27 de juny 2022

EL LIBRERO PROGRESISTA Y CENSOR

Hay, en Barcelona, un librero que ejerce de censor. Lo hace a ratos, en Twiter.

Debo contar que la librería regentada por el librero convertido a librero y censor fue una librería que tuve en gran consideración durante tiempo, y a la cual le compré bastantes libros. Se los compré porque me parecía una buena librería, de las que se deben tener en cuenta cuando uno siente la tentación de comprar por Amazon. Aunque me separan más de 30 quilómetros de ella y que ese desplazamiento me exige un buen dispendio de tiempo en transporte público, siempre -hasta hace poco- pensé que esos sacrificios estaban sobradamente justificados. 

Durante los años volcánicos del procesismo catalán, ese librero mantuvo una actitud muy decente y respetuosa con todas las opciones y las sensibilidades, cosa casi sorprendente en aquellos años, y esa actitud me reafirmó en mi opción de acudir a su establecimiento y dejarme parte del sueldo. Creo que fue una buena decisión contribuir a quienes fueron capaces de torear al monstruo.

Pero los tiempos avanzaron y llegó el día en el que el librero -creo sospechar que- se rindió a alguna presión. A partir de cierto momento intuí que el librero se alineaba con el sector más duro del independentismo, quizás por necesidad. Nadie puede juzgar lo que hacemos cuando nos empuja la necesidad, y quien lo haga no sabe nada de la necesidad.

Pero el tiempo siguió su curso y el librero, una vez superado el periodo del independentismo irracional, se puso a ejercer de censor y publicó tuits en los que contaba los libros que había rechazado y que no estaba dispuesto a tener en sus anaqueles. Eso me entristeció y entonces decidí que el librero es libre de decidir los libros que vende y los libros que no vende, pero yo también soy libre de prescindir de su librería. El librero censor publicó un tuit en el que contaba, sin excusas, que no disponía de un libro que él considera transfóbico. El libro en cuestión es obra de un señor de derechas, claro, pero creo que tenemos derecho a leer obras escritas por señores y señoras de derechas, de centro y de izquierdas. ¿Qué dirían los aficionados a la censura de una librería que se negara a vender libros de autores de izquierdas?

No creo que se mejore a una sociedad a la que se le imponen cánones de lectura. No creo que le sirva a nadie una librería que selecciona los libros que vende en función de parámetros ideológicos, ni creo que ese ánimo censor beneficie en nada al pensamiento progresista.

Antes el censor era un funcionario estúpido. Ahora es un voluntario progresista. Yo seguiré votando a los partidos del progreso, pero la actitud del librero es lamentable y muy triste para el progresismo.

22 de juny 2022

EL CRIMEN EN LA CATALUÑA RURAL

La literatura catalana contemporánea regresa al periodo de la "Renaixença". Vamos a hablar del último éxito literario conocido por aquí, la novela "Canto jo i la muntanya balla", de Irene Solà, que según su editor se ha traducido a más de 20 idiomas -dato que aporta como prueba irrefutable de su calidad literaria.

La verdad es que me llegó el libro sin buscarlo, y aproveché para darle una lectura rápida. La prosa es poética y cuidada, aunque el interés decae súbitamente antes de la llegar a la mitad de sus páginas, ya que uno percibe que nada nuevo aparecerá en las siguientes y que, de algún modo, ya está todo dicho. Pero eso, que es común a muchas novedades de por estas latitudes, no sería tema de conversación. El asunto que me choca es el decidido regreso a lo rural como fuente de pureza, veracidad y autenticidad. Hay un rechazo a lo urbano que es deliberado y diría que incluso programático.

De alguna manera, lo que cuenta Solà es: la Cataluña de veras está en las montañas. Idea que no aparece ahora por casualidad, si no en pleno resurgimiento del nacionalismo esencialista. Una idea que nació a principios del siglo XIX, en la oleada del primer brote nacionalista, de los primeros autores seducidos por el romanticismo tardío europeo y al lado de los pensadores que parieron la idea de la "raza catalana". Si Irene Solà lee esto me dirá que estoy tomando algo malo y que lo deje, pero a mi me parece -en perfecto estado de consciencia- que eso es lo que hay. Aquella "Renaixença" ya se fue a escribir sobre los pueblos del interior buscando algún atisbo de pureza. No nos olvidemos que Barcelona, por aquellos tiempos, ya era una ciudad bilingüe, industrial y conflictiva.

Durante los últimos diez años he ido siguiendo (con interés decreciente) algunas pequeñas editoriales dedicadas a la novela de género negro en catalán y he observado lo mismo: los primeros números de cada colección trataban de lo urbano, pero a partir de cierto momento se produce el sesgo ruralista y las tramas se vuelcan en los pueblos de montaña -rehuyendo a los de la costa, demasiado cosmopolitas para su gusto. Casi perplejo leí el análisis de un experto en el asunto que, en un ensayo, habla de algo así como del descubrimiento del género negro rural, que pone de manifiesto que "también en los pueblos idílicos se cometen crímenes". Eso es una observación que produce sonrojo por su puerilidad. Me chocó la escasa perspicacia del experto, incapaz de identificar esa influencia del nacionalismo esencialista, obligado a escribir sobre pueblos y a abandonar la gran ciudad: la ciudad es compleja, cosmopolita, multilingüe, demasiado "española" para sus intenciones.

Me viene a la memoria una novelita catalana que se permitió situar la trama en Galicia, y eligió la Galicia más profunda y rural y en donde se explicita que es allí donde se encuentra la verdadera Galicia, repitiendo, en realidad, el mismo mantra: lo verdadero está en la profundidad del monte y lo urbano es espurio.  

Es decir, incluso la novela negra se marchó a las esencias. No es casualidad que una de las autoras de referencia de este giro sea la señora Núria Cadenas ("Tota la veritat", 2016, inexplicablemente premiada), que algunos de ustedes recordarán por un pasado que debería quedar al margen de cualquier crítica literaria pero que ahí está. Y que sus defensores, sin embargo, sí usan para ensalzarla.

Regresamos al carlismo, con sus fueros y sus misterios y su lista de mártires y héroes.

20 de juny 2022

ALGO MALO LE PASA A LA DEMOCRACIA EN ESPAÑA

El fantasma que recorre Europa se ha aparecido en Andalucía, aunque lleva tiempo apareciéndose por acá. En Cataluña se ha manifestado ya varias veces.

Leo las valoraciones de las elecciones andaluzas sin salir de mi asombro, que es un trasunto de mi inquietud. Algo malo le pasa a la democracia en Europa. No se trata de quien saca más votos, no se trata de mayorías o de minorías: se trata de la cifra más alta. Y la cifra más alta, con diferencia abismal, la ha sacado la abstención. La abstención, eso que todo el mundo soslaya por dejadez o por pereza. Sobretodo por pereza.

En Andalucía no ha votado ni tan siquiera la mitad del censo. Sin embargo, el ganador sonríe y el perdedor busca excusas. Cuando no hay ni sonrisas ni excusas posibles. En las elecciones andaluzas ha triunfado el fantasma del desastre y todo lo demás son monsergas. 

Las últimas elecciones regionales catalanas, incluso trasvestidas de nacionales, solemnes y plebiscitarias, solo llamaron a un pelín más de la mitad del electorado. La mitad se quedó en su casa, se fue de copas, al cine (en su casa, mediante Netflix) o simplemente se olvidó del asunto tan trascendental que le planteaban los muñecos de la tele. Puede que la gente se haya cansado de autonomías y que voten más en las elecciones nacionales, pero en las europeas el voto es ridículo y, sin embargo, Europa manda mucho.

Algo malo recorre España. Cuando el elefante entra en el salón y nadie lo nombra es cuando suceden los peores desastres: no es necesario ser psicólogo clínico para saberlo. Tenemos al elefante dando bandazos en el saloncito.

Los partidos prefieren decir que han perdido antes que nombrar a la abstención. El ganador no la nombra por motivos obvios, aunque se sabe herido de muerte.

En un examen, sacar un cuatro obliga a irse a la recuperación.

Hace poco, en mi centro educativo pasamos algunas encuestas al profesorado. En más de una de ellas respondió el 30 o el 40%, y nos vimos obligados de insistir, a repetir. Es lo más lógico. No se pueden tomar decisiones cuando solo se ha manifestado menos de la mitad del personal. No tendría sentido alguno tomar decisiones cuando la mayoría se ha abstenido.

Al paso que vamos, un 20% de participación en unas elecciones nos parecerá algo normal. O aceptable. Es lo que hay, nos dirán, y acataremos. 

¿Qué se puede intuir tras la caída de la participación?

Me sabe mal ser tan funesto, tan agorero: lo que hay después es el fin de la democracia en Europa.

15 de juny 2022

Y DESPUÉS LLEGARÁ EL ALBA



Me senté en la silla al lado de padre. El doctor Guardiola me había advertido: 
—Es probable que esta mañana sea la última mañana de su padre. 

En otra habitación de la clínica para moribundos alguien tenía a Beethoven en su transistor. Creí distinguir un fragmento de la Sinfonía Heroica y se me ocurrió que el aparato era un Radiola. ¡Qué raro es todo, a veces, joder!

Miré los ojos grises y aguados de padre. Se le habían aclarado las pupilas en esos meses finales, y eso me pareció algo muy extraño. Quizás teclearé en el oráculo de Google: ojos que se aclaran antes de morir, me dije, a ver. Entonces él me vio y me sonrió, y los músculos de la sonrisa le dolieron tanto como si levantase un peso muerto de cincuenta quilos.

Me di cuenta de que muy pronto padre se secaría la vida del rostro con una toalla tejida con hilos de sueños. Una cucaracha enorme golpeó levemente el cristal de la ventana con sus patitas de astilla aterciopelada y siguió fachada arriba, hacia el tejado. Creo que en el tejado, al lado de la chimenea de la calefacción, tiene tres docenas de huevos como balones de baloncesto, y los acaricia con un esmero y una amabilidad que conmoverían al espíritu más gélido. La cucaracha madre gigante sabe que los parias heredarán la tierra, y cuida con cariño a los herederos. Ahora, de repente, escucho la Marcha Turca del músico alemán con la sordina que imponen las paredes, súbitamente blandas y traslúcidas como un himen. El mundo se desvanece en un blanco de dentadura postiza marca Kukident. El moribundo que muribundea en el lecho al lado de la cama de padre fue maestro de escuela rural, insiste en ese extremo cada vez que me ve. Yo le saludo con la mano.

Llevo tres días intentando escribir la reseña de un libro, pero la reseña se me resiste. Quisiera tenerla lista antes de la muerte de padre, pero me temo que no podré. Me di cuenta de que sería imposible en la primera línea de mi reseña, cuando escribí “Esa novela, escrita en 2015 y publicada en 2017…”. Tras haber tecleado esas palabras dudé de que eso fuese una novela. Quizás no lo era. Quizás no era ni tan solo un libro. Quizás nadie la había escrito y yo no la había leído. Llamé a un conocido que sabe mucho de literatura y me dijo que no le constaba la existencia de ese libro pero que investigaría y ya me diría algo. No me llamó nunca más, como hacen aquellos a quienes les has prestado un libro y no te lo han devuelto. Su mujer, con la que me crucé un día en la calle, cerca de la sastrería de los disfraces, hizo como si no me conociera de nada y se puso a contemplar las nubes. Cuando pasé a su lado la oí murmurar para sus adentros, tan deseables como inalcanzables:

—Ah! Quanto sono belle le nuvole…!

Et adès serà l’auba, dijo un poeta occitano y antiguo. Recordé las palabras del doctor Guardiola: esta es su última mañana.

Le pregunté a padre si ahora, en el final, pensaba que la vida era el cumplimiento de una pena. Bueno, en verdad le pregunté si pensaba que vivimos en el purgatorio. Y si fuese así, entonces ¿cuál fue nuestro pecado? Padre asintió con una sonrisa bonachona, dolorosa pero satisfecha. Y, aunque lo intentó, no pudo articular palabra alguna. En su última mañana la afasia acompañó el esclarecimiento de sus pupilas. Y la cucaracha.

Luego, cuando esperaba al autobús que me devolvería al pueblo en donde vivo y ejerzo de maestro rural, me llegó su voz como si viniese de un transistor lejano:

—El delito, hijo mío, es haber vivido. Discúlpame por haberte engendrado, si puedes.


8 de juny 2022

Urtain: los mejores deportistas son los de mi país


Cuando era muy niño supe de la existencia de un boxeador cuyo nombre era José Manuel Urtain. Para aquel niño se trataba simplemente de Urtain, sin José Manuel. Lo de “Urtain” debió de ser un apodo, ya que según consta en los documentos, se llamaba José Manuel Ibar Azpiazu. Lo de Urtain lo tomó del caserío en donde creció.

Hay detalles en la vida de José Manuel Ibar que invitan a soñar en una infancia difícil, desde la cual se llega en línea recta al asunto de los puñetazos, a esa metáfora llamada "boxeo".

Con el transcurrir de los años he superado mis prejuicios de socialdemócrata y progresista nacido en Barcelona, y he comprendido algo sobre la poética estricta y tensa del boxeo. Arthur Cravan me ayudó bastante a olvidar mis manías, aunque fue el fabuloso poema cinematográfico de Isaki Lacuesta “Cravan versus Cravan”. Debo decir que mi debilidad por el dadaísmo es antigua. Adoro ese momento, su estética, su capacidad para subvertir el ridículo, para devolver algo de humildad al ser engreído.

Conocí a Urtain porque un 6 de enero por la mañana –mañana de Reyes– apareció entre los regalos de sus majestades un objeto de lo más dadaísta. Estoy hablando de un año que podría ser 1969 o 1970. Se trataba de una mezcla de títere y de muñeco articulado, un boxeador de plástico de unos 30 centímetros, provisto de una faldita verde de lana afelpada bajo la cual se podía introducir la mano con la que se sustentaba el invento y permitía el acceso a un pulsador mediante el cual el boxeador agitaba sus brazos (con las manos enfundadas en unos guantes marrones) simulando unos ganchos terribles.

— Se llama Urtain —es todo lo que recuerdo que me contaron.

Aún siendo muy niño me interesé por Urtain mientras agitaba el muñeco para golpear el aire. Me contaron que Urtain era un campeón de veras. Por lo visto, la tele andaba llena de las hazañas del boxeador guipuzcoano (español, en aquellos tiempos). Urtain ganaba campeonatos internacionales, derribaba a tremendos contrincantes de todas las naciones y llevaba el nombre de España hasta lo más alto.

Crecí por ley de la naturaleza. Y el muñeco de Urtain debió de romperse, se desarticuló o se perdió por la misma ley. Pero creo que retuve algo del asunto del púgil vasco, ya que a menudo me acuerdo del títere automático. Me pasa por las mañanas, cuando me levanto. Me pregunto si no será que soñé con el títere, y entonces me pregunto qué me dirían Freud, Lacan o Jung de tal ensoñamiento.

Fue unos cuantos años más tarde cuando descubrí que cualquier nación solo habla de los deportes en los cuales destaca. Cuando Rafael Nadal desfallezca, los noticiarios se olvidarán del tenis. Sucedió lo mismo, años atrás, con Arancha Sánchez Vicario. Y con Blanca Fernández Ochoa y el esquí. En su declive, la prensa se olvidó del esquí. Cuando Severiano Ballesteros ya solo perdía torneos, la prensa se olvidó del golf. En el mundo estrambótico de la Fórmula 1, el caso de Fernando Alonso induce a pensar que los canales de tv nacionales van a tardar poco en dejarlo.

Uno sospecha que la televisión pública catalana trata a los “castellers” como deportistas sobre todo porqué en su deporte no tienen competidores y se puede argumentar con una facilidad pasmosa que, a hacer “castells”, no nos gana nadie. El día en que los chinos hagan “castells” de quince pisos, la Tv3 se volcará en otro asunto. En cualquier asunto en el que le sea posible contar que nuestros deportistas son los mejores. Se trata de eso. De contar que somos los mejores. Como lo fue Urtain en su tiempo.


6 de juny 2022

EL DÍA DEL LIBRO EN CA N'ANGLADA



Hace algunos años decidí no comprar ningún libro en el día de la Fiesta del Libro. No se trata tan solo de mi vocación rebelde ante los mercadeos, se trata también de mi dificultad para lidiar con las aglomeraciones, los empujones, esa sensación de ahogo que me asalta. Además de mis prejuicios está una disposición anímica. Pudiendo ir a la librería cuando está silenciosa y solitaria como un buque abandonado en alta mar, ¿quien quiere someterse a los agobios de la muchedumbre?

Sin embargo, en el puesto de venta de libros que hicieron los alumnos de último curso en el centro en donde trabajo, me compré un par de libros. De segunda mano, por supuesto. Me gasté cuatro euros y así les ayudé a recoger dinero para su viaje. Muchos de esos alumnos y alumnas van a viajar poco o nunca para divertirse a lo largo de sus vidas ya que, aparte de los viajes a Marruecos para ver a la familia, les espera una vida que casi nunca rebasa los límites del barrio. Ca n’Anglada es un barrio de esos que antes llamábamos «pobres» y ahora «desfavorecidos» (palabra, esa última, sobre la que podría escribir un tratado). El barrio, sus bloques prietos, feos y enfermos, sus callejuelas, su proximidad con el torrente, lo construyeron para unos pobres de antaño. Lo construyeron unos señoritos catalanes de buenos apellidos, todavía presentes hoy, y entonces ¡presentes! en su adhesión al franquismo por la misma razón que hoy al soberanismo: por instinto de supervivencia de clase. Aquellos pobres de antaño se fueron muriendo, y muchos emigraron hacia barrios más lindos, seducidos por la sirena de las facilidades hipotecarias y el ensueño de la buena vida que vendían políticos y banqueros. La mayoría de aquellos pobres eran los pobres que se quedaron sin chabola —sin nada— con las riadas de 1962. En este país incluso las riadas favorecen a los señoritos. Los pobres de hoy —los pobres sustitutos de los viejos pobres— llegan huyendo de la riada de miseria que azota sus regiones de origen: nada es más global que la miseria.

El vacío que dejaron los antiguos pobres lo rellenó enseguida una oleada de pobres nuevos, que acudieron de un poco más lejos pero con la misma obcecada voluntad de ejercer de pobre, de mano de obra barata y de paria en la «terra d’acollida» que es un país lejano, frío y antipático. Lo malo del asunto es que los tiempos han avanzado mucho y siempre en contra suya, ya que esos nuevos pobres tienen menos posibilidades de salirse de pobres que los antiguos. Es así como funciona el progreso en nuestra querida, trágica España, ese país tan literario.

Suelo pasear por el barrio a la salida del trabajo y a menudo compro en los colmados y las fruterías de los moros. Me dejo seducir por la nostalgia, los precios bajos y la suave penumbra de esas tiendas, que me recuerdan a los colmados de la España de mi infancia. Aquí no se escucha a nadie hablar catalán: quizás sea esta su venganza de clase, parece que todavía queda algo de aquella antigua dignidad del pobre.

Uno de los libros que me compré fue "Las bodas de Cadmo y Harmonía", una personalísima revisión de los dioses griegos. Dicen que lo mejor de Roberto Calasso. Edición de Anagrama, octubre de 1990. Al llegar a casa puse el libro en la mesita ante el sofá y me quedé meditando, como hipnotizado por el color amarillo crema desleído por el transcurso de cinco lustros. ¿Cómo llegó este ejemplar al puesto de libros del colegio? Alguien lo donó, ya que la oferta de libros se nutre exclusivamente de lo que las familias han donado. Siento el impulso de buscar la dirección postal (electrónica más bien) de Calasso para contarle que su libro estaba en el puesto de un barrio muy pobre de Cataluña, y que estoy maravillado de que eso haya sucedido. ¿Qué historia habrá detrás de ese ejemplar? Lo hojeo con nervio, ávido de encontrar alguna pista: un papelito olvidado entre las páginas, una anotación, algo, cualquier cosa. Pero no hay nada. Apenas un poco de polvo. Contemplo su aspecto con mayor detenimiento y llego a sospechar que nadie, jamás, leyó el libro: está impecable y no se detectan en él los rastros de haber sido abierto ni una sola vez. Eso me decepciona, y para evadirme de esa emoción recurro a pensar en otro asunto, más egocéntrico: quizás el destino del libro era justamente este, llegar a mi casa y empezar a ser leído, por primera vez, en una tarde de viernes, más de treinta años después de haber sido impreso, religado y mandado al mercado. Tres décadas de bella durmiente a la espera de ese momento.

Lo mejor de la vida son esos instantes en los que uno percibe la magia, lo extraño e imposible de descifrar. Que eso suceda en un barrio pobre y maltratado me fascina. Si tuviese la mente prodigiosa de J. L. Borges podría escribir algo interesante de veras a propósito de Roberto Calasso, su libro y el chiringuito en donde lo compré. Pero eso no es así y debo conformarme con ser quién soy, y debo estar agradecido por los paseos de esas tardes en Ca n’Anglada, y esa tarde en concreto, con el libro de Calasso en la mochila… Entonces caigo en la cuenta de algo y me detengo, como cegado por una luz misteriosa, más o menos como la luz que descabalgó a Saulo de Tarso: el otro libro que les compré a los alumnos es un curioso libro de relatos de Friedrich Dürrenmatt, "La muerte de la Pitia" (Tusquets, 1990). Treinta y dos años de letargia. ¡La Pitia! Otra referencia al mito griego, y yo sin darme cuenta… ¡hasta ahora! Y en ese instante siento que la vida es algo de veras muy raro, y que Ca n’Anglada, ese barrio pobre y sucio, debe ser el mejor lugar del mundo.


3 de juny 2022

EL PRÍNCIPE Y EL MENDIGO



Hay que saber disfrutar de los pequeños horrores cotidianos. Tomarse el café de ayer recalentado, descubrir el círculo de pis en el pantalón a la salida del urinario público, oler la verdura podrida cuando abro el frigorífico, el atasco del desagüe un domingo por la tarde cuando decido lavar los platos acumulados de la semana.

Hay que saber disfrutar de esos momentos íntimos, pues es cuando descubres, con placer, que el universo ni tan solo conspira para joderte: en vez de eso, solo te ignora con un mohín de desprecio, de indiferencia.

Hace mucho tiempo, un príncipe decidió vestirse de mendigo para gozar de los horrores pequeños, que siempre le habían sido vetados. El príncipe travestido, con harapos y mugre, salió a pasear por las calles de su pequeño principado. Casi nadie le miraba, y los pocos que lo hacían le aborrecían con gestos de disgusto y ninguna compasión. Se sintió hombre, por fin, quien siempre se había sentido espíritu de la nación. Vivo en un país despreciable, se dijo, puesto que mis súbditos y, por lo tanto, mi país, son algo nefasto.

No sabía el príncipe que el más pobre de sus criados encontró sus ropajes principescos abandonados al pie de la alcoba, se los calzó y salió a la calle para saber cómo debe ser el paseo de un noble: las mocitas le sonreían y se humedecían los labios, las personas de más edad le reverenciaban o se genuflexionaban. Comió y bebió gratis, se marchó del burdel sin pagar y con agradecimientos, le regalaron una cabra, dos quesos, un libro ilustrado sobre plantas medicinales y un smartphone de ultimísima generación. Y todo fue bien hasta que, en la esquina de la avenida General Rodrigo Mendizábal con el Paseo de Corregidor Acuña Huertas, se dio de bruces con un mendigo que, tan bien supone el lector, no era otro que su señor el príncipe.

Los dos se enzarzaron en una discusión que terminó en pelea, y en la pelea salieron a relucir un cuchillo y una navaja toledana, cuyos brillos se cruzaron hasta que uno de los filos dio en el iris del contrincante y entró en él hasta la empuñadura, y la ruidosa maravilla del público que se agolpó ante tan rutilante escena atrajo la atención de la policía, que se llevó preso al mendigo que había cometido magnicidio. Le condenaron a muerte al que no era nadie, y le ajusticiaron en un cadalso de madera de boj construido para la ocasión, y el hacha fue de acero de Chicago, encargada para el evento, vía Amazon. Ni tan siquiera en esas circunstancias el príncipe consiguió ser invisible, ya que le otorgaron todas las atenciones posibles la prensa y los jueces, los psiquiatras, su mujer y sus amantes. Uno de los reproches más unánimes de la opinión pública fue, justamente, esa: ¿quién le dio permiso para no ser nadie al príncipe que tantos dineros nos costó convertir en alguien? ¿Acaso disfrazarse de mendigo era un mandato del pueblo soberano?

El cuento del príncipe y el mendigo termina aquí, cuando el populacho contempló el cuello cercenado de su monarca travestido y se dio cuenta de que ese círculo sanguinolento se parecía mucho a un embutido muy popular, llamado “cabeza de jabalí”. No había nada majestuoso en el cuello cortado: era vulgar y aburrido, dijo la voz popular.

Me recaliento el café de ayer, que sabe a rayos y por eso le gusta a mi paladar proletario, avezado a las cosas de los nadie. Saboreo ese líquido horrendo y me pertrecho para salir hacia un trabajo mal valorado socialmente. Sé que llevo una pequeña circunferencia de orín al lado de la bragueta, pero nadie la ve. Ando hacia el coche y las vecinas me ven, pero no me ven, ni tienen ni idea de lo que escribo y me imaginan analfabeto, cateto, ignorante. Solo saben que soy un botifler. Soy feliz.