La propia Biblia nombra a la aflicción, explícitamente, en uno de sus libros, y con la frase que me sirve de título, para más señas.
Con el paso del tiempo, ese sentimiento se convirtió en melancolía romántica y luego, claro está, en la depresión de los psiquiatras y las farmacias. Mi padre se medicó durante años contra la aflicción, cuando esa llevaba ya su nombre moderno. Es raro no haber experimentado ese sentimiento, que quizás tenga su génesis en la emoción de la tristeza. Tras tantos años de educación emocional, uno consigue sumar más preguntas y más dudas que certezas y respuestas. Aunque a mi no me han medicado nunca por ese mal, me parece de los más normal haberlo sentido. Es más: no me fiaría mucho de quien vive anclado en el optimismo sin vacilar nunca.
A veces me pregunto ¿para qué escribir?, pregunta a la que luego le añado: ¿para qué hablar?. Eso me lleva a la aflicción, claro, es inevitable: tras haber dedicado tantas horas (que suman meses, que suman años) a escribir, resulta bastante irritante y muy decepcionante darte cuenta de que has dedicado años a nada.
Hace unos meses empecé a escribir un pamfleto sobre el conquistador Diego de Almagro, el más desdichado de los conquistadores. Luego, casi por azar, di con un libro del argentino Antonio di Benedetto, Zama. Empecé a leerlo y descubrí que lo más importante (para mi) que yo quería escribir ya estaba escrito por Antonio di Benedetto muchos años atrás. Así que ¿para qué escribir?
A la aflicción la puedo dominar leyendo. Leer buenos textos nos reconcilia con algo parecido a la vida, aunque sea la imitación de la vida.
Hace algunos años, en un aula de alumnado pluricultural y pluriconfesional, le pregunté a la parte cristiana qué sabían del Corán. Me respondieron nada. Entonces les pregunté qué sabían de la Biblia, y me respondieron que mucho. La siguiente pregunta era inevitable:
-Dice la Biblia, en el libro del Génesis, que Eva se comió una...
-¡Una manzana, una manzana! respondieron a coro, satisfechos de su sapiencia bíblica.
Qué decepción tan grande se llevaron al descubrir que no sabían nada de la Biblia, tampoco.
Yo, por descreído y escéptico y a la vez amante de la literatura, siempre he pensado que la Biblia es uno de los mejores textos literarios de la historia y, por lo tanto, una bellísima obra de ficción. Quizás un ensayo literario superior a otros clásicos de la antigüedad. Un magnífico compendio de saber, mitología, poesía y alucinaciones que arrancan del principio de los tiempos. Me fascina que una obra literaria haya levantado templos, provocado guerras, sacrificios, delirios, torturas y asesinatos, víctimas y verdugos, ayunos voluntarios, promesas de castidad y de pobreza (aunque luego la mayoría las soslayen, con discreción o sin ella).
Si los autores de la Biblia levantasen la cabeza quizás se preguntarían: ¿para qué escribir?. Y luego: ¿de dónde sacaron la manzana esos alumnos del siglo XXI?
Dentro de un par de días arranca la Semana Santa, con sus devociones y sus velas y sus encapuchados y sus lamentos. Y hogaño, sus restricciones a la movilidad. Restricciones capaces de promover una aflicción añadida, concepto también contemplado por la Biblia.
En Cataluña también debe sentirse afligido el señor Pere Aragonès, tras hablar dos veces sin obtener los votos que suplica, pero ese es otro asunto y, en general, la aflicción de muchos catalanes anda por otros derroteros des de hace más de una década.
Aunque deben sentirse mucho más afligidos quienes llevan generaciones de penurias y hablan poco o nada, o quizás esos no se pueden permitir la aflicción, que a veces huele a producto de lujo, de diletante y de bohemio facilón.
Escribir, como leer o callarse, cada vez más toma la apariencia de un capricho caro y demodado. Así que, sin más dilación, pongo el punto final tras no haber dicho nada. Como un político catalán y nacionalista del siglo XXI.