El procés agoniza. En esta fase terminal muestra sus fauces más peligrosas y violentas. Empiezo a hacer el recuento de daños, que no son pocos. Quizás es prematuro, porque todavía es dañino. Sin embargo, el procés (falta una definición que incluya la pulsión agresiva y violenta de la mitad de los catalanes contra la otra mitad, a la que niega) nos deja un reguero de pérdidas. Me refiero a las pérdidas personales: amigos, familiares, compañeros de trabajo que perdimos en nombre de una patria ilusoria para unos y fogosamente real para otros.
Pero el procés implica otras pérdidas, casi intangibles, que se sitúan en la esfera de algo sutil. Y lo sutil es, a veces, tan importante como el alimento diario. Me refiero a los daños colaterales.
Durante muchos años seguí las maniobras artística de Pau Riba, que es más poeta que músico aunque yo admiraba su música y su poesía sin distinguir entre ambas. La obra de Riba me parecía el signo de unos tiempos en los que me identificaba. Riba Pau es el nieto de Riba Carles, y es a la vez la respuesta a la poesía elitista del abuelo, un señor muy señor y muy culto y muy exquisito. Riba Carles es considerado como uno de los poetas más selectos de la literatura catalana del XX, de modo que la música lisérgica y gamberra de su nieto era algo así como un soplo de aire fresco para una cultura gravemente aquejada de elitismo, de incomprensibilidad y de inutilidad. Riba Carles fue un gran poeta, pero nadie le lee. Está muerto. Riba Pau, por contra, está vivo. Seguí a Riba Pau en sus discos cuando era pequeño (yo), y le seguí en festivales raros, rurales y perdidos por esos montes de Dios en cuanto fui una persona autónoma. Jamás me decepcionó. Siempre le sentí vivo, gamberro, iconoclasta.
Pensé que Riba Pau sería un referente para siempre. Pero llegó el procés y lo jodió. Riba Pau milita más de Riba que de Pau y se muestra simpatizante de la cosa catalana, de la cosa de la burguesía catalana identitaria y tal. Bueno, quizás soslayé que Riba Pau era Riba más que Pau des de siempre, un error de apreciación común entre los seres de mi generación y de mis apellidos. Corregir puede ser de sabios pero no nos hace sabios a los que fuimos tontos y ahora corregimos, por más que lo hagamos (lo de corregir). No tiraré los discos de Riba Pau ni los quemaré, ni procederé a ningún ritual satánico con ellos. Y posiblemente seguiré escuchando las canciones de su Dioptría y de los otros discos (los 3 o 4 que guardo en versión CD), pero no sentiré lo mismo que antes. Ahora ya es otra cosa. Ahora ya no es lo mismo.
Riba no es Llach, por fortuna y a Dios gracias. El cantautor ñoño de Verges no me gustó nunca, y el único disco que tenía de él ("Un pont de mar blava", comprado en un momento de debilidad) lo tiré a un contenedor gris o marrón o azul o verde, una vez quemado en el balcón, en los inicios del procés. Y me quedé igual. No solo igual, si no más tranquilo que antes. Lo de Llach no es un efecto colateral. Lo de Riba Pau, sí. Eso es una pena de veras. Y luego están los escritores (algunos conocidos) que he dejado de leer para siempre, porqué de un escritor que se proclama nacionalista ya se de antemano que no me interesa nada de lo que me cuente sobre la vida, la especie humana ni la trascendencia: un nacionalista no ha comprendido nada y por lo tanto no puede contar nada. Lo poco que puede contar es tan penoso que se lo dejo para él.
De toda esta gente hay algo que me sorprende, aunque pasa poco: de vez en cuando protestan por la poca atención que la administración catalana le presta a la cultura, a la que le destina el 0,8% del presupuesto público. Quizás se conforman con la respuesta, tan manida como mentirosa de que eso "es por culpa de España y cuando tengamos la independencia lo arreglaremos", pero lo cierto es que es escandaloso. Destinar a la cultura el 0,8% del presupuesto, tratándose de un gobierno nacionalista identitario que se harta de hablar de lengua y cultura como signos y símbolos sagrados, tiene su miga. Y ¡ojo al dato! De este 0,8% hay que descontar los gastos del capítulo 1: nóminas de cargos y más cargos, secretarios, directores y subdirectores, un sinfín de técnicos y algunos auxiliares y subalternos, aunque esos, la verdad sea dicha, son mileuristas. ¿Qué queda para la cultura?. Uno pensaría que un gobierno identitario y secesionista, si fuese inteligente, gastaría un pastón en cultura, educación y sanidad para ampliar la base secesionista y demostrarnos a todos que son los más mejores, que es un gustazo vivir en Cataluña y etcétera. En vez de eso, proceden a lo opuesto: hacer insufrible la vida en Cataluña. Cuatro subvencionados y el resto que se apañe como pueda. [Un dato: la actual consejera de cultura de la cosa autonómica proclama que la cultura no se puede subvencionar al 100%, cosa que tiene gracia cuando uno subvenciona a la cultura con el 0%].
Riba Pau sobrevive con lo que puede. Y como él, muchos otros autores o artistas que no dudan en posicionarse de la parte del poder catalán. Fabuloso, oiga. Entre mis ex-amigos escritores la situación roza lo ridículo: por debajo de la supervivencia, o escribiendo en horas intempestivas tras dedicar largas jornadas a trabajos de mierda, situación que podría favorecer a la creatividad, dicho de paso, pero no: van y escriben cuentos y novelitas que agraden al poder, que complazcan a los cuatro del lacito amarillo que gastan algunos euritos en cultura, y por compasión. ¿Cultura? La cultura del esclavo.
El otro día vi la obra completa de Recha Marc en Tallers 79, a 10 euros el pack con los 6 CDs de sus 6 cintas. Había un montón. A 1,6 euros la pieza de cine catalán. Lo compré con pena.
Los daños del procés son terribles, y entre los colaterales está la ruina cultural. A día de hoy, incluso algunos creadores equidistantes o lacistas reconocen que la situación es dramática y que Madrid (o Madrit) nos gana de calle: teatro, cine, música y literatura están miserables en Cataluña y aceptablemente bien en Madrid. Pues nada, sigan ustedes creando cancioncitas y novelillas para gustarle al poder. Y que Cataluña se lo pague con muchos hijos.