29 d’ag. 2021

Cataluña ya no es atractiva y eso duele

Entre los daños directos o colaterales del procés, que son muchos y afectan a todos los ámbitos de la vida, está la pérdida del atractivo catalán, algo que funcionó durante algunos años. 

Durante algunos años circulaba por España la idea de que Cataluña era más moderna, más creativa o incluso la región más europea del conjunto español. Nunca sabremos qué hubo de cierto en eso, pero la creencia era muy común. Tenía tintes de leyenda urbana pero era compartida por mucha gente.

Creo que esa leyenda urbana fue alentada por las instituciones regionales, aprovechándose de tópicos burdos arrastrados des de los tiempos del romanticismo: la Cataluña emprendedora del empresariado textil del XIX, con sus vergonzantes colonias obreras, por ejemplo, es tan dudosa en lo moral como la Cataluña líder del esclavismo. Pero vamos a admitir que hubo una Cataluña industrial cuyos grandes burgueses (a quienes no vamos a juzgar con los parámetros éticos de hoy) promovieron el Liceo, por ejemplo, o algunos museos y cosas culturales varias. Muy bien, pero nada como para echar cohetes. Cataluña, en el XIX, es española y está a muchas leguas de Europa. Eso es una evidencia.

Quizás esa creatividad y esa europeidad de los años prósperos y felices (los 70, 80 y los 90 del siglo XX) no se debieron jamás a nada intrínsecamente catalán si no más bien a algo barcelonés. Ahí están El Víbora, Nazario, el diseño y la moda, las propuestas teatrales (Comediants, La Fura dels Baus, La Cubana), ciertas cosas anarquistas y alternativas, propuestas de las artes plásticas avanzadas (Barceló, Plensa, el dudoso Tàpies, Azagra, Miralda). Incluso la revista Integral o Ajoblanco tenían la sede en Barcelona, por no hablar de editoriales insignes (Tusquets o Anagrama, o la señora Carmen Balcells) o de autores con gran proyección internacional: Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Casavella, Bolaño. Y etc.

Bien pensado, a día de hoy: nunca se debió confundir a la Cataluña real, más carlista que emprendedora, con la Barcelona creativa, pero de ese error salieron grandes conclusiones... equivocadas, por supuesto: Barcelona nunca ha sido Cataluña y Cataluña nunca ha sido Barcelona: todos los barceloneses recordamos aquellos tiempos en los que nos tildaban de pixapins, camacos y otras lindezas en cuanto nos íbamos a las comarcas. A los de Barcelona nos odiaban en las comarcas del interior profundo, aunque jamás protestaron cuando a los catalanes en plural se les llamaba creativos, europeos o avanzados.

En Cataluña hubo un tiempo en el que a uno le contaban que conocer y hablar el catalán le iba a favorecer en cosas tan elementales y básicas como la obtención de un buen puesto de trabajo, y ese argumento pudo convencer a algunos. Pero los jóvenes de hoy ven como sus posibilidades laborales son mínimas y quizás se pelean por repartir comida con una mochila a cuestas. Para ejercer esa actividad el catalán, sinceramente, resulta irrelevante. La pérdida de influencia de Cataluña en la economía española lleva consecuencias lamentables como esta y, si se descuidan, la proyección económica catalana seguirá cayendo a toda marcha en los años venideros.

Más pronto que tarde llegará el día en el que las autoridades regionales supliquen al Estado que les subvencione y les incluya en un programa de regiones devastadas por el procés. El procés es una guerra civil catalana, no es una disputa entre Cataluña y España. El único conflicto que tenemos es un litigio entre catalanes.

Se cuenta en los medios que profesionales de varios ámbitos, desde el científico al tecnológico, el médico o el de la judicatura evitan trabajar en Cataluña: no solo son las empresas las que se largan. Y otro dato: la Barcelona antaño creativa, vanguardista y moderna, languidece y se pierde en su nuevo rol de destino turístico adocenado, vulgar y polvoriento. A día de hoy, una rápida escapada a Madrid nos sirve a los catalanes para comprender la magnitud del desastre barcelonés. Mientras Madrid conserva su personalidad, la de sus barrios, la de sus rincones emblemáticos, Barcelona ha sido incapaz de mantener un ápice de sus señas de identidad: algo realmente relevante, y más cuando el movimiento nacionalista es, ante todo, un reivindicación permanente de unas señas identitarias -quizás ilusorias.

Daños colaterales muy graves del procés: empobrecer Cataluña, mostrarla hostil y antipática (analicen el caso de Sean Scully), empequeñecerla y, finalmente, devorar a Barcelona en su fagocitación patriótica (Barcelona fue, quizás, el único hecho diferencial catalán). El procés ha sido, pues, lo peor que le pudo pasar a la región cuando esta vivía su mejor etapa en toda la historia: jamás tuvo tanto autogobierno, jamás tanto presupuesto en manos de las autoridades locales, jamás tanto dinero invertido en la promoción de la lengua catalana, jamás cuerpo policial propio... Cuando tenía todo lo que nunca tuvo, decidió tirarlo todo por la borda en nombre de un sueño medievalista e irracional, basado en ilusiones trasnochadas. Este es el único balance racional que podemos hacer de los diez años echados a la basura en nombre del procés.

Lo malo de todo eso: la factura de la decadencia que se avecina (y que en parte ya está aquí, pero falta lo peor) la vamos a pagar los ciudadanos de Cataluña por entero, sin distinción de clase, lengua, profesión y número de apellidos catalanes. En la decadencia todos seremos iguales, hermanos y hermanas en la tristeza. No faltará quien culpe de la decadencia a los poderes españoles o europeos, por supuesto, pero todo el mundo sabe lo que sucede y cuales son sus responsables verdaderos.

Catalanes, catalanas: sean bienvenidos y bienvenidas a la decadencia post-procés.

Estoy esperando al nuevo líder político que sea capaz y tenga el valor de contar eso. Atentos al doloroso silencio que se avecina. 

26 d’ag. 2021

La maté porque era mía (la lengua catalana)

Este es el relato de un drama previsible, de una muerte anunciada.

Parece que se prepara un otoño caliente (¡uno más!) en el resquebrajado navío nacionalista. Unas encuestas sobre el uso del catalán entre la franja de los jóvenes han levantado señales de alarma y han encendido los corazones más beligerantes: la caída de la lengua de Espriu es alarmante, y más aún si hablamos del segmento joven de la población, que es donde duele por razones obvias.

Las voces apocalípticas, las redentoras, las integristas y las más aguerridas han empezado a plantear posibles estrategias para revertir ese dato tan malo, pero son propuestas que no hace falta comentar. Incluso el señor Pau Vidal, des de su fulgurante tribuna iracunda en Vilaweb, amenaza con publicar un libro, inminente ya, en donde abunda en las tesis que hace unos pocos años le llevaron a redactar el furibundo e infausto Manifiesto Koiné. Reincidencia, es decir: ho tornarem a fer encara que fos un fiasco.

Hace un par de días, en El Periódico, Andreu Claret publicó un artículo tan sucinto como brillante, en donde expone su punto de vista ante el retroceso del catalán en la calle. El artículo es escueto pero cada frase sitúa el contexto y las razones por la senda del racionalismo, la ecuanimidad y la ponderación. Lo que Claret expone (válgame la escasa modestia mía) lo he escrito en ocasiones anteriores y al fin uno tiene la impresión de repetirse hasta el infinito, de practicar un juego de espejos y quizás de espejismos. Al final, el procés nos ha metido a todos en un bucle que gira sobre sí mismo, aunque cada uno se mira a su propio ombligo al tiempo que se olvida de los demás ombligos que pueblan esa tierra desdichada, bajo el azote de un nacionalismo romántico y agresivo que no suelta el yugo. Algunos lo llaman "el relato".

Mi aportación al asunto, tiempo atrás y ahora de nuevo, es más o menos la que expone Claret: cuando una ideología se apropia de una lengua, la lengua se socava. Hay muchas ocasiones, demasiadas en los últimos diez años, en las que por hablar catalán a uno le toman por nacionalista. Hasta el punto que el cambio hacia el castellano parece la mejor defensa, cuando no un refugio táctico: el solo hecho de usar el castellano en situaciones sociales le sitúa a uno en el terreno ideológico que le identifica y que es, simplemente, todo el enorme espectro no-nacionalista. No lo olvidemos: ese espectro es el mayoritario, el más amplio se mire por donde se mire.

Hago una aportación algo arriesgada: en la Cataluña de 2021, hablar castellano parece más cool porque es una forma de oponerse a un orden de tintes totalitarios o, por lo menos, con connotaciones de esta índole. Quizás hubiese sido más fácil y más inteligente apostar por la convivencia entre lenguas en igualdad, al 50% en los medios, la educación y las comunicaciones institucionales. Y otro aspecto a tener en cuenta: la defensa del catalán, legítima, siempre ha mostrado un odio hacia la lengua castellana, algo que ya no es legítimo en un estado plurilingüe.

Las razones del abandono del catalán por la juventud se pueden explicar, como todo, a través de la complejidad: el catalán ya no es una lengua atractiva, los jóvenes no ven TV3 (ni otras TV), si no que se mueven a través de redes sociales en donde el uso del castellano es mucho más eficaz para contactar, conseguir likes y establecer relaciones, etc. Y lo que se debe destacar: la apropiación de la lengua por una ideología de marcado carácter identitario cuando no excluyente, le puede haber dado la puntilla final al asunto sociolingüístico. Es decir: tras el procés no solo han salido resquebrajadas la economía, la cohesión y los pactos sociales. También la lengua. Es propio de los amores románticos romper aquello que más aman.

O, dicho en otro tono, la maté porqué era mía. En definitiva, el relato de un fracaso carísimo.

24 d’ag. 2021

Izquierda buenista, derecha malísima y Waterloo torpe

Esa tríada que expone el título puede sintetizar la foto de España a finales de agosto de 2021, cuando el clima nos da una tregua -pero el virus, insidioso, no nos da descanso alguno.

Al gobierno de Sánchez, tildado de buenista por sus opositores, todo le sale bien: su actuación en Afganistán no solo ha sido hábil y eficaz, si no que es loada en los foros internacionales. Quienes pretendían culparle de los precios de la electricidad han salido trasquilados: la evidencia de la responsabilidad de los gobiernos del señor Rajoy que están tras el descalabro en la factura eléctrica es indisimulable, y el gobierno socialista ha actuado con respeto. El cinismo insufrible del Partido Popular se agranda y se hace palmario, también y otra vez, en este asunto. Mientras se le avecinan infinitas citas judiciales por corrupción, el pobre señor Casado se arruga como una pasa seca ante las cámaras. Hay que ver, pobre chico, la que le está cayendo y la que le caerá.

Hay momentos en los que, impensadamente, siento una lástima empática y profunda por el pobre Pablo Casado y me alegro, tonto de mi, de no ser él.  Creo que nadie quiere ser Pablo Casado. Y quienes menos lo quieren son sus colegas en el Partido P.

La derecha, perdida y desnortada tras las vociferaciones inanes de un Vox que no sabe por donde navega, hace el ridículo: solo el tuerto puede seguir a un ciego que camina hacia un barranco pensando que eso es lo correcto. España no es Vox, y Vox es tan efímero como el procés que le inspiró: a medida que el Psoe siga desmontando el procesismo catalán, Vox se seguirá deshinchando. Hasta que se extinga por fin, pronto más que tarde, al mismo tiempo que se extinguirán Puigdemont, la señora Paluzie y Laura Borràs. Quizás solo debamos estar atentos y preparados ante los estertores redentoristas e iluminados del medieval Jordi Cuixart, un tipo curioso pero demasiado alejado del racionalismo.

Somos muchos, creo yo, los que esperamos una España moderna, socialdemócrata, liberal y europea. Y creo que, mira tu por donde, nos estamos acercando a ese modelo que, sin ser ideal, no está nada mal. La habilidad de Sánchez por desmontar, dividir y redirigir hacia la racionalidad al independentismo catalán me empieza a parecer proverbial. Eso es lo que esperábamos muchos. Y muchas. Se salió la mar de bien del asunto de los indultos: la recogida de firmas en contra de los indultos fracasó de un modo espectacular y ni tan solo el pobre señorito Casado salió a decir ni mú. Pobre chico. Jolín, Casado, qué cansado te veo.

El señor Puigdemont languidece en un chalé que pronto no podrá pagar y todos lo intuyen, pero nadie añade más euros para sufragarle. El señor Casado está triste y desorientado. El señor Abascal, silencioso o metiendo la pata a la mínima oportunidad.

Quizás España es cada vez más europea y Europa cada vez más española. Eso son buenas noticias.

23 d’ag. 2021

Entre la minifalda y el velo

Hace unos pocos años cayó en mis manos un librito sobre el velo islámico. La autora, una profesora universitaria de la rama de la sociología, expone allí que no hay diferencia alguna entre el velo y la minifalda: ambas prendas obedecen a la elección de la mujer que se la pone. Siguiendo con su argumento, la profesora sostiene que criticar el velo es lo mismo que criticar a la minifalda: la vieja tradición patriarcal de meterse con las prendas que eligen llevar las mujeres. Será por eso que el librito se titula El velo elegido.

En el mismo librito se cuenta el origen del velo, a través de unos pasajes del Corán en donde el Profeta aboga por respetar la intimidad, el pudor y la privacidad por el medio de tender una tela entre quien entra en una casa y quien le recibe. Dato llamativo: en esa escena, los dos personajes son hombres. El velo aplicado a la mujer, por consiguiente ¿es una mala interpretación del texto sagrado?

Bueno, no me voy a meter a hermeneuta a esas alturas: bastante tengo con intentar comprender nuestra realidad cotidiana. Aún así, me permito aventurar algo: todos sabemos que el pecado está en la mirada y no en el objeto. De modo que, si se trata de soslayar el pecado ¿no sería mejor cubrir con un tupido velo los ojos del hombre que mira en vez de ocultar el pelo de la mujer mirada?

Pero no me negarán que, si lo que cuenta ese librito sobre el origen del velo es cierto, resulta bastante curioso que el velo termine cubriendo la cabeza de la mujer. Me viene a la memoria una escena de la fantástica cinta "Kandahar" (Mohsen Makhmalba, Irán, 2001) en donde un médico (un ginecólogo) debe explorar a una paciente y lo hace a través de una cortina que dispone de un orificio efectuado a la altura exacta. La imagen no solo resulta algo ridícula, sino que también contiene algo bochornoso, quizás perverso. Vamos a dejarlo ahí.

Tras leer el librito de la profesora universitaria se me ocurrió investigar un poco por ahí sobre otras lecturas del velo. Encontré un ensayo breve, poético y francés, en donde se cuenta que el origen del velo es cristiano, y que fue adoptado por los musulmanes (es decir, las musulmanas) tras algunos siglos: ¿apropiación cultural? ¿sincretismo religioso?. Sin ir más lejos: siendo muy joven mi madre, por entonces estudiante de arte, se fue a Italia de excursión de final de curso de la Escuela Massana de Barcelona y visitó el Museo Vaticano. A su entrada, recordaba ella, se le ordenó cubrirse los hombros (estamos en verano de 1953, no en siglo XV) y ponerse un velo en la cabeza. Creo que el cubrimiento de hombros todavía se les exige a las mujeres en tan santo lugar.

Tras buscar un poco más di con los textos de varias mujeres de origen musulmán que aborrecen el velo, lo tachan de imposición vergonzante y de ejercicio indigno de control masculino. Una de ellas hacía una mención casi explícita a la profesora universitaria cuyo librito leí anteriormente, y la acusaba de relativista cultural, de practicar la superioridad moral y, en definitiva de ser incapaz no solo de comprender si no de empatizar con las mujeres musulmanas a quienes se les impone el velo.

Algo más tarde tuve la oportunidad de asistir a una charla que daba la profesora universitaria. En el turno de preguntas del público le conté brevemente las críticas que había leído des del sector feminista y contrario al velo efectuadas por mujeres españolas de origen musulmán. Le pregunté por eso. Me miró con cierto pesar, entornó los ojos y me soltó: yo soy académica y profesora de la Universidad, las personas que me citas no lo son.

Me quedé algo chascado con la respuesta tan poco afortunada y comprendí, al mismo tiempo, que la distinción entre profesores universitarios y simples ciudadanos también iba dirigida a mi, por lo cual me abstuve, prudente, de ninguna réplica.

Hace un par de días, una columnista de un periódico catalán (y solo en catalán) expuso brevemente el argumento contra el velo, negando que las mujeres que lo llevan lo hagan por elección libre. Luego leí los comentarios de los lectores y me quedé horrorizado: se expresaba allí una larga lista de opiniones xenófobas y agresivas en donde se mezclaba el velo con el uso mayoritario del castellano por parte de la comunidad musulmana, se mencionaba la colonización del islam en tierras catalanas, y todo aderezado con acusaciones y amenazas: las minorías suelen comportarse con una enorme violencia cuando se enfrentan entre sí.


21 d’ag. 2021

Khadija Bouharaz


Khadija amanece antes de las siete con las sábanas manchadas de sangre. Observa el fenómeno, el dibujo en rojo de algo muy parecido al mapa de Australia entre las piernas. Aunque se lo contó su hermana mayor, ese conocimiento no la libra de la perplejidad. Hay algo asqueroso en la naturaleza, piensa a su modo. Le dice a su madre que no se encuentra bien, me duelen la cabeza y la tripa, mamá, hoy no voy a ir al cole.

Khadija piensa en como limpiar el estropicio, pero también piensa en lo demás. Piensa en las nuevas normas. En el velo que mamá debe tener listo en algún cajón de su dormitorio, porqué mamá también sabe lo que viene luego, lo que llega mañana.

Lo de papá es algo raro. Cuando vivíamos en Sidi Slimane, papá no hablaba jamás de velos ni de religión. De eso empezó a hablar una vez en aquí, como si hubiese descubierto al Dios una vez lejos de su país. Cuando estábamos allí, recuerda Khadija, papá contaba lo mucho que le fastidiaban los barbudos y los minaretes e incluso nos dijo que, en España, nos íbamos a librar de todo ese cuento chino y de los rezos y las milongas del profeta.

Ahora, sin embargo, papá le muestra respeto al Dios cada viernes. Tiene un amigo barbudo. Un día les soltó, durante la cena, que la tradición es la tradición, como el idioma que no debemos perder, y que la religión solo es una pieza más en lo tradicional y lo nuestro, una tesela en el mosaico de la cultura nacional que debemos preservar. Papá, piensa, Khadija, sigue siendo el buen hombre que trabaja de sol a sol por muy pocos euros, en la construcción de chalés en la costa para su amigo y hermano en la fe Mohamed Khaouri, el tipo que lleva un Mercedes negro de más de diez zancadas y que ha puesto una bandera estrellada en su balcón -Mohamed es independentista de la cosa catalana. Papá es un pobre hombre, es cierto, pero ahora le teme. Sabe que papá aparecerá en el dintel con el velo en la mano, por la noche. ¿O será mamá la encargada del ritual?

Khadija sabe que no podrá mantener el secreto mucho más allá. A media mañana escucha el sonido del teléfono. Es Marta, la tutora del cole. Por las voces que escucha (mamá habla mucho más alto cuando chapurrea castellano -mamá no quiere aprender el catalán, como Messi) sabe que Marta le suelta que la regla no duele, que eso es un mito patriarcal y una ocurrencia machista, que Khadija tiene que venir a clase de inmediato y sin excusas baratas. 

Sin embargo, cuando mamá entra en la habitación de Khadija le miente y le dice que Marta comprende muy bien que hoy no vaya a clase, que no pasa nada, que mañana será otro día. Le pregunta si necesita algo. Khadija se sorprende de lo que le dice y de esos lagrimones que resbalan por las mejillas de mamá, casi incapaz de hablar entre gimoteos.

Papá tardará horas en volver. Está construyendo un chalé en la costa de Gerona. Las dos se van al Mercadona del polígono, compran lejía Estrella y limpian las sábanas, a mano, en la bañera. Cuando terminan se sonríen, y mamá abraza a Khadija y la besa en las mejillas y en la frente de una forma nueva, como jamás la había abrazado. Así que, por la noche, cuando Khadija se acuesta de nuevo, piensa que eso de la sangre quizás no sea tan malo aunque le haga llorar tanto a mamá.


20 d’ag. 2021

Poema en un bloque de Badia

Ella está embarazada. Tiene 19 años y está estudiando un Grado Medio de Peluquería. Él, 21 años, conduce una furgoneta blanca, de segunda mano. Reparte paquetería para una multinacional de ventas a domicilio. Él sale a las seis de la mañana para llegar a la hora al centro logístico, esa nave metálica y reluciente de las afueras, que brilla como una enorme base extraterrestre. No tiene un horario fijo, su jornada solo la sabe la App que lleva pegada en la luna de de la furgoneta. A veces termina a las cinco, con suerte, a veces a las siete y vuelva a casa cuando oscurece. En invierno, de noche. Ve las estrellitas del cielo mientras piensa que le gustaría llevarse a Ylenia al McDonald's de Barberá, como al principio.

Ella estudia por las tardes: solo las chicas con más buenas notas de la ESO consiguieron pillar plaza en el turno de la mañana. Cuando regresa encuentra todo por hacer, y cuando termina con la cocina y se tumba en el sofá comprado en Wallapop por 60 euros a una chica que se acaba de separar en un barrio de Sabadell, el crío dentro de la barriga le arrea dos patadas. Ella acaricia la barriga antes de quedarse medio dormida, aunque le sabe mal no ver las cosas que se pasan en la Isla de los Deseos en esa pantalla gigante que se lleva media pared del saloncito. A ver como le cuenta a él que solo faltan dos meses para el parto y su madre le ha dicho que no tiene pasta para la cuna y el cochecito. La vecina de abajo está pegando berridos, harta de soportar al niño llorón. Cuando llama la suegra interesándose por el estado del feto ella ya está en el limbo y le responde con dejadez y porque no puede más. La suegra le cuenta que el viejo ha llegado a las tantas otra vez y huele a carajillo, y eso es culpa de la fulana esa, ya sabes.

Ylenia recuerda a sus amigas. ¿Por dónde andarán? Le manda un mensaje a la Martita. Martita está en casa de su novio viendo la serie preferida de él. Me aburro, le cuenta, y el Dani está raro, yo creo que ayer se lió con la Chula, llevan muchos días tonteando.

Cambia de canal. En el autonómico hablan del pueblo catalán y sus aspiraciones de independencia. Cuentan que los catalanes se sienten muy oprimidos y que eso es insostenible, bueno, ese rollo de siempre. ¿Cuántos años llevan ya con ese cuento? En el canal nacional hablan de las mujeres de Kabul, que las están pasando putas con unos machistas con turbante y barbas muy feos. Siempre salen feos esos tipos, hay que ver, con lo guapos que son los brasileños. Será que Brasil cae muy lejos del país de los barbudos con turbante y faldas. Sí, muy machistas pero llevan faldas: aquí debe de haber algo, digo yo, eso no es muy normal.

Cuando llega él, encuentra a Ylenia roncando a pierna suelta en el sofá. Y la tele encendida, con lo cara que se ha puesto la puta luz. Joder. Y eso con un gobierno de izquierdas. O socialista, yo que se. Se tumba al lado de ella y cuando intenta meter la mano por debajo de la ropa ella le suelta un bufido. Él saca la mano y contempla el anillo que se dieron en la boda, en el Juzgado de Badia. Lo pagó la vieja, a cambio de pasarse dos meses comiendo bocatas.

Al fin él también se queda dormido. Sale del duermevela por un segundo: la App del curro le avisa de los resultados del día, ha dado un 84,7% en efectividad en las entregas y eso representa un penalización de 85 euros en la nómina. Hay que ver lo listas y lo jodidas que son las App. 

Habrá que ir pensando en el nombre del crío.

Una vez dormido, él sueña: con una mujer que flota ahogada en un arroyo, en un campo de flores rojas como la sangre, en el párkin de la discoteca en donde Ylenia se quedó embarazada, en el asiento trasero del Seat León rojo, en una espada de plata que brota de un lago, en un caballo de madera repleto de soldados a las puertas de Kandahar, en un chiringuito en la playa de Castelldefels, bebiendo cervecitas sin parar, bebiéndose el sueldo de transportista en una sola noche con los colegas y la chica de sus sueños, Ylenia, mi amor, mi dulce amor: quiero estar a tu lado toda mi puta vida, seré como la puta sombra de tu perro.


19 d’ag. 2021

Un hombre (de Louvie-Juzon)

La carretera hacia Lourdes está casi vacía a esas horas del mediodía, los franceses almuerzan temprano. A los lados de la calzada todavía están los grandes plataneros, dando una sombrita buena. El brillo sonoro de un arroyo. Detrás están los pastos, y algo más allá bosques de hayas y de robles. La proximidad con Pau hace que se vean muchos símbolos vascos: la cerveza más anunciada lleva un nombre euskaldún, Oldarki, cerveza aromatizada al Pacharán, y su logotipo es un lauburu, esa cruz céltica muy usada por el mundo abertzale. Aunque el mundo abertzale, en Francia, es puro folklore. Allí la barbarie fue domesticada por la democracia.

Un cartelito pegado a un árbol anuncia un restaurante, cuyo nombre, L'Orée du Bois, nos invita. El desvío transcurre varios quilómetros, quizás seis o siete, hasta llegar a una callejuela que de repente se ensancha para formar algo parecido a una plazoleta enmedio del bosque. Una iglesuela, tres casitas y algunos tejados de pizarra más allá, asoman brillando al sol de agosto entre el verdor espeso que parece devorarlos.

Es un restaurante para gente trabajadora. Aparte de algunas familias de la zona, hay varias cuadrillas de obreros. Hablan más alto, se ríen, y miran una pantalla enorme de TV en la que siguen un partido de baloncesto que se está jugando en Tokyo. Juega la selección francesa, quizás contra Eslovenia, o contra Eslovaquia. Esta pantalla es el único elemento que nos situa en el tiempo: lo demás lleva por lo menos veinte años, cuando no cuarenta o cincuenta. Alguien del pueblo (quizás alguien de la propia familia de restauradores) es aficionado a la talla en madera, una madera que luego barniza de oscuro: hay búhos, urogallos en pose de cortejo, un águila rampante, una ardilla descomunal en el fondo de un salón inhabilitado y en penumbra: esos animales silenciosos y quietos tienen algo amenazante en la oscuridad y, a la vez, hablan de una tristeza vieja. Descubro que las mesas y las sillas, antiguas pero robustas y confortables, son obra del mismo hombre que talló las figuras. En Louvie-Juzon hubo un carpintero con inquietudes artísticas.

Un solo hombre atiende al comedor, en donde estamos unos treinta comensales y no pierde el ritmo ni desatiende a nadie. El hombre es ágil, rápido, se desplaza con habilidad y con unos gestos gráciles, muy femeninos. Una de las cuadrillas de obreros bromea sin disimulo a costa del camarero y sus andares.

Tendrá unos cincuenta años. No es un tipo agraciado y la mascarilla no le favorece para nada. Su ropa es humilde, lavada mil veces. Algo me dice que puede ser el dueño del local, o el hijo de unos dueños ya muy mayores. Toma las comandas, sirve, cobra, pregunta si los platos, caseros y excelentes, están ricos. En sus ojos azules, pequeños y algo bizcos hay una historia de soledad extendida, pálida. Cuando veo a esos hombres me pregunto la vida que llevarán, en esos pueblos rudos de ganaderos, pueblos como Louvie-Juzon, un cul-de-sac que se adentra en la foresta, a un margen de una carretera comarcal. Vaya usted a saber, me digo, quizás en sus días libres el tipo es el alma de la fiesta, se desplaza hasta la ciudad más cercana y se libera, mezclado con los demás. Pero algo me dice que no debe ser así, y que en esos ojos claros, achinados, hay una larga historia casi mitológica de héroe triste y solitario, de habitaciones oscuras, de breves momentos turbios y felices perdidos en la niebla de los años, destellos de un fulgor hundido en viejos calendarios. Ese hombre discreto y amable, que huele a lavanda y a jabón, es todos los hombres dignos.

Quizás toda esa agilidad que despliega el hombre de L'Orée du Bois, esa energía levemente pizpireta en sus caderas cuando sortea sillas y mesas sea la gesticulación del héroe decidido a morir en la batalla, esa única batalla infinita a la que acude erguido y de frente, como Aquiles renacido camarero en un pueblecito francés.  

17 d’ag. 2021

Exhibicionismo y política

Lo que intento escribir me resulta complejo, porque es asunto delicado y material muy sensible.

Un político acaba de publicar en las redes la enfermedad muy grave de un hijo suyo, de corta edad, y en el mismo tuit en el que comunica a sus seguidores la triste noticia les anuncia que esa circunstancia afectará a su dedicación pública, y que deberá hacer remodelaciones en el equipo de gobierno municipal.

Le he dado vueltas varias horas al asunto y no doy con la reflexión más oportuna.

El tuit contiene algo que podríamos denominar un sofisma: para argumentar los cambios políticos que se avecinan exhibe la enfermedad (penosa y lamentable) del hijo. Yo hubiese preferido que contara los dos hechos en tuits distintos.

A mi este político no me ha gustado jamás, y una de las causas por las que me disgusta es, justamente, el uso abusivo y algo narcisista que ha hecho siempre de las redes, y muchas veces con trampas muy evidentes y recurriendo al victimismo (me han insultado, me han ofendido).

Pero ante la situación que plantea ahora ¿cómo sería posible construir una crítica razonable sin caer en la encerrona? ¿Se trata de una jugada maestra para ganar popularidad a través de la pena y neutralizar cualquier crítica? A ver: si alguien le afea el uso de la lástima o el supuesto truco de acometer cambios políticos justificándose en una enfermedad grave de un hijo, puede darse por muerto. Quine ose criticarle, increparle o pedirle explicaciones recibirá una avalancha de comentarios en las redes similares a una lapidación en la Plaza Mayor, y no sería de extrañar que esta vez la lapidación trascendiese los límites de las redes.

Intento tomar una perspectiva racional, ecuánime: quizás debamos aceptar que el tuit con el sofisma es sencillamente un acto espontáneo, que todo es cierto y que quizás solo se le deba reprochar el factor exhibicionista, prescindible. Quizás solo se le podría responder: muchísimas personas pasan por problemas similares o peores y son embargo intentan seguir adelante con sus vidas, o no, y lo único cuestionable -repito- es el acto poco consciente y poco razonado de exhibir el desastre con intenciones poco claras: ¿generar adhesión, compasión o... mantener los votos a buen recaudo? Algunos elementos me llevan a sospechar lo peor, pero me siento incapaz de argumentarlo sin exponerme, estúpidamente, al linchamiento por insensible, cruel o malnacido. Solo diré que, en mitad de la legislatura anterior, el mismo político dimitió con un argumento más bien pueril. ¿Y si fuese que nuestro político se cansa a mitad de las legislaturas por cuestiones de índole personal que no hace falta argumentar -y mucho menos mediante subterfugios?

Hace unos pocos años, una persona conocida publicó un par de libritos y lanzó una campaña de difusión de sus títulos en las redes. Las ventas deberían de ser discretas, aunque quizás fueron medio buenas. Sin embargo, esa persona empezó a exhibir su condición de viudedad reciente, sus lamentos, sus lágrimas en fotografías acompañadas de textos que mezclaban, en unas pocas frases, la pena por la muerte del ser amado con la venta de sus libros. Hablé del asunto con un amigo común, y el amigo común me lo resumió en pocas palabras: eso es obsceno. Y es cierto: la exhibición del desastre para promover la pena y en consecuencia aumentar las ventas parece una falta de pudor extraordinaria y apabullante. Quizás consecuencia de una evaluación de riesgos en la que el factor ético se ha dejado fuera de la ecuación, fríamente y con todas sus consecuencias. Se dio cuenta de que la estrategia invalidaba cualquier respuesta crítica.

Salvo una: es obsceno mostrar las desgracias con el fin de obtener beneficios o de justificar errores. 

Quizás uno se confunde a sí mismo con los más vulnerables del mundo por estar pasando una circunstancia penosa -que todos lamentamos- pero se olvida de otra circunstancia: que es un funcionario muy bien pagado, una persona que vive con comodidades más que evidentes. Una persona, que en definitiva, también podría hacer la reflexión siguiente: en estos malos momentos, pienso en las personas que lo están pasando tan mal como yo y que, además, sobreviven con penurias.

Les digo la verdad: me resulta imposible argumentar más allá de eso que he escrito. Lamento no saber hacerlo y lamento, al mismo tiempo, que haya políticos tan hábiles en el uso de las redes como para practicar esas tácticas que, aún pudiendo no ser espurias, lo parecen mucho. No dudaré de que la información sea veraz, y no solo eso: le deseo al político y a su hijo enfermo que las cosas le vayan lo mejor posible, ya que nadie desearía lo contrario en ningún caso: incluso a nuestro peor enemigo le desearíamos lo mejor. Y que conste: para mi, el político en cuestión no es, ni de lejos, mi peor enemigo: solo es un adversario en el campo democrático. Nadie quiere la muerte, nadie la desgracia, nadie la oscuridad. Para todos vida, gracia y luz.

16 d’ag. 2021

Mansplaining y cinefilia

Aunque quizás había escuchado el término, y quizás incluso su definición, hasta ahora no me habían acusado de cometer mansplaining. Pero mire usted por donde, ya lo han hecho. Siempre hay un primer día.

En un grupo (de Facebook) en el cual participo, dedicado a hablar de cosas del cine (reseñar pelis, recomendar, desrecomendar, etc), escribí el texto siguiente: 

Quizás me adelanto a un debate que todavía no he visto en este grupo, pero les voy a contar que las dos últimas mejores pelis que he visto en Filmin son debidas a directoras, si, a directoras mujeres. Son distintas aunque comparten cierta sensibilidad. Una es una peli documental, "Libéranos", de Federica de Giacomo. La otra es "Lourdes", de Jessica Hausner (Hausner tiene varias cintas más en Filmin, y yo las recomendaría todas). Ambas se aproximan al documental desde perspectivas distintas pero con resultados brillantes. Quizás no sea casual que la otra peli que más me ha interesado sea "El agente topo", de la chilena Maite Alberdi -como ven, también mujer, y que también trata el documental de ficción. Algo se mueve en el cine, y lo que se mueve lo están haciendo mujeres cineastas.
¿Cuál era mi intención? A mi modo de ver, pretendía celebrar la visibilización del cine hecho por mujeres que se hace en esta plataforma. Si uno acude a la cartelera del cine comercial, será difícil (no imposible) que vea oferta de cine dirigido por una cineasta, y eso es lo que se pretendía contar en mi breve texto, que incluye tres recomendaciones concretas para reforzar el mensaje. Sinceramente: yo pensaba que estaba recomendando algo para personas aficionadas al cine, pero no tardé en descubrir que había cometido la falta (el delito, el pecado) del mansplaining.

Es cierto que la mayoría de los comentarios (121, que son muchísimos en este grupo) los comentarios son positivos, pero hay una buena serie de comentarios que me señalan por el delito (o la falta o el pecado), y algunos de ellos lo hacen con sorna, otros con severa regañina y con un estricto juicio. Uno de los comentarios, que no reproduzco, indica que he tardado mucho en descubrir el mansplaining porque se oculta muy bien, pero ya he aprendido a cazarlo.

Si les digo la verdad, mi primera reacción fue de tristeza, e incluso me sentí estúpido por haber dado pie a tan lamentable resultado. Quizás lo podía evitar. Es más: podía haber evitado escribir en ese grupo. Y listos. Luego, uno piensa un poco más y puede aportar algunas reflexiones:
  • La plataforma Filmin, organizada por etiquetas, contiene la etiqueta "Directoras", en cuyo archivo constan 1.239 cintas a fecha de hoy. Por consiguiente, no debe ser nada raro ni nada malo clasificar (entre otros muchos criterios de clasificación) las obras en función de si están dirigidas por una mujer o por un hombre. Del mismo modo que se pueden clasificar por géneros cinematográficos, duración, temática, nacionalidad, etc.
  • ¿Estamos sometiendo a la observación bajo lupa (o microscopio) las aportaciones que hace un hombre a cualquier cuestión femenina? ¿Hay algo de inquisidor en esa actitud? ¿Se está ampliando el catálogo de faltas que cometemos los hombres cuando hablamos sobre mujeres? Y en este sentido...
  • ¿Hubiesen aparecido los comentarios sobre la comisión del mansplaining en el caso de que quien firmaba el texto hubiese sido una mujer?
A todo eso, llego a otra reflexión, y esa trata sobre las propias redes sociales. En este grupo no nos conocemos nadie en persona, de modo que quien tiene ganas de juzgar al otro lo hace basándose en unas pocas palabras escritas. Estoy casi seguro de que si me hubiesen conocido en persona no habría sucedido el incidente, ya que en mi praxis diaria (y especialmente en la profesional) llevo muchos años practicando la perspectiva de género y soy un convencido de las bondades del feminismo sin tapujos ni manías. Y les advierto: no nací feminista ni lo aprendí en la familia. Tuve que aprenderlo por mi cuenta, del mismo modo que aprendí la socialdemocracia y el igualitarismo en general. Del mismo modo que aprendí sobre resolución alternativa de conflictos, sobre asertividad. Del mismo modo que aprendí el amor a la literatura y al cine.

Cuando uno tiene a un 90% de mujeres en su alumnado, lo más normal des del punto de vista ético y moral es que se incline por una praxis feminista que empieza por lo profesional y termina por lo íntimo. Todo eso no tienen porque saberlo quienes juzgan cuatro líneas en Facebook, ni creo que deba explicarlo. Yo no cambiaré mis ideas por el momento, pero estoy seguro de que todo el mundo puede aprender a ser algo más comprensivo y tolerante, y a perder ese ansia por la lupa inquisidora, ese gusto algo atroz por la denuncia pública, tan pública como fácil. ¿De donde nos viene ese placer por la lapidación pública?

Y algo más, para terminar: mi sensación es que, cuánto más estricta sea la actitud inquisidora por una parte, peor será la respuesta que ejercerá la ultraderecha antifeminista y despótica. Debemos evitar la talibanización en todos los campos en donde nos sea posible, ya sea en el nacional como en el ideológico o en el de género. Y les ruego que no vean en esta última frase otro indicio del pecado (o la falta o el delito) de mansplaining.

11 d’ag. 2021

En Nuestra Señora de Lourdes

Durante esos días cruzando el Pirineo, desde la aragonesa Panticosa en el fondo del Valle del Tena a la parte francesa, pasé por Lourdes.

Lourdes es una ciudad peculiar, con una vitalidad fulgurante en sus calles comerciales, en donde se alternan los bares, los restaurantes y las tiendas de souvenirs con toda la imaginería católica imaginable. Incluso hay un supermercado -abarrotado de público curioso y de no menos clientes- dedicado en exclusiva al merchandising de la aparición mariana: camisetas, pulseras, tazas, abalorios, imanes de nevera, enseres de cocina, lápices y libretas, calcetines, fulares, gorros, tapetes, mochilitas para escolares, banderas, efigies de todos los tamaños y materiales que representan a la Virgen (en plástico normal y en plástico fluorescente, en porcelana, en escayola), pancartas, banderas, cortinas, macetas y un etcétera que soy incapaz de enumerar por imposible de recordar.

Hice la visita al santuario, por supuesto. Y reconozco que entré en él con una disposición antropológica, algo distante, como brindándome a la ironía. Me sorprendió la enorme cantidad de idiomas, de atuendos, de colores de piel, de edades y de miradas. Vi cosas que inducen a levantar una ceja, esa ceja que levanta la circunspección y la duda. Pero vi más cosas.

Vi a los enfermos desfilando, en una exhibición pública de la debilidad y el dolor humano. Intenté mirar en sus miradas, preguntándome si están allí por fe, por fe verdadera o por un simple cálculo de probabilidades, si están allí por ser este el último asidero ante el abismo tras el derrumbe de la esperanza en la ciencia. 

[También vi a una señora, mayor y solitaria, que se paseaba por la gran explanada de hormigón con una bandera catalana al hombro, seria y sola, y que se paró ante la fuente de agua milagrosa para mojarse la nuca y luego seguir con sus andares, en círculos.]

Me pregunté: ¿podría ser yo uno de ellos en menos de dos décadas -o incluso mucho antes? ¿Qué haré yo cuando sienta el aliento gélido en el cogote o me encuentre sentado en la sillita de ruedas, desprovisto del control de ese cuerpo que soy?

Fui un creyente convencido durante algunos años de mi vida y lo fui a la manera de Chateaubriand cuando dijo "j'ai pleuré et j'ai cru", aunque a veces me cuenten que la cita es falsa o fue malinterpretada. En mi familia no predominaba la creencia, fue algo espontáneo. O eso creo. Luego dejé de creer, aunque jamás dejé de llorar. Bueno, ya me entienden, lo de llorar es una forma de hablar: nunca dejé de angustiarme por el ser humano. Cuando dejé de creer me quedé con una versión personal e íntima del asunto, y es algo que yo ahora llamo el humanismo cristiano, y es algo que por ahora me basta para entenderme a mi en relación con lo que no entiendo. Es la única creencia que practico como puedo, siempre que puedo, sin misas ni sacerdotes, sin templos: solo en mitad de la nada.

Creo que me gustaría creer pero no puedo, así que me quedo con las partes humanistas (es decir, filosóficas vamos a llamarlas) de la cosa cristiana. Aunque el merchandising católico me deje atónito y tan maravillado como interrogado. Porqué al fin y al cabo todo eso es un interrogante inmenso y creo que solo un insensible al dolor humano puede reírse de lo que se ve en la explanada tan despampanante como desoladora ante el Santuario que, dicho sea de paso, es de un cierto mal gusto arquitectónico por sus ansias de majestuosidad y grandilocuencia, tal como le sucedió a Gaudí con su proyecto de la Sagrada Familia.

Les voy a confesar algo: en una tienducha de una callejuela me compré un recipiente de plástico traslúcido con la efigie de la Inmaculada Concepción de 10 cl para llenar de agua bendita. Me costó 70 céntimos de euro. Lo tengo en casa, en la librería, y se quedó enfrente de un libro de Gabriel García Márquez por pura casualidad. O eso creo. El libro se titula Crónica de una muerte anunciada.

10 d’ag. 2021

El señor Ballart, un alcalde animalista

Mientras me paseaba por el sur de Francia (Altos Pirineos) me encontré con el aviso que pueden observar en la fotografía. Por extraño que resulte, no solo se respeta la norma anunciada si no que nadie ha pintado insultos ni amenazas en la señal. Todo el mundo parece entender que hay lugares en donde no está permitida la entrada a los perros. Es muy sencillo y es por el bien de todos, incluso el de los animales.

Hago un breve excurso: en muchas carreteras francesas está prohibida la circulación en bicicleta, y cuando uno se para a pensar se da cuenta de que la prohibición está protegiendo, justamente, a los ciclistas: se trata de carreteras con mucho tráfico y en donde se permite la circulación rápida, con el consiguiente peligro para la bicicleta.

Pero volvamos a lo de los animales. Eso funciona así en Francia, país al que nadie puede acusar de no ser democrático o de menoscabar derechos: por poca historia que uno haya leído, sabrá que no se puede decir eso de Francia.

Voy a añadir algo, para prevenir posibles comentarios ad hominem: crecí rodeado de gatos, siento un gran respeto por todos los animales (ya sean insectos, arañas o mamíferos) y creo que deben llevar vidas dignas. Pero no debemos confundir a los animales con las personas, del mismo modo que no confundimos a las plantas o a los minerales. Todo es respetable y, por consiguiente, todo debe estar regulado por el bien de todos. ¿Acaso no hay normas de conducta social y a las personas no se nos prohíben determinadas acciones, accesos y conductas?

El animalismo ha dado buenas aportaciones a la ética, pero quizás también se haya amparado en esa defensa de la libertad individual tan en boga en nuestros días: no solo Ayuso emplea la libertad a su modo, con fines espurios y propósitos populistas. Muchos alcaldes se han propuesto mostrarse animalistas con el único fin de ganarse adeptos y votantes entre las personas que tienen mascota, que son muchas.

¿Qué es un alcalde animalista? Bueno, tengo la desdicha de vivir en una ciudad cuyo alcalde prometió una gestión verde-lila o ecologista-feminista, y me quedé a la espera, expectante, de ver por donde iban las políticas reales de esa ideología. Valga el inciso: situar en un mismo plano al animalismo con el feminismo me parece una curiosa metedura de pata, por lo menos en lo conceptual o incluso en lo estético. Hasta el momento, sin embargo, pasada la mitad de la legislatura, solo he visto gestos más o menos destinados a la propaganda, al selfie consistorial y a la galería. Las políticas (es decir, los presupuestos) siguen ausentes. También cabría preguntarse: ¿el feminismo, el ecologismo y el animalismo son competencias de un alcalde de comarcas? ¿No sería más apropiado reconocer que las competencias y las prioridades de un ayuntamiento son otras, y que esos principios son sencillamente nacionales? ¿Qué sentido tendría que un alcalde se propusiera recuperar la pena de muerte en su municipio, cuando la Constitución no la contempla? Y por el contrario: ¿qué sentido tiene promover el feminismo en tu pueblo cuando el gobierno de la nación le está destinando millonadas, campañas, políticas reales, normativas y leyes? ¿Acaso el alcalde cree vivir en un mundo alternativo y propio?

Quizás el alcalde animalista solo pretende eso, la foto. Tan efímera como inane. Y por eso el alcalde pintó huellas de gato en las calzadas, para demostrar así su exquisita sensibilidad animalista. me pregunto qué impacto tendrán esas huellas de color amarillo, qué incidencia real en las vidas de los gatos. ¿Nos mostrará estadísticas de disminución de atropellos de felinos al fin de su triste legislatura? ¿Rendirá cuentas de su ecofeminismo y de su animalismo cuando llegue la hora de la rendición?

Quizás sea una anécdota sin más valor que el propio y exiguo de las anécdotas: hace un tiempo, una conocida a quien conté que dedicaba unas horas semanales al voluntariado social, me llevó a un aparte y me soltó esa reflexión: he pensado en eso del voluntariado que haces, y he pensado que yo también debería hacer algo por la sociedad, de modo que me ofreceré como voluntaria en el centro de atención a animales domésticos. Me quedé algo perplejo, así que la felicité en voz alta y me guardé la opinión para mis adentros. Su decisión no solo era legítima: era loable. Lo que no supe expresar fue mi sorpresa ante la equiparación inconsciente entre lo social y lo animal: a no ser que uno parta de que las mascotas tienen los mismos derechos que las personas o de que, en definitiva, las mascotas y las personas seamos lo mismo.

Salvando la anécdota: mi pregunta sigue siendo la misma. ¿En qué consiste el animalismo de un alcalde? ¿Consiste en pintar cuatro huellas amarillas?  Estamos hablando de una ciudad (la tercera en Cataluña en número de habitantes) muy seriamente golpeada por la pandemia, y con muy graves situaciones de pobreza, exclusión, paro y precariedad. Ya lo ven: cuando aún estamos inmersos en el descalabro, al alcalde se le ocurre pintar pasos para gatos en las calzadas mientras todavía no ha planteado ninguna medida para las personas. Quienes lamentamos el populismo irredento de Ayuso debemos reconocerle, a Isabel, que no haya caído en el animalismo zafio de Ballart. Por el momento.

8 d’ag. 2021

El resquebrajamiento del procés

Tras muchos años (diez, podemos contar) de gobierno de las emociones, de acción agitadora y delirios autocráticos sin fundamento, llega la hora del choque contra la realidad y, por fin, se resquebraja el régimen nacionalista en Cataluña. Vienen horas muy inciertas y veremos quien sabe capear el temporal, quien está a la altura y quien se atreve a dar un paso al frente y proclamar: señoras y señores, el procés se ha roto.

[Es curioso: ayer el FC Barcelona dijo: señoras y señores, Messi se va].   

Hace unos pocos días, paseando por el Valle del Tena, me di cuenta de como Cataluña ha perdido el paso. En estos pueblos del Pirineo aragonés algo se mueve: están limpios, alegres, llenos a rebosar de gentes de todas partes, bien restaurados, bien cuidados. La oferta hotelera y gastronómica es variada, asequible al bolsillo y de calidad. No hay banderas en los balcones. En los ayuntamientos no hay pancartas con amenazas ni prometiendo venganzas o reincidencias. El clima es suave, desciende el agua por todas partes, las tiendas no exhiben fotos de supuestos presos, de supuestos exiliados. Nadie asegura ser distinto a nadie y por lo tanto nadie pretende ser mejor que su vecino. Nada que ver con muchos pueblos catalanes, unos pocos valles más al este.

Se intuye algo que había escuchado rumorear: por aquí cerca se está preparando la alternativa al corredor mediterráneo que exigen los líderes nacionalistas. Esta alternativa está en marcha. Y sería una respuesta adecuada.

Aunque esté en el Valle del Tena, ya lo ven, me acuerdo de la desdicha catalana y hojeo la prensa. Leo, pasmado, que el presidente regional se permite la ausencia en una reunión con sus homólogos en donde se reparte la millonada de euros que nos cede la UE para salir del enorme atolladero de la COVID. El gesto absentista de Aragonès es de una muy osada irresponsabilidad, es pueril y estéril: ¿intenta insistirle a alguien con su reiterativo y cansino fet diferencial? ¿Se da cuenta de que preside una institución que representa a toda la ciudadanía de Cataluña y no solo a algo menos de la mitad?

Sin embargo, por las mismas fechas, su vicepresidente negocia con el gobierno nacional una inversión de 1700 millones de euros para ampliar el aeropuerto de Barcelona, aunque poco antes había rechazado el proyecto por considerarlo una ingerencia española en los asuntos catalanes.

¿Acaso el Presidente y el Vice van cada uno por su lado? ¿No será que el Vice le ha hecho una jugarreta a su superior? Aragonès se fue a Ginebra para hablar con Marta Rovira, política en declive que solo hizo política emocional a lagrimones. ¿De qué habló Aragonès con Rovira? Bueno, no me interesa saberlo, pero me pregunto si los catalanes nos beneficiaremos en algo de tan alta cumbre. Es muy difícil imaginar los beneficios que sacaremos, la ciudadanía, de esa conferencia suiza.

Por todo ello me parece innegable: que el gobierno de las emociones, los lacitos, las pancartas y las banderas, balbucea y anda a ciegas. Quizás percibe que su tiempo ya se agotó y que es imposible mentir siempre y mentir siempre a todo el mundo. Ahora se da cuenta: debe afrontar una realidad maltrecha, difícil y desorientada, para la cual las emociones patrias y el color amarillo ya no ofrecen nada. Incluso los muy procesistas se han dado cuenta. Algunos se caen del guindo y otros, inesperadamente, descubren que les timaron durante diez años. La década perdida, la década nefasta.

Se termina el procés, pero no se puede ir discretamente y en silencio quien tanto azuzó los ánimos, quien alentó manifestaciones históricas, quien practicó esa sobreexposición mediática abusiva e impúdica con la complicidad de una TV pública vergonzante y dimitida de sus funciones periodísticas.

El verdadero correctivo del procés no fueron ni los juicios ni los años de cárcel para sus líderes. El verdadero castigo llega hora, y viene al galope. Alguien deberá afrontarlo con altura de miras y con la responsabilidad que se abandonó en nombre de un ideal tan quimérico como inane. No se observa a nadie dispuesto a ello: uno se va a Ginebra y el otro pide dinero para el aeropuerto, según la vieja tradición autonomista catalana y comercial que inauguró el lúgubre Pujol: chantaje y peix al cove

El proyecto se resquebraja por todas partes y tocará recoser enormes descosidos en una sociedad enfrentada, rota en su precaria cohesión. Y empobrecida.

Atentaron contra la democracia y fueron juzgados por ello. Juzgados con todas las garantías constitucionales imaginables. Y poco más tarde indultados. Pero atentaron también contra la sociedad, contra su ciudadanía, contra el país que tanto dicen amar. Atentaron contra el propio cuerpo social, he ahí la cuestión que ahora deben afrontar.

¿Cómo se responde ante ese cuerpo social contra el cual atentaron, al cual engañaron y maltrataron en nombre de la ficción nacional denominada Cataluña?

Quienes se hartaron de reclamar la balanza fiscal se encuentran ahora con la balanza moral en las manos. ¿Quién dará el primer paso y afrontará la situación? ¿Quién les contará a los fieles que fueron ignominiosamente engañados y les pedirá perdón a quienes violentaron con sus amenazas de secesión?

1 d’ag. 2021

Atlas de parasitología catalana

La Editorial Barcino publicó, en 1961, el libro de entomología titulado Els nostres insectes, que se reeditó en el 89. La primera vez que vi citado el título pensé que se trataba de una broma sobre la falta de límites racionales que presenta el pensamiento nacionalista, pero luego descubrí que era un libro real. Y, en realidad, no es nada raro: durante muchos años, muchas fueron las obras que se publicaron en Cataluña cuyo título empezaba por Els nostres. Els nostres ocells, bolets, mamífers, muntanyes, paisatges, pobles, monuments, escriptors, músics, inventors... Los nuestros, el concepto que se opone a los suyos, los otros. El enemigo, en definitiva. 

Dicho de otro modo: se nos intentaba inocular la idea de que existían insectos catalanes, completamente distintos de los demás y, en especial y por supuesto, de los insectos españoles.

Algunos de ustedes recordarán también la etapa dels Catalans Universals, cuando se divulgaban catálogos de personas que, habiendo nacido en Cataluña, habían aportado algo significativo a la cultura universal. A mi siempre me sorprendió el nombre de Joan Oró, trabajador de la NASA y al que, si uno escuchaba a sus exegetas, parecía que le debiéramos la gesta del Apolo 11 por entero.

El nacionalismo tiene eso, algo casi tierno, ingenuo hasta lo pueril y, aparentemente, inocuo. Una simple reivindicación folclórica cuyo único objetivo es autoconvencernos de pertenecer a una tribu relevante, con sus iconos y sus fetiches, todo ello en un esfuerzo tan humano como inútil por no hundirse en el olvido, arrastrados por la marea del tiempo. Del mismo modo que en muchos pueblos de todo el mundo hay curiosas placas votivas, en algunas fachadas, en donde se nos informa que en esa casa nació alguien, cuyo nombre nadie recuerda ya. En Londres, en concreto, una placa informa al transeúnte que aquí vivió Marx durante unos pocos meses de su vida.

El nacionalismo tiene algo de testarudo y contumaz, y siempre debe remitirse a pasados históricos o legendarios. En una carretera pel Pre-pirineo hay un mojón ajado por los años que recuerda el vínculo de Guifré el Pil·lós con aquel lugar, el noble que, dicho sea de paso, firmaba sus documentos como Wifredus o Wifredo, pero jamás como Guifré. Hay multitud de placas y atriles y lápidas destinadas a combatir el tiempo y el olvido, y todo eso me despierta una compasión profunda.

En el pueblo de Sant Hilari Sacalm, un pueblo del Montseny que fue antaño destino termal y disponía de balnearios y hoteles y hoy languidece suavemente en la decadencia, en esa herrumbre tan especial que azota los antiguos pueblos con balneario (pienso, por ejemplo, en Rennes-les-bains) las fachadas se desconchan como azotadas por una lepra de los materiales mientras, en su plaza, se levanta un monumento descomunal y aterrador dedicado a Josep Moragues, el general Moragues. Moragues fue un militar que luchó en el bando austriacista en la Guerra de Sucesión y fue decapitado tras la derrota de su bando. El horrible monumento de Sant Hilari lo presenta así, decapitado, en una plazoleta en donde juegan los niños y las niñas. Creo que solo se representa al homenajeado por la forma en que murió en dos casos: Jesucristo y Moragues. Saquen ustedes sus conclusiones.

El nacionalismo, en esas ocasiones, resulta menos tierno y contiene algo amenazador y oscuro, algo lúgubre. Algo tétrico que pretende alterarnos, meterse debajo de la piel para inocular su mensaje.

La tarde en la que me paseé por Sant Hilari, en la plaza con el monumento a Moragues solo había madres magrebíes con sus hijos tomando el fresco. Los chicos pateaban los balones y las niñas charlaban en un corrillo, sentadas en el suelo bajo la sombra de los tilos y las moreras. Diría que nadie le prestaba ninguna atención al monumento horripilante. Quizás ni tan solo así, con esos gestos grandilocuentes y amenazadores el nacionalismo tiene mucho futuro en una sociedad abierta, plural y preocupada por el futuro, y tan indiferente hacia ese pasado oscuro de héroes decapitados e inanes que, por fortuna, ya no cuentan nada interesante. Aunque no es fácil ser un optimista en la historia, quizás hay esperanza.

Pero a la vez no se debe ser muy avispado para intuir como el nacionalismo sigue con sus argucias parasitarias, decidido a inocular una y otra vez el huevecillo esencialista, el gérmen del delirio de pureza (genética, lingüística, cultural) bajo la piel de quienes nacimos aquí. Quizás sí exista un tipo de parásito estrictamente local. Quizás el libro que necesitamos es Els nostres paràsits.

Debemos confiar en que la ciencia, la razón y la democracia nos liberen de esos generales decapitados, de esos muertos que pretenden devolvernos a un pasado siniestro de identidades esenciales. El mundo ya no les pertenece.