26 d’oct. 2022

RICOS Y POBRES

España lleva un tiempo hablando de ricos y de pobres. Empezaron en Cataluña, región que se considera rica (aunque su PIB es igual o peor al de Detroit): Cataluña -una parte de ella- decidió que no quería sufragar a las regiones pobres y que, por consiguiente, deseaba vivir independiente de las regiones pobres. Eso es un espléndido ejercicio de insolidaridad y de ceguera, y es lo que hay tras el "procés", amén de una muestra de supremacismo cultural basado en una superioridad que yo, por lo menos, no puedo comprender que qué se fundamenta.

Siguió la señora Ayuso, profundamente inspirada en la estela de los independentistas catalanes, promoviendo un movimiento de independentismo de la Comunidad de Madrid bastante bochornoso y muy lamentable, aunque con buenos resultados electorales.

Ahora aparece un señor gallego un poco confundido, azorado y bastante torpe, y también nos habla de ricos y pobres. No creo que este señor de Galicia sepa mucho de la pobreza, pero eso no me sorprende. Su partido actúa como un lobby más que como un partido, y jamás al Partido Popular se ha intuido el más mínimo sentido del estado. La igualdad es un ideal antiguo, no es una moda. Y es uno de los pilares del estado del bienestar: eso no se discute. Sin estado del bienestar no hay democracia que valga.

Quizás los catalanes llevamos algo de ventaja en la carrera hacia el desastre, y por eso sabemos que el nacionalismo de derechas es lo más opuesto a la democracia y al bien común. El Partido Popular, ese partido escandaloso y corrupto, no tiene nada que ofrecernos ante la situación actual: sus propuestas solo son una invitación al abismo: ¿bajar impuestos? ¡Hay que ser muy cafre para pedir eso ahora, y más aún con el argumento pueril de "poner unos cuantos euros más en el bolsillo de los españoles". ¿A quién pretenden engañar?

Quienes vivimos de un sueldo y no tenemos hacienda sabemos muy bien lo que significa la propuesta de la bajada de impuestos. Quienes vivimos de un sueldo sabemos que nuestra única hacienda son los impuestos. Es decir, la cobertura de los servicios públicos que se sostienen con nuestros impuestos.

Se lo contaré de otra manera: quiero ser pobre y pagar impuestos. Y por eso he votado y votaré a esa socialdemocracia, y por eso soy de izquierdas con todas las contradicciones. Las contradicciones son muchas. Pero no tengo alternativa. 

Estudié con una beca por las rentas muy bajas de mi familia.

Estoy vivo gracias a la Seguridad Social.

Mi padre murió murió tras ser desahuciado por una mutua privada que promocionan los futbolistas del Barça: la enfermedad de su padre nos sale muy cara, me dijeron. Lléveselo de aquí y métalo en la sanidad pública, me dijeron.

Doy clases a unas alumnas que estudian gracias al sistema público y confío ciegamente en este sistema y en ellas. (La alternativa es infame). Quiero pagar más impuestos para asegurar el éxito de esas alumnas, para aumentar la inversión pública y para prestigiar la enseñanza pública. No pido que me aumenten el sueldo.

La sociedad solo puede ser democrática cuando trabaja para la igualdad. Y más allá: para la equidad.

La izquierda debe hacer mucha reflexión y debe enfrentarse a sus paradojas, contradicciones y tonterías. Pero no hay alternativa. Lo que propone el señor gallego es un suicidio colectivo. Las clases medias debemos estar dispuestas a sacrificarnos. Y las altas deben sacrificarse un poco más, como es lógico. ¿No se sacrificarán por su amada patria esos ricos tan patriotas? Si no les gusta eso, los ricos pueden trasladarse a Madagascar y pueden envolverse en la bandera de Madagascar para hacerse un selfie patriótico.

23 d’oct. 2022

LA LEY TRANS Y LA COEDUCACIÓN SECUESTRADA

Me meto en un berenjenal a consciencia. Me encuentro en buenas condiciones físicas y mentales. Quizás no debería entrar en ese jardín, pero a veces son los jardines los que te llaman y entonces hay que entrar en ellos. Sigo pensando en que la ética no es una opción, ni lo es mirar hacia otra parte. Aunque sea más cómodo mirar el paso de las nubes que las cosas humanas.

Les confieso algo, y lo confieso con pudor: no me atrevo a opinar públicamente sobre el asunto Trans y mucho menos sobre la llamada "Ley Trans". Mi opinión, a fin de cuentas, no tiene ningún valor más allá de ser la opinión de un ciudadano más, uno de esos con los que nos cruzamos por la calle, cada uno a su quehacer.

Pero como uno trabaja en la educación y es militante muy convencido de los valores de la coeducación, por fin me decido a expresar algo. Sin embargo, lo haré a través de otra persona. Es decir, mediante el gesto de recoger la opinión de otra persona, mucho más fiable, documentada e interesante que la mía.

En muy pocos días saldrá a la luz de los anaqueles de las librerías "La coeducación secuestrada", un libro coral coordinado por Silvia Carrasco, profesora de antropología de la UAB y con un larguísimo currículum en la militancia feminista, una profesora de quien he seguido sus trabajos durante mucho tiempo. Es decir: para hablar del asunto Trans, prefiero cederle la palabra a una mujer con larga tradición feminista. No vaya a ser que me acusen de cometer mansplaining, de machista infiltrado o, ¡como no!, de facha.

Así pues, les copio el texto que promociona el libro, todavía pendiente de publicar. Pero muy explícito. En cuanto lo tenga (lo he adquirido en pre-venta), quizás sí me atreveré a escribir una reseña. Mientras no llega este momento, ahí va:

La coeducación, la herramienta feminista clave para luchar desde la escuela contra el patriarcado que persiste a pesar de las leyes que nos declaran iguales, ha sido secuestrada.

Lo que parecía un renovado interés por la coeducación por parte de gobiernos de todo signo es en realidad una suplantación para introducir las ideas transgeneristas reaccionarias en todas las etapas educativas. Inspiradas en la teoría queer y aparentando una intención transgresora y liberadora, sostienen la existencia de una infancia y una adolescencia trans, que se basa en otra ficción transmitida ahora desde la propia escuela: la idea de que se puede cambiar de sexo, que se puede nacer en un cuerpo equivocado y que ser mujer u hombre es un sentimiento. En las comunidades autónomas se han ido aprobando normativas que convierten la ideología transgenerista en la nueva verdad y establecen sanciones para el profesorado y las familias que dudan o discrepan del «autodiagnóstico» infantil y adolescente y de sus «identidades sentidas». Cuando otros países ya dan marcha atrás, en España aumenta el daño irreversible con tratamientos hormonales y cirugías a un número creciente de menores, especialmente chicas, que se declaran trans tras su exposición a estas ideas, y se convierten en dependientes de la industria farmacéutica.

Pero las autoras van más allá. Argumentan que esto no es una moda ni obedece solamente a intereses económicos inmediatos: forma parte de un proyecto para el cual los derechos de la ciudadanía y, más aún, los derechos de las mujeres y de la infancia, son un estorbo. La abrumadora propaganda que difunde y apoya el transgenerismo y la exclusión de las voces críticas en los medios resulta, como mínimo, inquietante.

21 d’oct. 2022

NO PENSABA QUE LA VIDA FUESE ASÍ

Nasreen tiene dieciséis. El azar nos ha puesto de nuevo a ambos en el mismo sitio, pero en otra parte.

La conocí cuando ella tenía 8 y era una niña de segundo de primaria, alegre y algo alocada. Siempre estaba contenta y solo quería cantar y bailar. Entonces nos encontramos en un colegio en donde pasé algunos años de maestro. El barrio es muy pobre, de muros desconchados y ascensores añadidos por la parte de la calle, coches quemados, paro y trapicheos. A veces aparecía la policía, cerraban las salidas del barrio y organizaban una exhibición de fuerza y poder que duraba un par de horas, dos horas de miedo para el vecindario. Luego se largaban hasta dentro de dos meses, en que representaban su función otra vez.

Pasaron ocho años y coincidimos de nuevo. Durante este tiempo yo abandoné la primaria y pasé a la secundaria. Ahora nos encontramos en un Instituto de otro barrio, al otro lado de la misma ciudad, en la periferia opuesta. Los mismos bloques, los mismos ascensores, paro y trapicheo. Y luces azules de vez en cuando, para escenificar por un breve rato quien manda aquí.

Ahora Nasreen, sentada ante mi, me mira con sus ojos azabache y me dice esto, con un tono cansado y monótono:

-No pensaba que la vida fuese así.

Poco antes del confinamiento, su madre se sintió incapaz de mantener a las tres hijas. El padre las había abandonado y ella no dispone de recursos conocidos. Mandó a Nasreen con unos primos del Pakistán. Llegó la pandemia y Nasreen se vio encerrada con unos familiares lejanos. A los trece años, los primos vieron en ella a una mujer terminada y lista para el uso. Nasreen es menuda y la huella de la desnutrición y el desastre está en cada centímetro de su piel, y en esas cicatrices del antebrazo.

Miro sus ojos. Pero solo veo una sombra. No hay rastro alguno de la niña sonriente que cantaba y bailaba. La niña que cantaba y bailaba fue abolida. Quizás solo sea un recuerdo falso en mi mente.

A su regreso de Pakistán (ni ella misma sabe como consiguió salir de allí) terminó en manos de los Servicios Sociales, que le quitaron la custodia a su madre por dejación y la ingresaron en un centro de menores. A los pocos meses ella se fugó. Vagó por nadie se sabe qué lugares (ni ella misma lo sabe) hasta que regresó a casa de su madre, que simplemente le permite estar ahí. Ahora intenta reengancharse a los estudios. Mientras hablamos me fijo en su mochilita de estudiante colgada a la espalda: el instituto es el último asidero. La sombra que ha caído sobre sus ojos crece lenta y segura.

-No entiendo que es lo que he hecho mal, yo pensaba que lo hacía todo bien. Pero todo ha salido mal.

Nasreen piensa que ha fracasado. Todavía no sabe que es el mundo quien ha fracasado.

Luego, por la noche, cuando regreso a casa, su voz vuelve a mi como en un ensueño, y resuena dentro del coche que me lleva a través de las luces led de los semáforos, los escaparates, las pizzerías de donde parten motos cargadas de comida, los anuncios, las gasolineras con sus carteles informando del precio con dos o tres decimales, los patinetes con batería, señores que pasean perros, grupos de jóvenes a la búsqueda del viernes noche. La civilización. No pensaba que la vida fuese así.



18 d’oct. 2022

SER FACHA EN CATALUÑA

Unos días atrás, y a propósito de un texto que colgué aquí, alguien me dejó este comentario: es muy raro (y encomiable) que defiendas la opción antindependentista des de posiciones de izquierdas. Y es cierto: no resulta habitual cuestionar el independentismo desde la izquierda, ya que a menudo la izquierda se calla, mira hacia otra parte o simpatiza, y le cede a la derecha más retrógrada el papel de la oposición.

Un fenómeno muy conocido en cualquier conflicto es el intento de eliminar la moderación des de ambos extremos, con el objetivo de tener un conflicto basado estrictamente en los extremos más opuestos: en este caso, a los catalanes constitucionalistas pero no españolistas, críticos con los esencialismos y las patrias sagradas, opuestos a la mitomanía de Pelayos y Guifrés, nos han ido desplazando hacia lo invisible.

Hace unos años, un independentista me dijo: -Con el tiempo vendrás a nuestra trinchera. Sonó como una maldición a mis oídos. Y sabe Dios que no lo hice ni lo haré, pero ambos extremos han hecho lo posible por sacar el debate de sus cauces racionales y democráticos, y llevarlo a rastras hacia lo radicalizado, hacia el punto de no retorno. 

Hoy, es muy fácil ser facha en Cataluña cuando uno no se manifiesta independentista: la izquierda (determinada izquierda) creyó ver en el independentismo un atisbo de rebelión legítima, de progresismo y de radicalidad democrática. Pues bien: el independentismo es todo lo contrario. Es un movimiento profundamente reaccionario, conservador y antidemocrático. En sus fuentes están el racismo, el clasismo y el supremacismo cultural, ideas muy difíciles de casar con el pensamiento progresista y emancipador. 

No me dejé llevar por esa insensatez y miopía peligrosa, y sostuve (y sostengo) que una persona de izquierdas es incompatible con una persona nacionalista. Y mucho menos partidaria de la independencia. Sin embargo, a los dos extremos les conviene borrar esa posibilidad. El botifler es un facha, tras un ejercicio barato y simplón de pereza mental.

En el otro lado del asunto está lo que sigue: cuando alguien se manifiesta aquí contra el independentismo, automáticamente se le atribuye una simpatía hacia las posiciones de la derecha españolista, a quien se le ha regalado la oposición al secesionismo. Y entonces llegan los disgustos: muchas personas, por las redes, han inferido que simpatizo con las ideas del escandaloso y corrupto Partido Popular, con el lamentable Vox o con el Ciudadanos de la segunda ola, el crepuscular y escorado (incomprensiblemente) hacia una derecha muy poco liberal.

A mi modo de ver, este desastre tiene un culpable evidente: la estulticia de esa izquierda que se confundió y simpatizó con el independentismo, sin darse cuenta de quienes son sus líderes, sus eslóganes y su ideología: es falso que el independentismo haya sido transversal, tal como leo (atónito) muchas veces. En esa confusión de consecuencias dramáticas veo, muchas veces, la parábola de los ciegos de Brueghel. Un tuerto dijo que el independentismo era progresista y los ciegos le creyeron. Ahora están en el barranco.

Si la izquierda socialdemócrata no quiere terminar en el mismo barranco, debe soltar ese lastre y recordar los principios de la ilustración. Cuanto antes mejor.

16 d’oct. 2022

TURULL ANTE EL PELOTÓN


De los periódicos: Turull compara al pelotón de fusilamiento que mató a Lluís Companys en 1940 con el tribunal que le juzgó a él en 2019.

Digan lo que digan los neurocientíficos, la inteligencia no está repartida por igual entre la especie humana. Solo sabemos que todo el mundo dispone de un cerebro. Lo que hagamos con él ya es otro cantar. 

Hay quien usa el don de la inteligencia para hacer el bien a los demás o a sí mismo, quien lo usa para hacer el mal a los demás o a sí mismo y hay, también, una clase de individuos que lo usa para hacer el mal a los demás y el bien a sí mismos. En esta categoría encontramos a muchos conocidos del mundo de la política: cuánto peor para los demás, mejor para mi.

Mi última referencia es el señor Jordi Turull, a quien se le ha ocurrido comparar el tribunal de un país europeo y democrático llamado España con el pelotón de fusilamiento de una dictadura. Turull quiere presentarse como un mártir aún estando vivo: ¿se puede ser mártir y a la vez dirigir un partido político? Haría bien, el señor Turull, en informarse del significado de "mártir", que está al alcance de cualquiera.

Cada vez que leo una estupidez pronunciada por un político me asalta la misma duda: ¿lo dice por ignorancia o por mala fe? ¿Es posible que concurran ambos factores?

Me llevo las manos a la cabeza. Me pregunto, luego, si no será que Turull necesita titulares a toda costa, una vez ha olido la irrelevancia que le espera en las sombras. Alguien me cuenta: no deberías hacerles caso a esa gente, te preocupas demasiado por unas personas irrisorias, muy pequeñitas, quizás no deberías pensar tanto en los políticos catalanes. Ni siquiera tanto en Cataluña.

También me cuentan: jamás sabremos distinguir entre Turull y Rull, hay quien dice que son dos cómicos crepusculares, pertenecientes al Trío Tururull, que ya nadie recuerda.

Sea como sea, por mala fe o por ignorancia, el señor Turull asistió al acto de homenaje a Lluís Companys, fusilado por el franquismo, y comparó el pelotón de fusilamiento con el tribunal que le juzgó a él hace unos añitos. Hay que puntualizar: Turull fue condenado a 12 años de prisión e indultado a los 2. Indulto contra el que el juez que le condenó ni tan siquiera se ha pronunciado. El juez Marchena es mucho más ejemplar y democrático que el señor Turull, le pese a quien le pese.

Hay algo oscuro en todo el asunto: resulta incomprensible que Turull acuda al homenaje a Companys. De haber coincidido en el tiempo, Turull y Companys hubiesen sido incompatibles, profundamente enemigos. Companys era un señor de izquierdas que simpatizaba con el anarquismo. Turull es muy pero que muy de derechas y representa, justamente, aquello contra lo que luchó Companys durante toda su vida. De haber coincidido en el tiempo, Turull hubiese aplaudido hasta rabiar el fusilamiento de Companys.

La política catalana está embarrancada en un lodazal infame y este episodio es otra muestra de ello. Nadie se atreve a pronosticar cual podría ser la mejor salida a ese embrollo. Nadie espera, tampoco, que ninguno de los políticos nacionalistas actuales consiga reunir el valor suficiente para proclamar el fin de la estupidez, nadie parece dispuesto a proponer algo inteligente que facilite la salida del atolladero. Los nacionalistas se han lanzado a la barbaridad como insomnes desquiciados, atrapados en la parálisis del sueño independentista. El nacionalismo no solo es la muerte, como diagnosticó Mitterrand: también es la estupidez. Sublimada por el brillo de la bandera.

El mensaje del señor Turull se suma a la ola antidemocrática que recorre Europa. Si como alguien dijo, Laura Borràs se parece a Macarena Olona y esta a Giorgia Meloni, Turull se parece a Salvini y a Abascal, empeñados en un discurso chapucero cuyo único objetivo es derribar el pensamiento ilustrado y democrático. La estupidez suele ser peligrosa y además -lo siento- no tiene la menor gracia.

12 d’oct. 2022

LA NOCHE DE LOS PREMIOS LITERARIOS MUERTOS

Anuncio del premio, con error tipográfico criminal incluido. Así están las cosas.

Con el bienintencionado (y obsesivo) objetivo de promover la lengua y la cultura, en Cataluña hay más premios literarios que escritores. Se trata de promocionar a esa figura entrañable: el letraherido, el lletraferit. El lletraferit es esa persona que, aún sin haber leído ni estudiado demasiado, siempre le ha dado por escribir poesías y cree que son muy pero que muy buenas. En mis tiempos mozos conocí a muchos lletraferits e incluso yo lo fui durante un breve periodo de tiempo. 

Uno suele empezar a escribir poesía de muy joven, con intención copulatoria, aunque a muchos esa premura se les pasa con el tiempo: encuentran otras estrategias o, simplemente, satisfacen su impulso y se dedican a trabajar, a ver el fútbol o a ganar dinero. Sin embargo, hay un residuo de personas que persisten en su adolescencia y la cronifican entre verso y verso. Esos son los que se presentan a los premios literarios de Vilafranca de l'Arquebisbe, Sant Ferriol d'Entremón o Sant Prepuci de Baix. A veces ganan el premio y publican un librito que nadie lee, pero que ellos mandan por correo postal a determinadas amistades, con un sello real, todavía con la esperanza de obtener la consolación primigenia.

Los premios literarios pueblerinos se publican, invariablemente, por el convenio del consistorio con alguna pequeña editorial, tan pequeña como crepuscular y siempre al borde de la bancarrota. Todo lo que rodea al premio es el discurso milenarista de lo catalán y terminal, ese victimismo ploramiques y pesetero sin el cual no se puede comprender nada de Cataluña.

Eso es una herencia de los tiempos de Pujol, el presidente que odiaba la cultura y solo quería ver un poco de cultureta en su hacienda, que es lo que más les gusta a la menestralía rural de este país carlista. Es cierto que todo el embrollo deriva de los poetas de la Renaixença y de aquellos Jocs Florals que, de forma casi inverosímil, todavía se celebran. El esquema mental de los Juegos Florales persiste en este presunto país, anclado en la niebla tenebrosa de un pasado imaginario de condes, de puerilidades pastoriles y de delirios soberanísimos y muy solemnes.

Hace poco me di de bruces con el premio de novela "Margarida Aritzeta". Cuando lo leí me dio un respingo: hace años conocí a Aritzeta y, al ver que un premio llevaba su nombre, pensé que la señora murió y habían convocado un premio en su honor. Me equivocaba. Margarida Aritzeta está viva -siempre según la Viquipèdia. Quizás ya no quedan muertos para tanto premio y hay que empezar a tirar de escritores vivos, aunque sean de la tercera fila empezando por el fondo.

La trayectoria literaria de la señora Aritzeta es más bien discreta, por lo que uno se sorprende todavía más de tal iniciativa. Tras unos inicios de eterna promesa inconcreta, Aritzeta estuvo décadas en silencio. Hace poco alguien la repescó para la novela negra, aunque tras leer una de ellas me llevé las manos a la cabeza: si eso es novela negra más vale que Hammet no levante la cabeza de su tumba: lo de Aritzeta es gris. Acaso gris perla.

Vamos a dejar en paz a la noble señora: nuestro mal no quiere mucho ruido. Los premios literarios catalanes crecieron sin freno ni vergüenza durante los años más oscuros del pujolismo y se multiplicaron durante la década nefasta del independentismo rampante. Se puede formular la hipótesis de que ahora, con el fin del procesismo y el descalabro que se avecina, esos premios rurales irán en descenso. Eso sería una buena noticia para la cultura universal incluyendo a la catalana.

Y será, sobre todo, una buena noticia para los árboles que se librarán de ser talados para convertirse en papel: jamás el mundo vegetal hizo tan gran sacrificio, tan inútil y tan gratuito como el que hicieron para publicar los premios literarios catalanes. Del fin del procés se alegran incluso los pinos. 


9 d’oct. 2022

¿CONOCE USTED A JORDI BALLART?

(Imagen de El Punt Avui)

Se acercan las elecciones municipales y en el alterado paisaje político catalán, alterado y ajetreado, puede suceder cualquier cosa. Yo solo les voy a contar una porción muy pequeña de ese rompecabezas pervertido por el nacionalismo y los esencialismos, que le añaden dosis de inverosimilitud a mi desdichada región autónoma.

En la ciudad catalana en donde vivo, que oscila entre la tercera y la cuarta por número de habitantes -en una pugna inane con Badalona-, se presentará de nuevo el señor Jordi Ballart. Ballart es de esa clase de políticos anfetamínicos especialmente en las redes, en donde su presencia es constante y abrumadora. Ballart es de esa clase de políticos que, como Trump y tantos otros, no pueden distinguir entre lo privado y lo público y que, por consiguiente, en sus cuentas como alcalde hablan lo mismo y sin distinción alguna de presupuestos públicos que de problemas personales y familiares, de plenos municipales que de enfermedades propias. Un signo inequívoco del populismo que nos asedia.

El señor Ballart lleva casi tres años en su cargo, pero su presencia mediática es tan constante como abusiva, y uno diría que ha estado en campaña electoral permanente y que se ha valido de todo aquello que ha tenido a mano. Durante muchos meses, el alcalde usó sin tapujos ni filtros la enfermedad de un familiar suyo para presentarse como un hombre ejemplar y digno de admiración: más que admiración, el alcalde exigía compasión y chantaje emocional, con una exhibición impúdica, casi obscena, del dolor. Cada vez que alguien osó recriminarle esa exhibición y esa impudicia, su entorno arremetió con inusitada fiereza, y nos acusó de inhumanidad a quienes le reprochábamos el uso espurio del dolor. Yo viví por dos veces la enfermedad más cruel en mis seres más queridos, pero jamás se me ocurrió usarla para ganar algo.

Pero uno debe volver la vista hacia atrás, y recapitular en la historia del señor Jordi Ballart. Jordi llegó a concejal por el PSC en unas elecciones municipales añejas y, cuando el alcalde cesó para incorporarse a otro cargo, obtuvo -de rebote, pues- el puesto de alcalde. No tardó mucho en acontecerse el momento más álgido del "procés", con sus engaños y sus ocurrencias y, por fin, con la aplicación del artículo 155. Y entonces, el señor Ballart decidió dimitir de su cargo con el argumento de que "el PSC no me representa", un argumento descacharrante donde los haya: quizás el señor Ballart no había comprendido nada sobre representatividad democrática.

Tras su dimisión, otro concejal del PSC asumió la alcaldía. Durante el tiempo hasta las siguientes elecciones, el señor Ballart construyó una plataforma política en la penumbra, un engendro denominado "Tot x Terrassa" a imitación del engendro de los nacionalistas que crearon "Junts x Sí" y luego "Junts x Cat", ese partido con aspecto de movimiento que hoy controlan un prófugo y una imputada por corrupción y que acaba de salir del gobierno autonómico.

El señor Ballart nos sorprendió a todas y ganó las elecciones con un equipo de "celebrities" locales de nula experiencia en la gestión de lo público, y cuya nulidad es tan apabullante como vergonzosa: tan grande es la inoperancia de su equipo que durante esos dos años y pico de mandato municipal no ha tenido otro remedio que ceder infinitas competencias a su socio en el gobierno municipal, una ERC de escaso nivel pero que, aún con su escasez, es más competente que el lamentable equipo de celebridades reunidas bajo el paraguas anómico y anémico de "Tot x Terrassa".

El señor Ballart se presentará de nuevo, supongo yo, y pretenderá revalidar una legislatura inane, plagada de inconcreciones y de excusas delirantes por tantas promesas incumplidas, por su incapacidad y sus excesos populistas, por sus excentricidades egocéntricas rayanas en el trastorno narcisista y su Facebook bochornoso. Quizás se presentará con un equipo renovado de celebridades locales, fichadas a última hora entre colectivos folklóricos y vecinales. Mostrará otra vez, supongo yo, su egocentrismo como arma política.

Una antigua compañera de trabajo me lo contó: "mi abuela no había votado nunca, pero votará a Jordi Ballart porqué le felicitó el cumple en Facebook".

EL INFIERNO, O CATALUÑA

HELL, OR CATALONIA

EN EL OTOÑO DE 2014, en el período previo a lo que comenzó como una "declaración de soberanía" o, en términos sencillos, un referéndum sobre la independencia catalana, yo vivía en Girona, considerada por muchos como el corazón de la Cataluña auténtica, en contraste con Barcelona, con su mayoría hispanohablante y sus hordas de turistas y trasplantes argentinos e italianos. Un día mis caseros —él, Mosso d'Esquadra y ella, funcionaria de la administración local—, nos invitaron a mi mujer y a mí a su casa de campo para una calçotada, una comida tradicional de celebración de cebollas verdes y carnes a la parrilla. Mientras bebíamos vino, les pregunté qué pensaban del giro que había tomado el movimiento independentista bajo el entonces presidente de Cataluña, Artur Mas. No dudaron en afirmar que votarían “Sí/Sí” a las dos preguntas que figurarían en la papeleta: “¿Quieres que Cataluña sea un estado?”. y “¿Quieres que este estado sea independiente?”

Cuando les pregunté sus razones, la esposa respondió: “No siempre nos sentimos así, pero ahora es demasiado. Simplemente no podemos soportarlo más”. Nunca especificó claramente. Para mí era evidente que el auge del sentimiento independentista en los últimos tres años era fruto de la crisis, la espectacular implosión de la economía española en 2008, agravada por la mala gestión del corrupto y escandaloso Partido Popular, que había seguido el guión de la UE de generosidad para los bancos y austeridad para la gente común. Cataluña es una región rica, aunque no tanto como aparenta (su PIB es similar al del área metropolitana de Detroit) y muchos tenían la idea de que en lugar de desembolsar dinero de los impuestos para rescatar a los prestamistas corruptos, podrían hacer las maletas y ir solo, en el proceso de proteger una lengua y un patrimonio cultural que rara vez ha gozado de respeto o legitimidad más allá de sus fronteras y que más de una vez ha estado en peligro de extinción.

Seguramente este fue el caso de mis caseros. Ambos tenían trabajos en el gobierno con contratos indefinidos muy codiciados; ambos tenían propiedades de alquiler, una señal típica de riqueza en este país de tasas de natalidad en declive y escasas oportunidades; tenían un apartamento propio en la ciudad y una casa en el campo, y estaban pensando en pedir un préstamo para un tercer local en los Pirineos. Cuando les pregunté si la crisis motivaba su renovado anhelo de soberanía, casi se ofendieron: “No, por supuesto que no”, respondieron. Todo tenía que ver con otros delitos, que no acababan de nombrar ni de describir con claridad, aunque sí expresaban la perenne queja del mal estado del tren regional de Cataluña en comparación con el de Madrid: hay verdad esto, pero la situación es mucho más complicada, y la culpa está más extendida, de lo que transmite el probado y verdadero eslogan "Espanya ens roba".

La preparación del referéndum fue sospechosa, por decir lo menos, con niveles acrobáticos de prevaricación para darle un brillo de legalidad después de que el Tribunal Constitucional español lo declarara inconstitucional. El estado de ánimo era milenarista entre los partidarios de la independencia, mientras que los vociferantes antis tendían histéricamente hacia la derecha, con un escritor semi
prominente que me dijo: "Así es exactamente como se sentía en Sarajevo". Las encuestas parecían mostrar que la mayoría de los catalanes estaban a favor del derecho a elegir pero se oponían a la independencia. Sin embargo, las encuestas en España son lo suficientemente partidistas como para tener una utilidad limitada en el mejor de los casos, y toda la cuestión de lo que los catalanes pensaban o sentían -dejando de lado la pregunta más incómoda de qué es un catalán-, ignoró, al menos para mí, la posibilidad algo destacada de que los otros treinta y nueve millones de españoles pudieran tener algún interés legítimo en el destino de la segunda región más poblada del país.

Los amigos con visión de futuro fuera del país, en la medida en que sabían lo que era Cataluña, eran universales en su adopción de su ciertamente sonoro “derecho a elegir”. Esto es de esperar. El progresismo es menos una doctrina coherente que una forma de vanidad, un querer-ser-visto-pensando-lo-correcto, y la "minoría lingüística", la "cultura oprimida" y la "autodeterminación" tienen todos un sonido con efecto estimulante para ellos. Es cierto que la lengua catalana no solo estaba prosperando, sino que se había convertido en un requisito para acceder a muchas profesiones y esferas de la sociedad; cierto, las personas que parecían más oprimidas en Cataluña no eran los propios catalanes, sino los africanos y magrebíes que trabajaban por cacahuetes en los campos o en los mataderos, o las limpiadoras y cuidadoras latinoamericanas. Cierto, la lógica de la autodeterminación había sido utilizada para justificar la intervención militar rusa en Osetia del Sur y Crimea, sin mencionar las causas liberales, y llevada al extremo podría igualmente racionalizar el secesionismo de Texas o el esquema actual de la mayoría blanca de Buckhead para separarse. de la mayoría negra de Atlanta. Pero más allá de todo esto, es curioso que un movimiento liderado por Artur Mas, un conservador cuyas principales iniciativas políticas habían sido la privatización opaca del sistema de salud de Cataluña y partes de su suministro de agua, podría verse como una encarnación de valores progresistas: el mismo Artur Mas que había sido elegido personalmente por Jordi Pujol, fundador católico del partido de centroderecha Convergència Democràtica de Catalunya, plagado de escándalos.

Aunque malhumorado en ese momento después de confesar que tenía varios millones de euros escondidos en Andorra fuera del alcance de los recaudadores de impuestos, Pujol había sido el símbolo vivo de Cataluña durante décadas. Hijo de un comerciante de divisas del mercado negro, Pujol cayó bajo la influencia de reformistas católicos estrechamente alineados con el archiconservador Opus Dei cuando aún era estudiante y vio a la iglesia como el vehículo más plausible para un renacimiento del espíritu catalán. Bajo Franco, quien reinó como dictador de 1939 a 1975, la reforma vino inevitablemente de la derecha: todas las principales figuras de izquierda fueron fusiladas, encarceladas o exiliadas, y los partidos políticos fueron efectivamente suprimidos. Pero los cimientos históricos del catalanismo, que Pujol pretendía revitalizar y ampliar, partían de una franja bastante militante que incluía figuras como el político conservador Enric Prat de la Riba o el obispo Josep Torras i Bages. Durante la guerra, a pesar de la fusión de la República con Cataluña a los ojos de los lectores demasiado entusiastas de Orwell, notables catalanes como Eugeni d'Ors y Josep Pla reunieron a las masas en favor de Franco, e incluso el nominalmente republicano Miquel Badia se dedicó como Jefe de Orden Público a torturar y perseguir a huelguistas y anarquistas.

Los nombres de estas personas se recuerdan y adornan calles y plazas de toda Cataluña, pero pocos recuerdan las partes más feas de su pensamiento. Cuando Pujol fue encarcelado en 1960 por escribir panfletos antifranquistas, el lema Pujol = Cataluña fue pintado con aerosol en todo el país, y años más tarde, mientras el gobierno español investigaba las irregularidades en su fallido banco, la Banca Catalana, muchos vieron esto como un insulto neoimperialista. Ahora, cuando la corrupción de Pujol ya no está en debate, él también ha sido borrado en gran medida de la narrativa nacionalista. El chiste húmedo del referéndum de 2014 —una contundente victoria del bando independentista, ya que su irrelevancia significó que la oposición se quedara en casa— significó el final para el sucesor de Pujol, Artur Mas, quien fue expulsado de su cargo en un escenario de perro moviendo la cola por parte del pequeño partido de extrema izquierda Candidatura d'Unitat Popular. Ayudaron a instalar en su lugar a Carles Puigdemont, un hombre al que mejor recuerdo como el alcalde de Girona, que puso candados en los contenedores de basura fuera de los supermercados para que la gente pobre no pudiera escarbar en ellos en busca de comida.

Puigdemont anunció otro referéndum, pero esta vez de verdad, para el 1 de octubre de 2017, y nuevamente la corte lo declaró inconstitucional. La participación fue una vez más anémica, ya que los partidos no independentistas habían alentado a sus votantes a no aceptar la farsa, pero el 90 por ciento de los votos a favor fue suficiente para que Puigdemont declarara Cataluña bien y verdaderamente en el camino hacia la independencia. Aparentemente, tenía menos confianza tras bambalinas, y durante el mes siguiente, vaciló en conversaciones con el gobierno central español sobre si realmente intentaría o no separarse. El 27 de octubre, el parlamento catalán lo forzó con una declaración oficial de independencia, tras lo cual el senado español lo disolvió y destituyó a Puigdemont, quien huyó a Bélgica con un pequeño grupo de ministros unos días después, dejando que otros asumieran la culpa.

Este espectacular fracaso había sido precedido por una campaña de propaganda de extraordinaria falsedad. El lema "Somos la región más rica" se había repetido tantas veces que los verdaderos creyentes estaban convencidos de que España tenía que doblegarse ante Cataluña porque no podía vivir sin ella. Recuerdo a un conocido racional preguntando dónde cagarían los españoles si no consiguieron inodoros fabricados por Roca, una marca con sede en Barcelona. Los líderes europeos dejaron en claro que una Cataluña independiente sería expulsada de la UE y que la presión española podría significar que nunca se le permitiría unirse, pero los políticos separatistas aseguraron a sus votantes que ese no era el caso, porque sí. De maneras que nunca se explicaron con lucidez, se suponía que una Cataluña independiente se convertiría en la Dinamarca del sur, aunque Dinamarca es más del doble de rica per cápita que Cataluña y alrededor de una décima parte de corrupta. El vicepresidente Oriol Junqueras dijo que no habría una salida masiva de empresas como resultado de la independencia, pero a partir de 2021, la pérdida neta de empresas es apenas inferior a cinco mil. Al igual que con el Brexit y las elecciones de 2016, las granjas de trolls difundieron mensajes incendiarios con hashtags como #Spainisafasciststate en Twitter, y Nigel Farage, Marine LePen, Alex Jones y Russia Today desarrollaron un interés repentino y vocal en la soberanía catalana.

Los resultados de esto son difíciles de cuantificar. La prensa de derecha ha aducido cifras dudosas pintando el referéndum como un desastre económico y social, pero el panorama es complicado, especialmente ahora, teniendo en cuenta los efectos económicos de la pandemia. Lo que sí está claro es que la competitividad de Cataluña ha disminuido, que es menos atractiva para visitantes y empresas, que ha cedido mucho terreno cultural a Madrid y Valencia, y que es un entorno más hostil para los extranjeros de lo que era hace una década. Mirando hacia el exterior, Cataluña sigue presentándose como ecuménica y europea, en contraste con la España provinciana con sus residuos franquistas; sobre el terreno, se ha convertido en un lugar donde la cultura monótona y patrocinada por el gobierno impulsa la diversidad de opiniones, donde nadie es demasiado mediocre para encontrar un lugar en el sistema siempre que hable el idioma correcto y tenga las opiniones correctas, y donde las profundas injusticias sociales suscitan menos indignación que si las cartas y la señalización de los restaurantes están escritas en catalán.

El procés, como se conoce a los desarrollos que rodearon el movimiento de independencia, ha pedido a gritos un tratamiento en la ficción, pero el arte a menudo falla en la confrontación con los principales puntos de inflexión en la cultura, como puede atestiguar cualquiera que haya leído mucha ficción sobre el 11 de septiembre. Por otra parte, el campo literario en España es inusualmente acogedor, precario y calculador, por lo que han sido necesarios cuatro años desde el referéndum para que se publique un examen adecuado del pujolismo y sus consecuencias, uno con suficiente rigor para captar los fenómenos en sus complejidades. y la sensibilidad y el talento para reconfigurarlos en el arte. Es inusual reseñar un libro sin traducir y que, además, probablemente no se traducirá, ya que los desafíos que presenta y la profundidad de sus referencias culturales hacen que sea difícil de digerir para los no iniciados, pero Infierno, Purgatorio de Jordi Ibáñez Fanés, Paraíso es un triunfo demasiado significativo para ignorarlo.

En principio, Ibáñez hubiera sido un candidato perfecto para convertirse en un intelectual semioficial de los que abundan en Cataluña, con un puesto subvencionado en una institución pública o en la emisora pública Elefante Blanco TV3: es un catalán de soca-rel , hijo de uno de los periodistas catalanes más influyentes del siglo XX, Manuel Ibáñez Escofet. No aprovechar esto para beneficio político lo ha dejado un tanto en las sombras. En un país donde hay más premios que escritores, donde prácticamente todo lo que se abofetea entre dos portadas es motivo de docenas de entrevistas, perfiles y elogios orgiásticos, Un Quartet, su incomparable meditación de 2019 sobre la familia y uno mismo, el deber y el espíritu, pasó casi inadvertido. Era un libro que pedía demasiado a un lector acostumbrado a hojear, y la calidad de la literatura en España (Cataluña incluida) ha decaído tanto en los últimos treinta años que hojear es la única manera de soportarlo. Con Infierno, Purgatorio, Paraíso, Ibáñez asedia los mitos fundacionales y las funestas consecuencias del nacionalismo catalán y, de nuevo, muchos lectores y críticos miran hacia otro lado.

La estructura, por supuesto, proviene de Dante, con un taxista que reemplaza a Virgilio (los inquietantes viajes en taxi son una constante en la escritura de Ibáñez): Estaba cantando una cosa u otra, no recuerdo qué, tirado, tambaleándome en ese taxi. Todo comienza con un viaje en taxi, la continuación de un viaje desde quién sabe qué mundo anterior.
¡Conductor, llévame a París! ¡Llévame al cielo, o mejor, al infierno! Pero antes que nada llévame a Bellesguard, a la casa de Clotas, a la plenitud...
La escena retoma el final de la novela de Ibáñez de 2004, Una vida al carrer, en la que el mismo protagonista, Jordi Martínez, se va emborrachando progresivamente mientras deambula por el corazón de Barcelona meditando sobre Henry James, escuchando la historia de la aflicción de un pobre guitarrista pidiendo limosna, e intentando y sin poder llegar a cenar a casa de su amigo Clotas. Ya aquí, mucho antes de la fiebre independentista, la política de Ibáñez era clara: Toda esta palabrería de País y Partido es una forma de decir: lo único que me interesa es la nada, la inhumana vacuidad de las palabras
grandilocuentes, la obsesión por las abstracciones hechas a la medida de mis sueños (que suelen ser una pesadilla para los que no piensan como yo), y la realización inhumana de poderosos intereses y empresas (que muy a menudo significan hambre y pobreza para aquellos que no son mis amigos).
El infierno, para Ibáñez, se divide entre una multitud de extraños ignorantes, testigos y actores. Clotas es el epítome de la segunda categoría. Martínez lo encuentra en su dormitorio encima de una montaña literal de periódicos viejos, restos de un archivo que guardó minuciosamente en vida, un “Gólgota periodístico” de recortes de prensa al que se refiere como El Gran Teatro Natural de la Memoria.
Al principio, Martínez no recuerda nada y parece que no puede adaptarse a este nuevo mundo estancado. Los teléfonos celulares ya no funcionan, no hay comida para hablar, todo se está desmoronando, húmedo y sucio. Abatido, Martínez le pregunta a Clotas si no puede darle una buena noticia. "¡Por supuesto!" le responde. “El mundo se ha acabado, la gran escoba de la naturaleza está barriendo las iniquidades del hombre.”
En sus intentos por iluminar la naturaleza de esta perdición, Clotas ofrece a Martínez una lección de historia catalana del siglo XX. Pero una y otra vez, Martínez repite que no entiende, hasta que Clotas lo guía a lo que parece una sala de televisión en un hogar de ancianos, donde figuras que representan a cuatro de los presidentes de Cataluña están jugando a las cartas. Sus nombres han sido cambiados con efectos crueles: José Montilla es Puntilla, la gota que colmó el vaso; Artur Mas es Gas, en honor a los megatones de aire caliente expulsados en favor de su causa; Maragall es Capavall, a la baja o, más poéticamente, cabizbajo, en alusión a su tenso legado o su padecimiento de alzhéimer, que provocó su retirada de la vida pública en 2007. Mientras que el suplente de Pujol Capgràs (literalmente “cabeza gorda”, pero también referencia al síndrome de Capgras, el delirio de que una persona familiar ha sido reemplazada por otra) intenta tomar el café y la sopa de todos los demás, Gas se prepara para un anuncio de su inminente regreso a la política. Están condenados a repetir esta escena todos los días, interminablemente.

El tono cambia en “Un cuento de Navidad”, la segunda parte del libro, que describe un asesinato-suicidio cometido por Alfons Quintà, un periodista sociópata que había sido un tábano para Pujol antes de ser comprado o llegar a un pacto de caballeros– –nadie ha sabido nunca la verdad–– que le situó al frente de la primera televisión catalana. Quintà contribuyó al éxito del canal, pero a un costo inmenso para sus empleados: abusivo, irritante, un acosador en serie, era conocido por hacer que los empleados se enojaran de miedo. Después de su inevitable despido, intentó iniciar un periódico destinado a ser el New York Times catalán, pero fue despedido después de gastar una fortuna mediana. Eventualmente, se encontró en El Mundo, de tendencia derechista, criticando el movimiento separatista que muchos de sus antiguos amigos y empleadores abrazaron. Su corazón comenzó a fallar: mientras yacía en el hospital, su pareja, un médico, vino a visitarlo a pesar de su separación hace un tiempo. Él pagó su amabilidad entrando en su apartamento en la madrugada del 19 de diciembre de 2016, disparándole en la cabeza mientras dormía y luego suicidándose.

El detective ficticio de Ibáñez, Carles Blasi, llega al apartamento diez o doce horas después. El caso parece¡ abierto y cerrado: existen amplios testimonios sobre la brutal inestabilidad de Quintà, y no hay señales de entrada forzada o de la presencia de alguien más. Pero una zapatilla perdida le dice a Blasi que no todo es como debería ser. Quintà no se puede identificar con certeza porque su rostro está volado y las yemas de sus dedos son suaves: adermatoglifia, una rara condición genética caracterizada por la falta de crestas en la piel de las manos y los pies, sugiere la pareja de Blasi. Pronto llega una llamada del cuartel general: Blasi debe localizar una carpeta azul. No se dan detalles, pero el mando es de arriba.

Lo que sigue es una parodia tímida de la historia policiaca tradicional en el intervalo entre el referéndum de Artur Mas y la declaración de la independencia catalana. Blasi se hunde en “el lodo del cálculo y la pereza sobre el que se construyó este lugar que alguna vez se pensó como un oasis en el supuesto páramo de España”. Las dudas siguen surgiendo, los detalles son difíciles de cuadrar con la versión de los hechos que la navaja de Occam talla, y Blasi persigue pistas falsas en el purgatorio de “un país dividido entre un lado que habita una realidad paralela y otro que es analfabeto funcional”. Eventualmente, como en cualquier buena película de serie B, la obstinación de Blasi lo lleva a una trampa en la oficina del ex presidente Capgràs. Este es el momento en que el villano de dibujos animados decide revelar sus motivaciones antes de su apocalíptica gesta. Pero nada sucede, las motivaciones no están claras y la verdad nunca es más que parcial, como corresponde a la incertidumbre crónica que rodea prácticamente todos los aspectos del pujolismo, la crisis catalana y los lados más oscuros de la política española en su conjunto: “el institucionalismo disfrazado de legalidad", en términos de Ibáñez.

Tras este intermezzo noir, el libro retrocede en el tiempo hasta el 25 de julio de 2014, el día en que Jordi Pujol confesó su fortuna oculta en Andorra. El mundo de la apertura del libro se presenta aquí intacto: el archivo de periódicos de Clotas está escrupulosamente organizado; Tana, la amante que antes se le aparecía a Jordi Martínez como una sombra, ahora se hace presente en carne y hueso; y el propio Martínez es todavía joven, “o al menos sigue bebiendo los posos de los licores de la juventud, aunque a veces de los vasos de otras personas”. La metáfora guía de esta sección final es Citera, sede tradicional de Afrodita, la diosa del amor; pero Ibáñez, autor de rara erudición, no se contenta con una sola alusión y matiza a través de un contraste del Peregrinaje a Citera de Antoine Watteau y el poema de Baudelaire, “Un viaje a Citera”. La pintura de Watteau es una fiesta galante en la que una banda de aristócratas lujosamente vestidos son empujados hacia un bote por putti grotescamente regordetes que giran a su alrededor como tábanos. En el poema, un hombre en un bote vislumbra el "banal El Dorado de los rastrillos envejecidos" y descubre que es una isla rocosa y seca donde se encuentra una horca y los pájaros picotean los órganos del cadáver podrido de un condenado. “Ten cuidado con lo que deseas” es una destilación cursi de la intención del autor, pero tampoco está mal, y establece una conexión entre estas obras de sensualidad y decadencia y un episodio hacia el final del libro en el que Giacomo, el hijo separado de Clotas. , le pide a Martínez que lo ayude a encontrar una dominatriz especializada en humillaciones hardcore. En un intercambio de correos electrónicos, el autor me dijo que veía el masoquismo como un intento de recreación de la “escena primaria” freudiana; pero más convincente para mí, y más relacionada con los anhelos de Giacomo, es la teoría del masoquismo de Roy Baumeister como "un medio para escapar de la autoconciencia de alto nivel".

Mientras Martínez espera en un bar fuera del burdel, releyendo un periódico de días antes para evitar otro relato de la confesión de Capgràs, este último se dirige a Bellesguard. Él y Clotas son viejos amigos enemigos, y está obsesionado con el Gran Teatro Natural de la Memoria de Clotas y la información perniciosa que puede contener sobre él. Martínez tiene su teléfono en silencio y se demora después del regreso de Giacomo, escuchando los detalles de su cita, que es menos erótica que purgativa y un poco patética. Finalmente, ve una serie de mensajes de texto desesperados que lo convocan. Llega a la casa y
encuentra a Clotas sedándose con whisky mientras un Capgràs enfurecido se llena la cara de galletas y vacila entre la resignación y la feroz autojustificación durante un debate sobre la historia de las relaciones entre Cataluña y España: de quién fueron los pecados primero, quiénes eran peores, en qué medida uno puede desligarse del otro. Tampoco se le echa la culpa: la verdad está ahí, de alguna forma, en el archivo de Clotas, y el cielo de despersonalización que busca Giacomo a través de su masoquismo se encarna en Bellesguard en la esperanza de la verdad: una verdad que, en el nivel más profundo, trasciende lo personal y se convierte, para citar a Benjamin, en “una única catástrofe que amontona incesantemente ruinas sobre ruinas” y las arroja a los pies del Ángel de la Historia.

La famosa revisión de Hegel por parte de Marx —de una frase que Hegel parece no haber escrito nunca— de que todos los grandes hechos y personajes de la historia mundial aparecen dos veces, “la primera vez como una tragedia, la segunda como una farsa”, deja abierta la cuestión de qué sucede. 
Ciertamente hay tragedia en los inicios del nacionalismo catalán en su sentido moderno, atrapado entre fascistas políticamente sociables pero culturalmente retrógrados y una República desgarrada por luchas doctrinarias internas, con ambos bandos grandes entusiastas de sacar a pasear a los disidentes, el eufemismo contemporáneo para una bala en la cabeza en las afueras de la ciudad. El pujolismo fue una farsa, pero tardó décadas en desarrollarse. Pujol debió ser sincero en los primeros días; y aunque el espíritu nacional del tipo que trató de avivar entre los catalanes no puede juzgarse en términos de bueno o malo, era parte de un proyecto político legítimo difícilmente concebible sin él. La perversidad se entrometió cuando se identificó con la nación catalana y, por razones difíciles de dilucidar, gran parte de la nación catalana se identificó con él. Esta fue la clave de su transición de modelo a saqueador.
El desenmascaramiento de la farsa del pujolismo sentó las bases para una serie de farsas menores, más radicales que las propuestas por el propio Pujol y, en la misma medida, más risibles. Al menos el sucesor de Pujol, Artur Mas, todavía merecía su propio -ismo, por difícil que sea definirlo; ni el separatista más empedernido podría discernir un credo o un método en la huida de Carles Puigdemont, sin intención de ironía, a Waterloo, donde ahora trabaja como diputado en el Parlamento Europeo, ganando ocho mil euros al mes y gozando de inmunidad parlamentaria. El siguiente en salir del Whac-A-Mole fue el
virulentamente antiespañol Quim Torra, cuyos principales logros fueron criticar a España por no hacer lo suficiente sobre la pandemia y criticar a España por extralimitarse en su autoridad durante la pandemia. Cuando le llegó el turno de la defenestración —por negarse a retirar las pancartas y símbolos partidistas de las oficinas gubernamentales durante las elecciones— definió su propia administración como una “presidencia de la impotencia”. Le sustituyó en 2021 Pere Aragonés, pero no creo que nadie se haya dado cuenta. El covid y sus efectos económicos, especialmente dolorosos en una parte del país tan dependiente del turismo, han distraído a todos menos a los más entusiastas de la causa de la soberanía nacional. Algunos incluso han reconocido la utilidad de pertenecer a un gran país miembro de la UE en tiempos de crisis, y el apoyo a la separación es menor que desde 2011.

Dudo que el declive sea permanente. Las posturas radicales contemporáneas, independientemente de la
ideología, están estrechamente vinculadas al aburrimiento, y al anhelo de acción derivado de ver demasiadas noticias y pasar demasiado tiempo en línea. El periodista Albert Soler tituló su irónico relato de las debilidades de los cismáticos "Nos cansamos de vivir bien", que es una formulación tan buena como cualquier otra para describir el malestar y el ardor al estilo de 1914 comunes no solo al separatismo catalán, sino también a los gilets jaunes, Brexit, QAnon y cualquier cantidad de movimientos populistas a la deriva cuyo atractivo no va más allá de la oportunidad de ser protagonista, en lugar de sujeto, de algo.

Adrian Nathan West en "The Baffler", 24 de agosto de 2022.


3 d’oct. 2022

INFIERNO, PURGATORIO Y PARAÍSO SEGÚN JORDI IBÁÑEZ

Si alguien le dice que no entiende como un libro puede salvarte, y ese alguien es catalán,  recomiéndele este libro.

Este es el libro más ambicioso de la literatura catalana en muchos años. Porque llevaba muchos años sin leer algo así escrito aquí y, la verdad, estoy hipnotizado en esa lectura que me lleva, que me arrolla. En algunas ocasiones debo pellizcarme el muslo para saber que no estoy soñando. Para saber que este fajo de papel de 20 euros es real. Incluso así, tras el pellizco revelador, hay otros instantes en los que dudo de nuevo. Quizás debería leer en un pellizco constante e interminable. 

Esta versión del Dante le deja a uno sin aliento. Esa versión desgarradora de un Dante catalán, hastiado y hundido, con una imaginación desbordada y una prosa capaz de transitar los géneros, reírse de ellos, homenajearles y escucharles. Escuché algunos ecos del Cartarescu de "Solenoide" en algunas descripciones, y me emocioné leyendo las referencias a Alfred Jarry (muchas veces explícitas y desacomplejadas). Me conmovió el sentido de la trilogía, o mejor dicho, del tríptico: es imposible soslayar el Jardín de las Delicias de Hyeronimus mientras uno lee. 

Empecé a leerla en un tren Ouigo, Barcelona-Madrid. El Sol se mantenía en su lugar, ya que la velocidad del tren igualaba el desplazamiento del astro. Seguí su lectura dos días más tarde, en un Avlo, Madrid-Barcelona: en esta ocasión se aceleró la llegada del ocaso. El tren es magníficamente rápido, pero leyendo esta novela de Jordi Ibáñez uno hubiese preferido viajar en un tren mucho más lento. Añoré los tiempos del tren a vapor que jamás viví. A la velocidad del vapor, el viaje me hubiese permitido leer esas 450 páginas. Ahora, por desgracia, las 200 que me faltan deberé leerlas a sorbos pequeños y desgajados en las pausas del trabajo.

Me siento incapaz de escribir una reseña que incluya una sinopsis. Solo les diré que entre sus muchos personajes están un tal Capgras, presidente de la Generalitat atormentado por el destino de sus hijos y de su mujer. Y otros tres, que tuvieron el mismo cargo: Capavall, Puntilla y el Astuto Gas. En estas páginas los cuatro viven su castigo en un infierno disminuido, de mesitas de formica verde, jugando a las cartas mientras sufren su castigo cíclico. El Astuto Gas cada noche suelta un discurso sobre su vuelta al ruedo político porque se lo pide la ciudadanía, el país... Capavall revela que el problema es el 3% una y otra vez, y luego se desdice de su denuncia. Y luego está Alfons Quintà, el periodista que dirigió el arranque de TV3 y que luego se voló la cabeza tras matar a su esposa. Jamás sabremos si Quintà obtuvo la dirección de TV3 gracias a un chantaje, o si el cargo le fue otorgado para comprar su silencio, ya que algo sabía sobre los desmanes de Capgras, el hombre que fue banquero y luego presidente, o que siempre fue ambas cosas a la vez.

Quizás no sea casualidad que haya empezado a leer la mejor novela catalana de las últimas décadas el día 1 de octubre de 2022 en un tren que va a Madrid, mientras en Barcelona se pelean y se insultan los últimos personajes del horrendo 2017, quienes nos metieron en la decadencia, esos espantajos que labraron su infierno con unas urnas y su enorme deslealtad, y su fascinante ineptitud, su irresponsabilidad, su estupidez.

La verdad es que las cosas surgen como surgen. Que el 1 de octubre de 2017 me haya pillado de viaje a Madrid por las cosas del trabajo es pura casualidad. Y que haya viajado leyendo a Jordi Ibáñez, también. Pero quizás no hay casualidades. En 2022, las páginas de un libro fascinante me han sanado de aquella locura, de aquel dolor del 1 de octubre de 2017. A veces solo hay que esperar sentado. 

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Próximamente les pondré algunos fragmentos que demuestran lo dicho. Espero que la editorial no me lleve a los tribunales por ello.


 

1 d’oct. 2022

25%

Voy a expresarme sobre el 25%, y lo hago en castellano, tal como me expreso en este blog en el 95% de las entradas. Muchos columnistas de la prensa, muy respetados por el universo "constitucionalista" no han dicho ni mú al respecto. Quizás se habrán dado cuenta ustedes.

El debate sobre lo del catalán y el castellano en las aulas va de mal en peor, y a este paso vamos a perder la sensatez para siempre. Somos los ciudadanos de Cataluña quienes perderemos en esa deriva cada vez más crispada, más alejada de la mirada científica. El racionalismo ha retrocedido y le ha cedido el terreno a lo emocional. El agitador de banderas le ha ganado la partida al académico.

El debate sobre el catalán y el castellano en las aulas catalanas lleva mucho tiempo emponzoñado, y ahora ha caído en manos de los oportunistas de todo pelaje. No, no fui a la manifestación: tengo varias razones para no haber acudido. La primera es la ausencia de un discurso propositivo, no nacionalista, sin sesgos ideológicos. Y la última, la presencia abyecta del señor Abascal. Alguien debería por lo menos comprender que muchas personas no estamos dispuestas a desfilar tras las barbas de un fantoche. En las guerras se hacen extraños compañeros, lo se, pero eso no es una guerra ni debe ser una guerra: se trata de educación pública, y por consiguiente debe ser un diálogo respetuoso con la ley y con la racionalidad: el señor Abascal no representa ninguno de esos principios elementales. 

La educación catalana pasa por un mal momento, un momento que se extiende por varias décadas. Ya no hay rastro de aquellos tiempos en los que las nuevas pedagogías instauradas en Cataluña -pero inspiradas en los movimientos renovadores europeos- iluminaban al resto de España. A día de hoy, la pedagogía catalana es más bien gris, callada y como ausente, con serios problemas. Y el presupuesto catalán para la educación está en la cola de las autonomías españolas. La educación es, por supuesto, una cuestión de inversión pública por encima de todo. La dejadez define a la política educativa catalana.

Voy a expresar lo que pienso sobre el 25% del castellano y la disputa consiguiente:

  • se deben obedecer las sentencias judiciales, sobre eso no cabe discusión. 
  • la lengua castellana y la catalana son cooficiales en Cataluña, y esa igualdad debe estar reflejada en la escolaridad.
  • que el fracaso escolar es mayor en la población de lengua materna castellana es una evidencia, pero esa evidencia solo es evidente cuando se relaciona con el nivel socioeconómico del alumnado. Este factor es clave para comprender la realidad. Dicho de forma más clara: el alumnado castellanohablante de clase media, media-alta o alta no presenta fracaso escolar.
  • se deben considerar, también, los números del fracaso entre quienes son de lengua materna urdú, árabe, amazig, rusa, etc. No estaría mal observar las políticas en otros países europeos con alta inmigración y diversidad lingüística, o coexistencia de lengua oficiales.
  • en tanto que lengua minoritaria, recesiva y en riesgo permanente de extinción, la lengua catalana merece un trato especial, pero siempre acuerdo con lo anterior: de lo contrario, se produciría una asimetría inexplicable.
  • muchos de quienes defienden el 100% de la escuela en catalán llevan a sus hijos a escuelas privadas, centros que tienen sus propios porcentajes lingüísticos fuera de la legislación autonómica y que, además, siguen poniendo los contenidos por delante de las competencias. Lo mismo para quienes defienden lo contrario.
  • quienes más hablan de las lenguas en la escuela tienen un conocimiento muy escaso de la realidad educativa y siempre hablan des de un sesgo político, de intereses y de cálculos electorales espurios. Han emponzoñado cualquier debate científico y sensato, y están en los dos polos de la contienda.
  • decidir sobre la bondad o la maldad de la inmersión lingüística debe estar en manos de expertos en pedagogía, neutrales y orientados por datos científicos.
  • la educación pública catalana lleva muchos años en una política de desmantelamiento orientada a justificar la existencia anómala de centros concertados y privados, aunque eso sucede en toda España. 
Hubo un tiempo en el que se toleraba la coexistencia de las lenguas, y se primaba la comunicación efectiva por encima de consideraciones esencialistas. Es cierto: hubo un tiempo de convivencia y de tolerancia antes de la llegada del "procés", un órdago que solo nos ha traído malestar. Yo lo he vivido. Y siempre añoro aquel tiempo de normalidad, cuando todo el mundo era capaz de ver la realidad lingüística y adaptarse a la realidad sin prejuicios, con flexibilidad. 

Es muy cierto que la educación es una herramienta para la transformación, pero esa transformación debe beneficiar al futuro del alumnado por encima de todo. No hay nada más que debatir: el objetivo de la educación es la transmisión del conocimiento y debe pensar solo en la mejora de la realidad del alumnado, en su futuro en un mundo muy incierto. En el futuro del alumnado no hay naciones ancestrales ni esencias patrióticas. Solo está su vida, de la que serán dueños. Al menos en este asunto deberíamos ser capaces de dialogar con calma.

Ellos y ellas son la ciudadanía de mañana, cuando yo ya no esté. Y usted tampoco.