Entre los daños directos o colaterales del procés, que son muchos y afectan a todos los ámbitos de la vida, está la pérdida del atractivo catalán, algo que funcionó durante algunos años.
Durante algunos años circulaba por España la idea de que Cataluña era más moderna, más creativa o incluso la región más europea del conjunto español. Nunca sabremos qué hubo de cierto en eso, pero la creencia era muy común. Tenía tintes de leyenda urbana pero era compartida por mucha gente.
Creo que esa leyenda urbana fue alentada por las instituciones regionales, aprovechándose de tópicos burdos arrastrados des de los tiempos del romanticismo: la Cataluña emprendedora del empresariado textil del XIX, con sus vergonzantes colonias obreras, por ejemplo, es tan dudosa en lo moral como la Cataluña líder del esclavismo. Pero vamos a admitir que hubo una Cataluña industrial cuyos grandes burgueses (a quienes no vamos a juzgar con los parámetros éticos de hoy) promovieron el Liceo, por ejemplo, o algunos museos y cosas culturales varias. Muy bien, pero nada como para echar cohetes. Cataluña, en el XIX, es española y está a muchas leguas de Europa. Eso es una evidencia.
Quizás esa creatividad y esa europeidad de los años prósperos y felices (los 70, 80 y los 90 del siglo XX) no se debieron jamás a nada intrínsecamente catalán si no más bien a algo barcelonés. Ahí están El Víbora, Nazario, el diseño y la moda, las propuestas teatrales (Comediants, La Fura dels Baus, La Cubana), ciertas cosas anarquistas y alternativas, propuestas de las artes plásticas avanzadas (Barceló, Plensa, el dudoso Tàpies, Azagra, Miralda). Incluso la revista Integral o Ajoblanco tenían la sede en Barcelona, por no hablar de editoriales insignes (Tusquets o Anagrama, o la señora Carmen Balcells) o de autores con gran proyección internacional: Juan Marsé, Eduardo Mendoza, Casavella, Bolaño. Y etc.
Bien pensado, a día de hoy: nunca se debió confundir a la Cataluña real, más carlista que emprendedora, con la Barcelona creativa, pero de ese error salieron grandes conclusiones... equivocadas, por supuesto: Barcelona nunca ha sido Cataluña y Cataluña nunca ha sido Barcelona: todos los barceloneses recordamos aquellos tiempos en los que nos tildaban de pixapins, camacos y otras lindezas en cuanto nos íbamos a las comarcas. A los de Barcelona nos odiaban en las comarcas del interior profundo, aunque jamás protestaron cuando a los catalanes en plural se les llamaba creativos, europeos o avanzados.
En Cataluña hubo un tiempo en el que a uno le contaban que conocer y hablar el catalán le iba a favorecer en cosas tan elementales y básicas como la obtención de un buen puesto de trabajo, y ese argumento pudo convencer a algunos. Pero los jóvenes de hoy ven como sus posibilidades laborales son mínimas y quizás se pelean por repartir comida con una mochila a cuestas. Para ejercer esa actividad el catalán, sinceramente, resulta irrelevante. La pérdida de influencia de Cataluña en la economía española lleva consecuencias lamentables como esta y, si se descuidan, la proyección económica catalana seguirá cayendo a toda marcha en los años venideros.
Más pronto que tarde llegará el día en el que las autoridades regionales supliquen al Estado que les subvencione y les incluya en un programa de regiones devastadas por el procés. El procés es una guerra civil catalana, no es una disputa entre Cataluña y España. El único conflicto que tenemos es un litigio entre catalanes.Se cuenta en los medios que profesionales de varios ámbitos, desde el científico al tecnológico, el médico o el de la judicatura evitan trabajar en Cataluña: no solo son las empresas las que se largan. Y otro dato: la Barcelona antaño creativa, vanguardista y moderna, languidece y se pierde en su nuevo rol de destino turístico adocenado, vulgar y polvoriento. A día de hoy, una rápida escapada a Madrid nos sirve a los catalanes para comprender la magnitud del desastre barcelonés. Mientras Madrid conserva su personalidad, la de sus barrios, la de sus rincones emblemáticos, Barcelona ha sido incapaz de mantener un ápice de sus señas de identidad: algo realmente relevante, y más cuando el movimiento nacionalista es, ante todo, un reivindicación permanente de unas señas identitarias -quizás ilusorias.
Daños colaterales muy graves del procés: empobrecer Cataluña, mostrarla hostil y antipática (analicen el caso de Sean Scully), empequeñecerla y, finalmente, devorar a Barcelona en su fagocitación patriótica (Barcelona fue, quizás, el único hecho diferencial catalán). El procés ha sido, pues, lo peor que le pudo pasar a la región cuando esta vivía su mejor etapa en toda la historia: jamás tuvo tanto autogobierno, jamás tanto presupuesto en manos de las autoridades locales, jamás tanto dinero invertido en la promoción de la lengua catalana, jamás cuerpo policial propio... Cuando tenía todo lo que nunca tuvo, decidió tirarlo todo por la borda en nombre de un sueño medievalista e irracional, basado en ilusiones trasnochadas. Este es el único balance racional que podemos hacer de los diez años echados a la basura en nombre del procés.
Lo malo de todo eso: la factura de la decadencia que se avecina (y que en parte ya está aquí, pero falta lo peor) la vamos a pagar los ciudadanos de Cataluña por entero, sin distinción de clase, lengua, profesión y número de apellidos catalanes. En la decadencia todos seremos iguales, hermanos y hermanas en la tristeza. No faltará quien culpe de la decadencia a los poderes españoles o europeos, por supuesto, pero todo el mundo sabe lo que sucede y cuales son sus responsables verdaderos.
Catalanes, catalanas: sean bienvenidos y bienvenidas a la decadencia post-procés.
Estoy esperando al nuevo líder político que sea capaz y tenga el valor de contar eso. Atentos al doloroso silencio que se avecina.