[En este texto practico ese giro tan español que consiste en pasar de la comedia a la tragedia. Avisado está el lector].
Para quien, como yo mismo, no sabe nada de jurisprudencia, derecho penal ni derecho constitucional, seguir las retransmisiones del juicio a los procesados procesistas es un ejercicio de autocontrol, capacidad de atención y saber estar superior al ejercicio que exige ver la obra completa de Jean-Luc Godard y la Sergei Eisenstein juntas y del tirón (lo digo así porqué se lo que significa). Por todo eso elegí, de entre todas, la sesión que protagonizaron la pareja Jordi Cuixart & Carme Forcadell: algo me decía que esa sería una gran sesión. Creo que acerté: los dos cumplieron las espectativas puestas en ellos. Cuixart estuvo fanático, bobalicón y poético a partes iguales (incluso se permitió leer un poema patriótico y ridículo -perdón por la redundancia-), profirió amenazas graciosísimas y se proclamó el preso político más preso político de todos los presos políticos. Me gustó comprobar que el mal gusto de su estilismo no lo corrige ni un correccional: lo suyo son convicciones y lo demás, tonterías. Solo le reprocho algo: había leído por ahí que Cuixart había abrazado la fe católica durante este año de meditación y recogimiento, y por ello esperaba algo de iluminación, un destello de algo, no se, metafísico. Pero, por desgracia, Nuestro Señor ha sido parco, tacaño en el milagro (¡a ver si será que Dios era catalán!) y solo le ha convertido a la fe, sin más consecuencias.
(En la actuación de Cuixart hay algo destacable, que quizás se haya dicho poco y mal: Cuixart no juró amar a España tal como sí lo hizo el señor Junqueras, pero aportó un dato étnico en su defensa: su madre era murciana, dijo. Es decir: mucho hablar de que eso trata de democracia pero de repente aparece el etnicismo por ahí, en un aparte. Ya lo sabíamos, pero quienes lo decíamos éramos tachados de mentirosos, de tremendistas. Y claro, de fascistas otra vez. El desliz etnicista de Cuixart debería promover algunos debates, pienso. Pero ahí lo dejo).
La actuación de Carme Forcadell, algo más floja, sin embargo, me gustó más. Forcadell sostuvo que la Presidenta del Parlamento catalán no hace nada, es una simple tramitadora, una gestora. Esa confesión me encantó: por fin alguien relevante lo reconoce. Que el Parlamento catalán es de atrezzo. Insinuó que de las votaciones que promovió no sabía ni tan solo qué asuntos trataban: yo solo tramito papeles, oiga, no me entretengo ni en leer lo que ponen. Cuando la fiscal le preguntó si con esa misma actitud habría puesto a votación una propuesta de ley para legalizar la trata de blancas, Carme dudó. Hubo un instante de luz, ahí si. Titubeó un momento, y ese fue el momento estelar de una actuación que hasta el momento solo era triste y mediocre.
Fué una gran tarde, con dos actuaciones más bien tristes pero de alto contenido humorístico, y, como han visto, con breves destellos de ingenio. Somos varios quienes nos preguntamos por la habilidad de los juristas presentes en la sala en disimular la risotada y ocultar la carcajada. Eso no es nada fácil.
Dicen que ellos no hicieron nada, que si el mandato democrático, que si todo era una pura declaración política "declarativa" sin consecuencias ni actos punlibles, si, muy bien... pero... (ya llegaron los peros, mis peros de siempre) el daño que le han infligido a la sociedad catalana, ¿donde está? ¿Nadie les va a preguntar por eso?. Dice mi admirado Albert Soler que a los encausados les juzgan por sedición ya que no existe el delito de ser gilipollas, pero esa broma, que es buena, oculta el dolor que han vertido sobre el pueblo que tanto aman. Nada les importó romper la cohesión tan difícil de lograr, ni relaciones, ni promover la intranquilidad, ni pervertir la tv pública, o practicar la falacia, la mentira, el fariseísmo, ni piden perdón por engordar negocios de amiguetes a costa del malestar de otros. Y sobretodo: nada les importó cargarse la convivencia en paz, que es algo que lleva décadas construir, y lo saben: esto es España, y todo sabemos. Ellos lo jodieron todo en un par de días. Si fuese por mi, les juzgaría por eso.
Tras los peros está la tragedia: la tragedia consiste en comprobar, una vez más, en manos de quienes estuvimos los catalanes durante el otoño negro de 2017: estuvimos en manos de gente muy mediocre. Y muy cobarde. Pero la cobardía no se la achaco: por lo que se de mi, yo puedo ser también muy cobarde. Lo que me deja estupefacto es la mediocridad. Una mediocridad pasmosa que fue aplaudida entonces y lo es ahora. Imagínense ustedes lo que habría sucedido si llegan a proclamar su republiquilla, ya que esos habrían sido nuestros caudillos, nuestros ministros, nuestro sanedrín, nuestros capitanes, nuestros directores generales, nuestros cobradores de impuestos. Incluso los cargos de barrendero y de sereno hubiesen venido indicados desde la cúpula de la Asamblea Nacional, o la de Òmnium Cultural -que el añorado Terenci Moix rebautizó como "Òrgan Cultural". ¡Dios mío! ¡Estuvimos casi en manos de Jordi Cuixart!
Cuando alguien se atreva a preguntarme otra vez porqué no soy independentista, a partir de hoy, tras ver a Cuixart y Forcadell, tengo una respuesta más fácil. ¿Porqué no soy partidario de la independencia de Cataluña? Muy fácil: porqué debo protegerme de los catalanes que quizás quieren la independencia, que quizás la proclamaron, que quizás solo la proclamaron un poco o a medias, de esos a quienes quizás les importa un pito la convivencia, debo protegerme de esos en quienes todo es quizás o un poco, incluso la inteligencia, incluso la virtud.