29 d’oct. 2012

Magdalena y el paro


El paro es el paro, y sobretodo después de cuatro meses. De modo que la libreta de los esbozos está a la venta, y el precio de salida es de 2.000 euros, cifra que me permitirá sobrevivir un par de meses. Si el/la amable lector/a no se lo puede plantear le agradezco que se lo transmita a sus amistades más pudientes.


Cuando llevo cuatro meses en el paro me doy cuenta de que el tiempo (o mi percepción de él) empezaron a alterarse en algún instante, sin que sea capaz de precisar cuando fue.
De repente soy dueño de las horas, de cada una de ellas, una tras otra. Algunas se prolongan, tristes y apesadumbradas mientras otras, con la invisibilidad de los fantasmas y la levedad de los muertos, desaparecen en la nada.

Uno empieza a emplear el tiempo como lo hace el alfarero despreocupado ante un puñado de barro primigenio. Lo aplasta, lo extiende, lo dobla y lo trocea aún sin saber qué pretende, qué pieza va a salir. Prescindí de los relojes, de la posición del Sol y las estrellas. Nada fue premeditado pero algo cambió. Sí, algo sucedió: el mundo funciona como un engranaje y es imposible alterar una pieza sin afectar al funcionamiento de las demás.

Entre las ocupaciones en que me empleé, la revisión de mi antiguo manuscrito fue de las que me llevó más horas. En dos años no había alcanzado ni tan siquiera cuarenta páginas, pero entonces llegué a las ciento sesenta en apenas treinta días. Surgieron giros inesperados, escenarios insospechados, complejos mecanismos psicológicos en mi protagonista y algunos personajes nuevos que de pronto exigían su presencia. Esos nuevos seres que acudían a mi no siempre eran quiénes parecían ser y a veces me confundían durante un tiempo, pero siempre, invariablemente, conseguían quedarse en el relato.

La narración empezó a oscurecerse por los extremos y las sombras la fueron penetrando hasta llegar a su corazón.

Así fue como un día Magdalena llamó a la puerta y al cabo de poco ya se había hecho imprescindible en mis horas. El protagonista resultaba un tipo demasiado plano sin un contrapunto femenino, sin su réplica. Las crisis y las contradicciones a las que Magdalena lo llevaba le hacían más humano, sí, con ella la vida había entrado por fin entre las páginas. Magdalena se adueñó del texto.

Un día me acosté de madrugada, como tantos otros. Pero ese día dejé encendido el procesador de textos (1) justo por la página en que Magdalena aparece muerta. En el fragmento su cuerpo ovillado y exsangüe está abandonado en las ruinas de un viejo teatro, un antiguo music-hall del barcelonés Portal de Santa Madrona.

Creo que Magdalena leyó el texto, porqué a la mañana siguiente la vi lúgubre y hostil. Andaba por el piso sin rumbo, golpeando y golpeándose con los muebles hasta producirse heridas sangrantes. Intenté contarle los motivos de su muerte, la lógica implacable de la narración, la necesidad de su muerte justamente ahí y justamente en esa página. Le hablé de la metáfora del cadáver hallado en un teatro de cabaret, que engrandece su figura.
-No te creas que fue fácil -le susurré- Pero existen razones, razones que quizás no comprendas pero que deberías comprender, y que me obligan a este sacrificio (2).

Magdalena estuvo fría y distante el resto el día. No conseguí arrancarle frases limpias aunque retrocedí varios capítulos para mejorar escenas anteriores que la engrandeciesen y en cierto modo compensasen su muerte. Me di cuenta de que la había perdido.

A la mañana siguiente ya me fue imposible dar con ella. Simplemente ya no estaba, se me había ido.

Esta madrugada llamó la policía, a las cuatro. Ellos no están en el paro pero por lo visto también sienten gusto por las horas pequeñitas. Me hablaron del cadáver hallado entre las ruinas del cabaret (justo detrás del escenario, donde yo lo escribí). Preguntaron qué sabía yo mientras observaban con desdén y distancia el desorden del piso los platos con restos de comida las botellas vacías las madejas de polvo los ceniceros rebosados.

Me preguntaron si tenía alguna coartada como quién pregunta si tienes una mascota (¿dónde estaba usted el día tal a tal hora? ¿Podría demostrar que no estaba en el escenario del crimen?). Mierda, ¿qué mierda de coartadas puede tener un hombre que vive solo y está en el paro?

Hurgaron en la basura y revolvieron los armarios de forma taciturna, actos efectuados con desdeñoso protocolo de funcionario. Uno de ellos se sentó ante el ordenador y empezó a leer.
-Deberá añadir un nuevo capítulo -murmuró- Un nuevo capítulo en donde yo aparezco en su piso de madrugada. Me llamo Jeremías, como el profeta.

Yo asentí y empecé un gesto leve hacia el teclado, dispuesto a complacerle.
-¿Y su compañero? ¿Cómo se llama su compañero?
-No, no se preocupe por mi compañero. Mi compañero ha venido a matarle a usted, cuando usted dentro de poco se resista a ser detenido. En realidad él no es ningún policía, aunque me temo que le habría gustado serlo. Él es el autor del relato, y ya sabrá usted que todos los escritores tienen algo de moralistas. Y por lo tanto de policías.

Necesitaba un personaje que fuese un pobre diablo en el paro, le dije. Quizás te creías dueño de tu vida, como todos los pobres diablos. Pero a mi me jode esta gente como tu, los parados viviendo del subsidio del estado y sin pegar golpe, putos holgazanes. Diletantes, bohemios de mierda que se acuestan de madrugada y duermen mientras las buenas gentes se lo curran.

Pero no temas, le dije mientras le agarraba el pescuezo: tendrás una muerte llena de lirismo lento, con metáforas elegantes y cultas. Y creo que cuando le dije esto él empezó a sentirse bien. Tonto quién lo lea.

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Notas:
(1) La idea de reducir el ordenador portátil a un procesador de textos se la debo a Hernán Rivera Letelier.
(2) Fragmento basado en un discurso de Artur Mas.

26 d’oct. 2012

Los límites son los del cuerpo




Si el mar tingués baranes 
Si el mar tingués baranes
i el tomb del cel mollons
prou sabria on cercar-te,
més no hi vindria, no.
Si pogués posar en gàbia
el plomatge del foc.
Si el vent tingués andanes,
brides i estrep el cor.
Si pogués alçar tanques
al jardí de l'amor,
prou sabria on cercar-te,
més no hi vindria, no.
No ho sents? S'obren les portes,
portes i porticons.
La pluja trenca ribes,
finestres i balcons!
I és aquí on et cerco,
no sé perquè ni com.
dins la nit esmolada,
com la tempesta el torb,
pel mar sense baranes,
pel cel sense mollons.

El poema es de Maria Mercè Marçal.

Estos días se cumple un año desde que este blog se pasó a la lengua castellana, y el poema de M.M. Marçal, en catalán, me pareció una buena forma de celebrarlo, porqué esa celebración tiene algo de contradictorio y me gusta que, cuando miro mi ombligo, pueda ver un ombligo contradictorio. Me parece un buen síntoma.

Vivimos días de discusiones y confrontaciones, y podría parecer que el cambio de lengua tiene un significado que no tiene. Como tantas cosas de la vida responde casi a un azar y a un impulso irracional: como doblar en la primera esquina o en la siguiente, sin razón ninguna. Empezar a escribir en mi segunda lengua ha supuesto un reto para mis neuronas, y me ha llevado a comprobar que incluso entre dos lenguas tan próximas hay grandes diferencias. Hay algo díficil de explicar (aunque la socio y la neurolingúística y la gramática generativa ya lo han hecho ampliamente) y que tiene que ver con la visión del mundo.

Cada lengua, más allá de un sistema complejo, es una traducción distinta de la realidad y del pensamiento. Aunque ya lo sabíamos, es placentero vivirlo. Hay distintos tempos, cadencias, ritmos. Es muy difícil traducir, incluso autotraducirse parece imposible: la única opción es conseguir pensar en el idioma en el que estás escribiendo en este momento. Es como si uno quisiera cambiar no sólo algunos engranajes mentales, sinó también algo más profundo y visceral. Así es como, finalmente, uno se da cuenta de que escribe con el cuerpo y el cuerpo es quién impone, irremediablemente y sin concesiones, sus límites.

Los límites son los del cuerpo, y por eso el poema escogido habla de límites, jaulas, puertas, mojones e incluso barandillas.

Cuando me pregunto qué pretendo escribiendo en castellano (de momento no tengo ninguna intención de cambiar porqué me lo paso muy bien con ese ejercicio) no se qué responderme. Quizás alterar algo de mi cuerpo y a la vez, también, provocar una respuesta más corpórea en quién lee. Porqué cada vez me aburren más los asuntos mentales y no se porqué será que en el camino de cumplir años y de envejecer uno vuelve a mirar su cuerpo y sus cambios, y se da cuenta de que no es nada más que esto. O todo esto.

Según la ciencia de la psicología, parece ser que la primera cosa que aprendemos de recién nacidos es justamente las medidas de nuestro cuerpo: qué son esas cosas como pies y manos, adónde llegan, nuestra extensión y nuestro límite, la relación entre nuestras medidas y las dimensiones del mundo. Curiosamente, el encargado de la morgue -nadie se acuerda, pero es el último humano que nos tocará- también va a tomar las medidas de este cuerpo.

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Curiosidades nacionales. Por estos días, un escritor que hasta hoy había escrito su narrativa en catalán se ha pasado al castellano argumentando algo corpóreo (nada ideológico, nada mental). Y otro escritor bromea con la posibilidad de pasarse a la otra lengua.

23 d’oct. 2012

Sombras



Negra sombra 
Cando penso que te fuches,
negra sombra que me asombras,
ó pé dos meus cabezales
tornas facéndome mofas. 
Cando maxino que es ida,
no mesmo sol te me amostras,
i eres a estrela que brila,
i eres o vento que zoa.
Si cantan, es ti que cantas,
si choran, es ti que choras,
i es o marmurio do rio
i es a noite i es aurora. 
En todo estás e ti es todo,
pra min i en min mesma moras,
nin me deixarás ti nunca,
sombra que sempre me asombras.

He copiado lentamente el poema, porqué en el acto de copiar letra a letra hay algo que no se contar y que no se parece en nada al acto de copiar/pegar que permiten nuestras valientes tecnologías de lo inmediato. En la lentitud y las dificultades de la mano sigue habiendo un secreto oscuro y profundo, silencioso como ún útero. El mundo es muchísimo más difícil de lo que habíamos imaginado y de lo que nuestros profesores nos contaron.

Políticos y vendedores y técnicos de marketing siguen apostando, una y otra vez, por las virtudes de twittear y por la divulgación digital o como se llame. Sin embargo, la realidad sigue mostrándose reacia y desconfiada y hay un tremendo fracaso piadosamente, betatíficamente ocultado en el asunto de la red. El fracaso es un desastre tan mayúsculo cuánto mayor es la vanidad de sus negacionistas. El candidato más seguido en la red fue el tercero en las urnas. Sin seguidores en facebook, el queso para fundir marca "Hacendado" es el más vendido.

La vida sigue transcurriendo en las calles donde toman el sol los lagartos, donde mueren los sin techo, donde hurgan las dudas, se pierden los pasos. Donde la lluvia agujerea la placidez ingenua de mi ropa recién lavada. La vida estalla en las sábanas y los colchones húmedos de lágrimas, de semen o de sangre. Los hechos del amor y de la muerte no suceden jamás en tu pantalla. Nos fascinan las sombras, pero vivimos por la furia de la luz.

Debe ser por eso que copio poemas de poetas muertas en este espacio.

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La versión musicada de Rosalía de Castro que se escucha se debe a Roger Mas, que debe ser uno de los mayores valores de la música en estos tiempos tan lúgubres.



Anexos:
Más sobre Rosalía de Castro

La enorme cantidad de versiones de Negra sombra demuestra qué poeta fue (es) Rosalía, y la capacidad de una partitura para llevar las palabras hacia nuestro infinito:
http://youtu.be/jNjGSn56McY (Albano!!!)
http://youtu.be/3zbuk-q53nQ (María do Ceo)
http://youtu.be/iIk6s9qfbsA (cuarteto de viento)
http://youtu.be/s3e8BpXNdgU (Rock progresivo galego)
http://youtu.be/J5VqcgbiyxY (con acento napolitano)
http://youtu.be/k0g77yOXZlM (cantautor)
http://youtu.be/sAsYj3Mb9Ss (Los Tamara)
http://youtu.be/mSWT8n6ytKo (orquesta aragonesa y orfeón donostiarra)
http://youtu.be/sgDGlyBnSSM (versión catalana de M. del Mar)
http://youtu.be/sNotw8mf4Io (tecno-house)
http://youtu.be/sq1vnmgU9qQ (jazz-rock)
http://youtu.be/ReSs3GQ1gHA (Antoñita Moreno)
http://youtu.be/qUCp75mcid8 (guitarra flamenca)

20 d’oct. 2012

El árbol


El pequeño árbol se murió en el balcón, solo, en su esquinita orientada al este. Uno no acierta siempre en sus decisiones o sus apuestas, ni tan sólo la intuición nos habla siempre: entre otros muchos arbolitos, yo me fijé en el moribundo y lo compré. A veces pienso que lo compré ya muerto, muerto de frío por las heladas del invierno pasado.

Por alguna razón más allá de la pereza me negué a tirarlo, así que lo dejé en su esquina y lo seguía regando regularmente. El arbolito iba adquiriendo un extraño aspecto de fósil sin sufrir degradación alguna. Incluso las diminutas flores rojas que le habían brotado siguen todavía en los extremos de sus ramitas secas.

Pensaba que seguirlo regando era un acto no sólo simbólico si no también capaz de obrar cambios en el mundo. Como si este acto, periódicamente ejecutado y por más inútil que fuese, pudiera alterar algo profundo en el mundo y abrir las puertas de la creación para hallar algo nuevo, bueno o bello. Creo que esa idea se la debo en parte al cine.

En una película de Andrei Tarkovsky, el viejo loco Alexander interpretado por Erland Josephson le cuenta a su hijo la historia inventada de un monje que riega un árbol seco con la esperanza de que rebrote. La escena se presenta justo después de escuchar Erbarme dich mein Gott (apiádate de mi, Dios mío).

Luego, hace poco, me topé con un fragmento de Valeria Luiselli en la inquietante narración Los ingrávidos (*):
Cuando me fui de esa ciudad regalé todos los muebles del departamento y repartí las plantas entre mis conocidos. Pero no el árbol muerto. [...] Quería dejarlo en el cementerio. Laura y Enea me llevaron, no hicieron preguntas: son personas que saben respetar a los demás, no pedir explicaciones. [...] Ellas quisieron quedárselo. Todavía lo riegan, me dicen cuando hablamos por teléfono. No pasa nada aún pero están seguras de que algún día retoñará.
Igual como la intuición no me advirtió de que iba a pagar por un arbolito muerto, hoy siento que mi pretensión es tonta y absurda. Hoy, de repente, me he dado cuenta de que el árbol no rebrotará ni sucederá nada. Su extraño aspecto intacto (lo que mantenía más o menos viva mi ficción) sólo significa que se pudre más lentamente de los que mis ojos pueden percibir. A lo largo de este año y a pesar de mi ritual paciente mi vida se ha ido empequeñeciendo. Yo me he empobrecido -y más me voy a empobrecer-, las expectativas se han vuelto raras y esquivas, tengo sueños tristes o mezquinos y paso varios días seguidos en los que la única idea que me viene a la mente es huir, marcharme lejos.

Sin embargo, inexplicablemente, todavía no he tomado la decisión de tirarlo y sigue ahí en el balcón. Como estos últimos días llueve a menudo, pienso que quizás la lluvia será quién consiga el cambio.




(*) Luiselli, Valeria, Los ingrávidos, Editorial Sexto piso, Coyoacán, México, 2011.

17 d’oct. 2012

Alma

a E.M., a quién le debo casi todas las fotos y muchas más cosas, aparte de haber soportado la lectura de un triste fragmento leído en voz más o menos alta


1. El teléfono suena como un eco hueco cuando apenas son las seis y media de la mañana. Unos minutos antes me había desvelado un sueño raro, un murmullo penoso.
-Buenos días, le llamo de parte de Alma -es la voz de una mujer mayor- Ella está muy grave... bueno, en realidad está... le queda poco tiempo.
-Creo que se equivoca.
-No es usted Luis B.?
-Si, pero yo no conozco a ninguna Alma
-Claro que la conoce, bueno, hace mucho tiempo, pero ella y usted estuvieron saliendo, fueron novios...

Pongo los pies en el suelo para que el frío me ayude a despertarme. Alma, me susurro. Si, creo que la recuerdo. Fuimos novios cuando teníamos menos de veinte años, y de eso hace treinta. La vida nos ha centrifugado y eso que la mujer llama noviazgo fue cosa de un solo verano, de junio a septiembre.
-Ahora Alma está aquí, en ese hospital... Pregunta a menudo por usted, y le llamo porqué no le queda mucho tiempo. Alma se nos va y me gustaría...



2. Después de la última ciudad la carretera ascendía hacia los páramos altos, serpenteando en la niebla helada. A medida que avanzaba el pavimento estaba más deteriorado, se agrietaba y debía esquivar grandes socavones de barro gris.

En las llanuras yermas aparecieron las primeras banderas que el gobierno regional había plantado, agitándose pavorosas en el viento frío, abofeteando mechones de niebla. Cuánto más lúgubre era la carretera, más banderas patrias rasgaban la nada. Cuánta más miseria más banderas.

Llegué al hospital y la noche se cerró de repente. Conocía lo que estaba sucediendo en los hospitales pero todavía no lo había visto con mis ojos. El personal era escaso, la dejadez y el cansancio se habían adueñado del lugar. Enormes espacios vaciados, ascensor fuera de servicio, tristeza de macetas feas con plantas marchitas.


3. La madre de Alma me esperaba en una salita desolada con cristales rotos por el suelo. La garra del frío se colaba por la ventana que estalló. Estaba inmóvil y perdida bajo las bombillas macilentas. A su lado un viejo transistor a pilas emitía música folclórica, lo único que emiten las emisoras del gobierno de un tiempo a esta parte.

Ladeó la cabecita y me miró con ojos secos, agotados. Una lágrima se fosilizaba en su mejilla.
-Llega usted tarde, Alma está... Bueno, el corazón de Alma no lo soportó más. Pero seguro que quiere verla, venga...
Avanzamos por un pasillo de baldosas verde manzana enferma donde se asfixiaban los fluorescentes. En las paredes el líder de la Patria nos sonreía severamente enmarcado en frases breves y tribales.
La madre descubrió el rostro de la hija muerta doblando con mucho cuidado la sábana blanca. Miré aquella cara dulce y pálida por primera vez en mi vida. No era la Alma que yo recordaba vagamente, no había visto jamás en la vida a aquella mujer.
-Es muy guapa ¿verdad?


4. Salí al porche y me lié un pitillo que brillaba más que las estrellas. Enseguida apareció la mujercita a mi lado, observándome y arropándose con una chaqueta escasa.
-¿Qué hará usted ahora? Supongo que no se va a volver tan de noche.
-No lo sé. Volveré, sin prisas. Me quedé sin trabajo hace unos meses, así que no hay prisa.
-¿No tiene trabajo? Pues aquí justamente están buscando un encargado para la morgue. No encuentran a nadie, claro, la gente se marcha del pueblo desde que empezó todo esto... Piénselo, no se sabe nunca... La vida es así de rara y el destino... ¡Quién sabe! Igual ese era su destino, el de usted y Alma, reencontrarse y acompañarse después de... después de todo.

Aplasté la colilla contra el muro y me quedé mirando a ese ojo negro en la pared que miraba la noche vacía el pájaro muerto en la acera la lechuza escrutando el ratón hambriento la ceniza volando.
-Lo pensaré.

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Relato extraído de El extraño caso del Doctor Arthur More y otros cuentos de terror social, Arkham House, Sauk City, Wisconsin, 1937.

La mayor parte de las fotografías han sido cedidas por E.M., a quién le debo mucho más que unas fotos.

15 d’oct. 2012

Declaración unilateral de independencia


La libertad es el primer valor de mi lista, que no es muy larga. Quizás porqué mi padre fue un hombre autoritario y medio loco comprendí que no había nada interesante en la sumisión al poder de otros, ni a aceptar su lista de valores. Entonces veía a mi madre, sometida a las ideas, prejuicios y prioridades de aquél. Supongo que por eso creí que todo el mundo debería ser libre, y que eso era lo más importante. No obedecer y también no imponer. No imponer nada salvo una cosa: el amor a la libertad. Ese camino está lleno de paradojas y trampas.

Más tarde descubrí el dinero. El dinero es una cosa muy rara: a cambio de vender mi tiempo me daban unos papeles con los que podía comprar libertad. Esta libertad comprada con billetes era débil, aplazada y fragmentaria. Pero era un principio. Mirando alrededor comprendí que era importante no acumular mucho dinero porqué eso crea ataduras nuevas, imprevistas y terribles. Luego descubrí que era necesario desprenderse de las ataduras, aunque fuesen deseadas por la mayoría de mis congéneres. Este camino es bastante solitario.

Con poco dinero y pocas ataduras uno está bastante expuesto, y suele pagarlo caro. Trabajé en trabajos pequeños y precarios. Las relaciones afectivas también sufrieron consecuencias tristes de mis decisiones, orientadas por un amor a la libertad que podría parecer incluso obsesivo. Tanta libertad favorece un cierto desarraigo que no es nada bueno, y que compensé con mi pasión por el cine y la literatura y, en menor medida, por la música y la pintura. Este camino transcurre por la ficción, igual como la vida está llena de horas de sueño.

La vida no ha sido feliz. No podría resumirla en estos términos. Ha tenido momentos muy brillantes y poderosos, y también largos periodos de sombras y tristeza. Pensé muchas veces que la vida era la metáfora de otra cosa, una cosa que no comprendía pero que algún día llegaría a comprender.

Desde hace unos días siento como aúlla el viento delante de la casa, como agita las ramas de los cedros, queriendo partirlos con un crujido sordo. He sido libre, murmuro con la nariz pegada a los cristales de la ventana. He sido libre, repito, como si quisiera conjurar el mal que acecha y a la vez dejar un testamento. Quizás tan sólo estoy probando a justificar los años vividos.

[Texto extraído de la Biografía secreta de H.P. Lovecraft, el autor de este poema

V. Vuelta a casa 

El demonio dijo que me llevaría a casa,
A la tierra lívida y sombría que recordaba vagamente
Como un lugar elevado con escaleras y terrazas
Rodeadas de balaustradas de mármol que peinan los vientos del cielo,
Mientras muchas millas más abajo, a la orilla de un mar,
Se extiende un laberinto de torres y torres y cúpulas superpuestas,
Una vez más, me dijo, volvería a quedar embelesado
Ante aquellas viejas colinas, y oiría el lejano rumor de la espuma.
Todo esto prometió, y por las puertas del ocaso
Me arrastró a través de lagos de llamas lamientes
Y tronos de oro rojo de dioses sin nombre
Que gritan de miedo ante un destino ominoso.
Después, un negro abismo con ruido de olas en la noche:
«Aquí estaba tu casa», se burló, «¡cuando aún veías!»
Hongos de Yuggoth, 1929. Versión de Juan Antonio Santos y Sonia Trebelt

10 d’oct. 2012

El que susurra en la oscuridad


Todo lo que viví en los montes podría ser cierto, pero también podría deberse a los delirios de la enfermedad que avanza tan suavemente como el agua, la miseria y la tristeza. Lo cierto es que poco a poco me vi sumido en un atardecer profundo. Y además echo de menos a mi gato de ojos ambarinos, que me abandonó persiguiendo una sombra por el jardín. (Eso pasó hace años, cuando yo todavía vivía en una casa con un patio enorme, que yo llamaba jardín).

Creo que sin duda algo extraño y colosal habita más allá del valle, algo terrible. Seres provistos de un hambre y una codicia sin límites. Quizás siempre estuvieron aquí. Antes que yo y que usted. A veces alguno muere y entonces su cuerpo termina aguas abajo, arrastrado por la riada. He llegado a entrever los restos de alguno, podridos y mutilados por la salvajía de la naturaleza de tal modo que mi imaginación no los puede recomponer. Una especie de piedad natural habita nuestra mente, y queremos ver algo humano y dulce en lo que nos rodea. Algo humanamente bueno, y esa idea me resulta casi cómica.

No hay bondad aunque esos seres tengan cabeza con ojos, extremidades, manos. Esas manos no se usaron jamás para acariciar ninguna piel, la boca no servía para besar: la boca expresa voracidad y las manos escarban, arrancan, rasgan, destripan. Y también hacen sumas y restas, eso lo se: sienten una particular atracción por los números, las listas y las cuentas.

Recuerdo muy bien a mis compañeros de colegio cuando atrapaban pobres bichos indefensos y los torturaban con una crueldad que le puede helar la sangre a uno. Entonces: ¿qué demonio ingenuo nos empuja a creer que si algo parece humano debe ser necesariamente bueno o bello?

Una vez hablé con un hombre que vive en el fondo del valle, más allá del bosque. Él los conocía bien, había llegado a algún acuerdo con las bestias y aseguraba que eren buena gente, que simplemente iban a lo suyo, como qualquier hijo de vecino. Se ocupan de sus negocios, y si uno se lleva bien con ellos incluso puede ver mejorada su vida. Hay que ser comprensivo y tolerante con otras formas de ver el mundo, me dijo, y a mi me ayudan. No tendría algunas cosas de las que tengo sin ese pacto con ellos: medicinas, aparatos, distracciones. No se olvide, siguió, que nosotros somos miserables y nacimos en la pobreza: ¿qué hay de malo en tolerarles y poder tocar algo de su poder enorme?

Hace poco intenté volver a aquélla casa más allá del bosque. Pero no supe encontrarla. La verdad es que no se muy bien porqué quise volver: quizás finalmente, atenazado y asustado por la miseria y la enfermedad, estaba dispuesto a entenderme con ellos y pedirles algo. Aunque no sepa qué exigen a cambio, posiblemente me sentía predispuesto a dárselo.

Cuando volvía, descendiendo con las primeras sombras del crepúsculo, me asaltaron recuerdos de la infancia y me detuve en un calvero del bosque lleno de susurros:

Cuando yo tenía dos años mi padre fue considerado un loco peligroso y fue encerrado en un manicomio. Mi madre me hizo llevar bucles hasta los seis años, edad en que insistí para que me cortara el pelo, y cuando lo hizo muy a su pesar y me transformó en un niño, le dijo a todo el mundo que yo era horriblemente feo, y me acostumbré a esconderme.

4 d’oct. 2012

El médico herido


Sé que sólo el medico herido puede curar, y por esto vine a verle. Cuando le descubrí supe que usted estaba herido, herido de muerte. Lo comprendí viendo sus ojos, su forma de andar. Le seguí y le pedí que me escuchase.

Estoy enfermo porqué vivo en un país enfermo. He dejado de leer los periódicos. Todo lo que cuentan me horroriza, me siento como los ratones de laboratorio, condenados a encontrar salidas de imposibles laberintos, construidos por mentes heladas. Me refugié en los libros, en libros que cuentan ficciones antiguas, sueños. Sin embargo, por las noches, escucho siempre como aúlla el viento entre los muros del laberinto. El viento tampoco sabe encontrar la salida, agita banderas como enloquecido, banderas con rojo de sangre.

Siento miedo, estoy muerto de miedo. Me asusta ese rugir de las banderas teñidas de sangre cuando ondean furiosas y llenas de sombras, la palabra patria vociferada en esos labios rezumando babas diabólicas por las comisuras agrietadas.


Cuando era niño, una noche al irme a la cama, en un arrebato de pereza infantil le pedí al ángel custodio que por favor apagara la luz. Al instante reparé en lo fatal de mi petición, pero ya era tarde: junto con apagarse la luz de la habitación, se apagaron las luces de la casa, las luces de la calle, las luces de la ciudad; se apagaron las luces de colores de los anuncios luminosos, la luz salvadora de los faros en los puertos; se apagó la luna, se apagó la Osa Mayor, se apagó el Triángulo del Verano, se apagaron las constelaciones todas, y el universo entero, made mía, se quedó sumido en las más sorda de las tinieblas.

Vine a usted porqué al verle herido comprendí que usted me podría ayudar. Que me iba a ayudar. Es la única esperanza que he podido guardar en este viaje, hasta llegar aquí tan cansado. Sólo los heridos sabemos la esperanza de curarnos porqué sabemos el dolor y la tristeza. Y el miedo. Sólo de entre los iguales brotarán las palabras de la sanación y alzaremos la luz de nuevo. Más arriba de los muros.

Vine a usted porqué le escuché murmurar
Los vencidos somos invencibles.

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El texto contiene un fragmento adaptado de El escritor de epitafios, Hernán Rivera Letelier, Alfaguara, México 2011.