El President dice, tras su primera reunión de consejeros, que se ha propuesto trabajar para la felicidad del pueblo catalán. ¡La felicidad nada más y nada menos! Algunos nos conformábamos con el bienestar, que parece un valor algo más concreto y evaluable, ya que se puede medir con índices racionales: la calidad de los servicios públicos es un indicativo mesurable, aunque no el único: los índices de pobreza, de hambre, de atención a la infancia vulnerable, de acceso a la vivienda digna, el abandono escolar, el salario digno... tenemos muchas cosas en que fijarnos sin llegar a la cosa borrosa de la felicidad. Y Cataluña no está, que digamos, en muy buena posición en esos conceptos.
Si no ando mal de memoria, algunos países nórdicos se propusieron algo similar a Aragonès, e incluso llegaron a establecer indicadores de felicidad para sustituir al PIB, demasiado prosaico. Es posible que los nórdicos contratasen los servicios de Paulo Coelho (en castellano, Conejo), como sin duda hará el señor Aragonès.
Me gustaría preguntar ¿que es la felicidad? pero no me atrevo. La verdad es que yo jamás me he planteado si soy o he sido feliz alguna vez. Quizás porque me temo la respuesta, quizás porque soy incapaz de definir felicidad por mi mismo. Visto lo visto, tampoco pienso que la infancia sea la etapa feliz de la vida. Tan solo creer que existe una etapa feliz en la vida, se me aparece el espectro de Schopenhauer y me señala con el índice, murmurando algo en alemán, un idioma que, por fortuna mía, no comprendo. La infancia tampoco es una etapa despreocupada: las preocupaciones son otras, pero no menores que las de un adulto.
Lo que me pregunto en realidad, pues, es qué diablos debe ser la felicidad para Pere Aragonès. Y más inquietante es la pregunta cuando no nos referimos a la felicidad de una persona si no a la de un pueblo, ese concepto vaporoso que tanto les gusta a los políticos nacionalistas cuando intentan hablarle a la ciudadanía, que es concepto más ilustrado que pueblo. Le voy a responder con sinceridad y calma al señor Aragonès: no quiero que se interese ni trabaje por mi felicidad, aunque le agradezco el gesto. Mi felicidad (algo que no se definir), así como mi placer y mis endorfinas, son cosas mías y no me emociona mucho que el señor Aragonès se inmiscuya en mis intimidades, la verdad. Con todo el respeto pero... al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y usted, señor, no es ni Dios ni tampoco el César: usted es un funcionario interino del estado que está ahí para mejorar el bienestar de la ciudadanía, entendiendo por ciudadanía la totalidad de los censados en la región catalana. E incluso de los no censados en ella.
A mi me haría un poco feliz que los políticos que ocupan cargos públicos dejasen de leer a Paulo Coelho, principalmente porque es un escritor pésimo y, como gurú, un patán. Preferiría que leyesen por ejemplo a Habermas, por citar a un solo pensador.
De todos modos, y ya puesto... señor Aragonès... si usted leyese o leyera este artículo... ¿me podría definir con pocas palabras el concepto felicidad? ¿Sería capaz de definirla sin usar la palabra república en su definición? Si me responde, que sepa que me habrá hecho un poco feliz. O por lo menos un poco menos infeliz. Y así, por lo menos, ya tendrá a un catalán medio feliz: algo es algo.