Las playas son el lugar del amor raudo y, algunas veces, el del principio de un amor lento y duradero. Son el lugar de grandes desembarcos bélicos, de la piel quemada del turista incauto, de la melancolía mortal de Gustav von Aschenbach, de la pérdida del teléfono móvil, del dogging, de las medusas muertas; el primer lugar desde donde se intuyó que la Tierra era redonda, de los buscadores de monedas y donde se varan delfines y ballenas incautas, como los turistas sin ungüentos de protección solar.
La playa huele a crema solar con aroma a coco, a bocata recalentado al sol, a porro de maría, a arena hirviente, a agua salada, a gasoil de pescador, a sardina difunta, a crema solar disuelta en agua salada, a desparrame de cloaca alocada, a lodo de la lluvia de ayer, a sobaco de anteayer -si es verano-, al aceite de masaje de una masajista china que los ofrece a 5 eurillos, al cuero de las botas del policía municipal que persigue a la masajista china. Hay playas que huelen a todo eso a la vez y desafían al olfato de Jean Baptiste Grenouille. Hay playas, muy raras, a las que les llega un olor, diminuto y errático, a flor de jazmín.
En la playa se habla, se calla, se lee, se calla y se lee, se escucha al amigo o a Camela en el loro de los chavales del barrio, o al crío que berrea tres sombrillas más allá. Se escuchan mil y una lenguas y dos mil y uno silencios. En la playa se fornica, se merienda, se desayuna, se cena, se siestea, se hace la digestión, se piensa si uno ya puede bañarse sin temor al corte de la digestión, se pernocta -si no te pillan los pitufos.
En la playa se medita: sobre la amplitud del mundo, sobre los muertos, sobre los recuerdos de otra playa y otro tiempo, los amores perdidos. En la playa uno debate consigo mismo si será que el arte es muy largo y la vida breve o bien la vida muy larga para tan pocos instantes de arte. En las playas se contempla la lluvia de meteoros en la noche de san Lorenzo, la salida del sol o el ocaso, o ambos fenómenos, o los tres -si uno dispone de mucho tiempo y se encuentra a gusto.
En las playas hay quien se bebe una botella de vodka para olvidar lo que pudo haber sido y no fue y hay quien celebra el solsticio de verano con una botella de champán que recogerán, de madrugada, los brigadistas municipales, que para eso están. En las playas se roban carteras y se pierden monedas (las que luego encuentran los buscadores de monedas, provistos de esos detectores de metales que jamás amortizarán). Fue en una playa en donde Charles Marlow se despidió de la civilización para penetrar, luego, en el corazón del horror. En otra, el personaje de Burt Lancaster se dió un revolcón con el de Deborah Kerr, inimitable por más veces que lo ensayes.
En las playas se sueña. Se sueña en mundos mejores, en novelas largas, en novelas breves de ciencia ficción, en proyectos fascinantes e imposibles, en amores fascinantes e imposibles. En las playas se escriben poemas, se miran cuerpos semidesnudos y ensoñados, se pregunta: "oye, ¿tienes fuego?". En las playas se solloza para adentro y se ríe para afuera. O del revés.
En una playa de Badalona me leí, del tirón y en 2003, "El puente de San Luis rey", la novela brillante de un tal Thornton Wilder, de Madison (Wisconsin), que murió en diciembre del 75 cuando yo acababa de cumplir los 11 años. En una de Cádiz -no recuerdo el año-, un librito de poemas de Georg Trakl. En una de Portugal, cerca de Lisboa, una novelita de Mário Zambujal, nacido en Moura.
Todo el mundo tiene su playa. Los que viven en regiones interiores conocen una playa, quizás sin nombre, gracias a una postal, o vislumbrada en la tele, el cine o un sueño. Dicen que la vida del primer animal terrestre empezó por uno marino que emergió. Y solo se puede emerger bien en una playa. En una de sus mejores pesadillas convertidas en cuento, H.P. Lovecraft imaginó a una especie batracia que emergía del mar y andaba por las playas a la búsqueda de mujeres humanas, para procrear a un nuevo ser, medio marino y medio terrestre. Con fortuna discutible, Albert Sánchez Piñol plagió el cuento de Lovecraft en "La piel fría", su novela más aclamada, cuyo escenario es una playa con un faro en lo alto.
Hay playas para el público en general. Hay playas para nudistas, para nudistas tolerantes con los "textiles" y para "textiles" tolerantes con los otros. Playas para familias enteras y bien entendidas, para homosexuales, para gente que acude con perro. Hay quienes protestan por la existencia de esas playas sectorializadas pero se olvidan de que hay playas peores: playas prohibidas porqué son terreno militar, o privadas para uso exclusivo de clientes de buenos hoteles.
Hay playas con chiringuitos ruidosos, con chiringuitos chill out y mojitos, con chiringuitos ruidosos pero con pescaíto frito y mejillones a la marinera. Hay playas, cerca de los aeropuertos, en las que el vientre de los aviones roza la cúspide de los parasoles y escupe en la arena el fuel sobrante de los depósitos de combustible. Hay playas solitarias en un sueño, y en el mito que solo mantienen ciertas agencias de viaje sinvergüenzas. Hay escenas de playa fabulosas en algunas cintas de cine. Hay playas en las que se oye a Mahler o a Chambao depende de como orientes tus soplillos, haylas blancas y negras, sucias y limpias, de piedras o de arena tan fina como polvo de mármol, con barquitos de pesca a modo de atrezzo, con chavales negros que ejecutan esculturas de arena, con niños que buscan conchas como tesoros.
Hay ciudades con playas sobre las que el ayuntamiento ha escrito ordenanzas municipales para pretender creer (¡vaya perífrasis verbal me salió!) que sus playas pertenecen al mundo civilizado. Hay playas en las que los anarquistas desafían dichas ordenanzas, porqué en el corazón de las gentes anida todavía la idea de que la playa es de todos y de nadie, y de que es un lugar que, como la negrura del espacio vacío, la nostalgia, el amor o lo que hay después de la muerte, así como la intimidad del retrete, no admite legislaciones vigentes.
Y luego están las playas de Cataluña (o de una parte de ella), que son un capítulo aparte. De esas playas no me apetece hablar por la pena, la desazón y el dolor que me producen. Por eso puse la foto que encabeza el texto, para que cada uno piense, si lo cree oportuno, en lo que para si mismo son las playas.