28 de des. 2017

El cuento (drama para el fin de año)

Resultat d'imatges de noche de san silvestre

Después de las tropas llegaron el hambre y la miseria, y esas se afincaron en el pueblo. Esa fue la venganza del general por no haber estado de su bando. Y tuvimos que emigrar.

Nos fuimos a una ciudad, más al norte, en donde había riqueza, en donde el general había sido clemente. La ciudad estaba al borde del mar y partida por un río. En la parte del oeste vivían las gentes de la ciudad, y a nosotros nos permitieron hacinarnos en el este, en la ribera del río o en la playa, junto a las fábricas, los desechos y las ratas.

Nos habían prometido un futuro de trabajo y pan aunque, por de pronto, nos dieron chabolas en los márgenes de una ciudad rica aunque provinciana, ensimismada, cerril, sumida en el tradicionalismo y sus manías vernáculas, en su cultura decadente. A cambio del trabajo de nuestros hombres nos dieron algo de comer, es cierto, a la par que nos advertían: deberíamos integrarnos en sus costumbres. Hablaban de integración cuando querían decir asimilación, pero aún así muchos obedecieron, educados como estábamos en el miedo y la servidumbre hacia el amo del corral.

Luego, al cabo de los años, nos dijeron que éramos, todos juntos, como una gran familia, una sola ciudad, todos unidos trabajando para acrecentar su prosperidad que también sería la nuestra aunque no lo pareciera pero ya lo parecería, más adelante. Al mismo tiempo nos exigieron abrazar con ilusión su cultura, sus ídolos, sus fetiches, sus danzas y su lengua. En el nombre de la buena convivencia y del debido respeto hacia el que te acoge.

Algunos de nosotros cruzamos el río y nos integramos, y nos casamos y tuvimos hijos con ellos, niños de una nueva especie destinada a no heredar la tierra, pero sí a probar ciertos bocados, ciertos conocimientos, ciertos fragmentos de su intrincada liturgia. Casi ninguno de ellos hizo el viaje en el otro sentido: casi nadie quiso integrarse entre nosotros, pero entonces no caímos, todavía, en ese detalle.

Así pasaron los años, durante los cuales nos veíamos, nos tolerábamos y practicamos algo parecido a una convivencia pacífica y educada. Nosotros siempre obedientes y sumisos, ellos siempre dueños de la tierra, de las razones y los destinos, dueños del discurso y señores vigilantes de su cultura anémica pero arrogante.

Pero llegó un día, al cabo de muchos años, en que un espíritu vengativo y tribal creció en las almas de los señores de la ciudad. Se sentían amenazados y nos dijeron que estaban pensando empezar una guerra contra las demás ciudades y pueblos del entorno (entre los cuales estaba el nuestro), porqué habían descubierto que se sentían sometidos y explotados, maltratados. Nadie de nosotros pudo comprenderlo. Les habíamos visto prosperar, levantarse palacios, auditorios, universidades, campos de golf, construirse monumentos a si mismos, bibliotecas para atesorar sus libros sagrados, estadios deportivos de dimensiones babilónicas, levantar castillos para defender sus privilegios y su poder, y se lo habíamos visto hacer tanto en tiempos del viejo general como luego, casi sin solución de continuidad. Por eso no comprendíamos su repentino rencor.

Nos dijeron que debíamos sumarnos a su causa, por agradecimiento, y porqué era obligatorio contribuir a la lucha por su emancipación, ya que de ella manaría una nueva riqueza de la cual, esta vez si, por fin, íbamos a ser partícipes. A los que dudaron les llamaron opresores los mismos que, durante la opresión del general, habían medrado felices en sus mansiones atávicas, que el general no les expropió.

No podíamos comprender lo que sucedía. Un verano, a la vuelta de sus segundas residencias en los valles más bonitos de los alrededores, dijeron que había empezado una revolución tan profunda y tan fabulosa que nuestras cabecitas no podían comprender su alcance porqué nosotros, al fin y al cabo, habíamos salido de las chabolas para vivir en nuestras barriadas de bloques indignos, pero seguíamos en nuestro mundo de ignorancia del que no somos capaces de emerger.
Hablaban mucho de dignidad los que siempre la tuvieron, junto a los demás privilegios, y eso era algo difícil de comprender para nosotros. Hablaban de restitución y de derechos legítimos vulnerados, aunque esos derechos legítimos de los que hablaban eran, en realidad, una nueva categoría de privilegios a los que querían acceder a toda costa. A nuestra costa.

Poco a poco nos dimos cuenta de que los viejos señores de la ciudad no le habían declarado la guerra a las demás ciudades si no a nosotros, y que era una guerra interna la que deseaban, una guerra para depurar, para recontar sus fuerzas una vez más y ungirse victoriosos frente a su viejo complejo de tribu agónica, y por fin comprendimos que de lo que estaban hartos era de compartir con nosotros las migajas que nos habían lanzado, que ya no querían saber nada de compartir nada con nadie, que nos odiaban. Que nos habían odiado siempre.

Y que ahora, después de tanto odio acallado, ya solo tenían ganas de humillarnos a los más humildes, y de echarnos a los más rebeldes.

*

Me dijo un anciano del barrio: lo que les pasa, en realidad, es que saben que se mueren y quieren velar el cadáver de su patria enferma en silencio, ellos solos, sin que nadie vea el horrible despojo que idolatran. No soportan que nosotros estuviéramos a punto de salvarles, casi sin saberlo.

26 de des. 2017

Navidad en las pensiones de carretera


Pasé la Nochebuena de hace algunos años en una pensión de carretera. Estaba casi vacía. Salvo un par de camioneros, de países que antaño fueron comunistas, no había nadie más. Y la familia que regenta la pensión, claro, una madre cansada y muy mayor y su hijo discapacitado, que ejercía de recepcionista con una sonrisa triste. La pensión está en un lugar de la Meseta, azotada por el cierzo, y sobre la cual se abatía un aliento gélido y apesadumbrado, lleno de pena.

Yo iba camino de una casita que me habían prestado, en un pueblecino a mil kilómetros de mi ciudad. Eso sucedió hace años, en la edad de la vida cuando todavía me llamaban "joven". Había decidido vivir con lo mínimo, casi con nada. Me quise desprender de todo lo que me sobraba, y como resultaba difícil tirar muebles y ropa y objetos, lo que hice fue irme yo, dejándolo todo. Con el coche avejentado que tenía entonces me lancé a la carretera. Solo me llevé lo que cabía en el maletero.

Quería ser pobre en una tierra de pobres, y sabe Dios que lo conseguí.

La casa que me habían prestado era una casa casi abandonada que está en la ribera del Tajo, muy cerca de la frontera con Portugal. A medio camino y antes de llegar a Madrid, ya entrada la noche, un coche de la Guardia Civil me obligó a pararme, con un juego de luces multicolores.
-¿Sabe usted que lleva una luz trasera fundida? -me dijo el hombre, bastante joven, metido dentro de un anorak que le llegaba hasta las orejas. -¿Va muy lejos?

Le respondí con la verdad. Incluso le confesé el nombre del pueblo adonde me dirigía. Me faltaban algo más de 500 kilómetros, según me dijo después de un cálculo muy rápido. Luego se quedó en silencio, meditando, como si algo le hubiese ensimismado. "Conozco el pueblo", dijo. "Vaya qué casualidad. Y ¿que le lleva allí?".

Le dije la verdad otra vez: que estaba huyendo de Cataluña y posiblemente de mi. El tipo se quedó pensativo de nuevo, y a mi se me hizo evidente que le había tocado una fibra del alma. Pero entonces hubo algo que se le pasó por la cabeza y le llevó a dudar. Creo que, por un instante, la posible simpatía dejó paso a la sospecha. Al fin y al cabo, su trabajo es sospechar. "Abra el maletero", dijo, ahora en un tono más serio, repentinamente profesional.

Contempló el maletero repleto hasta arriba. Lo alumbraba con la linterna. Intenté mirar mi maletero con sus ojos y me di cuenta de que aquello era un contenedor de basura: libros desparramados, ropa en fardos mal pertrechados, zapatos viejos, un ordenador anticuado, y mi títere descoyuntado encima de todos los trastos, medio envuelto en una mantita gris con una cenefa roja.

Su sospecha se convirtió en algo parecido a la pena. Me miró con compasión, creo. Cuando un hombre más joven te mira así sucede algo muy difícil de explicar, y es algo que solo sabe quién lo ha vivido. Quizás los emigrantes ilegales pueden contar eso.
-Mis padres se marcharon de ahí y jamás volvieron -murmuró- Es curioso... y usted se va para allá...
-He decidido cambiar de vida -dije mientras intentaba esbozar una sonrisa- Bueno, empezar otra vez. Por eso no me llevo nada.

¡Nada! Escuché esa palabra pronunciada por mis labios y avergoncé enseguida de haberla pronunciado. "Nada" significaba un maletero lleno hasta arriba, además de un coche que, por más desvencijado que estuviese, todavía era un coche que anda. Es muy posible que un africano, un peruano o un afgano tengan otro concepto de "no llevarse nada", un concepto bastante más ajustado al significado de la expresión. Creo que ellos son más precisos cuando hablan. Por eso me reí por dentro: en ese instante me di cuenta de que uno no se libra nunca de ciertas manías, de ciertos tics, de eso que llaman "cultura" y que es lo que hemos heredado de las generaciones precedentes. ¡Qué difícil es dejar de ser catalán! estuve a punto de pronunciar en voz alta.

-Supongo que no pretenderá usted conducir hasta el pueblo sin parar ¿verdad? Con una luz fundida no es buen plan, y además seguro que otra patrulla le va a parar y quizás le multen... Mire, a sólo unos diez minutos de aquí hay una pensión. Barata, apañada. Para transportistas. Quédese a dormir allí.

Hice lo que me había sugerido, más por cansancio que por obediencia. Encontré la pensión y dejé el coche en el aparcamiento junto al edificio, me metí un cepillo de dientes en un bolsillo y unos calzoncillos limpios en el otro y entré, pedí una cama y me quedé dormido al cabo de pocos minutos. Recuerdo que me cobraron mil pesetas. Pero no tengo ningún otro recuerdo de aquella noche. En mi memoria, es como si hubiese dormido en una cama que flotaba en una nada negra, insípida, inodora. Sabía que era Nochebuena y mañana Navidad, pero ese pensamiento no me inspiraba nada. Nada en absoluto. Solo se que floté en una oscuridad abisal.

A la mañana siguiente bajé a tomar un café. El hombre estaba abstraído contemplando el televisor, en donde pasaban un inventario de los sucesos más mortíferos del año que terminaba. Cuando salí al exterior me di cuenta de que había algo raro en el coche. Atrapada por el limpiaparabrisas, una hojita de papel se agitaba con la brisa, como un insecto torpe que pretende volar. El cierzo había cejado. Era una nota escrita en letra azul y menuda, sin firma. "Debe cuidar mejor de sus cosas. El maletero estaba abierto". El texto de la nota quizás no es exacto, ya que no me fío de una memoria que jamás ha sido muy de fiar. Pero el sentido era este, exactamente este.

Abrí el maletero, temiendo que lo iba a encontrar vacío. En los brevísimos segundos que transcurrieron mientras me precipitaba hasta la portezuela, intenté escudriñar dentro de mi para saber si prefería encontrarme sin nada -pero ahora de verdad de la buena- o si prefería conservar mis cositas. Lo abrí. Estaba todo ahí, tal como lo recordaba. Sólo había una única diferencia: la linterna del guardia civil encima del títere. Le había cogido las manitas y se las había puesto como abrazando a la linterna, tal como se abraza a un niño muy pequeño, a un perrito o a cualquier ser desvalido.

Hoy todavía conservo el títere y la linterna.

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La primera versión de este cuento de navidad se publicó, en el blog, en las navidades de 2016, hace un año. La versión presente está revisada y modificada aunque los cambios son sutiles y parecen remitir al juego de "Encuentre las 7 diferencias". A medida que uno cumple años, tiende a pensar que todo lo que acontece ya está visto, aunque siempre se puede jugar a encontrar las siete (o las 3) diferencias.

23 de des. 2017

La mala tierra

Resultat d'imatges de la mala tierra

Durante los últimos tres años estuve redactando lo que debería ser mi tercera aportación a la novela, en clave de novela negra y en catalán. A día de hoy está en manos del editor, esperando. Durante el redactado, le puse el título provisional de "Una historia catalana", aunque el definitivo será uno de los que se me ocurrió al principio: "La mala tierra".
Es innecesario contar en qué clima político estuve escribiendo mi historia, ya que es de todo el mundo conocido.

Una de las preguntas que mueven el texto es: ¿hay resentimiento, en Cataluña, por parte de aquellos que emigraron a esta tierra y se vieron hacinados en chabolas y luego en bloques míseros, en los suburbios? ¿El resentimiento es hereditario?. Tuve muy presente a Julien Sorel, el protagonista de "El rojo y el negro" de Stendhal durante mi composición. Lo que se cuestiona, en clave de novela breve y de tintes criminales, es la ilusión de una sociedad cohesionada. Conforme se acontecían los sucesos de eso que se ha llamado "procés cap a la independència" (y que tiene poco de proceso, en sentido literal), el texto se iba empañando por las declaraciones, los giros, la escalada de la agresividad, el tono cada vez más tosco de la confrontación. No me refiero con ello a los sucesos políticos, que son poco interesantes, si no al clima que se vive en la calle y que los políticos suelen desconocer (o soslayar) por completo. Trabajar en un suburbio, como trabajo yo, me da conocimiento de primera mano sobre lo que habla la gente de la calle (la gente humilde, trabajadora, inmigrantes y parados), que contemplan los juegos políticos como algo lejano, distante y casi incomprensible. Los que sufren las polémicas de los políticos como un peso más, otro mal que deben acarrear de los muchos que ya acarrean y que proceden de esa élite que, en vez de resolver los problemas existentes, crea problemas nuevos cuya factura caerá en las espaldas de los de abajo y en las de nadie más: la democracia no ha paliado la ley de la gravedad.

En el fondo, lo que me preocupaba mientras escribía (y me sigue preocupando) es si la cohesión social y la convivencia pacífica son valores demasiado frágiles y demasiado delicados (y demasiado caros) para permitirse jugar con ellos. A la vista está que vivimos en una sociedad dividida por la mitad casi exacta, y todo el mundo sabe lo que ha sucedido, en otras partes del mundo, cuando se ha manoseado una situación parecida, y qué acarrea la aparición del nacionalismo divisor en este tipo de sociedades.

Uno duda mucho de que los políticos busquen el bien común aparte de mantenerse en el poder a toda costa. Y se horroriza ante la evidencia de que, miles de personas, quizás en respuesta a las apelaciones identitarias y emocionales de que son objeto, respondan como lo hacen, lanzándose a seguir consignas y a repetir eslóganes que son simples ocurrencias, que no se basan en ninguna realidad objetiva.

"La mala tierra" es Cataluña, por supuesto, que en el relato se presenta como el escenario de la infelicidad, la explotación del inmigrante y el férreo blindaje de las clases sociales cuyo objetivo, casi obsesión, es mantener a cada uno en su sitio y a la oligarquía, inapelable (he aquí uno de los motores del independentismo de derechas que estamos sufriendo y que ha sido afianzada incluso por un grupo como la Cup, que se presentó como un grupo de la izquierda insobornable y radical para convertirse, poco más tarde, en un grupo de apoyo a la oligarquía). Si me retuve de escribir ese título como definitivo es porqué temía a un posible rechazo: la novela, como dije, está escrita en catalán y el público (muy escaso) de lectores catalanes de novela negra es más bien partidario de otro punto de vista, con buenos Mossos d'Esquadra muy eficaces y villanos abstractos, y en donde Cataluña suele aparecer (como por arte de magia) presentada como una realidad de la que se puede hablar sin mencionar a España, como un ente político autónomo, algo como un país. Aunque leo pocas novelas negras (y poquísimas escritas en catalán) diría que el conflicto entre comunidades está casi ausente, a veces tratado con una ironía débil destinada a minimizarlo, aunque sí se habla de bandas latinas, rumanas o kosovares, pero  con la intención de presentar a Cataluña como a un país de verdad, tal que Francia o, incluso, tal que ciertas partes de los Estados Unidos: con una absoluta falta de análisis, sin el menor respeto por la realidad. Si la novela negra es una novela realista que ahonda en los conflictos sociales y personales, la novela negra catalana parece más bien distópica y fantasiosa, un aparato de papel encuadernado destinado a complacer, sin fisuras, a los lectores de la órbita soberanista y a su ingenuidad jovial, nada adulta.

Lo que le sucederá a mi novela, en el caso de ser publicada, es que no le gustará a nadie, y menos todavía al lector catalán, alguno de los cuales podría sulfurarse porqué el texto mete el dedo en la llaga del odio al "charnego", recuerda las chabolas y los constructores de bloques del extrarradio, catalanistas muy reconocidos y reconvertidos en independentistas que hoy se permiten prometer una república social y feliz.

Cuenta el chiste que, en Cataluña, política es un juego en el que juegan once contra once y siempre gana Convergència. Chiste amargo y que venimos de reeditar hace unos días, para gran chasco de quienes pensábamos (con el último aliento de un optimismo casi imposible) que quizás la pesadilla nacionalista se extinguía.

Siempre que he escrito con la intención de publicar en papel lo he hecho en catalán, hasta ahora, y siempre con la intención (entre otras intenciones) de "normalizar" una literatura muy sesgada y muy parcial, escrita con más ganas de "hacer país" que de hacer literatura, dominada por los complejos de una cultura anémica. Pero me temo que no es eso lo que se quiere leer, en catalán.

21 de des. 2017

La noche más larga (fin del diario de campaña)

Resultat d'imatges de solsticio de invierno

Esta noche es la noche más larga del año: solsticio de invierno, la noche ideal para la magia negra, los nigromantes y los espectros, a los cuales los astros les dan más cancha. En Cataluña la vamos a celebrar con un desfile de espectros por las pantallas y las emisoras. Recé para que este solsticio fuese un solsticio de veras, fin de ciclo, renovación. Pero algo me dice que voy muy equivocado, igual como al príncipe algo le olía a podrido en el reino. Hay algo que me deprime en esta noche tan larga. Esta madrugada he intuído algo muy fatigoso, muy espeso, muy oscuro en el aire, justo antes del alba.

Cuando un conflicto no tiene solución buena, solo nos queda rezar por el éxito de la menos mala. Y eso es muy triste. O quizás irte, marcharte a otra parte casi con lo puesto. Marcharte, si, pero ¿adónde? A mi solo se me ocurre algún paraíso artificial, alguna construcción fantasiosa e imaginativa. Llevo varios meses escribiendo sobre dimensiones paralelas y puertas y ventanas que permiten la comunicación con los otros lados aunque, cuando releo lo que he escrito, descubro casi con estupor que todas las opciones descritas, todos esos universos, tienen algo en común: ninguno es maravilloso, todos son profundamente imperfectos, dolorosos, turbios o vacíos de sentido.

Negándose al diálogo y al acuerdo (y acusando del fracaso al otro, siempre al otro), los catalanes estamos sufriendo la peor clase política que recuerdo, la más miserable. (Y eso nos acontece después de haber sufrido a Pujol y su tropa, que ya era un castigo bíblico de los severos de veras). Un día de esos, un hombrecito de gran mediocridad comparó a los catalanes federalistas con los judíos pro-nazis. Alguien debió soplarle que estaba metiendo la pata de forma muy grave y el chico lo zanjó con una disculpa breve, insincera y a regañadientes. A ese hombrecito le vi un día, por la calle. Me lo crucé por la calle y me sorprendió su aspecto: tiene algo como de recién salido de "El señor de los anillos", película que me aburre como a una seta y a la que solo le agradezco ese desfile de personajillos raros, a medio camino entre el maniqueísmo más ingenuo y el monstruario fantástico. Ese hombre es candidato y probablemente obtendrá un escaño: así que, entre usted y yo, y entre otros, vamos a resolverle la vida durante unos años con un sueldo que cuadruplica el mío. Más las prebendas.

Durante los últimos años, y en especial en los dos últimos, hemos asistido a la mayor violación colectiva de los conceptos morales, éticos y políticos que yo recuerdo: democracia, urna, preso político, diálogo, exilio, ley, convivencia, franquismo, mayoría y minoría, fascismo, izquierda, nazi, conceptos que, entre muchos otros, nunca jamás volverán a significar lo que significaron y vamos a ver quién será el reparador que los repare, porqué deberá ser un muy buen reparador de entuertos. Y en este lapso de tiempo se nos irá la vida. Por lo menos a los de mi generación porqué yo, habiendo cumplido ya los 50, dudo de que vea el final del entuerto. (Y sin embargo, por desgracia, veré el final de las obras de la Sagrada Familia, ese mamotreto aborrecible). Y eso, para mi, es muy triste. Incluso es dramático.

Sigo escribiendo sobre dimensiones paralelas y puertas (para cruzar al otro lado) y ventanas (para ver qué hay al otro lado) pero escribo como quien se refugia en un sótano mohoso durante un bombardeo, como la zarigüeya que se oculta en su guarida subterránea mientras reza para que un buen Dios desconocido e improbable aleje al depredador que acecha por el barrio. Ya se que la humanidad ha vivido cosas como esa y mucho peores durante muchos siglos y en muchas ocasiones pero qué quieren que les diga, uno creció con un cierto instinto del optimismo histórico y la confianza (ciega) en el progreso, y no se esperaba algo así.


17 de des. 2017

La democràcia sempre guanya (diario de campaña)

Resultat d'imatges de carteles guerra civil

¡Qué arriesgado es afirmar, en España, que "la democracia siempre gana"! Solo debemos recordar qué le pasó a la democracia en 1939 (hace de eso apenas unos días) para concluir que no es cierto: la democracia no siempre gana. Perdió en España y perdió en Alemania o en Italia, y eso por nombrar solo dos casos próximos y conocidos. [Luego podríamos debatir si todo aquello que sucede dentro del orden democrático es escrupulosamente democrático, pero ese es otro asunto.]

Por otro lado: con solo echar la vista atrás, levemente, uno descubre que la democracia, como sistema político, lleva apenas doscientos años de vida. Y con esos doscientos años me refiero a una lista de países que, ¡vaya por Dios!, no incluyen a España. En nuestra sociedad de los cambios y del riesgo, uno debería admitir que la democracia puede perderse en cualquier momento: no la avala una existencia de miles de años ni está profundamente asentada en la sociedad: ¿son democráticas las familias y las relaciones? ¿Son democráticas las instituciones? ¿Las empresas? ¿Los bancos? ¿Hay algún indicio de que la democracia signifique algo en el Ibex35?

La democracia está sufriendo un acoso terrible en los últimos años, uno debería ser consciente de ello. Es muy dificil pensar que este sistema se aguanta solo, que es algo inmutable y sólido como las rocas que forman una montaña. Por eso mismo hay que andarse con ojo cuando se cuestiona alegremente si un estado es democrático o no, si es legítimo o no saltarse las normas, usarlas a nuestro antojo, usarlas en favor de nuestros impulsos irracionales o solo cuando nos convienen. O cuando se afirma, con ingenuidad de irresponsable publicista electoral, que "siempre gana".

Pues bien: "La democracia siempre gana" es el eslógan de uno de los partidos políticos que se presentan a las elecciones catalanas, la frase con la que bombardea al sufrido (y agotado) ciudadano catalán, la que llena las calles y los anuncios de tv. Uno podría inferir muy poca cosa sobre el partido que se presenta así: ¿qué modelo social propone? Porqué si la afirmación del titular es falsa... ¿qué debo pensar de todo lo demás?

Des del punto de vista narrativo, la frase no tiene el menor interés. Otra cosa sería que la frase prosiguiera para aventurarse en lo literario, como por ejemplo: "la democracia siempre gana porqué es bella", "la democracia siempre gana y además el amor triunfará" o "la democracia siempre gana, aunque lentamente y con dolor". Hay algo teológico en la frase escogida, que se parece a "Jesucristo reinará". Creo que no voy muy desencaminado diciendo esto, porqué de todos es sabido el peso del catolicismo en la política española, este país en el que el nacional-catolicismo ganó una guerra y aniquiló a los oponentes. Un nacional-catolicismo observable tanto entre los más furibundos "españolistas" como entre los más recalcitrantes independentistas. De la simetría entre ambos movimientos proceden todas nuestras desgracias, creo yo.

Otro eslógan que llama la atención, en esta campaña, es: "España es la solución". Se trata de otra afirmación de alto riesgo conceptual, ya que aquí llevamos algo más de un siglo debatiendo que es España y el debate no presenta visos de ser resuelto con un acuerdo válido para todos. Sigmund Freud se fue de excursión a Roma y se plantó ante una pared (un viejo fragmento de muralla) en el que descubrió sillares romanos, piedras medievales y ladrillos contemporáneos, todo ello bien encajado y formando un solo muro (*). Se fijó en que este conglomerado soportaba el paso del tiempo con estabilidad fascinante, pero, aguzando su mirada, nos dejó un comentario bellísimo: dice Freud que esas piedras echaban chispas. O más concretamente que su encaje echaba chispas. Eso es una sociedad moderna, con el peso de la historia que acarrea. Hay que saber ver las chispas que saltan en las junturas para comprender.

También resulta peligroso definir a España como "la solución" porqué a uno se le ocurren otros atributos de la frase que empieza por "España es": "un imperio en donde no se pone el sol", "una unidad de destino en lo universal", etc, expresiones de alto valor para la poesía épica pero que no constituyen ninguna propuesta política.

Decía el pedagogo Paulo Freire que el hombre no es un ser de adaptación si no de transformación. Los que se adaptan son los animales, pero los hombres transforman. En esta campaña electoral me habría gustado leer algún eslógan más próximo a la idea de Freire. Pero admito, decepcionado y triste, que no lo voy a ver.

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(*) El malestar en la cultura

15 de des. 2017

La numerología y Najat El Hachmi (diario de campaña)

Resultat d'imatges de elecciones catalanas 2017

Creo que mi candidata para presidente de la Generalitat de Cataluña es Najat El Hahcmi. Pero he descubierto, con estupor, que El Hachmi no consta en ninguna lista de candidatos. Seguro que ahora ya es tarde para convencerla, y montar una candidatura no es cosa fácil. Ni barata.

El Hachmi escribió un artículo sobre política catalana que creo que es uno de los más lúcidos del último lustro. Es un texto sobre numerología: "Calcula que calcularás", y se encuentra aquí. Uno piensa, a priori, que la expresión "haciendo números," en Cataluña, solo puede usarse para saber si somos más los unos que los otros o los otros que los unos, los buenos que los malos, más los independentistas que los unionistas (sobre equidistantes y federalistas ya nadie habla, porqué hemos muerto ahogados todos en la pinza de los demás).

Pero El Hachmi me recordó que los números sirven para otras cuestiones: para medir la distancia entre planetas y galaxias, por ejemplo, y también para recontar parados. Y quienes más números hacen hoy en Cataluña no son ni los políticos con sus cábalas de medio pelo ni los astrónomos de la Casa Urania. Son las madres de familia que no llegan a final de mes. Y de esas, casualmente, no hablan los políticos.

El otro día vimos en tv a dos candidatas que no saben el número de parados que hay en Cataluña. Esa laguna mental la entendí muy bien: para una de las candidatas, el problema del paro es culpa de la maldad española y se resolverá con la supresión del artículo 155. Para la otra, el paro tiene por culpable las aventuras secesionistas y se arreglará cuando las aguas se calmen en el estanque dorado de la autonomía intervenida. Y no hace falta comentar que otros candidatos dirían cosas muy similares, con algunos matices leves. Hay uno que diría "¿El paro? Eso lo arreglo yo durante el viaje de Bruselas a Barcelona y mientras me digiero mi último chucrut de exiliado".

Por estos días la prensa también habla de "una Cataluña ingobernable" porqué ningún bloque va a conseguir un margen suficiente para imponerse al otro. No con legitimidad moral, por lo menos. Y digo yo: sin embargo, si volvemos la vista atrás y contamos los resultados tal como lo hacíamos antes de la aparición del "eje nacional" (que tiene bastante tela, la expresión), nos sale un panorama no tan ingobernable: el eje izquierda/derecha ofrece unos buenos resultados, ya que la suma de los partidos más o menos de izquierdas superan en unos 10 escaños a los de la derecha. Esos números no los hacen los políticos ni la prensa, de modo que solo los hago yo y lo hago con voluntad de ocio especulativo, por matar el tiempo.

Lo del eje izquierda/derecha viene a cuento de que, contando números de esta forma, quizás -solo quizás-, alguien hablaría de los parados y de las madres de familia que se pasan el día haciendo números para saber si pueden comprar o no, si pueden llevar a los niños al cine o a dar una vuelta por Barcelona y si deben decirle al marido que vale ya con tanta cervecita en el bar con los colegas. Hace unos días, una madre de la escuela en donde trabajo me contó que estaba embarazada. Pero en sus ojos no vi alegría: en los ojos de Souad vi más desazón que otra cosa. Vi números, vi operaciones de sumas y restas y divisiones.

A Souad, que ya tiene la nacionalidad española, le piden el voto por la tele y por las calles, con esos pasquines de colores y sonrisas recién descorchadas. No tengo bastante confianza con esta mujer, pero si la tuviese le preguntaría si va a votar y a quien va a votar. Más que nada porqué, puestos a hacer números (a quien le sumo mi voto) quizás votaría lo mismo que ella.


11 de des. 2017

Xirinachs en el vecindario (reflexiones en tiempos de campaña)

Resultat d'imatges de tomas de kempis

Nací en un piso de la calle que entonces se llamaba "Virgen del Pilar", muy cerca del Palau de la Música. Era un piso enorme, de techos altos, grandes salas, bellas baldosas y antiguo, de más de 150 años por entonces. Era la casa de mi familia materna des de tres generaciones, de cuando las familias duraban en una casa. Mis recuerdos de aquella casa son ambivalentes: aprecio el recuerdo del espacio generoso, el patio enorme, trasero, que lindaba con un jardín asalvajado, paraíso de gatos con pelaje de tigre que cazaban ratones con una habilidad fascinante. Pero en ese piso no todo era luz: sus enormes zonas oscuras estaban repletas de recuerdos trágicos y de habitaciones vetadas, cerradas des de décadas atrás de mi nacimiento, cerradas des de que el abuelo se marchó a la guerra, luego al exilio y luego a la muerte, en Francia, sin pasar por casa. El rastro de dolor y de pena que dejó ese exilio y esa muerte era tan poderoso que ocupaba grandes áreas con su sombra apesadumbrada. Cuando, a los 17, leí la "Casa tomada" de Cortázar, creí entender aquel cuento mejor que cualquier otro ser humano en el mundo entero.

Con el tiempo todos terminamos por marcharnos del piso-panteón de Virgen del Pilar, 15, principal. Mi abuela, la última inquilina, falleció a finales de los ochenta. El piso, alquilado por mis ancestros des de hacía más de un siglo, permaneció algunos años cerrado a cal y canto. Hasta que, a finales de los 90, lo adquirió una fundación para instalar allí su sede. Entre los promotores de la fundación estaba el señor Lluís Maria Xirinachs, por entonces un señor ya algo mayor y en cuya mente se gestaba, por aquellas fechas, la idea de crear un banco solidario, una contradicción de términos que sonaba a locura de iluminado en aquellos tiempos pero que, años más tarde, engendró la matriz del banco Triodos, pero eso sucedió en un país bajo.

Xirinachs fue eso más o menos, un iluminado lleno de ideales y buenas intenciones. Aunque el hombre tendría sus facetas oscuras, aciertos y desaciertos, como todos, su historia es la más parecida a la de un santo medieval de nuestros tiempos, con algunas similitudes con Vincent Van Gogh. Xirinachs tenía algo de místico y de poeta, de mártir, de santurrón, de sabio loco, de exiliado de si mismo. Incluso su muerte, autoinducida, plantea enigmas densos y confusos. Creo que Xirinachs no solo se había leído el Kempis si no que se lo sabía al dedillo y debía ser uno de sus libros de cabecera, tal como lo fue para el protagonista de una novela inmensa de Llorenç Villalonga (aunque, en ese caso, creo que con cierto cinismo). [Dejo una cuestión al margen: ¿los mejores escritores en lengua catalana son los escritores valencianos y/o mallorquines? Y quiero puntualizar que no soy, para nada y bajo ninguna circunstancia, uno de esos pancatalanistas.]

Estoy seguro de que Xirinachs quería imitar al Cristo. Esa era la vía para el perdón y la redención que propuso Tomás de Kempis, el clérigo medieval alemán del XV. Para imitar a Cristo hay que sacrificarse en grado sumo, y no solo ofrecer la otra mejilla ni practicar una imitación metafórica: hay que someterse a la humillación y al escarnio, ofrecerse al dolor, a la represión, a la burla. Hacerlo de veras. Lo de imitar a Cristo puede parecer un acto de vanidad, pero, practicado con mesura quizás no está tan mal. Lo que me sorprende de esa opción es lo otro, es la exhibición del sufrimiento, esa impudicia que tanto gusta a los catalanes cuando se trata de hablar de víctimas, porqué el exhibicionismo del sufrimiento o de la víctima (con intenciones más que espúreas: conquistar el poder, un cargo, una prebenda, una portada de periódico) no puede ser considerada, en modo alguno, una postura cristiana. Y creo que los teólogos me darían la razón.

Por estas fechas vemos auténticas competiciones por ser (o por parecer o por aparecer) como víctimas, y lo vemos en todos los lados de la contienda electoral. Me pregunto qué diría Xirinachs, y que pensará Dios, en el caso de existir, cuando lo vea. También me pregunto qué diría Nietszche, pero eso es otro cantar.

Muchas veces me he preguntado por la curiosa presencia de Xirinachs en la casa en donde viví mi primera infancia, por esa rara coincidencia, y me doy a especulaciones trasnochadas pensando en las dimensiones paralelas y los saltos temporales a través de agujeros transdimensionales: en distintos momentos que quizás se podrían conectar, Xirinachs y yo estuvimos en las mismas habitaciones, hicimos pis en el mismo retrete, tomamos el sol en el mismo patio soleado. ¿Hay en todos los hombres un impulso de santidad? ¿De víctima expiatoria? ¿Es más aguda esta propensión en Cataluña?

He dejado para el final una cuestión apuntada con anterioridad. Lo del banco solidario que pretendía crear Xirinachs, un banco que tenía que ser el reverso de la moneda (perdonen la broma fácil) del banco del señorito Pujol. ¿Cómo casa la fundación de un banco con la voluntad de martirologio? Quizás hay algo también muy catalán en esa contradicción aparente, pero a mi se me escapa.

4 de des. 2017

Hiro Onoda en la calle de las Tapias

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La Calle de las Tapias de Barcelona en 1959. Foto extraída del blog Tot Barcelona.


Hiro Onoda nació el 19 de marzo de 1922, en Kainan (Wakayama, al sur de Osaka). Hiro Onoda fué soldado en la segunda guerra, y ejerció como oficial de inteligencia. Aunque lo de la inteligencia militar suena casi siempre a broma, la historia del teniente Onoda no es ningún chiste si no la historia de un drama de tintes griegos, una historia clásica, intemporal. Una historia universal.

Hiro falleció en Toquio a los 92, el 16 de enero de 2014.

Las vicisitudes de la guerra llevaron al soldado Onoda hasta Lubang, una isla del Pacífico del archipiélago de las Filipinas. Entre las órdenes que debía cumplir estaba la de no rendirse jamás, bajo ninguna circunstancia. O bien suicidarse. Onoda era un tipo serio, disciplinado, y creía firmemente en su emperador y en el sentido sagrado de la guerra. Aislado en la selva junto a un puñado de hombres, Onoda no se enteró del fin de la contienda.

En su avance hacia el corazón del imperio del Sol Naciente, los marines yanquis dejaron atrás la isla de Lubang con su guarnición atrincherada en la selva, ya que Lubang que no era objetivo de su estrategia. De modo que Onoda siguió en pie de guerra hasta 1974, cuando se rindió, por fin, a las autoridades filipinas. No se suicidó. Quizás con la edad acumulada a lo largo de su extraña guerra sin enemigos a la vista, sin tiros ni asaltos, Onoda comprendió que el suicidio no es una buena opción y la rendición algo menos malo de lo que le dijeron al principio, cuando era un joven recluta del Emperador, el que se hacía llamar Soberano Celestial. Con el paso de los años, uno tiende a pensar que la vida, porqué es frágil, es algo que vale la pena conservar y el emperador, al fin y al cabo, solo un tipo lejano, casi invisible, caprichoso, vanidad envuelta en pellejo humano.

Con el caso de Hiro Onoda se podría escribir algo denso, bonito y verdadero sobre la humanidad, sobre el poder de la mentira, de la estupidez, del engaño y del autoengaño, el peso de la ficción y las grandes palabras, la vacuidad de algunas (patria, honor, deber -por ejemplo). Onoda podría haber dado nombre a un síndrome, a una categoría de la psicología o de la psiquiatría. Desconozco si lo ha hecho. Quizás en Japón. O en las Filipinas.

Hay personas que conservan su anillo de matrimonio en el dedo adecuado hasta muchos años más tarde de haberse divorciado. Hay quien anda por la calle con gesto soberbio y altivo aún siendo un don nadie, hay quien acude al comedor de Cáritas con el traje y la corbata de cuando era un digno apoderado el banco. Hay quien se va para Bruselas vestido de presidente cuando es nada. Hay quien, con intención espuria, oculta el anillo de casado. Hay quién emigra muy lejos y una vez allí jura que fue presidente de un país. Hay quien va por ahí contando que es un poeta reconocido cuando en realidad solo se autoeditó un librito con los poemas de la primera juventud. Todo eso es humano.

Luego están los que aseguran comer cada día por los menos dos veces y una de ellas en un buen restaurante, con estrellas. Y los que no comen pero llevan un buen coche en vez de un Dacia, y los que no se duchan pero se perfuman. Los que cuentan aventuras sexuales estratósfericas con hembras o con hombres de bandera. ¡Ay, las banderas!. Esos también son humanos.

Cuando yo tenía 14 años, me fui un día hasta la calle de las Tapias de Barcelona con un amiguete de BUP. No teníamos ni para pipas, así que nos fuimos hasta allá a patita des del noreste de la ciudad. Estuvimos andando más de una hora. Esó sucedió hacia el final de los setenta. La calle de las Tapias era, todavía, lo que fue antaño. Recuerdo las casitas desvencijadas, los portales sin puertas, cubiertos con damascos ajados, y las prostitutas cuarentonas, cincuentonas, sesentonas, setentonas, exhibiéndose ligeras de ropa y tomando el sol ante las fachadas, sentadas en sus sillitas medio rotas y taburetes de tres patas, como de estudio de pintura. Eso era la Barcelona de entonces en el barrio del Portal de Santa Madrona, cuando todavía estaban allí las ruinas de La Criolla (la de Flor de Otoño) y las de Cal Sacristà, que tal vez fue peor que La Criolla porqué casi nadie musita nada sobre Cal Sacristà.

A día de hoy no queda nada del cabaret La Criolla ni de Cal Sacristá, su hermano oculto. Al cabaret le destruyó una bomba deslizada des de un bombardero italiano Savoia-Marchetti. Esa bomba presagiaba las excavadoras y los planes urbanísticos -plan de remodelación, lo llaman- de un ayuntamiento futuro y socialdemócrata (pero eso es otra historia -o quizás la misma).

Al final de los años setenta, la calle de las Tapias no simulaba ser nada. Era lo que era, con todo su dolor, su miseria y su pena a pleno sol, a la luz del día. Cualquiera se daba cuenta de que ese espectáculo crepuscular y triste no tenía ningún porvenir. Mi amigo y yo lo contemplamos des de un extremo, como quién hoy contempla la jaula de los leones en el zoo: eso era el residuo de un pasado extinto que sobrevivía simulando la vida que se le había escapado como el agua del arroyo de entre los dedos.

Con el paso del tiempo, incluso la nostalgia desfallece. Cuando hoy recuerdo mi excursión a la calle de las Tapias con mi amigo Emilio, nos veo a los dos provistos de escafandras, como buzos o astronautas, viajando a otro mundo. Mi recuerdo contiene ya pocas verdades, más ficción que verdad.

Me lo contó alguien hace pocos días: en la calle de las Tapias hay, a día de hoy, un Hiro Onoda catalán. Me dice que será por culpa de una subvención que le subvenciona su distopía. Me dice: en la calle de las Tapias hay un tipo de me recuerda a Hiro Onoda. Hay un tipo que se niega a aceptar la realidad.
-Onoda no se resistió jamás a ninguna realidad -le reprocho- Onoda disponía de su realidad, como yo dispongo de la mía.

Eso es humano, nada más que humano.

La calle de las Tapias siempre ha albergado algo de tragedia clásica, y ese hombrecito que escribe editoriales como sermones, que cuenta el sexo de los ángeles a diario, que argumenta para negar la realidad que sus ojos saltones obervan, no se ha dado cuenta de que se está convirtiendo en el personaje de una comedia que es vieja y no es tragedia. Hay quien se convierte en viejo sin haber sido clásico. Para ser clásico hay que haber sido moderno, y ese hombrecito es, sencillamente, un antiguo.

Pero a fin de cuentas eso también. Eso también es humano.

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Hiro Onoda en el momento de su rendición a la realidad. Tiene 52 años y el gesto serio. Simula dignidad pero es incapaz de ocultar el dolor y la vergüenza.

1 de des. 2017

Un poeta fracasado en Bucarest

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Nunca estuve en Bucarest.

Cuando viví en Lérida, hace ya algunos años, cerca de mi piso estaba la calle a la que todo el mundo conocía por “la calle de los rumanos”, en donde hay un garito llamado Bucuresti, no sé si con algún acento exótico en una o dos de sus nueve letras.

Más de una vez pensé en meterme en el local, fingiéndome distraído o alelado, y pedir un café, con el objetivo pueril de curiosear, observar un poco y largarme pronto, sin levantar sospechas. Los tipos que entran solos en los bares solo pueden ser policías secretos o poetas fracasados por completo. Pero no, no entré nunca en el Bar Bucuresti.

Cada vez que pasaba ante la puerta terminaba por seguir calle arriba, y continuaba andando hacia un destino que ya no recuerdo. Siempre miraba la cristalera del local, invariablemente repleta de banderas y símbolos patrios para impedir la mirada del curioso y seguía para allá. Las banderas, sean del país que sean, suelen usarse para eso, para ocultar negocios turbios.

Muchas veces, eso si lo recuerdo, bajo el dintel del Bucuresti, había dos o tres tipos de aspecto muy rudo, fumando pitillos. Incluso en invierno (y el invierno de Lérida es rotundo, lo puedo jurar) los tipos del dintel cubrían su torso con tan solo una camiseta, siempre blanca, agarrada a su musculatura solemne, las mangas enrolladas hacia el sobaco para evidenciar unos bíceps de gimnasio con olor a sudor soviético. Cabezas esmeriladas, mandíbulas anchas, ojos grises. Esos tipos no fumaban, en realidad, solo mantenían el cigarrillo encendido en la mano para justificar su presencia allí. (El cigarrillo, según descubrí, siempre era de la marca Winston, y pensé que esa debe ser la forma íntima de vengarse del comunismo que usan los emigrantes de aquéllas zonas del mundo).

La calle de los rumanos, en Lérida, lleva el nombre de un poeta catalán del XIX que ya no aparece ni en los libros de texto de literatura catalana de los bachilleres. Es la calle de los rumanos, tal como dije, y el antiguo compositor de églogas y gozos pastoriles se pierde, arrastrado por el fluir de un Danubio muy lejano pero, sin embargo, capaz de arrastrar hasta la mar a poetas catalanes de la Cataluña interior.

En Al-larida también está la calle del Norte, cerca de la estación de trenes. La calle del Norte es la primera calle completamente habitada por los inmigrantes magrebíes. Tiene su gracia, que sea la calle del Norte la elegida por los moros. Dijeron que se iban para el Norte y dieron con sus huesos en esa ciudad triste, gélida, cerril. Calle del Norte. Ese es el norte adonde llegaron, el remitente de las cartas que mandan a sus parientes de las soleadas laderas del Atlas.

Cada vez que me acuerdo -y no se por que razón- del bar Bucuresti en la ciudad de Lérida, pienso en cuando me disponía a cumplir los 50. Algunos días antes de la efeméride, un conocido me preguntó si iba a celebrarlos de alguna manera especial, porqué parece ser que la mayoría lo hacen así: por una parte está la manía de los números redondos y por otra la creencia en que, haber dado una vuelta más a una bola de lava ardiente montado en una piedra que gira, alocada y ciega, es algo digno de celebrar. Los moros, por ejemplo, no celebran los cumpleaños porqué les parece un acto de vanidad (algo de razón llevan).

A la pregunta sobre la celebración de mis diez lustros, respondí casi sin pensar: “Me iré a dormir a Bucarest”. Aunque, en verdad, lo que pergeñaba era seguir más allá de la ciudad, por el curso del Danubio hasta el delta, y contemplar la desembocadura mientras recitaba (leyéndolas) las frases que escribió Claudio Magris sobre aquel lugar, las frases finales de su libro sobre el río. Esas cosas pasan cuando uno cree que lo mejor de la vida es leer sobre la vida y siente que, limitarse a vivirla, es un acto indigno.

Así que no, nunca estuve en Bucarest. Jamás dormí en aquella ciudad. Aunque he soñado muchas veces que lo hacía, unas despierto y otras dormido. Despierto cuando leo “El burdel de las gitanas” de Mircea Eliade o esa catedral de la literatura que es “Solenoide”, del otro Mircea, Mircea Cartarescu. Su apellido lleva acentos raros pero me da pereza consultarlos cuando hablo de sueños o de recuerdos.

Creo que nunca fui a Bucarest y nunca dormí en esa ciudad porqué algo me dice que, de hacerlo, ya no despertaría jamás. Y a esa posiblidad le tengo miedo, tal como es comprensible, aunque no sepa decir, con exactitud, por qué motivo. Vaya embrollo lo de la repatriación, me digo, morir en Bucarest, vaya mala idea. Eso debe ser un lío burocrático de narices, de adjetivo kafkiano bien empleado. La verdad de mis temores, como siempre, es otra. Pero desde luego que no la voy a contar.

Debería haber tomado un café en el bar Bucuresti de Lérida, eso sí lamento no haberlo hecho. A veces me imagino el interior del bar como un lugar oscuro, maloliente, habitado por traficantes de blancas, de drogas o de armas, antro siniestro y peligroso que aviva la glándula del peligro y dispara la adrenalina. Me imagino, por demás, que en el baño podría haber una puerta que comunica con otra dimensión, herética y soez, abominable, a la que solo me asomo un segundo que me basta, aunque infinitesimal, para intuir una humanidad degenerada, animalizada, reducida a la miseria, la amnesia y el canibalismo, de ojos ciegos por tanto vivir en cavernas profundas, asquerosamente emparentada con cierto tipo de insecto parásito.

Otras veces, sin embargo, me veo profundamente decepcionado al descubrir que el local no contiene el menor atractivo y es vulgar, huele a ambientador de pino salvaje o a limón del Caribe (ambos del Mercadona) y solo alberga a un puñado de hombres muy mayores, inmigrantes de las regiones pobres de Rumanía junto a tristes jubilados locales enzarzados en largos y espesos silencios de nostalgia, de cerveza tibia o de rencor.

Lamento no haber vivido durante unos minutos como un tipo que, en vez de ser un poeta fracasado, simula ser un poeta fracasado.

27 de nov. 2017

El independentismo catalán es algo tan español como los toros

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Nunca sabremos, a ciencia cierta, si Franco dejó a España fuera de la segunda guerra mundial por astucia, por dejadez o muy a pesar suyo. Lo que sí sabemos es que habernos quedado fuera de la contienda lo hemos pagado caro. Y eso se percibe. Se percibe en todo, cada día. Hoy.

Se intuye en los dejes fascistoides enquistados en el Partido Popular, en el autoritarismo latente en muchos políticos e instituciones, se intuye en el independentismo catalán, en Forcadell y en Puigdemont. En Marta Rovira. Se percibe en el folklorismo que vive, feliz y esplendoroso, en cada algarada nacionalista, en esa apelación a las emociones más primarias insertada en nombre de la patria. En la ausencia de racionalidad que ilumina, con luz cegadora, los conceptos patrios, ya sea la patria Cataluña o sea España. "España podría desaparecer", dicen unos. "La esencia catalana está en juego", dicen otros. Dios mío: dime tu lo que es la esencia porqué yo, pobre de mi, no lo comprendo, yo, que todavía dudo si la existencia tiene significado alguno (y yo diría que no).

Dios mío: si la existencia tiene imperativos no deben ser otros que convivir, tolerar y, a ser posible, amar. Pero Dios mío, déjame volver al asunto:

Habiendo salido soslayados e impolutos de la guerra europea, los españoles no hemos aprendido lo que aprendieron en el resto de Europa: que el fascismo (y su padre, el nacionalismo) son el mayor peligro que existe para la vida en paz, el mayor problema para la convivencia. La Unión Europea se construyó como un muro de contención, una prevención ante el auge de los nacionalismos en Europa. Con más o menos acierto, con más o menos gracia y con muchos peros, ese es el origen de la Unión Europea: concebir una herramienta supranacional que sea capaz de ponerle frenos al nacionalismo que destruyó millones de vidas.

Ahí está el dramático error que cometió Puigdemont en su huída a Bruselas: no se puede ir al corazón de Europa con un cuento nacionalista, y mucho menos a pedirle apegos. Pero bueno, quizás debo ir más despacio.

Por el hecho de haber salido impunes de la guerra europea, los ciudadanos de España aprendieron no solo que el fascismo es la opción vencedora, si no que también lo es el nacionalismo. No es ninguna casualidad que el bando franquista se denominase el "bando nacional" (contra el "bando rojo" o el "republicano", ojo al dato) y que, a día de hoy, uno de los medios digitales más recalcitrantes de la cosa independentista se titule "El Nacional". O que la palabra "nacional" esté presente en las reivindicaciones de ambas partes. O que alguien afirmase en Cataluña, hace tan solo un par de años, que era más fácil la independencia unilateral que la reforma federal de España (que equivale a decir: es más fácil la guerra que la paz. ¡Claro! Sobretodo si la sangre de esa guerra la vierten los otros mientras yo me zasco unos vinitos del Ampurdán, tan ricamente).

Hay un consenso muy amplio alrededor del término "nacional". Mi abuelo paterno, el franquista (el materno murió en un campo de refugiados republicanos cerca de Montpélier), hablaba con satisfacción del momento "cuando entraron los nacionales", y hoy escucho muy a menudo hablar de la "dignidad nacional catalana".

Y luego hay más datos, otros datos, aunque esos no son datos europeos. Me lo hizo ver (eso y otros asuntos) Francesc Trillas. Se trata del uso de "Nation" y de "State" (y de "Country") en los EUA, un lugar del mundo en donde la confrontación territorial está prácticamente resuelta y ausente del debate público. (Hay independentistas en Texas -¡en donde iba a ser, si no!- pero son unos tipejos curiosos, ancianos entrañables). Sobra decir que en los EUA también hubo una guerra, y huelga decir que la perdió el bando "nacionalista". Y la ganó el federal, el democrático (con todos los salves y los matices que hagan falta). Así, en los EUA, "Nation" es el conjunto de los "States", una opción terminológica que, digo yo, igual favorecería la implantación del modelo federalista en España como mejor vía para resolver los mal llamados "conflictos territoriales". Lo del nominalismo lo inventaron unos sabios medievales, pero su sabiduría no ha sido atendida jamás en nuestra península (solo Juan Ramón Jiménez dijo algo sobre el nombre y el olor de la rosa, que yo recuerde, ya ves).

A los EUA también se fueron de excursión Puigdemont y Junqueras. Del segundo no puedo decir a qué fue, pero del primero sabemos que fue a pedir adhesiones. Otro error de bulto. Quizás debido a haber leído poco sobre historia.

Lo dicho: solo en un país por el que no pasó la segunda guerra mundial se puede concebir que exista ese deje fascista, ese deje nacionalista. Y, en consecuencia, ese uso malintencionado de la palabra "democracia", que sirve para todo: democracia es el término que jamás hemos aprendido bien, aquí. Democracia no es sacar un voto más que el adversario como argumento para aplastarle, ningunearle y quitarle el derecho a la palabra. Democracia significa consenso, diálogo, participación. ¿Consenso? ¿Qué palabra es esa?. ¿Diálogo? El diálogo es un pecado, eso es lo que nos cuentan. El diálogo parece una expresión de la debilidad, y en eso están de acuerdo Puigdemont, Rajoy, Soraya SS, Marta Rovira (capaz de lloriquear ante tal palabreja). Aquí se entiende por "democracia" algo así como "aplastar en las urnas al enemigo", con un uso de las urnas más parecido al de los obuses que al de la participación ciudadana.

Podríamos hablar, también, de carlismo y de primorriverismo, y de todos los males que en este país reflotan y perviven sin desfallecer jamás, nuestros males mal momificados, nuestros males zombis. Guerra de banderas, desfiles con camisetas unicolores, llamadas al honor patrio, al destino, a la historia debidamente tergiversada, balcones y calles inflamadas de banderas. Claro que es de burros desear una guerra, pero habernos librado de la guerra europea (la guerra de las democracias contra los totalitarismos) tuvo un precio muy elevado, y nos impidió comprender el significado de ambos conceptos: nacionalismo y democracia. El primero pretende enfrentar, dividir y vencer. El otro pretende comprender, convivir, consensuar, pactar, perder. Perder, si, perder sin miedo, perder en el sentido de renunciar a los objetivos máximos: ¿alguien cree que la vida misma no es nada más que algo azaroso y frágil, destinado a ser perdido? El uno pretende dificultar la vida en común -algo ya bastante dificil de por si. El otro, facilitarla. Quizás hay quien necesita el conflicto para existir, para sentir que existe con un propósito. Eso es lo que pensaron los nacionalismos de principios del XX: construir la vida sobre el conflicto, darle sentido a través de la lucha de mi nación contra la otra. Los nacionalismos de Europa comprendieron adonde lleva el enfrentamiento nacional llevado hasta el final. El desastre, el horror, la ruina, la muerte. La nada. Los de España, no: en España venció el nacionalismo y eso es lo que hemos acarreado hasta hoy, lo que todavía tenemos que soportar.

Por eso me sonrío (con dolorosa amargura) cada vez que escucho a alguien, en Cataluña, hablando de hechos diferenciales. ¿Saben ustedes cual es el hecho diferencial catalán? Que somos más españoles que los toros. Somos, todavía, los pobres españolitos a los que una de las dos Españas ha de helarle el corazón (o una de las dos Cataluñas, que es lo mismo). Creo que va siendo hora de dejarnos de esencialismos, de banderas y de proclamas patrióticas. Que alguien me cuente que sacó de bueno, en su vida diaria, a costa del patriotismo de la patria que más le gusta.

Yo voy a seguir, tal como vengo haciendo desde hace años, empadronado en la patria de Moby Dick, del Quijote, de Joseph K, de Fernando Atienza y de Iván Bezdomny. Y de otros muchos sin techo, sin patria. Voy a seguir creyendo en la educación y en la prevención.

Educación y prevención contra el fascismo, contra el nacionalismo, contra el odio, contra las fronteras, contra los esencialismos, contra la ignorancia, contra los totalitarismos, contra las banderas, contra la injusticia, contra la desigualdad...

(Dios mío: ayúdame a acortar la lista, te lo suplico).

18 de nov. 2017

La mujer, el soldado y la amante francesa

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A Mercedes le contaron que su marido había huído a Francia, como los demás supervivientes de la 44 División, después de la debacle de noviembre del 38. Alguien que lo sabía se lo dijo:

-Tu marido huyó a Francia, Mercedes.

Se lo soltó así, escueto y a bocajarro, en el mercado semanal. Mercedes estaba comprando patatas. Si de veras eso fue así, sucedió un lunes. En el pueblo, el mercado de la plaza, hoy como antaño, sucede los lunes. En este momento de la historia, Mercedes tiene 27 años, estamos en 1940 y por lo tanto se cumplen dos des de que se casó con el soldado que se marchó por la carretera de Vinebre.

Ofició la ceremonia de la boda un capitán, de pie ante la bandera de la República española y el estandarte de la XV Brigada, que era la suya. Los únicos testigos del casorio fueron soldados, hombres muy jóvenes y la mayoría chavales imberbes con un fusil al hombro.

La noche de bodas fue breve, una instantánea, como un fulgor oscuro en la Vía Láctea, en otoño.

Por la mañana el marido debe ir al frente. Ella, en la madrugada, de pie al final de la calle, saluda con la mano incluso cuando ya no se ve la polvareda más bien escasa que levantó la columna de soldados que se marchó. Mercedes se cubre con una batita azul y gris, unas pantuflas verdes. Piensa que ahora ya es una mujer completa, porqué eso es lo que le dijo su padre sobre las chicas que se transmudan en mujeres tras la noche de bodas.

Y también piensa: ¿era eso, todo? Dios mío ¿eso era todo?

*

La historia, esta historia que te cuento, me la contó un hombre, hace algún tiempo.

El hombre estaba sentado frente a mí.

Otoño de hace dos o tres años. Estamos en el bar del pueblo, te lo digo así porque no hay más bares en ese pueblo del Priorato. El bar de este pueblo es un local amplio y creo que es propiedad del municipio. Hay un patio atrás, un patio enorme con terrazas sucesivas, pero nos hemos quedado en ese interior tan espacioso como desnudo, amarillento, sin más decoración que la enorme pantalla del televisor, al fondo, y por los rincones los ventiladores del bazar chino. En la pantalla hay un partido de fútbol al que, cosa rara, le prestan poca atención los parroquianos. En el patio cae un sol de plomo fundido y solo los fumadores más incorruptibles osan sentarse ahí. Y los marroquíes jóvenes, que soportan mejor que los autóctonos el calor y la explotación a la que les someten sus patronos.

Eso sucedió hace ochenta años, iba diciendo. La 44 División aparece en la conversación varias veces a lo largo de la tarde. De su desbandada tras la derrota en la ribera del Ebro surgen muchas historias y no es que quiera destacar ninguna, pero hoy cuento esta. Cuento esta y no otra porque mientras ese hombre ya tan mayor que tengo sentado enfrente me la cuenta, le descubro un brillo en los ojos que se convierte en lágrimas a medida que desfilan las palabras. Mi interlocutor habla muy bien, me admiro yo en silencio, ese hombre tiene el sentido de la narración metido en el alma.

Y me cuenta: a Mercedes le dijeron que su marido estaba en Francia y que no debía preocuparse: cuando todo se calme, volverá. Eso le dijeron. Volverán todos. Al fin y al cabo él no hizo nada malo ¿verdad? Solo que le tocó combatir en el bando malo. Verás como todo se queda en nada, le dijeron. Esa gente no son bestias, son buenos cristianos y te lo devolverán, ya verás. Eso le prometían. Pero pasó un año sin saberse nada del marido.

Y pasaron dos años, y luego tres años.

Al fin alguien (otro alguien) dijo que el marido de Mercedes no regresaba de Francia porqué se había echado una amante francesa y claro: qué ganas tendría nadie de volver para España si tienes a una francesita encamada.

La noticia de la amante francesa circuló por el pueblo y alguien se encontró en la necesidad de contársela a Mercedes. Parece que tu marido está en Toulouse. Pero podría ser Nîmes, o Marsella, eso no es seguro, vete a saber, él no debe querer que sepas dónde. Eso se lo contaron en la plaza, frente a la iglesia. Eso de lo contaron a Mercedes ante la puerta de la iglesia porqué le habían recomendado que, en ese país renovado, debía acudir a la iglesia por lo menos los domingos. Ella obedeció. Así que eso de la amante se lo debieron contar un domingo. Una amante francesa le retiene en Francia.

Mercedes empezó a imaginarse como podía ser la amante francesa de su marido. Le puso cara. Una cara con el pelo rubio y labios sensuales, algo putones. Piel blanca, un poco rechoncha. A él le gustan las mujeres rubias, blancas de piel y más bien entradas en carnes por lo de las más curvas. Preguntó por nombres de mujer franceses y, de entre los que le sugerían, escogió el de Brigitte. La amante de mi marido se llama Brigitte, se dijo.

Pasaron los años y Mercedes envejeció mientras Brigitte se mantenía tan bella, tan rubia y tan rosada como la primera vez que la vio aparecer en un sueño, cuarenta años atrás. Al cabo de esos cuarenta años, Brigitte seguía siendo tan hermosa -y tan mala, y tan puta- como la primera vez. Así como de su marido podía imaginar como había empeorado por la edad con solo mirar a los de su quinta, de Brigitte nunca percibió ni un solo indicio de merma.

Cuando Mercedes tenía los ochenta y pico cumplidos le llegó la carta. El soldado había aparecido.

Su cadáver es uno de los que están enterrados, pone en la carta, en una fosa común que hemos descubierto. Murió en enero del 39 junto a otros de su División. Tuberculosis, lo más probable, como la mayoría de los soldados que metieron presos en un castillo de Pamplona.

Entonces.... ¿debo entender que mi marido jamás llegó a Francia? se pregunta Mercedes y se lee la carta tres, cuatro, cinco veces seguidas el primer día y otras tantas en los días siguientes y así durante meses, sentada en su butaca del comedor, en la cama, en la taza del váter, apoyada en el alféizar de la ventana.

Al principio, Mercedes se temió que, tras la revelación que contenía la carta, el fantasma de Brigitte la abandonara. Pero no la abandonó, no fue así. Cada noche, como de costumbre, Mercedes y Brigitte se acostaban juntas y hablaban de él, del soldadito español, de la vida en una ciudad francesa de luz bonita, irisada en la madrugada y rosada por las tardes, y de los hijos que tuvo con él, que siempre fue muy bueno con ella porque jamás la pegó ni le soltó una mala palabra, y además un buen padre.

Y buen amante, también, puntualiza Brigitte con un destello pícaro en sus ojos azules y jóvenes para siempre, para siempre.

15 de nov. 2017

Buenos días, soledad


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Querido amigo,

Creo que cuando nos reconocemos pobres y cobardes -humanos y nada más que pobres humanos- es cuando nos comprendemos; creo que me reconozco a mi en la fragilidad tuya.

Así yo, luego de varios años de tener pesadillas con Maricarmen Forcadell, de repente la siento casi casi próxima. En su cobardía y en su soledad. Incluso ese hombre, ese pobre Carles Puigdemont al que llegaron a llamarle Muy Honorable y hoy nada, me parece ahora un pobre hombre al que podría abrazarle con un abrazo de consuelo. Eres un pobre diablo, Carlitos. Como yo. Por fin. Por fin un atisbo de cobardía después de tanta valentía, después de tanto (y tan ridículo) "ni un paso atrás".

Buenos días a la soledad del cobarde, del dudoso, del agnóstico, del tibio, del equidistante. Buenos días, soledad del catalán que se creyó almogávar, guerrero celta, tártaro, aqueo en el sitio de Troya, soldado de Gengis Kahn, Luke Skywalker, Tortuga Ninja, Rosa Parks, Mandela. No eres más que un catalán, uno del montón, cobarde y laborioso, gris. Gente de orden. Quizás tu padre y/o tu abuelo aplaudieron a Franco en enero de 1939, por cobardía y por lo del orden. En la lista de los muertos que defendían Cataluña -lo que quedaba de la España republicana- en el Ebro, en noviembre del 38, hay pocos apellidos catalanes. Consúltalo por si acaso, pero ya lo sabes.

Buenos días, soledad. Bienvenidos a la cobardía y la soledad. Los más cerriles convierten la cobardía de Maricarmen Forcadell en gesto patriótico, en no se qué estrategia, en inteligencia, en quiebro astuto. No. Solo hay la cobardía. La que nos hermana, por fin, después de tanto desparpajo, de tanto Braveheart con barretina. Dicen: es humano que alguien se retracte ante un juez que le amenaza con 30 años de talego. Por supuesto que lo es: es lo que yo haría, y eso que yo jamás me las he dado de valiente. 30 años de talego son muchos. Maricarmen ha hecho lo normal. Me guardo una pregunta: si cuando Maricarmen se retracta es humana ¿qué era cuando juraba que "ni un paso atrás, no tenemos miedo"? Bueno, esa parte voy a obviarla: hacerse el gallito es bastante fácil. Más aún cuando tienes detrás a una multitud abanderada que grita sin cesar: "tírate por la ventana si tienes huevos".

La historia de Cataluña no es una historia de valientes. Lo sabes bien. La catalana no es una historia de hazañas bélicas. La cosa ya empezó muy mal con el rey Pedro, el padre de Jaime I, y su ridícula batalla perdida sin presentarse a ella, y siguió mal con multitud de ejemplos. Ahí está la cobardía legendaria de Rafael de Casanova, el cobarde metamorfoseado en héroe por una comunidad acomplejada: solo una comunidad acomplejada podría adorar la Sagrada Familia de Gaudí, ese horrendo monumento al complejo de inferioridad. Deberíamos haberle contado la historia de Cataluña a Jorge Luis (Borges), creo que habría escrito un buen relato sobre héroes, traidores y cobardes, ensoñaciones y debilidades. Por cierto: estoy por releer el Ernesto Sábato de "Sobre héroes y tumbas". Tu ya sabes.

Es cuando somos humanos que nos comprendemos. Creo que me repito, ¿verdad? En la retractación del cobarde, en el miedo ante un calabozo demasiado profundo, demasiado pavoroso. En el miedo a la pobreza que rezuma Artur Mas por cada poro de su piel cuidada, el que llevó vida de rico des de la cuna, en el terror (incomprendido) de Santiago Vila, aprendiz de Macron ibérico, cuando cierran las luces de la segunda galería y de repente parece vagamente humano a pesar de su lacerante ultraliberalismo autoritario, en el pánico medio oculto o mal disimulado en Puigdemont cuando concede que "hay otras vías para Cataluña aparte de la independencia", viéndose solo y humano, terriblemente humano ante el frío brutal que se abate sobre Bruselas, en donde el invierno avanza sin la clemencia mediterránea, solo ante la ola de olvido que se levanta, oscura e inclemente, presta a abatirle. Se me ocurrió pensar en las tropas de Felipe II en Flandes, en los soldados rasos que iban acojonados a la guerra en tan triste lugar.

[Cuentan que Vila se pasó las horas nocturnas del presidio mirando las manecillas de su reloj y sin pegar ojo, y digo yo que las manecillas de su peluco deben ser fosforescentes además de carísimas, aunque la fosforescencia sea poco elegante y por lo tanto inapropiada en tan selecta muñeca].

Todos nos comprendemos ahora, en la cobardía. Nos empezamos a comprender. Unos dicen que lo de la independencia solo era una broma, pero ya sabes no era una broma: un acto es de broma cuando nos reímos los dos, pero en tu acto solo te reíste tu, que me llamaste facha y españolista por no reírme contigo. Ahora si te entiendo, sin embargo: cuando te veo abatido. Tanto como yo. Tan triste y solo como yo. ¿Era para nada, todo eso? ¿Eran para nada los cinco años de épica y camisetas amarillas a 15 euros, y las embajadas? ¿Era para nada todo el discurso de las urnas? ¿Era para nada que me mandaste a votar en un referéndum imposible y ofrecí mi crisma para que me la rompieran a mayor gloria tuya?. Y las parrafadas sobre la dignidad, ¿qué eran?

Pues si, todo era para nada: como todo en la vida de los humanos.

A lo mejor a partir de ahora nos volvemos a entender y nos hablamos de nuevo. Sabiéndonos solos y cobardes. A lo mejor -ahora sí- a partir de aquí construimos algo entre todos.

9 de nov. 2017

El niño perdido en Bruselas

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A lo largo de los años, trabajando en la docencia, uno conoce a un montón de personas. Son personas (personitas, en mi caso, ya que trabajo en la educación primaria) que algún día pueden llegar a algo. Es más: uno siempre sueña en eso, en que alguno llegue a algo y que, en la fragua de ese algo su maestro haya tenido algo que ver. Uno siempre espera sembrar algo, dejar una huella. Es el sueño (legítimo pero tan egocéntrico como audaz) de los maestros.

Cuando uno trabaja en la docencia le sucede algo muy raro: eres cada año un año más viejo pero las personitas tienen siempre la misma edad. Ese fenómeno, mal llevado, podría conducir a trastornos severos y a caer en la conspiranoia o en la depresión aguda.

Hoy he leído los recuerdos que, de Carles Puigdemont, tiene un antiguo profesor suyo. Dice de él: que era un alumno discreto, buena persona y gris. Que no le sorprendió que Carles dejase la carrera sin terminar y que, sin embargo, si le sorprendió mucho que llegase a alcalde de pueblo. Ni falta que hace contar cuánto se sorprendió, el profesor, cuando supo que Carles llegó a la más alta cota de poder político de su región, esa dolorosa Cataluña que, cuando se pregunta si es nación, se responde por bulerías y ahora por bruselerías.

Veo al antiguo alumno gris paseándose por Bruselas a medida que el otoño se trasviste de invierno, y le veo cada vez más pequeño: eso lo hace el frío. Lo se porqué Carles y yo tenemos casi la misma edad y me conozco lo que hace la llegada del frío en el cuerpo, en esa edad. Cada vez me resulta más fácil imaginarlo jovencito, despreocupado, buena persona, como cuando iba a las clases de filología. No resulta nada complicado descubrir el titubeo apenas oculto en el cuerpo dentro del capote negro, la sonrisa medio rota, la chispa que periclita en su mirada, el cansancio en cada frase que pronuncia, con una fe en la solemnidad y la rimbombancia cada día más ajada, más dañada. No resulta nada dificil ver al niño que fue, ver al jovencito aquel, el que debía esforzarse en las notas escolares, testarudo, quizás con secretas veleidades de poeta. Si: estoy seguro de que Carles quiso ser poeta nacional antes de querer ser autoridad regional.

Un periodista que conoció a Carles, recién llegado a Gerona des de su pueblecito, cuenta lo que recuerda de él: que era un joven solitario, y le recuerda precisamente así, solo y acodado en la barra de un local que estaba de moda por entonces, el Boomerang. En sus discursos hay un intento de lírica bien domesticado y, de esa lírica, Carles deja rastros leves, indicios solo perceptibles para un arqueólogo del lirismo catalán. Eso se lo aplaudo, porqué tanto él como yo sabemos que el lirismo es pecado. Más aún cuando se aplica al patriotismo, ya que en ese caso uno puede caer en un ridículo ñoño e insufrible. Hay un poeta triste dentro del niño que quería ser filológo y se perdió en un laberinto de poder, leyes, abogados, periodistas astutos. El niño que quiso ser poeta es cada día más visible tras ese abrigo, tras la mueca que delata el frío que se abate en esas latitudes oscuras del norte nuboso en donde no existe el concepto de "tarde soleada" ni de "mañana reluciente".

Hubo un poeta catalán que también practicó un exilio raro en Bruselas, Josep Carner. Hace casi cien años de eso. Creo que Carner quiso ser político pero fue poeta. El destino es así de caprichoso (caprichoso: eufemismo de "cabrón"). Y luego está Buenaventura Durruti, ese si que fue lo que quiso ser: revolucionario de vida rutilante, breve, un estallido de fuego, relámpago sobre el agua quieta. A Durruti le mandaron a Bélgica castigado por delincuente, fué expatriado a Bélgica por la justicia de España. Una vez en Bruselas, Durruti, que se aburría mortalmente, decidió divertirse y se puso a hacer lo que mejor se le daba: atracar bancos. (Eso de Durruti no es una mis medias ficciones: lo cuenta muy bien Hans Magnus Enzensberger en "El corto verano de la anarquía", un ensayo fabuloso por lo documentado que está). A Durruti los belgas le echaron de Bélgica y le devolvieron a España, hartos los belgas de soportar las fechorías del asturianocatalán más liante que jamás conocieron. Una vez en España, Durruti lió la revolución que todo el mundo sabe. Durruti era un tipo que salía de abajo, de la miseria. Era un hombre curtido en el hambre, en la lucha diaria, una fuerza de la naturaleza salvaje, como los lobos o los volcanes, un tipo duro, que a los 30 ya había pisado cárceles y se había liado a tiros con la guardia civil por esos barrios de Dios. Carles no es Durruti: mírale bien y descubres esa fragilidad del niño al que le contaron la fantasía de Coelho: que el universo conspira a tu favor si lo crees de veras, con vehemencia. Le dijeron que debía creer que, si estás convencido de tener razón, los demás te van a reconocer tu razón e incluso te van a premiar por ello. Dios mío, creo que debieron contarle eso y él se lo creyó.

El niño de Bruselas empequeñece bajo el frío creciente e intuyo que piensa en la otra vida, la que no fué, la del poeta que deseó ser cuando todavía no le había picado ese escorpión del poder político, ese Saturno con el aguijón dorado y engañoso, disfrazado de palacio gótico y de hotel en la ciudad fría, triste, hostil e indiferente de la Europa, extraña y ambivalente, con ex-nazis y socialdemócratas que andan prestos por las calles que simulan ser París pero no son París, viento helado, nada, soledad, mejillones con papas fritas en un cucurucho de papel para calentarte las manos y te lo comes a regañadientes en la tristeza del cuarto de la pensión.

Mañana por la mañana, Carles se levantará y mirará de soslayo el pedazo de papel manchado de manteca que reposa en la butaca, lo que ayer fue cucurucho de mejillones y papas. Y cuando se plante ante el espejo, antes de disfrazarse otra vez --¡una vez más!-- de político heroico, se dirá: ¿Como habría sido mi vida si hubiese querido fracasar como poeta de una poesía que no escribí, en vez de querer fracasar como estadista de un estado que quizás no existe?


7 de nov. 2017

Carta a un independentista de clase media, medio baja

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Me hubiera gustado más poder empezar esta carta con una de aquellas fórmulas que solíamos usar antes: querido amigo, estimado amigo. Pero ¿para qué andarse con simulacros en los que ya no creemos y que, a esas alturas, suenan solo a tretas socarronas? Todo lo que antes nos unía ahora es fría ironía, pasto de un tiempo ciego dominado por locos.

Sin embargo, todavía se me ocurren cosas que contarte. Hoy, en el trabajo, se ha planteado la cuestión de hacer huelga o no hacerla, en defensa de unos políticos presos en una cárcel madrileña. Por primera vez en mucho tiempo he pronunciado un "no" sencillo pero claro. Y lo he argumentado así: estoy muy cansado, hastiado diría yo, de tener a una clase política que, en vez de trabajar para resolver problemas, los crea, y cuando los ha creado nos pide a los de abajo que les solucionemos los problemas que han creado.

Mientras escuchaba otros argumentos he oído palabras que se destacaban en el horizonte de las voces por ser más altas, más afiladas, más poderosas. País, libertad, democracia, derechos, humillación, intervención, dignidad. Y entonces he recordado las palabras que hablábamos entonces, hace años: justicia social, igualdad, cultura, arte, placer. Como han cambiado las palabras ¿verdad?

Puestos a recordar, me he acordado de la casa donde nací, allí en la callejuela de la Virgen del Pilar, en mitad de los 60. Era una callejuela más bien siniestra o, por lo menos, bastante triste. Diez o doce años más tarde, el hijo del vecino de enfrente, que tenía unos pocos años más que yo, murió por lo de la droga. Antes de hacerlo (lo de morirse a los 17) me había atracado a punta de navaja en el portal, ya que iba tan puesto que no se percató de que asaltaba al vecino.

En mi casa, por aquellos años, éramos bastante pobres. Quizás no miserables, pero sí pobres. Teníamos poco, y nunca me veo capaz de precisar si teníamos un poco menos o un poco más de lo que se considera "tener lo justo". Me inclino por lo primero, y pienso que, si lo dudo, es por el esfuerzo de mis padres en pintar el asunto como mejor podían, en su noble empeño por presentarles a sus hijos un mundo algo menos lúgubre de lo que, en realidad, era.

Eran los años finales del franquismo. Luego asistí al tránsito hacia la democracia. Era demasiado joven yo entonces, pero de haber sido algo mayor estoy seguro de que me habría apuntado a las movidas libertarias que florecían en Barcelona y luego, quizás, a las de Madrid. Aquello debió de ser la leche. Pero más allá de las fantasías sobre una juventud que no sucedió, recuerdo que construí una idea bastante sólida de cual era mi patria: mi patria era tener una buena escuela, un buen hospital, unos buenos servicios públicos en general. Poco a poco, muy lentamente, mi patria se construyó. No solo con lentitud, si no con tropiezos. Había unos tipos, en el norte, que metían bombas y pegaban tiros, esos pusieron un montón de problemas. Pero aún así, construímos un lugar para vivir todos. Me di cuenta de que, si existía algo que le puede dar contenido al "progreso", tiene que ser algo que se elabora con paciencia, entre todos, codo a codo, soslayando diferencias y construyendo afinidades, intereses compartidos.

Por todo eso, y por otras cosas que ahora no conviene sacar a colación, a mi, vuestra idea de la independencia me ha entristecido siempre. Debo reconocer que, en el principio de ese episodio, solo me sonreí y achaqué el independentismo a un capricho de las clases altas catalanas, deseosas de controlar mayores cuotas de poder y asustadas ante el florecimiento de un malestar creciente entre los pobres y los trabajadores. Siempre di por hecho que ningún trabajador, en su sano juicio, podía alistarse a la contrarevolución de los ricos. Me dirás que hay catalanes ricos que se oponen a la independencia y me nombrarás, por ejemplo, a Josep Oliu, y luego me dirás que hay muchos independentistas trabajadores y pobres. Me pondrás ejemplos de esos, también, sacados de entre tus vecinos o familiares, alguno de los cuales lleva tiempo en el paro.

Ahora, en el instante en que me nombras a los independentistas trabajadores y pobres, me sentiré más triste que nunca. Ahora me daré cuenta de que algo se ha roto, y de que lo que se ha roto es una pieza muy importante. Ahora descubriré que, para algunos de la clase media medio baja como yo, la patria es una bandera y un himno. Ya no es una buena escuela ni un buen hospital ni unos buenos servicios públicos. Ni la cultura ni el arte ni nada de todo aquello. Una bandera. Una frontera. Lo que se quiere construir no se pretende construir entre todos si no entre unos cuantos que no necesitan para nada a los demás puesto que se ellos se bastan con ellos mismos, con los suyos.

Y a continuación me dices, henchido de un orgullo sustituto de razón que, si no estoy a tu lado, estoy al lado de los fachas, de los "unionistas", de los partidarios de la dictadura, de los que aplauden la represión y las cloacas del estado, de los ultras, de no sé cuantas cosas más, todas terribles. Eso es lo peor que me ha pasado en muchos años. No me esperaba vivir algo así, a mi edad. He cumplido los 50 hace dos y todo eso me pilla con la energía levemente mermada. Esa merma es todavía incipiente, pero avanzará con toda seguridad, puesto que eso no tiene marcha atrás. Recuerdo una escena de "La mirada de Ulisses", aquella fabulosa cinta de Theo Angelopoulos (¿recuerdas como nos gustaba el cine del director griego?) en la que el protagonista, también cincuentón, ya solo tiene fuerzas para andar hacia la niebla que emana del río Bosna, en Sarajevo, blanca pero oscura, esa niebla que todo lo devora, de la que ya no se sale jamás.

Me siento triste y abatido porqué percibo el aliento del fracaso. De nuestro fracaso. Los problemas de los de arriba me traen al pairo, allá ellos con sus luchas por un poder que ni tu ni yo, jamás, llegaremos a oler. Me duele lo nuestro, la pérdida, que nos hayan separado por culpa de la idea de una patria fantasmagórica, que nos hayan dañado tanto con tan solo nombrar palabras vacías (libertad, país, preso político), y que con ellas hayan invocado la tormenta, el aguacero que se llevó las palabras anteriores. Ya sabes: cultura, placer, arte.

No me voy a extender, porqué no es bueno extenderse en el dolor y la pena. Voy a vivir mi duelo como debe vivirse un duelo: recluído, solo, tranquilo.

Me gustaría despedirme de ti con fórmulas bonitas, de esperanza y de sosiego y de confianza. Pero también iban a parecer falsas, vacías. Nos han vencido con cuatro palabras y con una bandera.

 No se me ocurre una derrota más amarga.


3 de nov. 2017

El exilio


Mi abuelo materno, Miquel Albert Barris, nacido en Figueres en 1901, se exilió de España en enero de 1939 y se fue a Francia, cerca de Montpélier. De no haberlo hecho así, le hubiesen fusilado las tropas franquistas que entraban por la Diagonal des del oeste mientras él salía por la Gran Vía, vía norte. Dice la leyenda familiar que consiguió huir gracias a que requisó (mangó) una motocicleta.

Miquel Albert fué el último comisario político de la prisión de Montjuïc en tiempos republicanos y comprendió, en enero de 1939, que debía largarse por piernas si quería mantenerse con vida. Hizo bien. No iba nada desencaminado, el abuelo: aunque joven e idealista, comprendió cual es la materia del sueño y cual es la materia de la realidad. Comprendió la diferencia que hay entre ambas construcciones.

Miquel Albert ejercía su cargo en virtud de la legalidad vigente en España, y por defender esa legalidad --con armas legales frente a las armas sediciosas-- tuvo que largarse, ya que los golpistas de entonces no se andaban con hostias. Una vez en el sur de Francia, el abuelo dió con sus huesos en uno de los campos en donde se hacinaban los refugiados españoles. Miquel, de salud frágil, no resistió el exilio mucho tiempo: murió en enero de 1941. Dicen que pulmonía, quizás pneumonía, probable tuberculosis. Miseria, en cualquier caso. Pena y miseria y el bacilo de Koch.

En Barcelona estaban su mujer y sus tres hijos. Sin sustento económico alguno. El mayor tenía 9 años. La menor (mi madre), 3. El exilio y la muerte del abuelo, fallecido de pena y de miseria a los 40 años, fue la nube que cubrió el sol a lo largo de de toda mi infancia.

El exilio de los perseguidos es eso. Al menos para mis glándulas entendederas, que lo entendieron de pequeñito.

Así, del mismo modo que pido inteligencia, moderación y respeto cuando se habla de "el pueblo catalán" como si fuese un sujeto singular (y que no me incluyan nunca más en él, por favor: hablen de diversidad, de complejidad, hablen de ciudadanía por lo que más quieran) también pido inteligencia y respeto cuando se habla de "exilio".

No todo vale, ni todo vale en cualquier circunstancia, por más favorable que sea. Cuidado con animar a los enfrentamientos que pueden derivar en guerras, porqué las guerras traen la mala muerte a los mismos a los que no les llega jamás la buena vida. Cuidado con hablar de lo que se desconoce, cuidado con nombrar el horror en vano porqué el horror se ceba con los de abajo.

Hay que respetar las palabras, preservar sus significados. No siempre un político preso es un preso político. (Si un día encarcelan a Messi por saltarse la ley tributaria, ¿será un deportista preso o un preso deportivo?).

Dice uno que la pintura terminó con el Giotto, y otro que la literatura se extinguió tras el Dante. Aunque lo comparto en parte, también creo que quizás sean exageraciones. Pero, por lo menos, respeten las palabras. Digan "exilio" cuando sea exilio y déjense de nombrarlo cuando es fraudulento. Nombren a las revoluciones y al desastre cuando sea inevitable nombrarles y solo si es inevitable. Déjense de simulacros y de simulaciones.

Respetar las palabras es el principio, porqué en el principio fue la palabra. Y es lo último que nos queda a los que no disponemos de la palabra cuando no es hacienda, cuando no es herencia, cuando es nuestra pobreza y cuando debemos defenderla día a día, minuto a minuto.

1 de nov. 2017

Cataluña es una república y los duendes existen

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Cuando era pequeño estaba convencido -con ilusión infantil- de la existencia de duendes, gnomos y hadas. Incluso afirmé haber visto una, en un jardín barcelonés, revoloteando al atardecer, con el sol dorado y bajo. Y una vez vi a un duendecillo, en el Montseny, que correteaba tras unas zarzas y se ocultó entre unas piedras envueltas en musgo.

Años más tarde tuve que admitirlo: no existía ninguno de aquellos seres y solo el poder de mi deseo pueril les hizo visibles. Descubrí que, en realidad, en los rincones del bosque solo había latas de coca-cola oxidadas, colillas y pedazos de papel higiénico. A partir de entonces pasé algunos años leyendo literatura fantástica, ese fue mi duelo y mi consuelo.

El otro día pensé en aquel momento de mi vida, cuando admití que los duendes solo viven en el mundo de la fantasía. Fue el día en que el president Puigdemont proclamó la República catalana y luego se largó a su pueblo sin promulgar ninguno de los cientos o miles de decretos que habrían sido necesarios (aduanas, puertos, seguridad, hacienda, etc). A las pocas horas, Puigdemont y sus consellers fueron destituídos. Los destituidos acataron el cese con sorprendente docilidad. Benet Salellas, diputado de la Cup, dio una rueda de prensa con un aspecto más desaliñado de lo que mandan los cánones de su organización y soltó, tan pancho: "No estábamos preparados". Y Santi Vila, exconseller, explicó con detalles que se habían equivocado en casi todo. Mientras tanto, los enviados del Gobierno español se encargaban de la administración catalana y dejaban la autonomía reducida, jibarizada, como la "Catalunya en miniatura" de los tiempos de Pujol el andorrano. Puigdemont se largó a su pueblo y se lió a vinos, y tanto debió de liarse que despertó en Bruselas con un resacón tremendo.

Ese día pensé en mis duendes perdidos cuando me di cuenta de la reacción que se daba entre la mayoría de los independentistas. Estaban en plena fase de negación. Incluso hay un medio de la prensa digital que alimenta la fantasía y cuenta, sin rubor alguno, que la República catalana avanza a buen ritmo y se auguran grandes hitos. El director de ese medio lleva algunos días escribiendo editoriales en los que, con alambicados argumentos, defiende un delirio bastante cómico en el cual el día es noche y la noche, día: lo que dirías que es un ridículo bochornoso es, según el articulista, una estrategia genial digna de aquel Doctor No versionado por Woody Allen.

Es habitual que, ante la llegada de una noticia muy mala, nos refugiemos en la negación. Que nos inventemos una realidad paralela. La realidad, además, es un concepto difícil de consensuar: los sueños ¿forman parte de la realidad o residen en otra categoría?

Siento pena por mis conciudadanos independentistas, porqué la realidad les está mostrando un paisaje de fracaso estrepitoso y unos líderes ridículos. No debería sentir pena por ellos después de esos años infernales que nos han dado, pero ya ves. Se empatiza facilmente con un humano azotado por ese furioso despertar, ese trágico final del sueño. Los suyos les han engañado durante cinco años, les han jurado que lo tenían todo preparado, que el plan era infalible y que si fallaba había un plan B, tanto o más infalible que el anterior. Les prometieron un país de ensueño y solo era un sueño. Les prometieron un proceso limpio, brillante, lleno de éxitos. Les prometieron la independencia y les dejan sin autonomía. Y prohibido reclamar, porqué todo es culpa del enemigo.

Sigo a algún independentista por las redes y convivo con alguno en el trabajo. Y me doy cuenta de la brutalidad de ese momento. Todavía esperan, convencidos de que eso no está sucediendo, de que el séptimo de caballería aparecerá cuando menos te lo esperas, quizás mientras duermes y así cuando te levantes, mañana, Cataluña será la república prometida y todos felices y perdices.

Le pregunté a uno si se había guardado los tickets de las prendas independentistas que le compraron cada año de esos cinco años a Carme Forcadell y sus chicos de la ANC, porqué igual ha llegado el momento de reclamar. Se lo tomó muy mal, mi broma no era fue nada oportuna. No está bien bromear con quién está en fase de negación y todavía no ha acatado la realidad -tal como el señor Trapero acató su cese, sin rechistar.

Me dan pena los independentistas porqué no veo a ninguno de esos líderes que les han engañado sin compasión alguna durante esos años dispuesto a dar la cara, a pedir perdón y a contar que no prepararon ninguna "infraestructura de estado", ninguna estrategia, nada.

Descubrir que los duendes no existen no significa aceptarlo de buenas a primeras. A la realidad se la comprende poco a poco, con paciencia y con crítica y con autocrítica. Hay que dejarle al tiempo que haga su labor terapéutica. Hay que vivir el duelo. Y después uno puede exigir responsabilidades: a los libros demasiado fantasiosos, a las películas de Disney, a los hermanos Grimm.

Pero en el fondo, hay que admitirlo: es uno mismo el que se presta al engaño, y en cada engaño hay algo de autoengaño.

Me pregunto si llegarán a ese punto. Si pedirán explicaciones a quienes les engañaron y se preguntarán porqué tenían tanta necesidad de vivir en el engaño. Me pregunto si pedirán perdón por haber arrastrado a la mitad de sus conciudadanos por ese largo, penoso y estéril páramo que no llevaba a ningún lado. En nombre de una patria que de repente se esfuma en una tarde de otoño y solo deja un suave olor a flores podridas.

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28 d’oct. 2017

Nosotros y ellos

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Con tanto hablar de "nosotros" y "ellos", un día aparecieron "estos".

"El 30 de agosto, Salvadó [Josep Lluís Salvadó, secretario de Hisenda de la Generalitat] llamó a Raúl Murcia, que es asesor de la Generalitat en materia de difusión institucional, y le explicó que estaba en Sant Vicenç dels Horts con Junqueras. Le dice: “El mes de octubre no hay capacidad, ni tenemos control de aduanas, ni un banco. La cosa no pinta, está muy verde, eso cualquiera que tiene dos dedos de cerebro lo sabe. Ahora bien, a mí me da pánico que si transmitimos las cosas como son en realidad (...) estos no lo acaben utilizando para decir: Junqueras no ha preparado al país para que el 2 de octubre declaremos la independencia”. (La Vanguardia, 28-10-2017).

Me detuve en la mención a "estos". El peligro de que "estos" te acusen de tibieza, de ineficacia, de mentiroso. Posiblemente de "botifler".

"Estos". El terror a los "estos" es el mismo terror que llenó de sudor la frente ocultista del President Puigdemont el jueves 26, cuando decidió echarse al monte tras horas de dudas terribles. ¿Quienes son "estos"? No se trata solamente de la Cup ni de sus siniestros Comités de Defensa del Referéndum" (¡vaya arte en el eufemismo!), se trata de algo mucho peor: se trata de los cientos de miles de personas a los que han azuzado, espoleado, hipnotizado, usado, envalentonado, llenado de esperanzas delirantes y de eslóganes publicitarios durante años. Se trata de que les tienen miedo a los suyos, a los obedientes, los que acuden a las manifestaciones con la camiseta oportuna, los que les aplauden y les votan, los que fueron a votar en el referéndum de los tupperwares, dispuestos a llevarse los mamporros para mayor gloria de los líderes, mientras el trío Puigdemont, Junqueras y Forcadell se escondían hábilmente, con sus escoltas. Para no recibir ni un arañazo. La sangre patriótica mola mucho, sobretodo cuando es la del pueblo. Tienen miedo de la gente a la que han engañado.

A partir de ahora voy a leer con otra mirada los libros de historia. Los libros cuentan eso porqué ha sucedido un montón de veces a lo largo de la historia. Pero para comprenderlo bien debe vivirse, como todo. Para comprender que es hacer el amor hay que hacerlo, no basta con leerlo. A partir de ahora comprendo: que pasa cuando el individuo prefiere ser masa, qué pasa cuando ese individuo deviene masa para obedecer al líder sin fisuras, qué pasa cuando se repite un eslógan pronunciado por un Jordi con un megáfono, qué pasa cuando alguien empieza a creerse el delirio de otro. Me quedan dudas: dudo de que Puigdemont delire de veras. Creo que solo quiere salvarse a si mismo y para ello dice salvar a la patria, ese recurso.  Dudo de que lo haga Junqueras, tipo demasiado oscuro. Quizás delira un poco más de veras Forcadell, que muestra un extraño rictus de heroína trasnochada, visionaria, a medio camino entre la Santa Teresa de Jesús más alucinada y la Agustina de Aragón más kamikaze. Pero incluso así... creo que no deliran, en el sentido de la psiquiatría clínica, digo.

Se hicieron un lío tan gordo con el "nosotros" y el "ellos" que incuso aparecieron "estos", que son de los nuestros pero nos podrían joder tanto o más que los "ellos". Y al final decidieron complacer a los "nosotros" para evitarse los problemas con los "estos", que temen más que a los "ellos". Llevamos un montón de años con gobiernos (de partidos corruptos, para más señas) que en vez de gobernar se emplean, en cuerpo y alma, en satisfacer a los "nosotros". Dicen por ahí que gobernar es perseguir el mayor bien para la mayor parte de los ciudadanos, pero prefirieron satisfacer solo a sus "nosotros". Quizás por culpa de un delirio del que todos acusarán a otro, quizás por una patria jamás vista, quizás, he ahí, para mantenerse en el sillón.

Después de más de 50 años viviendo en Cataluña, las cosas de los políticos de la derecha nacionalista ni me sorprenden ni me sublevan, ni casi ya me indignan. Lo que me jode de veras (y cuando digo que me jode de veras, es de veras) es lo otro: los aplausos, los votos, las multitudes tan dóciles, tan agradecidas, tan solemnes, esas multitudes autoabanderilleadas, tan alegres, tan seguras de sí mismas, esa prensa que repite las consignas (¿a cambio de una subvención?), esas euforias colectivas. Me da miedo la gente que vive aquí. Tengo miedo de mis coetáneos, y entre el miedo y la tristeza estoy hecho un asco. Llevo un montón de horas triste, abatido. Viendo películas antiguas con la actitud del pobre tipo escondido en un refugio antiaéreo. Alguien debería contarles a los muchachos de las banderas que aplauden a unos petimetres que ellos jamás lucharon: ni la democracia -ni tan solo la enorme autonomía- son su juguete particular, porqué son logros de gentes de toda España. Hay algo muy de niño mimado y consentido en toda esa historia. 

Por mi parte, yo jamás me sentí patriota, y ser catalán o no serlo no es nada que me haya importado mucho. Pero ahora las cosas se me han empeorado. Empiezo a sentirme raro, extraño, más cerca de extranjero, más próximo al exiliado. Hay algo de vergüenza, y es una vergüenza nueva. Que "ellos" cumplan con su comedia me parece "normal", pero que mis parientes, mis conocidos, mis compañeros salgan a aplaudirles eso es una tragedia de la que no me voy a recuperar jamás.