El paro es el paro, y sobretodo después de cuatro meses. De modo que la libreta de los esbozos está a la venta, y el precio de salida es de 2.000 euros, cifra que me permitirá sobrevivir un par de meses. Si el/la amable lector/a no se lo puede plantear le agradezco que se lo transmita a sus amistades más pudientes.
Cuando llevo cuatro meses en el paro me doy cuenta de que el tiempo (o mi percepción de él) empezaron a alterarse en algún instante, sin que sea capaz de precisar cuando fue.
De repente soy dueño de las horas, de cada una de ellas, una tras otra. Algunas se prolongan, tristes y apesadumbradas mientras otras, con la invisibilidad de los fantasmas y la levedad de los muertos, desaparecen en la nada.
Uno empieza a emplear el tiempo como lo hace el alfarero despreocupado ante un puñado de barro primigenio. Lo aplasta, lo extiende, lo dobla y lo trocea aún sin saber qué pretende, qué pieza va a salir. Prescindí de los relojes, de la posición del Sol y las estrellas. Nada fue premeditado pero algo cambió. Sí, algo sucedió: el mundo funciona como un engranaje y es imposible alterar una pieza sin afectar al funcionamiento de las demás.
Entre las ocupaciones en que me empleé, la revisión de mi antiguo manuscrito fue de las que me llevó más horas. En dos años no había alcanzado ni tan siquiera cuarenta páginas, pero entonces llegué a las ciento sesenta en apenas treinta días. Surgieron giros inesperados, escenarios insospechados, complejos mecanismos psicológicos en mi protagonista y algunos personajes nuevos que de pronto exigían su presencia. Esos nuevos seres que acudían a mi no siempre eran quiénes parecían ser y a veces me confundían durante un tiempo, pero siempre, invariablemente, conseguían quedarse en el relato.
La narración empezó a oscurecerse por los extremos y las sombras la fueron penetrando hasta llegar a su corazón.
Así fue como un día Magdalena llamó a la puerta y al cabo de poco ya se había hecho imprescindible en mis horas. El protagonista resultaba un tipo demasiado plano sin un contrapunto femenino, sin su réplica. Las crisis y las contradicciones a las que Magdalena lo llevaba le hacían más humano, sí, con ella la vida había entrado por fin entre las páginas. Magdalena se adueñó del texto.
Un día me acosté de madrugada, como tantos otros. Pero ese día dejé encendido el procesador de textos (1) justo por la página en que Magdalena aparece muerta. En el fragmento su cuerpo ovillado y exsangüe está abandonado en las ruinas de un viejo teatro, un antiguo music-hall del barcelonés Portal de Santa Madrona.
Creo que Magdalena leyó el texto, porqué a la mañana siguiente la vi lúgubre y hostil. Andaba por el piso sin rumbo, golpeando y golpeándose con los muebles hasta producirse heridas sangrantes. Intenté contarle los motivos de su muerte, la lógica implacable de la narración, la necesidad de su muerte justamente ahí y justamente en esa página. Le hablé de la metáfora del cadáver hallado en un teatro de cabaret, que engrandece su figura.
-No te creas que fue fácil -le susurré- Pero existen razones, razones que quizás no comprendas pero que deberías comprender, y que me obligan a este sacrificio (2).
Magdalena estuvo fría y distante el resto el día. No conseguí arrancarle frases limpias aunque retrocedí varios capítulos para mejorar escenas anteriores que la engrandeciesen y en cierto modo compensasen su muerte. Me di cuenta de que la había perdido.
A la mañana siguiente ya me fue imposible dar con ella. Simplemente ya no estaba, se me había ido.
Esta madrugada llamó la policía, a las cuatro. Ellos no están en el paro pero por lo visto también sienten gusto por las horas pequeñitas. Me hablaron del cadáver hallado entre las ruinas del cabaret (justo detrás del escenario, donde yo lo escribí). Preguntaron qué sabía yo mientras observaban con desdén y distancia el desorden del piso los platos con restos de comida las botellas vacías las madejas de polvo los ceniceros rebosados.
Me preguntaron si tenía alguna coartada como quién pregunta si tienes una mascota (¿dónde estaba usted el día tal a tal hora? ¿Podría demostrar que no estaba en el escenario del crimen?). Mierda, ¿qué mierda de coartadas puede tener un hombre que vive solo y está en el paro?
Hurgaron en la basura y revolvieron los armarios de forma taciturna, actos efectuados con desdeñoso protocolo de funcionario. Uno de ellos se sentó ante el ordenador y empezó a leer.
-Deberá añadir un nuevo capítulo -murmuró- Un nuevo capítulo en donde yo aparezco en su piso de madrugada. Me llamo Jeremías, como el profeta.
Yo asentí y empecé un gesto leve hacia el teclado, dispuesto a complacerle.
-¿Y su compañero? ¿Cómo se llama su compañero?
-No, no se preocupe por mi compañero. Mi compañero ha venido a matarle a usted, cuando usted dentro de poco se resista a ser detenido. En realidad él no es ningún policía, aunque me temo que le habría gustado serlo. Él es el autor del relato, y ya sabrá usted que todos los escritores tienen algo de moralistas. Y por lo tanto de policías.
Necesitaba un personaje que fuese un pobre diablo en el paro, le dije. Quizás te creías dueño de tu vida, como todos los pobres diablos. Pero a mi me jode esta gente como tu, los parados viviendo del subsidio del estado y sin pegar golpe, putos holgazanes. Diletantes, bohemios de mierda que se acuestan de madrugada y duermen mientras las buenas gentes se lo curran.
Pero no temas, le dije mientras le agarraba el pescuezo: tendrás una muerte llena de lirismo lento, con metáforas elegantes y cultas. Y creo que cuando le dije esto él empezó a sentirse bien. Tonto quién lo lea.
______________________
Notas:
(1) La idea de reducir el ordenador portátil a un procesador de textos se la debo a Hernán Rivera Letelier.
(2) Fragmento basado en un discurso de Artur Mas.