El niño Amarillo espera la llegada del otoño con más ilusión que el contable de El Corte Inglés: ambos se frotan las manos pensando en el éxito de sus respectivas campañas: la vuelta al cole y la vuelta a las calles agitadas.
Hace muchos años, un pariente lejano mío, tras leer el libro de Bertrand Russell "Por qué no soy cristiano", se formuló la pregunta ¿como puede ser que haya personas inteligentes que creen en Dios?. No es que fuese una mala pregunta, solo que no está bien formulada. Para obtener una respuesta debería cambiar "inteligente" por "racional", y aún así hay algo que falla. Creo que la pregunta debería preguntar por qué pesa tanto la ficción y lo irracional en la vida. Actualmente, me he encontrado personas que se hacen la misma pregunta, pero sustituyendo "cristiano" por "independentista", o por "españolista", en función de su color preferido (el rojo o el gualdo).
Tan solo unos días atrás, uno de los escasos amigos indepes que me quedan me dijo que había deconectado de España, que ya no le interesaba el asunto. Que se había independizado mentalmente. Cuando la realidad no es del agrado de uno, la mente dispone de varios mecanismos para no vivir en medio del dolor de lo real. Ante la complejidad ingestionable, mejor la simplicidad, más agradable. Una opción es intentar transformar la realidad; otra, aceptarla como es. Y hay más: entre ellas, negar la realidad y construirse una realidad ficticia, un mundo paralelo.
Cuando mi amigo me respondió con la tesis de la desconexión mental, me imaginé a un hombre que le ha pedido el divorcio a su esposa, esta no se lo ha concedido y entonces él practica un divorcio mental. Sigue conviviendo con la mujer pero no se siente casado con ella. Me temo que las consecuencias reales de esta opción deben ser calamitosas para la realidad cotidiana del hombre y de la mujer.
A la sustitución de la realidad por un mundo de ficción se le aplica, a veces, el adjetivo de "infantil", de "pueril". (Y por eso hablo del niño Amarillo). Sin embargo, aunque los niños tienden a menudo a construirse mundos paralelos a su medida, la estrategia no es, para nada, una exclusiva infantil. Salta a la vista. A veces los niños pueden ser más sensatos y más fiables que algunos adultos, lo sabemos todos.
No soy el primero en detectar un extraño infantilismo en el mundo independentista, una fe sin fisuras más allá de toda racionalidad. Empezaron creyendo que la independencia conllevaría la solución mágica a todos los problemas reales de la sociedad catalana, negaron que pudiese haber consecuencias negativas (ni fuga de empresas, ni violencia, ni fractura social ni ná, todo sonrisas) y ahorita mismo, unos años después, están construyendo una república virtual mientras soslayan el malestar en las calles. El promotor de la república virtual es un Conseller de la Generalitat (a propuesta del inefable Puigdemont, claro), aunque ese hombre solo desconecta en parte de la realidad: acepta gustoso cada fin de mes los miles de euros que le paga el estado a cambio de su labor. Por cierto: el Conseller de quien hablo escribió un tuit algo antes de obtener el cargo. Los tuits los carga el diablo, y el se hizo una pregunta: ¿alguien sabe distinguir entre un mongol y un español?. El tuit es lamentable en demasía, pero contiene, otra vez, ese humor simplón y pueril (con perdón de los niños).
El componente infantil del independentismo quedará pendiente de un estudio futuro, que deberán abordar psiquiatras, psicólogos sociales y sociólogos, antropólogos y demás. Como yo no tengo formación en ninguno de estos campos de la ciencia no me voy a inmiscuir, eso sería intrusismo. Solo lo menciono y me pregunto por ello. Me lo pregunto con una perplejidad creciente.
Hace unos días, en plena canícula, Pilar Rahola y Jaime Alonso Cuevillas (el abogado de Puigdemont) hicieron un acto en una bella población catalana del interior. Ella con una blusa amarilla y brillante, y él más bien gris. En un momento del discurso (esos discursos que se vienen arriba por la propia dinámica eufórica que les alimenta), Rahola advirtió de un otoño caliente y dijo "Este otoño os necesitaremos a todos". Yo me quedé con el uso de las personas del verbo, quizás por culpa de mi admiración por el poeta Jaime Gil. Usó personas distintas, puso una distancia. Nosotros no somos vosotros, pero nosotros os necesitamos a vosotros. Pudo haber dicho "allí deberemos estar todos", con un "todos" que incluía la primera y la segunda persona, pero no dijo eso. Señaló las clases, como lo hacen los señoritos. "Os necesitaremos a todos", es decir "nosotros" necesitaremos a "vosotros". Yo creo que ese "vosotros" casi abstracto no lo es: se está refiriendo a los crédulos. Al niño Amarillo que anida en cada independentista. No creo que ni Rahola ni Cuevillas sean infantiles, si no todo lo contrario. Creo que ellos, a diferencia de sus feligreses, son pragmáticos y realistas, pero necesitan de los ilusos para llegar a donde quieren llegar. O para mantenerse en donde están, que no es mala posición.
Eso es una pugna entre realidad y ficción, entre fe y racionalismo. Todos sabemos del peso de la realidad, de lo difícil que es negar lo que nos dicen los sentidos. Pero todos sabemos, también, de la potencia de la ficción y de su influencia sobre el mundo. Contemplen el edificio del Vaticano antes de decidir. O el Taj Mahal o las pirámides de Gizah. El discurso de la fe y el de la razón no se encuentran, aunque haya habido esfuerzos muy loables para juntarlos a lo largo de la historia del pensamiento. Creo que esos esfuerzos fueron inútiles, aunque, en realidad, no pasa nada grave.
Lo malo es lo otro: que el crédulo es fácilmente manipulable. Por eso el niño Amarillo está contento y afilando las herramientas, deleitoso ante el otoño histórico (uno más) que le prometen. Entre prometer una república feliz y un paraíso especial para los mártires hay un palmo de distancia. Lo que me preocupa es lo dicho: que quien promete una república feliz o un paraíso extraordinario no cree en nada. En nada salvo en sus cargos, sus privilegios, su tren de vida. Nada de eso es pueril ni ficticio. Detrás de cada símbolo hay un cargo, como dijo Javier Pérez Andújar. Y detrás de cada cargo hay miles de ingenuos que pagan sus impuestos para alimentar al símbolo y sufragarle la nómina que se debe a su cargo.
Que Dios me pille confesado este otoño.