Algunas fotografías de este montaje se deben a la cámara y la generosidad de mi amigo Aris
La música se debe a Robert Wyatt, músico a quien amo más que no escucho
La música se debe a Robert Wyatt, músico a quien amo más que no escucho
Tengo muchas libretas con notas amontonadas en cajones (desde el último traslado de piso algunas todavía duermen en sarcófagos de cartón). Y además nunca me acuerdo de ponerles fecha. Y luego está la desordenada costumbre de no anotar referencias. Ayer por la tarde me puse a hojear las más antiguas (las reconozco por el tono amarillo ocre que amanece en los bordes de las páginas). Soy incapaz de distinguir entre mis textos y los fragmentos copiados de otros.
Me pasa lo mismo con las fotos. A veces salgo a pasear por el barrio y saco fotos, pero las almaceno descuidadamente. Como también copio fotos de mis amigos, me resulta complicado al fin distinguir entre mis paseos y los paseos de otros.
Llovía, y a medida que el cielo se oscurecía yo me iba perdiendo en un laberinto. A veces encontraba el camino: estoy casi seguro de que una frase como la que sigue no puede ser mía:
Cuando estamos vivos, vemos tan sólo como a través de la ranura de un buzón, pero cuando morimos vemos todo nuestro contorno, con la piel entera.Ni tampoco esta otra, que aparece encabezando una hoja donde luego hay unos garabatos
Los espejos y la paternidad no son abominables; lo es la belleza.
Ambas frases son paráfrasis de Borges pero no son de Borges. Tampoco son mías. La primera de ellas es, a su vez, una paráfrasis de San Pablo (de su alucinada Carta a los Corintios). La segunda replica gravemente a Borges su afirmación formulada en el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.
El problema del lector atrapado en el laberinto de Cartarescu no es la dificultad para encontrar el centro, sinó la imposibilidad de salir. Y digo atrapado porqué a veces a uno le vienen ganas de no saber más de sus personajes ni del narrador que está soñando la historia. Sin embargo, los ojos se resisten a abandonar y se precipitan a la línea siguiente. El juego es brillante y terrible, y su insistencia en que eso es sólo literatura, sólo palabras escritas, sólo una ficción no sirve para tranquilizarse. El narrador entra y sale del relato y practica un cierto juego postmoderno cuestionando los trucos narrativos, pero al fin y al cabo ese narrador distanciado es también alguien que está ahí, prisionero del texto y de la vida, por más ficción que sea. Alguien que siente miedo por el texto y afirma que no lo va a publicar, pero cuando lo lees está publicado. Que estés viviendo una ficción no te libra de estar viviendo. Y además sabes que el acto de leer no es inocente ni azaroso ni sucede porqué sí, bajo tu control: tus ojos obran el sortilegio con una espeluznante candidez, con una irresponsabilidad de niño. Como un gato de una sola vida andando por la barandilla del balcón, doce pisos (esa referencia la reconozco: No se culpe a nadie, Julio Cortázar). Las frases entran en un organismo vivo y rompen el débil velo que separaba los dos mundos.
En estos últimos meses de paro leo mucho ya la literatura me está liberando de males que ni siquiera sospecho. A la vez que me salva me está llevando por pasadizos que transitan sueños y recuerdos, dolor. Leer (releerse a uno mismo o a otro) es exponerse y se parece a salir desnudo a la calle -ahora cuando llueve-, amar sin ser correspondido o afeitarse con una cuchilla oxidada. Hay un riesgo elevado cuando metes esas palabras escritas por el nervio óptico, no sabes qué sucederá en el viaje hacia tu débil corteza cerebral.
Así cierro yo también mi cruz y mi mortaja de palabras, bajo la que esperaré hasta mi resurrección, como Lázaro, cuando oiga tu voz, lector. Concluyo, para que la losa tenga un epitafio y se cierre el círculo [...].Era ya de noche cuando encontré la hoja de lineas torcidas, a medio arrancar de la espiral de alambre. El texto era demasiado bueno para ser mío y además yo no he vivido nunca en la avenida Stefan cel Mare, Bucarest, esa soñada Rumanía. Bueno, creo que no he vivido nunca allí, no lo se, quizás sólo he soñado no haber vivido jamás allí.
Esta mañana, mientras buscaba cinta adhesiva para pegar la portada de un libro, he encontrado estas páginas mecanografiadas que, por su aspecto, parecen haber sido escritas hace un par de años. Estaban en mi cómoda, debajo de unas fotografías colocadas en sus marcos. Las he leído y no puedo evitar comentar la sorpresa que me han producido. No hay duda, fueron escritas con mi Erika, y se refieren a un periodo de mi infancia. Por supuesto reconozco algunos datos de esta crónica. Sí, viví en un bloque de la calle Stefan cel Mare. El molino, el portal número 1, todos los decorados son reales y existen incluso hoy, excepto la sala de calderas subterránea, pues nuestro bloque no tuvo nunca calderas de calefacción en el sótano. Los niños son reales, recuerdo incluso sus nombres, a algunos los sigo viendo hoy en día; pero toda esa historia del Mendébil me parece absurda. Jamás hubo un niño tan sabio en nuestro bloque. [...] ¿De dónde demonios ha salido esta historia? Querría releer el texto pero reconozco que me da miedo. Hay en él algo nefasto. No se que hacer con este texto. No quiero tirarlo pero tampoco quiero volver a encontrármelo. Lo pondré a buen recaudo, en algún sitio donde pueda permanecer oculto un siglo sin peligro de ser arrojado entre periódicos u otros papeles [...].