30 de març 2021

Y entonces llegó la aflicción


La propia Biblia nombra a la aflicción, explícitamente, en uno de sus libros, y con la frase que me sirve de título, para más señas.

Con el paso del tiempo, ese sentimiento se convirtió en melancolía romántica y luego, claro está, en la depresión de los psiquiatras y las farmacias. Mi padre se medicó durante años contra la aflicción, cuando esa llevaba ya su nombre moderno. Es raro no haber experimentado ese sentimiento, que quizás tenga su génesis en la emoción de la tristeza. Tras tantos años de educación emocional, uno consigue sumar más preguntas y más dudas que certezas y respuestas. Aunque a mi no me han medicado nunca por ese mal, me parece de los más normal haberlo sentido. Es más: no me fiaría mucho de quien vive anclado en el optimismo sin vacilar nunca. 

A veces me pregunto ¿para qué escribir?, pregunta a la que luego le añado: ¿para qué hablar?. Eso me lleva a la aflicción, claro, es inevitable: tras haber dedicado tantas horas (que suman meses, que suman años) a escribir, resulta bastante irritante y muy decepcionante darte cuenta de que has dedicado años a nada.

Hace unos meses empecé a escribir un pamfleto sobre el conquistador Diego de Almagro, el más desdichado de los conquistadores. Luego, casi por azar, di con un libro del argentino Antonio di Benedetto, Zama. Empecé a leerlo y descubrí que lo más importante (para mi) que yo quería escribir ya estaba escrito por Antonio di Benedetto muchos años atrás. Así que ¿para qué escribir?

A la aflicción la puedo dominar leyendo. Leer buenos textos nos reconcilia con algo parecido a la vida, aunque sea la imitación de la vida. 

Hace algunos años, en un aula de alumnado pluricultural y pluriconfesional, le pregunté a la parte cristiana qué sabían del Corán. Me respondieron nada. Entonces les pregunté qué sabían de la Biblia, y me respondieron que mucho. La siguiente pregunta era inevitable:

-Dice la Biblia, en el libro del Génesis, que Eva se comió una...

-¡Una manzana, una manzana! respondieron a coro, satisfechos de su sapiencia bíblica. 

Qué decepción tan grande se llevaron al descubrir que no sabían nada de la Biblia, tampoco.

Yo, por descreído y escéptico y a la vez amante de la literatura, siempre he pensado que la Biblia es uno de los mejores textos literarios de la historia y, por lo tanto, una bellísima obra de ficción. Quizás un ensayo literario superior a otros clásicos de la antigüedad. Un magnífico compendio de saber, mitología, poesía y alucinaciones que arrancan del principio de los tiempos. Me fascina que una obra literaria haya levantado templos, provocado guerras, sacrificios, delirios, torturas y asesinatos, víctimas y verdugos, ayunos voluntarios, promesas de castidad y de pobreza (aunque luego la mayoría las soslayen, con discreción o sin ella).

Si los autores de la Biblia levantasen la cabeza quizás se preguntarían: ¿para qué escribir?. Y luego: ¿de dónde sacaron la manzana esos alumnos del siglo XXI?

Dentro de un par de días arranca la Semana Santa, con sus devociones y sus velas y sus encapuchados y sus lamentos. Y hogaño, sus restricciones a la movilidad. Restricciones capaces de promover una aflicción añadida, concepto también contemplado por la Biblia.

En Cataluña también debe sentirse afligido el señor Pere Aragonès, tras hablar dos veces sin obtener los votos que suplica, pero ese es otro asunto y, en general, la aflicción de muchos catalanes anda por otros derroteros des de hace más de una década.

Aunque deben sentirse mucho más afligidos quienes llevan generaciones de penurias y hablan poco o nada, o quizás esos no se pueden permitir la aflicción, que a veces huele a producto de lujo, de diletante y de bohemio facilón. 

Escribir, como leer o callarse, cada vez más toma la apariencia de un capricho caro y demodado. Así que, sin más dilación, pongo el punto final tras no haber dicho nada. Como un político catalán y nacionalista del siglo XXI. 

28 de març 2021

En el sanatorio de Nuria


Si no quieres estar en política, en el ágora pública, y prefieres quedarte en tu vida privada, luego no te quejes si los bandidos te gobiernan.

Aristóteles


El logotipo de la editorial (ED Libros) es un dibujo que presenta a un hombre andando por el filo de una najava en dirección a la empuñadura, es decir, hacia la salvación. 

No había leído a Nuria Amat, y eso, ahora, me parece un desastre por fortuna corregido. Ojalá la hubiese leído antes, claro, pero nunca es tarde cuando la dicha es buena. Pocas personas vivas escriben tan bien como Amat en esta Cataluña de hoy. Su prosa es arrebatadora y fascinante, un aliento, una esperanza. La literatura catalana, que algunos dábamos por muerta, está viva. Eso se debe celebrar como Dios manda.

Me recomendaron el libro hace poco, y lo hicieron con insistencia y con una pregunta que no pude soslayar: ¿no has leído El santuario de Núria Amat? ¿Cómo es posible? ¡Ese libro parece estar escrito para ti!.

Les contaré la verdad, que es tal como la que sigue. El libro que ahora mismo está en mis manos lo encontré hace pocos días en una tienda ReRead, es decir, en una tienda de segunda mano: alguien se lo vendió por 20 céntimos para que yo lo comprase por 3 euros. ¿Quién fue esa alma benefactora? Jamás lo sabré. Entré en la librería de segunda mano por pura casualidad. El santuario estaba allí, justo tras el dintel. Incluso diría que me estaba mirando en silencio, expectante, como una fiera agazapada en la maleza. Había algo diabólico en esa mirada del papel que un día fue vegetal vivo y ahora es papel de palabras sangrientas, papel hecho verbo, hecho carne. Si nos pinchan, sangramos.

¿Es una novela? Si es una novela ¿es una novela distópica? ¿Es un reportaje novelado? No lo puedo afirmar. Es un libro de los que vienen para quedarse contigo, es decir, conmigo. Tu te quedas, le dije al papel, mirándole fijamente a sus ojos de pupilas negras sobre fondo blanco. Nuria Amat pudo haber escrito un ensayo pero eligió la novela, del mismo modo que lo hace Michel Houellebeq, que es nuestra referencia para la literatura de las ideas y no de los entretenimientos narrativos. Ni Houellebeq ni Amat podrán ser adaptados a una serie de Netflix. Ambos se libran del desastre con su prosa densa, lenta, para saborear durante las largas tardes de calor, mosquitos y perfume de jazmín: libro comprado en primavera para ser leído en verano. Me detengo tras cada párrafo y luego, sin pensarlo, regreso hacia atrás y recomienzo el párrafo leído, que ahora me presta nuevos matices.

Así empieza la novela que no es ni novela ni ensayo, si no ambas cosas a la vez y otras que no acierto a nombrar, y con eso les dejo. Solo les añado que la novela se publicó en 2016 y en Cataluña. Al buen entendedor pocas palabras le bastan.

Vivo en un país enfermo y su decorado apunta que me tocará envejecer aquí y de ningún modo en la cafetería del World Trade Center de Nueva York, como eventualmente sería mi deseo, ni jugaré tampoco con la posibilidad de dejar mi cuerpo al cuidado de un gimnasio para jubilados en las playas de Florida, idea que por otro lado me repugna, sino en este Sanatorio ancho como un reino donde sus residentes, me refiero a millones de ellos, deambulan hostigando a todas horas el aire viciado del entorno.

El escenario en el que me encuentro, lejos de ser aquel hermoso y apacible territorio de origen, ha terminado por convertirse en reducto artificial, monotemático, seriado y sometido a un eslogan teledirigido desde las alturas, día y noche, por cometas patrióticos.

Para mi, la (buena) literatura es eso. Cuando el autor/a crea un diálogo conmigo, desde su soledad del redactado hasta mi soledad de la lectura. Y cuando es un diálogo pleno, rico, lleno de matices y de sonrisas cómplices o de discrepancias más bien amables.

26 de març 2021

Campos de Níjar

El libro es, en realidad, un librito. Una joya de la literatura catalana de medidas pequeñas. Y la edición es austera como unas zapatillas de andar por casa. La hizo un periódico, en 2010. Consta de 130 páginas, que a día de hoy ya no huelen a papel recién impreso, ese perfume que nos embriaga a quienes seguimos leyendo en papel por algo maniático y contumaz. La identidad es siempre una forma de resistencia. En este caso, la resistencia a leer en pantallas iridescentes y preferir el papel, aunque le cueste la vida a un árbol.

Campos de Níjar lo escribió Juan Goytisolo y se publicó por primera vez en 1960, cuando yo no existía todavía. Juan se fue a Almería, la por entonces provincia más pobre de España. Todavía me acuerdo de los vecinos almerienses de mi rellano en el suburbio barcelonés de mi infancia. Los padres eran analfabetos, uno de los hijos, Joaquín, es un médico catalán a día de hoy.

El libro de Juan narra una viaje en autoestop y a veces en autobús por los pueblos desheredados del sur. Y hay que tener en cuenta que la Guardia Civil vigilaba y castigaba el autoestopismo, prohibido por la ley. Lo primero que sorprende es el lenguaje brillante del autor. Cuando hablo de un Goytisolo pienso en los demás Goytisolos y siempre termino en la misma pregunta: ¿qué debía pensar la madre de los Goytisolo tras darse cuenta de que había parido a tanto talento junto en un solo hogar? ¿Cómo lo llevó? Yo soy incapaz de decidir cual es mi Goytisolo preferido. Todos tienen algo luminoso y triste, algo grande y chungo a la vez. El lenguaje de Juan es fascinante: he leído el libro con el diccionario al lado. Pocos libros tan pequeños enseñan tanto. Me reconcilio con la lectura mientras afuera sopla un viento silbante, como una fiera escondida en el corazón del bosque.

Almería era capital del esparto, mocos y legañas. Lo decían así sus provincias vecinas, que se reían de los almerienses con esos epítetos. Por esa Almería se pasea, deambula, se pierde Juan, un niño pijo de Barcelona que habla catalán y francés. De pueblo en pueblo, de pensión en taberna y de taberna en pensión. El retrato de la pobreza es crudo hasta lo indecible. Los niños semidesnudos, la escasez, el abuso, el hambre una y otra vez, un hambre conspicua y pertinaz, el señorito cruel, la empresa explotadora, el cura, el guardia civil y el alcalde. Y el maestro. La España de Franco, admirada hoy por quienes no vivieron el hambre, la tristeza infinita y el analfabetismo de la España de Franco. 

Juan traza un camino por los campos de Níjar. He señalado su viaje en el mapa, y me aparece un dibujo algo errático, como en alguna novela de Paul Auster, hombre neoyorquino que debe envidiar con rabia furiosa el libro de Juan Goytisolo, del mismo modo que yo le envidio. Me imagino un viaje por la ruta almeriense de Juan Goytisolo, quizás el próximo verano. Pero cada uno vive en su tiempo y debe apañarse con su tiempo, su nombre y sus cosas. Tanto las cosas buenas como las cosas malas: nos ha tocado vivir en nuestro tiempo, el que nos ha sido dado. 

Y así lo hacemos, claro, pero tampoco olvidamos de donde venimos. Los españoles venimos de aquélla Almería. Y los catalanes en especial: Juan cuenta muy bien que en cada pueblecito de los campos de Níjar le decían: ¿es usted catalán? ¡Anda! tengo un pariente en Terrassa, un familiar en Barcelona, un primo en Hospitalet, un sobrino en Mataró. Cataluña la construyeron los andaluces con sangre sudor y lágrimas. Y silencio. Mucho silencio y disimulo y vergüenza por ser tan pobres y tan desheredados.

Con el mismo silencio con el que hoy africanos y chinos y ecuatorianos y bolivianos mantienen España a flote, en barracones, pisos patera, barrios destartalados y geranios en los balcones. Puesto que solo hay geranios en los barrios pobres. 

Si hoy Juan tuviese el ánimo y la energía necesarias, se iría a los pueblos más pobres de Larache, de Bamako, de Zhejiang, de Imbabura, de Potosí o de Cochabamba. Nos hablaría de las mujeres que trabajan todo el día y de los hombres derrotados que se emborrachan para olvidar que viven, de los niños descalzos, de los chanchos que se pasean por las calles, y todos sueñan paisajes de Europa y coches plateados y cielos con aviones y cometas y drones. Juan nos contaría lo mismo que nos contaba entonces pero sucedería en otras partes.

Bueno, vuelvo al libro tras ese breve excurso: todos los hombres y todas las mujeres y todos los niños y las niñas se pasean por los campos de Níjar. Puede que su abuelo o su abuela fuese de Níjar. O de Cochabamba. Por más catalán que sea o se sienta usted, todos venimos de las alpargatas y los mocos y de las legañas, que no se les olvide.

23 de març 2021

Milagros de verdad

Estuve una sola vez en el pueblo en donde nació Milagros. Eso sucedió en una fecha cercana a la navidad de hace unos años. Las calles estaban desiertas y soplaba un viento como de navajitas plateadas en ese pueblecino a donde ella no quiso volver jamás. En la megafonía del alcalde, unos viejos altavoces campanudos, sonaban villancicos viejos sin cesar. Anocheció mientras paseaba por esas calles, y así descubrí el cielo, miles de millones de estrellas sobre fondo negro profundo, abismal, eterno. El vacío del mundo. Quienes vivimos en ciudades hemos olvidado como es la noche de verdad y preferimos nuestras noches de albaricoques falsos.

Había una cafetería abierta. Dos familias y varios ancianos bostezaban en las mesas, dos niños correteaban entre las sillas vacías. Entre un anciano y el otro había varias mesas de separación, como años luz. Quienes vivimos en ciudades creemos que las gentes de los pueblos pequeños son todos amigos, y nada más falso. Se conocen demasiado. Los de las ciudades preferimos saber poco del vecino y así podemos saludarle cada día, sin rencores de por medio.

En este pueblo nació Milagros, el 8 de febrero de 1898. Mi abuela nació en el siglo XIX y yo moriré en el XXI, de modo que en tan solo tres generaciones habremos cruzado tres siglos. El tiempo pasa volando y muchas veces creemos que vivimos en un presente fugaz. En realidad, vivimos en un pasado extendido, suavemente, sobre la tierra áspera, casi lunar, de Cela, Muro de Alcoy, Alicante.

Escuché a mi abuela durante muchísimas horas, durante los años en que vivió en mi casa, el piso de la periferia barcelonesa. Hablaba sin cesar, y mezclaba recuerdos con fantasías, argumentos de zarzuelas. El rey que rabió. Le gustaba la lectura y pasaba largas horas en compañía de los libros de cocina de Josep Pla, a quien admiraba y releía y releía. El que hem menjat (Lo que hemos comido). 

Mientras paseaba por las calles de Cela, Muro de Alcoy, imaginé como era ese pueblo a finales del XIX. Y recordé los relatos de Milagros sobre la miseria terrible, el hambre tenaz, la oscuridad flagrante de aquellos años, la tiniebla intensa de donde vengo. Quizás es la misma tiniebla a la que me dirijo.

Hablando de tinieblas: mi abuela Milagros fue analfabeta hasta más allá de los veinte, cuando la señora a la que servía en Sant Gervasi le enseñó a leer, a escribir y a hacer el cuento de la vieja, que es la matemática de los pobres. Y la señorita de Sant Gervasi le prestó unos libritos muy raros, uno de los cuales está aquí, a mi lado, y es su herencia: un libro de Amalia Domingo Soler, la musa del espiritismo.

Milagros nació miserable y fue analfabeta pero dejó de serlo por la intervención de un azar benevolente. Eso pasó en el siglo XIX y, a día de hoy, todos pensamos que esas cosas ya no pasan o que las corrige nuestro mundo fabuloso y tecnológico, socialdemócrata, democrático, igualitario. hay que andarse con cuidado con esas ideas optimistas, puesto que todo lo que hemos ganado en cincuenta años se puede perder en uno de populismo.

Entre las cosas de Milagros encontré sus libros espíritas y unas fotos, en una de las cuales Milagros debe de tener no muchos más de veinte años y posa con cierta coquetería, en el alféizar de una sonrisa. Esa mirada que me mira des de los inicios turbios del siglo XX español casi como si quisiera decirme: un siglo no es nada, cuídate. El tiempo está detenido por la magia de la fotografía, el tiempo es cero, no existe. Hoy es ayer y anteayer y el otro. Todos quienes vivimos alguna vez estamos aquí y una vida es todas las vidas. Des del principio de los tiempos y hasta el fin, todas las vidas son una sola vida, la vida de Milagros.

19 de març 2021

Un barbero de derechas y un zapatero de izquierdas

El barbero y el zapatero eran hermanos antes de ser zapatero y barbero. Cuando eran pequeños ignoraban ese destino: los dos pensaban que iban a ser campesinos, como su padre y su abuelo y su bisabuelo. Crecieron juntos en el pueblo, en una casa que tenía algunas tierras. Pero las tierras no daban para mucho y llegó la filoxera, que arrasó con el cultivo de la vid. Ninguno de los dos era el primogénito: la herencia sería minúscula, un pedazo muy pequeño de tierra miserable abrasada por el sol y devorada por el pulgón. El futuro, visto des de su ventanuco de la masía de Cal Coix, era un océano de sombras, aunque ellos jamás habían visto el océano. Ambos se sacaban algunas pesetas haciendo trabajos precarios: la precariedad laboral no se la inventó Mariano Rajoy.

El futuro barbero, cuando terminaba su jornada en el campo exhausto, llevaba los pasajeros que llegaban en tren des de la estación hasta la Plaza Mayor en un carricoche destartalado tirado por una mula, y el futuro zapatero empezaba a conocer algo de su oficio futuro remendando cosas por aquí y por allá. A veces le daban una peseta, a veces pan, a veces un pellizco, a veces nada. Ninguno de los dos sabía cual sería su oficio: la formación profesional, en un pueblo y en la primera década del siglo XX estaba en esas lindes.

Cuando ambos sintieron el aliento del hambre, decidieron poner tierra de por medio. Agarraron cuatro cosillas y se fueron a Barcelona con lo puesto, como un africano en una patera. Ninguno de los dos contó jamás como fueron los primero años: en la ciudad no conocían a nadie, no tenían nada. Jamás pronunciaron una sola palabra sobre aquellos primero años en la capital y uno tiene reparos en imaginar el primer día, la primera noche. No hay que ser muy avispado ni muy fantasioso para imaginarse a los dos hermanos durmiendo bajo el alero de cualquier edificio solitario, en un banco del parque. Vaya usted a saber. Los dos jóvenes hermanos pobres bajo el techo de estrellas.

Pero pasaron los años: el zapatero consiguió hacerse con un tallercito minúsculo y allí se estrenó de zapatero remendón. El barbero se puso de aprendiz en una barbería, hasta que el dueño, ya muy mayor, se la traspasó por un buen puñado de duros que él le iba pagando como podía. La barbería incluía unos cuartos en la trastienda: una cocinita, un dormitorio y arriba de una escaleras verticalizadas, un par de cuartuchos. La vivienda del zapatero no era mucho mejor. Los pisos pequeños tampoco los inventó un arquitecto diabólico y japonés.

Pasaron más años y llegó una guerra. Ninguno de los dos hermanos entendía mucho de política. El zapatero quizás algo más, y se afilió a un sindicato anarquista. No se sabe si fueron las amistades, la novia o la sangre hirviendo, o el recuerdo de la miseria. Su hermano, que había pasado por la misma miseria, era más bien conservador, amén de algo díscolo. La guerra avanzó y había muchos muertos en todas partes, y además de la guerra y sus frentes y sus campañas y sus ofensivas había una revolución en marcha tras el frente. Uno de los dos hermanos vivía asustado, el otro vislumbró una oportunidad.

Un día el zapatero se hizo revolucionario y, provisto de dos compañeros y una metralleta, entró en la barbería de su hermano y le incautó el negocio en nombre de la revolución.

-Este negocio está colectivizado, le dijo, pero te permito que sigas trabajando aquí.

La guerra terminó y el bando del zapatero perdió. El zapatero se exilió en Francia. Llegó a París con algo de dinero, puso un tallercito de cordonnier y años más tarde ya tenía una zapatería. Luego otra. Su hijo expandió el negocio y a día de hoy tienen, entre otras, una tienda fabulosa en el Boulevard Saint Germain. A veces los descendientes vienen a Barcelona, bien vestidos y en buenos coches. Y visitan los lugares por donde anduvieron los viejos y se maravillan de la miseria de aquellos difuntos antecesores, tan lejanos, tan color sepia. Jamás visitan el pueblo original. Ni tan siquiera lo nombran. Tampoco se nombra nunca el suceso de las metralletas y la colectivización. 

Quizás todos heredamos el fantasma del hambre. La última vez que estuve en el pueblo del abuelo me senté en un restaurante. La comida, que estaba rica, se me indispuso y sufrí tremendos retortijones. El espectro del hambre del abuelo está en mi cuerpo.

16 de març 2021

Ayuso o la catalanización de Madrid


La primera vez que estuve en Madrid me comporté como el provinciano que todavía soy: visité el Museo del Prado, me paseé por el Parque del Retiro, anduve por la zona de los bares y creo que hice una siesta en el Jardín Botánico. No cuento más porque la memoria no me acompaña: eso sucedió hace treinta años por lo menos.
 
Lo que recuerdo de Madrid también es un recuerdo de joven provinciano: la ciudad se me antojó enorme, casi Nuevayork, fascinante en sus matices infinitos. La palabra cosmopolita cobró sentido en aquel primer viaje. Allí fue donde descubrí que el cosmopolitismo barcelonés era un acercamiento al concepto, una leve aproximación.

Siempre pensé que había varios factores que le impedían, a Barcelona, ser cosmopolita de veras. Uno de ellos es la medida de la ciudad, pero otra, indudablemente, es la influencia del nacionalismo que asedia la capital catalana y que intenta penetrar en ella.

Por eso mismo, hasta hace muy poco, admiraba la suerte de Madrid: en ella nadie te pregunta qué lengua hablas, cual es tu procedencia, si tu apellido es de los nuestros o de los otros, si eres de aquí o de allá o del más allá. A nadie le importa tu origen, o más bien dicho, eso es del revés: la gente se alegra de vivir entre diferentes. Justo lo contrario de lo que sucede en nuestra desdichada Cataluña.

Y sin embargo... llegó la señora Ayuso y les dijo a los madrileños que ellos son distintos de los demás españoles, que existe una idiosincracia madrileña, que deben mantenerse alertas y vigilantes ante los intentos de confundirles con el resto de los españoles y que no es justo que, con sus impuestos, mantengan a una España que no les merece. ¿Les suena de algo esa melodía? A mi sí me suena, llevo muchos escuchando esa canción. En su versión catalana.

Socialismo o libertad, les suelta Ayuso. Lo mismo que les suelta Laura Borràs a los catalanes, ese discurso cansino de las esencias y la libertad. En el caso de Borràs: España o libertad. Se trata de desleir el debate socioeconómico y cultural en el marasmo de la identidad, en el laberinto estéril y lúgubre del fantasma de la libertad y las esencias.

Ahí está servido el desastre: mientras en Cataluña muchos suspiramos por una Cataluña abierta, plural, desnacionalizada y democrática, y que se aproxime a las demás realidades de España, nos aparece en Madrid una política que, inspirándose en la metodología del nacionalismo catalán, pretende dividir y crispar nacionalizando Madrid. Nosotros queríamos una Cataluña española, y Ayuso nos responde con un Madrid catalanizado.

Supongo que los asesores de Ayuso han descubierto el truco y sus beneficios electorales del método nacionalpopulista catalán: cuando a alguien le repites mil veces que es especial, distinto y por lo tanto superior al resto, ese alguien te votará. Cualquier mentira funciona cuando es agradable a los oídos. Fíjense ustedes: tras doscientos años repitiéndoles a los catalanes que son una nación, aquí ya nadie ni tan siquiera pone en duda que Cataluña sea una nación (aunque nadie sea capaz de definir «nación»). Ahora le toca el turno a Madrid: del mismo modo que la convivencia en Cataluña se resquebraja y la cohesión salta por la ventana por un puñado de votos, lo mismo podría sucederle a la ciudad más cosmopolita de España. Arriesgarse a ser una capital provincial por un puñado de votos.

12 de març 2021

Las personas buenas

A lo largo de una vida, uno puede enamorarse varias veces y conocer a varias personas buenas. En uno de sus cuentos, Charles Bukowsky se burla del amor y exclama algo así: "¡Te has enamorado! ¿Te refieres a aquello que te puede pasar ocho veces al día?". Yo no diría tanto, pero tampoco lo diría de conocer a personas buenas.

Y sin embargo ahí están, y uno se maravilla cada vez que descubre a una buena persona. Si el mal es banal y las personas malas son mediocres y grises, el bien es fascinante. Pero se habla a menudo de las fascinación del mal, algo que está muy presente en las artes y en especial en la literatura (y en su hijo el cine). El mal parece ser irresistible, parece tener la cualidad de atraernos de un modo abismal.

Leí un artículo sobre la novela negra que abundaba en esa fascinación, en la atracción por el crimen, por el lado oscuro del alma humana, por lo sórdido, por los bajos fondos, lo que vive en la sombra. Cuando, en realidad, esas sombras solo son sombras para quien vive en el limbo o en los chalés adosados: la novela negra es una novela para la clase burguesa acomodada, que es la clase que desconoce, niega o se tapa los ojos ante las vísceras de la cosa humana. Y, en consecuencia, disfruta cuando le cuentan algo sobre lo oscuro: siempre que esa narración sea una ficción, por supuesto.

Para algunos a quienes he conocido, y que viven o sobreviven en lo marginal, una novela negra de esas que tanto éxito tienen debe ser como un chiste malo, una perogrullada sin ton ni son. A esas personas les encanta la novela rosa, ya que les recuerda que existe la posibilidad de vivir una vida hermosa. Eso me llevaría a afirmar: la novela negra es para ricos aburridos, la romántica para los pobres que sufren. Eso sería falso, supongo, y además el término "romántico" es muy complejo y, en realidad, desafortunado. Puesto que lo romántico también es lo gótico, lo triste y lo lúgubre: indaguen un poco en las vidas de los autores románticos y verán a lo que me refiero.

Así pues, aunque publiqué dos (o tres) novelas negras, a partir de cierto momento me di cuenta de que narrar el mal me importaba un bledo y además estaba harto de él. Se terminó mi fascinación por el mal y por la novela negra. Tras muchos años trabajando y conviviendo con desheredados, supervivientes y vidas míseras, me di cuenta de que solo es fascinante la bondad. Quizás se debería escribir una novela sobre un detective que descubre la bondad donde menos se la esperaba.

Ya lo sabemos, y lo sabemos muy bien: podemos ser malos, egocéntricos, codiciosos, crueles, criminales, traidores y ladinos. Incluso podemos ser políticos con cargos, o políticos deseosos de cargos y llenos de frases cínicas, altisonantes, vacías y malignas, políticos que anteponen el bien propio al común cuando lo cuentan del revés y sin pestañear, sin un solo atisbo de vergüenza en su mohín. Lo que me fascina es que haya personas buenas incluso en donde uno diría que solo hay miseria moral y el espinoso empuje de la supervivencia estricta.

En este barrio en donde trabajo veo casi cada día vecinos muy pobres que ayudan a otros vecinos muy pobres, y los balcones llenos de flores y esa ropa tendida, limpia y ajada, y la música alegre y anticuada que brota entre las macetas, como la música de un país pequeño, perdido y sin nombre que es el país de todos: sin himnos ni banderas. Hoy vi lo más parecido a mi bandera preferida: era un calcetín desaparejado y con un agujero en el dedo gordo, colgando del tendedero en un balcón de Campoamor.

Prefiero la locura del bien y que me cuenten que también podemos ser así, buenos con los demás, aunque andemos con un tomate en el calcetín. 

10 de març 2021

La guerra civil catalana


Hace un tiempo me invitaron a un banquete familiar, y me advirtieron de que iban a festejar no solo una efeméride si no el advenimiento de la república catalana. "Visca Catalunya!", me dijo la voz, en vez de decirme "hasta luego". Para certificar el sentido inequívoco del convite me mandaron una foto con un mensaje al pie: a los asistentes les vamos a regalar una urna votiva, miniatura de la urna-tupperware que se usó para el falso referéndum del 1 de octubre de 2017.

"Bueno, ya sabes que yo no comulgo con esas cosas y que, aunque lleve dos apellidos catalanes, no soy independentista", dije, con un murmuro. Lo dije y sonó a disculpa, a vergüenza, a susurro incapaz de pronunciar con claridad mis opciones, como si esas contuvieran algo pecaminoso. Hablo así cuando me doy cuenta de que mi ética personal entra en conflicto con la sensibilidad de los demás, a la que no quiero ofender. Porqué no me gustan las guerras ni los conflictos ni la violencia de ninguna clase. Hablo así para ocultar mis ideas, en realidad.

Me sucede lo mismo en las situaciones informales, entre los compañeros de trabajo. Me callo, evito, susurro, y como mucho planteo preguntas. Pero jamás afirmo. Nunca digo qué opción voté en diciembre, agacho la cabeza, miro por la ventana, me busco una excusa para levantarme y ausentarme. Los demás se lo pasan en grande, se aplauden mutuamente las gracias, los chascarrillos, se pasan imágenes en la pantalla del smartphone en donde se burlan de los que piensan como yo. No hay maldad alguna en ello, no pretenden molestarme, lo se. Solo se burlan de lo que piensan que debe ser objeto de burla, en nombre de una superioridad mental que se da por obvia. No se dan cuenta del etnicismo que contienen sus chanzas, del desprecio que destilan, del odio que amamantan.

Un día en que hacía mucho frío no pude más y salí a la calle con la excusa de que me salía a fumar. Me encontré, agazapada en una esquina protegida del viento gélido, a la trabajadora de menor rango de mi centro de trabajo. Estaba fumando en cuclillas y yo hice lo mismo. Me acuclillé a su lado y ambos fumamos en silencio como dos soldaditos en una trinchera arrasada. No hacía falta decir nada. Echamos el humo hacia el cielo encapotado, sin mirarnos. Compartimos nuestra cobardía y nuestra vergüenza tal como se comparten esas cosas y la pobreza: sin mediar palabra.

Mi abuelo materno vivió la guerra civil española. Tuvo que exiliarse en enero del 39 y murió en un campo de refugiados francés, pero dejó escrito un diario. En él cuenta sus andanzas desde el año 20 y tantos, y termina en el 41, que es cuando murió. Las últimas páginas hablan de derrota y lo hacen con la vergüenza silbando entre las palabras. Vergüenza por no haber sido más valiente, por no haber puesto más empeño en la defensa de sus valores y de sus ideas. No puedo dejar de pensar en esas últimas páginas. Mi abuelo soñaba con la república de veras, con la república de la igualdad y la fraternidad, y jamás usó en vano el nombre de la libertad.

Estoy viviendo una guerra civil sin tiros, con unas sonrisas supuestas, con el uso empalagoso de la palabra "democracia", aunque suena a palabra ahuecada. En esta guerra civil estoy perdiendo una batalla tras otra, tal como las perdió el abuelo. Y, como él, siento que he fallado en la defensa de mis valores. No hay heroísmo alguno en mis actos, no dispongo de ningún relato heroico para explicarme. Silencios, retiradas, y luego más silencios y más retiradas. Nos dijeron que ese era un conflicto entre españoles y catalanes, pero esa es una mentira más: es un conflicto despiadado de catalanes contra catalanes y nada más. Lo otro es retórica vacía.

Las personas que sí fueron al banquete del que hablé al principio ya no me mandan ningún mensaje ni me llaman. Con alguna de ellas compartí casi toda la vida. He oído por ahí que decir eso (que el independentismo rompe familias y amistades) es ser un fascista, un facha, un españolista. Me temo que, a ese paso, en mi lápida escribirán mi nombre y debajo el epígrafe "Aquí yace un fascista españolista". De poco servirá que haya dedicado más de la mitad de mi vida laboral a trabajar para y con los más débiles y los más pobres, que me haya esforzado en hacerlo lo mejor posible.

Eso es una guerra civil sin tiros pero contiene todos los elementos de una guerra civil. Y yo la estoy perdiendo. Quizás no tendré que largarme por piernas y con una maletita al hombro como lo hizo el abuelo, y quizás no daré con mis huesos en un campo de refugiados en un país vecino, pero de algún modo llevo tiempo haciendo todo eso y, en realidad, este texto es el texto escrito por el perdedor de una guerra, vencido y avergonzado, que camina por las pistas forestales en dirección al exilio, a uno metafórico y fantasmal, con poca o ninguna esperanza, triste, maltrecho, enfermo.

La familia paterna de mi abuelo, unos ricos hacendados de Figueras, le olvidaron tras la derrota de los suyos en 1939. La mayor parte de ellos le olvidaron, se desentendieron de su suerte. Cuando supieron de su muerte, dijeron: "eso le pasa por meterse en política". Yo no me metí en política porque eso no me sedujo jamás. Prefiero trabajar de verdad, al pie del cañón.

Vendrán años mejores y la guerra terminará, como terminó la de Troya, tan estúpida y tan cruenta como todas las guerras. Pero no regresaré jamás de mi exilio.

9 de març 2021

Los europeos

El mismo día en el que el Parlamento europeo le retira la inmunidad al señor Puigdemont, leo este párrafo en "Los europeos" el libro fantástico de Orlando Figes. Se trata de una de las citas que abren ese volumen imperdible:

Cuando las artes de todos los países, con sus cualidades locales, se hayan acostumbrado a los intercambios recíprocos, el carácter del arte se verá enriquecido en todas partes de modo incalculable, sin que cambie el peculiar genio de cada nación. De esta forma se formará una escuela europea en lugar de las sectas nacionales que aún dividen a la gran familia de los artistas; entonces, una escuela universal, familiarizada con el mundo, a la que nada humano le será ajeno.

El fragmento corresponde a Théophile Thoré (Les tendances de l'art au XIXe siècle) y fue escrito en 1855, con un optimismo que hoy nos sonroja y nos enternece. Debieron de pasar dos grandes guerras y transcurrir muchos millones de muertos para que alguien empezara a tomarse en serio, en lo político, ese sueño que Thoré albergaba para el arte y la cultura.

Uno, con el paso de los años, tiende a creer cada vez menos en las coincidencias. Y aunque no acierte a descubrir la causalidad última, se que no es puro azar que haya leído el texto en el mismo día en que al señor Puigdemont le arrebatan la inmunidad de la que gozaba como diputado europeo. No voy a entrar a hablar del diputado Puigdemont, baste decir que se fue a Europa a buscar su protección. Es decir, a servirse de Europa para sus intereses (legítimos o no, eso es otro asunto).

Es reseñable que un grupo como Podemos haya votado a favor de mantenerle la inmunidad, por cierto, ya que ese mismo grupo hizo muchos aspavientos, unos años atrás, con el escandaloso número de cargos aforados que tenemos en España.

Tampoco hace falta recordar las ideas fundacionales de la Unión Europea, ni ese sueño que algunos mantenemos por ver, algún día, quien sabe cuando, unos Estados Unidos de Europa que nos alejen un paso más de los populismos nacionalistas, esa ideología que solo trajo desgracia, miseria y muerte y que, a día de hoy, tantos quieren resucitar al precio que sea, pasando por encima del dolor de quien sea. Quien olvida la historia no solo está obligado a repetirla: también está obligado a pagarla y a sufrirla, y puede que deba sacrificar a sus hijos en el altar patrio de ese olvido.

El libro de Orlando Figes (no se lo pierdan, aunque quizás déjenlo mejor para el veranito --pues llega a casi 700 páginas) es un canto al cosmopolitismo y contra el nacionalismo. El propio Figes se nacionalizó alemán cuando se vio venir el Brexit, y se nacionalizó alemán para poder seguir siendo europeo. Es la cultura (la popular, la mediana y la alta) la que nos hace humanos y la que nos hermana, y eso es lo que cuenta ese libro majestuoso. El sueño de Europa y el de las personas que vivimos en ese rincón del planeta es olvidar, algún día, las viejas tribus rencillosas, ruines y mezquinas de las que salimos.


7 de març 2021

Un cisne negro recorre España

Cuando era pequeño, no debía contar más de seis o siete años, vi por primera vez al cisne negro. Entró en mi casa y se paseó por ella. 

Una tarde, aburrido en aquel séptimo piso de un bloque en la periferia, hice una pequeña trastada doméstica que le costó la vida a un aparato de radio, el único que había en casa. Fue algo accidental, infantil y más bien tonto. El aparato era una vieja y prodigiosa Telefunken que había pasado de la generación de mis abuelos a la de mis padres. Cuando mi madre vio el estropicio solo dijo:

-Cuando tu padre llegue y lo vea te vas a enterar.

Mi padre llegó. Tarde, cansado y de mal humor. Las consecuencias fueron desmedidas incluso a los ojos de un niño, con ese agudo sentido de la justicia de los infantes. Mi madre se dio cuenta de la desproporción y empezó a discutir con él. Al principio todo transcurría por los cauces de lo razonable, pero pronto empezaron a surgir antiguas deudas, viejos disgustos, reproches que llevaban lustros agazapados en la penumbra de la memoria. Se recordaron sucesos lamentables acontecidos antes de mi nacimiento, riñas entre familiares mal resueltas o sepultadas bajo sacos de arena dolorosamente depositados. Mis padres estuvieron días sin hablarse, el ambiente era cortante, tenso, previo a la violencia o al divorcio. Con el tiempo, claro está, las aguas volvieron a su cauce. Pero jamás se resolvieron los antiguos problemas. Se marchó el cisne y regresó el silencio. Esa alternancia se dio, entre mis padres, hasta el fin de sus días. No se divorciaron ni hicieron las paces. Si alguien cree en la otra vida, dé por sentado que en la otra siguen en la misma dinámica, para toda la eternidad de cisnes negros y silencios.

En España el cisne negro se puede llamar Pablo Hasél o la Infanta vacunada en los Emiratos Árabes. Tiene más nombres, pero vamos a limitarnos a esos dos. Aunque quizás no cumplen con todos los requisitos de la Teoría del Cisne Negro, se le acercan mucho.

Hasél es un joven enfadado, desafortunado y niño de casa rica para más señas, cuya enorme carga de odio, machismo y resentimiento le llevan a escribir unos poemas terribles, de calidad nula pero de gran carga violenta. A priori, pues, su ingreso en la cárcel, por más que pueda parecerle injusto a más de uno, no debería haber provocado tal oleada de destrucción, saqueo y llamas. Un hombre, un trabajador público, estuvo a punto de perder la vida en esas algaradas y ningún político se posicionó a su favor. 

Muchos de los políticos catalanes han sido incapaces de posicionarse ante los hechos, y su silencio, ceguera y sordera solo allanan el camino del cisne negro. En Chile, los disturbios empezaron con la subida de unos céntimos del billete del metro. En Cataluña, nadie cree que la libertad de expresión sea capaz de levantar esas hogueras ni de destruir tantas tiendas: gozamos de unas libertades razonablemente buenas, muchísimas más que las que se gozan en más de medio mundo. Eso es el cisne negro, no es la libertad de expresión.

Pocos días más tarde, las dos Infantas se vacunaron contra el virus en un país lejano y se supo el suceso. Todos los medios hablaron de ello y no hubo tertulia que soslayara el asunto. Y aunque no hubo quema de contenedores ni escaparates hechos añicos, vi la sombra del cisne negro andando por las calles. Y de nuevo, los políticos, callaron o se pronunciaron a impulso de tuit nocturno con ocurrencias ingeniosas, comparaciones maliciosas o chascarrillos tabernarios.

Alguien me dirá: bueno, no pasa nada grave, todo volverá a la calma y saldrá el sol, se disolverán las algaradas como la niebla en el alba, solo son jóvenes aburridos o políticos desnortados que aprovechan el paso del Pisuerga por Valladolid cuando no tienen proyectos ni quehaceres. Puede ser cierto. Pero no se deben olvidar de que estamos en España, y de que nuestros abuelos se mataban entre ellos y luego echaban los cadáveres por el barranco o en la cuneta. Y, digan lo que digan, no se mataban por grandes ideales políticos si no por viejas rencillas, envidias, odios y ese malestar ancestral que recorre España, des de Figueras hasta Cádiz, des de Bilbao a Algeciras. 

2 de març 2021

Sobre tu ignorancia levantaré mi patria


Cursé los estudios secundarios en un Instituto de la periferia barcelonesa. Era uno de aquellos edificios grises, algo siniestros, con dispositivos arquitectónicos análogos a los de las cárceles y los hospitales. A veces, por la mañana, el vestíbulo y los retretes olían a Zotal y a franquismo.

Sin embargo, había multitud de profesores jóvenes esforzándose en una docencia amable y más o menos progresista: abundaban las asambleas, las huelgas, los debates sobre la libertad. Descubrí el feminismo en una profesora de matemáticas y el catalanismo en un profesor -¡como no!- de lengua catalana. pero también el comunismo en una profesora de historia, y el anarquismo ilustrado en uno de ética. Se hablaba sin tapujos en la mayoría de las clases. Cada uno soltaba lo suyo y no había problemas. Esa tolerancia que hoy tanto se invoca existía en las aulas de un barrio periférico, en la Barcelona de 1983.

En aquel clima en el que todo parecía suceder por primera vez entre una paredes viejas y cansadas, en donde se adivinaba las manchas pálidas que dejaron el retrato de Franco y el crucifijo, nos lo creíamos todo. Creíamos, sobre todo, que la democracia era indiscutible, imparable y para siempre. 

Por eso, posiblemente, a nadie se le ocurrió discutir que Cataluña fuese una nación milenaria, que existía una entidad llamada Països Catalans, que los catalanes somos lo más europeo y civilizado al sur de los Pirineos... Todo eso también nos lo contaron en aquellas aulas. Quienes nos inclinamos por las optativas de letras jamás nos preguntamos a qué venían dos cursos de literatura catalana y ninguno de literatura universal. En la asignatura de historia, sin ir más lejos, se nos contaba la revolución francesa y la industrial. En filosofía nos explicaban a los griegos, a los alemanes, a los ingleses. En literatura, sin embargo, uno terminaba convencido de que la catalana era la única literatura relevante del mundo.

De ese modo, nos contaron la grandísima importancia de la Oda a la Patria de Bonaventura Aribau. Jamás nos contaron que Aribau escribió toda su obra en castellano y que era un españolista de renombre. Solo escribió en catalán esa Oda, para darle un toque folklórico y localista a una obra exclusivamente española.

Por aquel tiempo, también, Jordi Pujol -entre sus idas y venidas a Andorra-, presentó una campaña que algunos han olvidado: Catalunya, 1000 anys. (Luego, en 2001, se lanzó un remake de la campaña original, que nos costó 300 millones de euros y pasó bastante desapercibido: Catalunya, 1000 anys més).

La edad de Cataluña es una solemne tontería, pero es obvio que el eslógan se metió bajo la piel de muchos. Lo que me estremece es recordar como entonces lo vimos acríticamente, sin discutirlo ni preguntarlo. Luego, claro está, uno crece, se documenta  y lee libros, y descubre el entramado de patrañas, fantasías, delirios y esa mezcla de nacionalismo naif con propaganda malintencionada de contornos borrosos.

Hace poco, caminando una mañana por el campo en los entornos de mi localidad, anduve un rato tras una familia con niños. Los progenitores no deberían tener más de 40 añitos, iban hablando en voz muy alta: el confinamiento municipal ha conseguido que nos agolpemos por los caminos del monte y no solo por las calles. Una mujer joven, levantando la voz, contaba emocionada como Tv3 le había revelado que la democracia se creó en Cataluña ¡y yo que pensaba que la democracia era un invento griego! ¡Ahora ya sabemos que la democracia es catalana... nos tenían engañados!, se exclamaba. Por su porte y forma de hablar, quien se expresaba así es una persona con formación académica y que ejerce algún trabajo socialmente bien visto.

En el mismo sentido: es fácil ver que los presidentes de la Generalitat siguen una curiosa numeración y que Quim Torra, por poner un ejemplo al azar, se considera el presidente número 133. Lo cual nos retrotrae a la tiniebla medieval, cuando una institución llamada Diputació del General (o algo así) reunía a nobles y a clérigos que se repartían las cosas del poder feudal. Pero nadie protesta por ese anacronismo vergonzoso y por la barbaridad conceptual que implica.

Es más: si uno se va al Museo de Historia de Catalunya, sale con la impresión de que el mundo entero es catalán, ya que solo hay historia en Cataluña (y toda es ejemplar), y nada externo nos influyó para nada. La sensación de autismo programático es apabullante: si algo malo nos sucedió, se debió a las injerencias extranjeras y a la pérfida España, país cuyo único sentido fue el de fastidiar a los grandes catalanes, de una industriosidad, emprendeduría y beatitud sin parangón en el universo conocido.

Lo dicho: sobre tu ignorancia levantaré tu patria. Y a uno le pueden inocular la ignorancia siguiendo cualquiera de los dos métodos siguientes: a) No contarle nada o b) Contarle mil mentiras y ninguna verdad.

Mil mentiras muy caras, costosas y complejas. A cargo del erario público, por supuesto. A ver como se desmonta eso, he ahí el asunto.

Se debe contar que Don Pelayo no fundó España, ni Guifré el Pil·lós inventó la democracia. Debe ser posible una educación basada en la ciencia y la responsabilidad.

Al nacionalismo se le combate con la ciencia, las evidencias, los datos. Y con mucha cultura. Y con mucha democracia. Nada de eso es fácil ni barato: hay que invertir, urgentemente.