29 d’ag. 2012

Perros muertos en las cunetas



Cada vez, veo más gente
con una venda
puesta en los ojos.

Incluso he visto gente a las que,
habiéndoseles movido un poco,

se la vuelven a colocar correctamente.

Antonio Orihuela
Perros muertos en la carretera, Ed. Crecida, Huelva, 1995

El mes de agosto de dos mil siete fue, como éste, extremadamente seco y caluroso. En los últimos días parecía insoportable. Recuerdo como mirabámos todos al cielo buscando nubes que no estaban. En las culturas mediterráneas imaginamos un infierno de fuego por el mismo motivo -parece- que lo imaginan blanco y helado las nórdicas. Caminaba desde la estación del metro con los pies pegados al suelo y lentamente. Aún así, llegaba a la clínica con la ropa empapada en sudor.

Lo primero que ves al salir del ascensor en la cuarta planta es la habitación en dónde improvisaron una capilla. Siempre está en penumbra. Hay un pequeño altar con un cristo al oeste y una virgen al este, bajo la luz amarillenta y triste que da el vitral montado en la única ventana. Jamás te preguntas porqué hay una capilla: quienes entran en esta clínica han venido para morir en ella. Hay pocos médicos, pocas preguntas, pocos aparatos: eso se llama cuidados paliativos y sólo lo conoce quién lo haya visto.


Algunos de los enfermos ingresados allí no parecen condenados. Su actitud es algo despreocupada y ligera, y se ríen viendo la televisión o leen abultados best-sellers. En agosto de 2007 había uno que se esmeraba, sin prisas, en montar la maqueta de un barco. La mítica Bounty, la del motín. Ese no era el caso de mi padre, ya casi inmovilizado por el tumor que le oprimía la médula a la altura de la tercera cervical. Sin embargo, hablaba mucho. Hablamos mucho durante esos últimos días.
-Llegas sudado... ¿De veras hace tanto calor? Aquí se está bien, ya lo verás, quédate un buen rato conmigo y verás que bien se está aquí.

Cuando entro en su habitación, compartida con un animoso cincuentón delgado, terminal y bromista que hojea el ¡Hola! buscando mujeres famosas en biquini, le encuentro dormido. Pero enseguida abre los ojos, sonríe levemente y empieza a hablar. Es probable que sean las dosis masivas de morfina.

La droga rompió un viejo candado oxidado y abrió una puerta que yo siempre había encontrado cerrada. Aquél verano hablamos, entre otras cosas, de su juventud durante la guerra mundial. Me contó que, como tantos jóvenes, pasó de jalear al ejército alemán (ocuparon Francia en sólo seis semanas y penetraron mil quilómetros en la Rusia de Stalin con una facilidad pasmosa) hasta posicionarse en favor de los aliados a medida que éstos avanzaban, despiadados, sobre Europa.
-Tienen unos escuadrones de aviones bombarderos que cubren el cielo como nubes negras. Caray, si eso lo llega a tener la Wehrmatch...


Le leí algunos fragmentos de Günter Grass, al que habíamos admirado los dos, porqué él ya no podía leer. A paso de cangrejo es una novela preciosa sobre abuelos, hijos y nietos. El nieto es un jovenzuelo neonazi, por cierto. No sé qué me pasa, es como si no retuviera lo que he leído en la frase anterior, no lo entiendo.

Murmuraba imágenes de la infancia -postguerra y hambre-, y me contó un viaje de juventud a Portugal que yo desconocía aunque no me puedo fiar mucho: él lo relataba como viajado en sueños. Me dijo que una de sus películas preferidas había sido El árbol del ahorcado, con aquél Gary Cooper otoñoso y sensual. Se extrañaba, de repente y con un pensamiento atado a las cosas de la guerra mundial, de lo que les están haciendo los judíos a los palestinos, habiendo sufrido ellos un holocausto que ahora emulan, como víctimas de una maldición circular y cósmica, implacable. Es raro, eso es muy raro.


Han pasado cinco años y estamos terminando otro agosto seco, pesado, polvoriento. Le quedaban cuatro semanas de vida.

Como desde mi último traslado todavía tengo libros guardados en cajas, hoy he encontrado Perros muertos en la carretera. Me lo regalaron en el año 2000, el año que viví en Cáceres.

Siento que algo escapa a mi comprensión y me vence. No puedo comprender porqué venimos a la vida a ver perros muertos en las cunetas. Y hombres malos ganando el torneo, sonrientes, llenos de eufórico triunfo como atletas laureados, recogiendo infinitos aplausos del respetable. Quizás admitiendo que fui vencido de antemano todo sería más fácil de comprender.

27 d’ag. 2012

Rumba de Buenos Aires, 14

dedicado a Joan A.


La maté porqué era mía, dice el hombre entre sollozos y lágrimas perfumadas de alcohol. La mató de catorce cuchilladas profundas en la plaza, bajo el sol, mediodía, verano, luna llena. La maté porqué era mía, porqué antes muerta que con otro, porqué la vi con otro paseándose de su brazo por la plaza y eso yo no lo podía soportar, así que me volví para casa, agarré el cuchillo y me salí corriendo para la plaza de nuevo. Bajo el sol del verano, murmullo de playa, chiquillos, chiringuitos, sangría, sangre.



Cuándo descubrí la casa abolida supliqué a los dioses que la causa hubiese sido un desastre natural. Pero tampoco me escucharon ésta vez: las causas fueron la codicia y la maldad humanas.


El administrador de la finca descubrió que la casa estaba ocupada y que vivían en ella gentes extrañas, gentes que se habían colado en la casa y la habitaban sin pagar alquiler. Así que decidió demolerla. Posiblemente había líos jurídicos sobre la propiedad (los herederos no se hablaban entre sí, tenían conflictos con el ayuntamiento y sus impuestos). Todo era complejo y difícil, meterse en juicios y deshaucios debía de ser un embrollo, y sobretodo un embrollo caro. Sin embargo, derribar la casa salía a cuenta. La derribé porqué era mía.


Yo viví en esta casa ahora derribada durante un tiempo, durante el cual -ahora me acuerdo- la ciudad celebró sus olimpiadas. Desde su ligera distancia nos mantuvimos alejados de la orgía deportiva e inmobiliaria, del alegre y espectacular deporte con sus espónsores del ladrillo y del hormigón. Pasqual Maragall reinaba en la gran ciudad que se divisa al fondo, bajo una nubecilla de marrón mierda, y un tal Jordi Pujol se apuntaba a la fiesta para ver si salía en la foto de los vencedores, con los atletas triunfantes y cerca de las medallas. Vistas desde Montgat, las olimpiadas fueron tan sólo una remota competición de la tristeza y la vergüenza.

En aquéllos tiempos cobré mi primer sueldo más o menos decente y me emancipé, si es que ese es el término correcto para designar la acción de largarse de la casa paterna. Del piso paterno, en este caso, y para ser un poco más precisos. Emanciparse sucede ahora sobre los cuarenta años, pero a principios de los noventa uno solía hacerlo alrededor de los veinte, siempre que tuviese un trabajo y una nómina. Así fué como estampé mi nombre en un contrato de alquiler que fué el primero de muchos.

Creo que hace unos cinco años -quizás seis- visité la antigua casa de Montgat (calle Buenos Aires, 14), y la encontré más viejecita, algo más dejada pero sin embargo llena de vida. Llamé a la puerta y hablé unos minutos con las familias que vivían allí, yo diría que argentinas. No se me ocurrió preguntarles si tenían contrato y pagaban las mensualidades, claro, eso no es algo que me preocupe. Recuerdo unos niños pequeños que correteaban por el jardín casi desnudos, sonrientes, coloreados por el sol.

Hoy (finales de agosto de 2012) he vuelto a visitarla, pero la casa ya no está. No queda apenas ningún rastro, sólo unas ruinas que parecen remotas. Ningún rastro de paredes, baldosas, muebles. Incluso los árboles que daban sombra desaparecieron bajo el celo derribador del propietario, el cornudo a quién no le pagaban.
-La derribaron hará cosa de un año -cuenta la vecina- La derribaron porqué se metió una gente.
-¿La ocuparon? ¿Ocuparon la casa y por eso la derribaron?
-Si.

La derribaron con ensañamiento, con un ensañamiento profesional y eficaz. No han dejado nada. Cuando derribas con la ley de tu parte, el derribo es tan definitivo como ejemplar. El resultado final (esa nada de piedras y hierbajos secos que cubren la pendiente) parece obra de un mítico guerrero, Gengis Khan o Aníbal. Hay algo mitológico en esa acción que imita a una destrucción casi natural, como si hubiese pasado un terremoto o mil años. Para dar ejemplo. Por eso la maté, porqué era mía.

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La casa, de dos plantas, seis habitaciones, con jardín y garaje, estaba situada en el número 14 de la calle Buenos Aires de Montgat, en el barrio conocido como La Argentina porqué allí edificaron sus casitas de veraneo los indianos que regresaban enriquecidos. Alrededor de los años 30 del siglo XX albergó un prostíbulo en donde, según cuentan, también se celebraban partidas clandestinas de naipes, como un pequeño casino (eso era habitual entonces). Parece ser que el declive llegó con los problemas legales y quizás con algún lejano crimen, cometido entre aquéllas paredes. Con el paso de los años, empezó a ser alquilada y a partir de finales de los 80 acogió a jóvenes estudiantes. En 1992, el precio de su alquiler era de 75.000 pesetas, es decir algo menos de 400 euros, y resultaba cómodo pagarlo entre tres o cuatro personas.

El solar está a la venta por el precio de 1.500.000 euros, y se puede adquirir siguiendo este enlace.

Me sentía tentado en dejar aquí una maldición terrible para quién compre el solar, pero es innecesaria: quién dispone de ese dinero está maldito aunque no lo sepa.

21 d’ag. 2012

Libro de la crueldad


Imagínate que hay un Plan cósmico, concebido por la providencia o por la naturaleza. Imagínate que cada uno de nosotros viene a la vida y al mundo para realizar un acto en concreto. Un solo acto. Y que una vez realizada esta acción que justifica y da sentido a nuestro paso por la vida, todo lo demás no importa, es gratuito, tiempo libre, libertad.

A lo mejor yo pienso que el sentido de mi vida -lo que estaba concebido en el Plan para mi- era desarrollar mi profesión, o quizás escribir cuentos. Pero resulta que era cocinar aquélla paella valenciana que hice el 27 de abril de 2006 para un grupo de antiguos compañeros. Una paella que salió maravillosamente bien, perfecta. Uno podría pensar que el sentido de Francisco de Asís era crear la orden de los franciscanos con sus reglas y oraciones, pero en realidad sólo vino a lacerar su cuerpo, a autolesionarse. Parece que Heinrich Himmler llegó a la vida para exterminar personas, pero en el Plan sólo estaba contemplado que confeccionara su extraordinaria colección de sellos.
¿Cuál es la acción concebida en el Plan para cada uno? ¿Cuál es la mía? ¿Y la tuya? ¿Deberíamos ocuparnos de comprenderla o por lo menos de descubrirla?

¿A qué vino al mundo Georges Bataille? ¿Y María del Valle Ramos?

Lo de Georges Bataille me lo pregunto porqué luego de pasar más de diez años sin oir hablar de él, en sólo una semana me lo he encontrado dos veces. La primera en la novela El escritor de epitafios: el personaje de la Niña gótica lee un poema de Bataille al protagonista, para probar si es cierto que sabe tanto de poesía como para identificar al autor de los versos
Eres el horror de la noche
te amo como se agoniza
eres frágil como la muerte
te amo como se delira
sabes que mi cabeza muere
eres la inmensidad del terror
eres bello como matar
Mi locura y mi miedo
tienen grandes ojos muertos
la fijeza de la fiebre
lo que mira en esos ojos
es la nada del universo
mis ojos son ciegos cielos
en mi impenetrable noche
está gritando lo imposible
todo se desploma.
La segunda, en el prólogo de El libro de la crueldad, de Layla Martínez, LVR ediciones, Madrid 2012.

Sé poco de poesía, pero creo intuir porqué que en el prólogo se nombra a Bataille, porqué hay un eco de él en el poema de la página 25:
No dejéis solos a los niños
o celebrarán rituales
sádicos y crueles.
No los dejéis solos
o arañarán las paredes
con sus pequeños dientecitos
llenos de odio
y se clavarán agujas
en los genitales
y darán de comer insectos
a sus muñecas
y les arrancarán la cabeza.
No dejéis solos a los niños
o jugarán a ser adultos
y les daréis asco
y pena.
Si supiera un poco más de arte o de poesía podría ponerle adjetivos a la lectura, hablar de límites y espejos, de si la crueldad es la forma de amar de los humanos, del abismo, del sueño de la razón y del horror. Incluso podría citar al coronel Kurtz, a la Medea de Pasolini,  Eraserhead de Lynch y algún cuadro de Goya, pero no se.

La pregunta sobre María del Valle Ramos no tiene respuesta, aunque le haya dedicado este breve video.


Conocí casi por casualidad el blog de Layla Martínez, Vida de perras, y le di al botoncito de comprar en la imagen de la portada del libro. Ese tipo de actos, medio instintivos y como soñados, me llevan a imaginar en la posibilidad de una vida llevada los impulsos que no son míos, que responden a algo que no puedo comprender pero que está lleno de sentido. Cuando llegó el paquete, unos días más tarde, me sorprendí y lo abrí con avidez, porqué no me acordaba ya del impulso.

Un rato más tarde leía, como hipnotizado, los relatos entrelazados por poemas. María del Valle, Sarah, Anne, María de los Remedios, y me quedé pensando si yo alguna vez conocí o amé a una de esas mujeres.

Nota: este texto no es ni pretende ser una crítica o un comentario del libro mencionado. Está confeccionado con las imágenes sugeridas durante la lectura.





12 d’ag. 2012

Mi cuerpo de gringo viejo


Puedes tardar un poco pero al fin te das cuenta de que eso es una guerra, de que estás metido en una guerra. A lo mejor entraste tu solo y ligero de equipaje, ingenuo, creyendo que eso era una fiesta, un complejo comercial o deportivo, un concurso de la tele, nada, un programa cultural. A lo mejor te metieron, te llevaron más o menos engañado, diciéndote que era una oferta de trabajo, un requisito imprescindible para acceder a una vivienda.

Pero era una guerra, y de repente te llueven los palos, los tiros, las bombas. Ves caer a gente que estaban a tu alrededor, tan despistados como tu, tan confiados con su cochecito seminuevo, su pisito, su televisor de pantalla más plana que la Tierra, tu cuenta corriente, tu buzón lleno de fantásticas ofertas entre las cuales, socarrón y dueño del mundo, te quedaste mirando la targetita en cuatricromía de las Bellas señoritas orientales.

Años de educación, absorbiendo los valores pacíficos, negociadores, mediadores, los derechos humanos, la cultura de la paz, de la tolerancia ante todo. Esa educación te llevó a creer, concienzudamente, que ese estruendo no es de cañones, que esos gritos no son el aviso del asalto, que esas sombras no son tanques, fusiles y bayonetas entrando en tu vida y rasgando la piel debilucha de tu cuerpo. Pensaste que era una música de fondo, los 40 principales o unas campanas que no doblaban por ti.


Entonces, a veces... siento que debería actuar como el Gringo viejo. Porque eso es, definitivamente, una guerra. Y además la vas a perder. Y puestos a perderlo todo -también a ti, cuerpo mío- quizás mejor hagámoslo de la forma más digna posible. Con algo de nobleza, si es posible.

Vayámonos, cuerpo mío, a tomar las armas y vayámonos a algna revolución lejana pero cercana -como todas las revoluciones.

Porqué este cuerpo, cuerpo mío, todavía anda y está provisto de un cierto peso y cierta masa, gravedad y fuerza. Ayer mismo, cuerpo mío, regamos las plantas y enderezamos la vieja puerta que chirriaba, y cargamos la compra des del Mercadona hasta casa bajo un sol blanco e inmisericorde. Y llegamos. Este cuerpo, mío, todavía puede alterar, cambiar cosas de lugar y de orden. Todavía podemos, cuerpo, influir en el mundo. Dejar de obedecer a la inercia y crear un movimiento nuevo, torcer la rueda, doblar la esquina.



Antes de nuestra derrota final, cuerpo y mío, quizás podamos hacer algo más aparte de escribir lamentos, quejicas, en una pantalla iluminada pero nada luminosa, iluminada por detrás como las tramposas sombras chinas que tanto nos gustaban, cuando chiquillos y ajenos a la guerra que se nos cernía sobre la cabezota.

Quiero llevarte, mi cuerpo, cuerpo mío, y permitirte devolver un golpe aunque sea uno sólo, vaciar un solo ojo, arrancar un solo diente. Vayámonos, cuerpo, quememos esas cuatro miserias humillantes llamadas pertenencias, dejemos que el teléfono ladre solo y abandonado. Abandonémonos. Es mejor terminar ante el pelotón de fusilamiento de los federales.



3 d’ag. 2012

Sin señal


Este blog estará inactivo aproximadamente hasta el día 13, y no por superstición. No puedo decir que me vaya de vacaciones exactamente. Es muy probable que estas vacaciones se prolonguen -a través de la oficina del Inem- y se extiendan hasta más allá de septiembre. La verdad: no se si eso es bueno, malo o nada. Sea como sea, el reposo nos vendrá bien a ambos. Salud.

2 d’ag. 2012

De vita beata



A medida que pasan los años uno descubre cosas inesperadas dentro de sí, como aquél que abre un cajón olvidado y encuentra lejanas pertenencias del bisabuelo, de quién apenas supo jamás nada.

Quedarse unos días solo en la ciudad, por ejemplo, me permite verme con actitudes nuevas: cocinar lentamente a cualquier hora, perder el tiempo viendo fotos, hojear de nuevo libros leídos hace diez, quince, veinte años. Revisar, ya de madrugada, el Orfeo negro de Marcel Camus y Vinicius de Moraes (¡vaya pareja!), La sombra del guerrero de Kurosawa o Los cuentos de Canterbury de Pasolini, que inesperadamente me resulta mucho más erótica de lo que yo recordaba. Todo son viejas películas, cosas viejas que se caen por el precipicio pero despacio, como flotando hacia abajo.

Así se pasan las horas y el tedio del verano, suaves como el aire fresco que levanta la cortina en las horas pequeñas. Me siento extrañamente ajeno a las crisis y a las amenazas de la intervención inminente, me fascina descubrir que los DVD amarillean finalmente: les crece una corona de oro que avanza hacia el agujero central. Incluso esa cosa tan moderna y contemporánea envejece deprisa, con prisas.

No siento apenas ganas de salir. Eso es realmente nuevo en mi: hace unos años habría salido en busca de lo que fuese, sin saber ni siquiera qué. Y ahora la calle me parece un trayecto para perros perdidos que van oliendo rastros de hormonas, fantasmas ansiando la vida.

Me acuerdo de repente de la expresión estar de Rodríguez, un guiño grotesco para ligues fatuos y aventuras de comedia española. Ahora lo siento como una viudedad leve y pasajera. Podría decir que te echo de menos para quedar bien -y no sería cierto: me gusta sentirme así, y disfrutar de ese echarte de menos como de andar descalzo, dejar los platos para mañana, tirarme en el sofá a leer fragmentos de novelas policíacas a las cuatro de la mañana.

Sentir como pasa la vida, y experimentar el sabor raro de estar solo en casa, el sabor dulzón del absurdo tipo solo que asoma en el espejo ahora, y  fuma sin importarle que el humo pueda molestar.

Me siento en el ordenador, abro fotos al azar, las engarzo en un hilo que ni yo mismo podría definir, les pego una musiquilla y las cuelgo. Es idiota sonreirse a uno mismo, pero eso de colgar fotos no es para menos. Me parece que quería contar algo: como se va la vida y se pasan los veranos. Riego las plantas, las entro y las saco de la terracita en función de la hora que es y me complace terriblemente sentirme mayordomo velando el sueño de los ficus, romeros, albahacas y demás.

Me despierta una motocicleta ascendiendo por la calle, ya de mañanita. Tambaleándome abandono el sofá, apago el reproductor de DVD y experimento un placer minúsculo y enorme sintiendo los pies desnudos en las baldosas frescas, camino de la cama vacía.

1 d’ag. 2012

Páginas últimas


Las imágenes han sido tomadas en Cubillos (Soria), Esco (Alto Aragón) y San Antolín de Bedón (Asturies), en verano de 2012.



Escribir a partir de imágenes claras, de ideas sencillas. Escribir para un lector inteligente. Escribir como en un sueño reluciente con olores y colores.

La historia que se narra transcurre en el décimo año de los veinte que Domingo Zárate dedicó a recorrer Chile predicando la palabra de Dios. La importancia de este momento en su vida -nos lo encontramos en el desierto de Atacama- deberá pensarla el lector: puede ser intrascendente, decisivo, anecdótico, marginal, crucial. Todos esos adjetivos son posibles, que cada lector escoja el suyo. Y escribir con esa prosa rica, ágil, que evoluciona y cambia. Escribir cambiando de tono, volviendo atrás, señalando hechos futuros, fluyendo. Con un humor capaz de explicar la tragedia, o narrar dramáticamente un hecho cómico.

Quién pudiera escribir. Escribir así. Hacia el final de la novela el texto se vuelve reflexivo, cambia de tono y abandona las ironías y la distancia, se vuelve hacia sí mismo y hacia el lector. En teatro, a eso se le llamaría hacer un aparte, cuando el actor se sale del personaje y se dirige al público para confesar algo, revelar un secreto, anticipar. Luego, el actor vuelve a meterse en el personaje y hace como que aquí no ha pasado nada.

Es algo así en esas últimas páginas, cuando ya está todo dicho. O casi todo. Es como si de repente dijese: eso es literatura pero también es la vida. Y la vida va en serio.

Ya no llegaban enfermos de todas layas pidiéndole a gritos el milagro de recuperar la salud de su cuerpo -ni siquiera niños le traían para que les quitara el mal de ojo o los asustara con el cuco para que se comieran la sopa-. Ahora apenas llegaba por ahí algún sigiloso sifilítico sin remedio, o un trasnochado ojeroso cuyo mal se podía curar con una simple agüita perra o un ajiaco bien caliente; ya casi no conseguía apóstoles ni quedaban ancianas creyentes que lo invitaran a tomar el té, y eran contados con los dedos los devotos que se arrodillaban ante su presencia y le besaban la mano. La gente ya no creía en él. Ya no le llamaban desde los sindicatos, sociedades de socorros mútuos  compañías de bomberos para dictar sus conferencias; ya no le entrevistaban en las radios con la frecuencia de antes, ni aparecía su figura barbada en las fotos de los diarios. La estrafalaria estampa de un vagabundo llamado Carlitos Chaplin conquistaba más adeptos que su figura evangélica; la enrevesada perorata de un patán apodado Cantinflas, con menos gracia que un pan sin sal, atraía más oyentes que sus prédicas inspiradas en las mismísimas Sagradas Escrituras, cualquier simple cantor de boleros era más popular que él entre los pobres de espíritu. Lo humano triunfaba sobre lo divino. [...] Estábamos deslumbrados por los nuevos inventos, ellos ocupaban el puesto de lo divino, suyos eran los milagros que nos suspendían de asombro y ante los cuales nos posternábamos con unción. Como él mismo lo había profetizado muchas veces, los inventos modernos se estaban convirtiendo en el Anticristo anunciado en la Santa Biblia, de tal modo que, embelesados de embobamiento, preferíamos sentarnos a oír esos tontos avisos comerciales en las radioemisoras o bailar al compás lascivo de un disco de acetato, repetido una y mil veces, antes de escuchar sus vivificantes prédicas [... ]. La radio, el disco, el cinematógrafo eran ahora nuestros becerros de oro, y los locutores y los cantantes y los actores eran nuestras deidades, nuestros tótems, nuestros pequeños dioses a los que adorábamos y rendíamos pleitesía y caíamos desmayados ante su presencia como ante la fúlgida aparición de la Virgen Purísima. Tanta era nuestra tontera que hasta tratábamos de imitar su modo de vestir, de hablar, de levantar el dedo meñique; y en esos menesteres nos volvimos fatuos, la "vanidad de vanidades" del Eclesiastés comenzó a permearnos completamente. Cada uno actuaba como "ese gallo que creía que el sol salía en las mañanas sólo para oírlo cantar a él", tal cual solía decirnos en sus prédicas y sermones, con palabras que en su momento nos parecieron pedestres, olvidando que en su primera venida había llegado hablando en parábolas, en sencillas historias que contaban de hijos pródigos, de obreros de viñas, de podres viudas sufrientes, narraciones que hasta los mismos niños entendían. Y tal vez por eso lo miramos en menos y lo menospreciamos como a un pordiosero -quizás hasta el mismo Dios lo abandonó a su arbitrio, y se quedó en la Tierra como un astronauta olvidado en un planeta hostil-, tanto así que al final, ya convertido en un Cristo malandante, al que nadie seguía ni oía, tuvo que colgar su túnica, tirar sus sandalias peregrinas y asentarse a vivir como un gentil cualquiera.

Hernán Rivera Letelier, El arte de la resurrección, Alfaguara, Madrid, 2010. Capítulo penúltimo.