la burla. Hacerlo de veras. Lo de imitar a Cristo puede parecer un acto de vanidad, pero, practicado con mesura quizás no está tan mal. Lo que me sorprende de esa opción es lo otro, es la exhibición del sufrimiento, esa impudicia que tanto gusta a los catalanes cuando se trata de hablar de víctimas, porqué el exhibicionismo del sufrimiento o de la víctima (con intenciones más que espúreas: conquistar el poder, un cargo, una prebenda, una portada de periódico) no puede ser considerada, en modo alguno, una postura cristiana. Y creo que los teólogos me darían la razón.

Por estas fechas vemos auténticas competiciones por ser (o por parecer o por aparecer) como víctimas, y lo vemos en todos los lados de la contienda electoral. Me pregunto qué diría Xirinachs, y que pensará Dios, en el caso de existir, cuando lo vea. También me pregunto qué diría Nietszche, pero eso es otro cantar.

Muchas veces me he preguntado por la curiosa presencia de Xirinachs en la casa en donde viví mi primera infancia, por esa rara coincidencia, y me doy a especulaciones trasnochadas pensando en las dimensiones paralelas y los saltos temporales a través de agujeros transdimensionales: en distintos momentos que quizás se podrían conectar, Xirinachs y yo estuvimos en las mismas habitaciones, hicimos pis en el mismo retrete, tomamos el sol en el mismo patio soleado. ¿Hay en todos los hombres un impulso de santidad? ¿De víctima expiatoria? ¿Es más aguda esta propensión en Cataluña?

He dejado para el final una cuestión apuntada con anterioridad. Lo del banco solidario que pretendía crear Xirinachs, un banco que tenía que ser el reverso de la moneda (perdonen la broma fácil) del banco del señorito Pujol. ¿Cómo casa la fundación de un banco con la voluntad de martirologio? Quizás hay algo también muy catalán en esa contradicción aparente, pero a mi se me escapa.

4 de des. 2017

Hiro Onoda en la calle de las Tapias

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La Calle de las Tapias de Barcelona en 1959. Foto extraída del blog Tot Barcelona.


Hiro Onoda nació el 19 de marzo de 1922, en Kainan (Wakayama, al sur de Osaka). Hiro Onoda fué soldado en la segunda guerra, y ejerció como oficial de inteligencia. Aunque lo de la inteligencia militar suena casi siempre a broma, la historia del teniente Onoda no es ningún chiste si no la historia de un drama de tintes griegos, una historia clásica, intemporal. Una historia universal.

Hiro falleció en Toquio a los 92, el 16 de enero de 2014.

Las vicisitudes de la guerra llevaron al soldado Onoda hasta Lubang, una isla del Pacífico del archipiélago de las Filipinas. Entre las órdenes que debía cumplir estaba la de no rendirse jamás, bajo ninguna circunstancia. O bien suicidarse. Onoda era un tipo serio, disciplinado, y creía firmemente en su emperador y en el sentido sagrado de la guerra. Aislado en la selva junto a un puñado de hombres, Onoda no se enteró del fin de la contienda.

En su avance hacia el corazón del imperio del Sol Naciente, los marines yanquis dejaron atrás la isla de Lubang con su guarnición atrincherada en la selva, ya que Lubang que no era objetivo de su estrategia. De modo que Onoda siguió en pie de guerra hasta 1974, cuando se rindió, por fin, a las autoridades filipinas. No se suicidó. Quizás con la edad acumulada a lo largo de su extraña guerra sin enemigos a la vista, sin tiros ni asaltos, Onoda comprendió que el suicidio no es una buena opción y la rendición algo menos malo de lo que le dijeron al principio, cuando era un joven recluta del Emperador, el que se hacía llamar Soberano Celestial. Con el paso de los años, uno tiende a pensar que la vida, porqué es frágil, es algo que vale la pena conservar y el emperador, al fin y al cabo, solo un tipo lejano, casi invisible, caprichoso, vanidad envuelta en pellejo humano.

Con el caso de Hiro Onoda se podría escribir algo denso, bonito y verdadero sobre la humanidad, sobre el poder de la mentira, de la estupidez, del engaño y del autoengaño, el peso de la ficción y las grandes palabras, la vacuidad de algunas (patria, honor, deber -por ejemplo). Onoda podría haber dado nombre a un síndrome, a una categoría de la psicología o de la psiquiatría. Desconozco si lo ha hecho. Quizás en Japón. O en las Filipinas.

Hay personas que conservan su anillo de matrimonio en el dedo adecuado hasta muchos años más tarde de haberse divorciado. Hay quien anda por la calle con gesto soberbio y altivo aún siendo un don nadie, hay quien acude al comedor de Cáritas con el traje y la corbata de cuando era un digno apoderado el banco. Hay quien se va para Bruselas vestido de presidente cuando es nada. Hay quien, con intención espuria, oculta el anillo de casado. Hay quién emigra muy lejos y una vez allí jura que fue presidente de un país. Hay quien va por ahí contando que es un poeta reconocido cuando en realidad solo se autoeditó un librito con los poemas de la primera juventud. Todo eso es humano.

Luego están los que aseguran comer cada día por los menos dos veces y una de ellas en un buen restaurante, con estrellas. Y los que no comen pero llevan un buen coche en vez de un Dacia, y los que no se duchan pero se perfuman. Los que cuentan aventuras sexuales estratósfericas con hembras o con hombres de bandera. ¡Ay, las banderas!. Esos también son humanos.

Cuando yo tenía 14 años, me fui un día hasta la calle de las Tapias de Barcelona con un amiguete de BUP. No teníamos ni para pipas, así que nos fuimos hasta allá a patita des del noreste de la ciudad. Estuvimos andando más de una hora. Esó sucedió hacia el final de los setenta. La calle de las Tapias era, todavía, lo que fue antaño. Recuerdo las casitas desvencijadas, los portales sin puertas, cubiertos con damascos ajados, y las prostitutas cuarentonas, cincuentonas, sesentonas, setentonas, exhibiéndose ligeras de ropa y tomando el sol ante las fachadas, sentadas en sus sillitas medio rotas y taburetes de tres patas, como de estudio de pintura. Eso era la Barcelona de entonces en el barrio del Portal de Santa Madrona, cuando todavía estaban allí las ruinas de La Criolla (la de Flor de Otoño) y las de Cal Sacristà, que tal vez fue peor que La Criolla porqué casi nadie musita nada sobre Cal Sacristà.

A día de hoy no queda nada del cabaret La Criolla ni de Cal Sacristá, su hermano oculto. Al cabaret le destruyó una bomba deslizada des de un bombardero italiano Savoia-Marchetti. Esa bomba presagiaba las excavadoras y los planes urbanísticos -plan de remodelación, lo llaman- de un ayuntamiento futuro y socialdemócrata (pero eso es otra historia -o quizás la misma).

Al final de los años setenta, la calle de las Tapias no simulaba ser nada. Era lo que era, con todo su dolor, su miseria y su pena a pleno sol, a la luz del día. Cualquiera se daba cuenta de que ese espectáculo crepuscular y triste no tenía ningún porvenir. Mi amigo y yo lo contemplamos des de un extremo, como quién hoy contempla la jaula de los leones en el zoo: eso era el residuo de un pasado extinto que sobrevivía simulando la vida que se le había escapado como el agua del arroyo de entre los dedos.

Con el paso del tiempo, incluso la nostalgia desfallece. Cuando hoy recuerdo mi excursión a la calle de las Tapias con mi amigo Emilio, nos veo a los dos provistos de escafandras, como buzos o astronautas, viajando a otro mundo. Mi recuerdo contiene ya pocas verdades, más ficción que verdad.

Me lo contó alguien hace pocos días: en la calle de las Tapias hay, a día de hoy, un Hiro Onoda catalán. Me dice que será por culpa de una subvención que le subvenciona su distopía. Me dice: en la calle de las Tapias hay un tipo de me recuerda a Hiro Onoda. Hay un tipo que se niega a aceptar la realidad.
-Onoda no se resistió jamás a ninguna realidad -le reprocho- Onoda disponía de su realidad, como yo dispongo de la mía.

Eso es humano, nada más que humano.

La calle de las Tapias siempre ha albergado algo de tragedia clásica, y ese hombrecito que escribe editoriales como sermones, que cuenta el sexo de los ángeles a diario, que argumenta para negar la realidad que sus ojos saltones obervan, no se ha dado cuenta de que se está convirtiendo en el personaje de una comedia que es vieja y no es tragedia. Hay quien se convierte en viejo sin haber sido clásico. Para ser clásico hay que haber sido moderno, y ese hombrecito es, sencillamente, un antiguo.

Pero a fin de cuentas eso también. Eso también es humano.

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Hiro Onoda en el momento de su rendición a la realidad. Tiene 52 años y el gesto serio. Simula dignidad pero es incapaz de ocultar el dolor y la vergüenza.

1 de des. 2017

Un poeta fracasado en Bucarest

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Nunca estuve en Bucarest.

Cuando viví en Lérida, hace ya algunos años, cerca de mi piso estaba la calle a la que todo el mundo conocía por “la calle de los rumanos”, en donde hay un garito llamado Bucuresti, no sé si con algún acento exótico en una o dos de sus nueve letras.

Más de una vez pensé en meterme en el local, fingiéndome distraído o alelado, y pedir un café, con el objetivo pueril de curiosear, observar un poco y largarme pronto, sin levantar sospechas. Los tipos que entran solos en los bares solo pueden ser policías secretos o poetas fracasados por completo. Pero no, no entré nunca en el Bar Bucuresti.

Cada vez que pasaba ante la puerta terminaba por seguir calle arriba, y continuaba andando hacia un destino que ya no recuerdo. Siempre miraba la cristalera del local, invariablemente repleta de banderas y símbolos patrios para impedir la mirada del curioso y seguía para allá. Las banderas, sean del país que sean, suelen usarse para eso, para ocultar negocios turbios.

Muchas veces, eso si lo recuerdo, bajo el dintel del Bucuresti, había dos o tres tipos de aspecto muy rudo, fumando pitillos. Incluso en invierno (y el invierno de Lérida es rotundo, lo puedo jurar) los tipos del dintel cubrían su torso con tan solo una camiseta, siempre blanca, agarrada a su musculatura solemne, las mangas enrolladas hacia el sobaco para evidenciar unos bíceps de gimnasio con olor a sudor soviético. Cabezas esmeriladas, mandíbulas anchas, ojos grises. Esos tipos no fumaban, en realidad, solo mantenían el cigarrillo encendido en la mano para justificar su presencia allí. (El cigarrillo, según descubrí, siempre era de la marca Winston, y pensé que esa debe ser la forma íntima de vengarse del comunismo que usan los emigrantes de aquéllas zonas del mundo).

La calle de los rumanos, en Lérida, lleva el nombre de un poeta catalán del XIX que ya no aparece ni en los libros de texto de literatura catalana de los bachilleres. Es la calle de los rumanos, tal como dije, y el antiguo compositor de églogas y gozos pastoriles se pierde, arrastrado por el fluir de un Danubio muy lejano pero, sin embargo, capaz de arrastrar hasta la mar a poetas catalanes de la Cataluña interior.

En Al-larida también está la calle del Norte, cerca de la estación de trenes. La calle del Norte es la primera calle completamente habitada por los inmigrantes magrebíes. Tiene su gracia, que sea la calle del Norte la elegida por los moros. Dijeron que se iban para el Norte y dieron con sus huesos en esa ciudad triste, gélida, cerril. Calle del Norte. Ese es el norte adonde llegaron, el remitente de las cartas que mandan a sus parientes de las soleadas laderas del Atlas.

Cada vez que me acuerdo -y no se por que razón- del bar Bucuresti en la ciudad de Lérida, pienso en cuando me disponía a cumplir los 50. Algunos días antes de la efeméride, un conocido me preguntó si iba a celebrarlos de alguna manera especial, porqué parece ser que la mayoría lo hacen así: por una parte está la manía de los números redondos y por otra la creencia en que, haber dado una vuelta más a una bola de lava ardiente montado en una piedra que gira, alocada y ciega, es algo digno de celebrar. Los moros, por ejemplo, no celebran los cumpleaños porqué les parece un acto de vanidad (algo de razón llevan).

A la pregunta sobre la celebración de mis diez lustros, respondí casi sin pensar: “Me iré a dormir a Bucarest”. Aunque, en verdad, lo que pergeñaba era seguir más allá de la ciudad, por el curso del Danubio hasta el delta, y contemplar la desembocadura mientras recitaba (leyéndolas) las frases que escribió Claudio Magris sobre aquel lugar, las frases finales de su libro sobre el río. Esas cosas pasan cuando uno cree que lo mejor de la vida es leer sobre la vida y siente que, limitarse a vivirla, es un acto indigno.

Así que no, nunca estuve en Bucarest. Jamás dormí en aquella ciudad. Aunque he soñado muchas veces que lo hacía, unas despierto y otras dormido. Despierto cuando leo “El burdel de las gitanas” de Mircea Eliade o esa catedral de la literatura que es “Solenoide”, del otro Mircea, Mircea Cartarescu. Su apellido lleva acentos raros pero me da pereza consultarlos cuando hablo de sueños o de recuerdos.

Creo que nunca fui a Bucarest y nunca dormí en esa ciudad porqué algo me dice que, de hacerlo, ya no despertaría jamás. Y a esa posiblidad le tengo miedo, tal como es comprensible, aunque no sepa decir, con exactitud, por qué motivo. Vaya embrollo lo de la repatriación, me digo, morir en Bucarest, vaya mala idea. Eso debe ser un lío burocrático de narices, de adjetivo kafkiano bien empleado. La verdad de mis temores, como siempre, es otra. Pero desde luego que no la voy a contar.

Debería haber tomado un café en el bar Bucuresti de Lérida, eso sí lamento no haberlo hecho. A veces me imagino el interior del bar como un lugar oscuro, maloliente, habitado por traficantes de blancas, de drogas o de armas, antro siniestro y peligroso que aviva la glándula del peligro y dispara la adrenalina. Me imagino, por demás, que en el baño podría haber una puerta que comunica con otra dimensión, herética y soez, abominable, a la que solo me asomo un segundo que me basta, aunque infinitesimal, para intuir una humanidad degenerada, animalizada, reducida a la miseria, la amnesia y el canibalismo, de ojos ciegos por tanto vivir en cavernas profundas, asquerosamente emparentada con cierto tipo de insecto parásito.

Otras veces, sin embargo, me veo profundamente decepcionado al descubrir que el local no contiene el menor atractivo y es vulgar, huele a ambientador de pino salvaje o a limón del Caribe (ambos del Mercadona) y solo alberga a un puñado de hombres muy mayores, inmigrantes de las regiones pobres de Rumanía junto a tristes jubilados locales enzarzados en largos y espesos silencios de nostalgia, de cerveza tibia o de rencor.

Lamento no haber vivido durante unos minutos como un tipo que, en vez de ser un poeta fracasado, simula ser un poeta fracasado.