24 de maig 2020
El bisabuelo Ladrón de Guevara, en color sepia
«Supongo que ya lo sabes: la fotografía se inventó para obtener imágenes de fantasías, para asustar o para demostrar la existencia de los espectros y otros entes maravillosos, y con la intención de mostrar la forma de los ectoplasmas», me dijo el tío Alberto. Yo asentí con la cabeza, sin pronunciar palabra alguna. Pensé que, aunque hubiese asentido con el gesto, mi silencio me concedía el derecho a rebatirle más tarde. Sin embargo, no pude hacerlo: mi tío Alberto murió antes de que pudiese encontrar una respuesta buena.
De mi familia conservo pocos enseres. Unos álbumes de fotos, algunos documentos, unos pocos libros y ninguna hacienda. La hacienda no la perdí ni la dilapidé: simplemente no hubo otra herencia que la memoria, los genes y esos trastos que guardo y que se van cubriendo de polvo en un cuarto poco ventilado de mi cuadra. Mi tío Alberto tenía un bisabuelo del que solo guardo una fotografía en sepia sobre un cartón recio. Me dijo: «Este hombre que ves en color sepia se llamaba José Coronado Ladrón de Guevara y nació en Cartagena de Murcia». Debió de ser tomada algo antes de 1890. Ahí está el bisabuelo sepia del tío Alberto, el hombre sepia que es mi tatarabuelo sepia, sentado en una silla humilde, con el codo derecho apoyado en una mesita de líneas austeras sin marqueterías ni bajorrelieves, ni jarrones con flores encima de la base. El fondo es blanco, liso. Lo único que atrae la mirada es el uniforme militar del tatarabuelo, ese uniforme que es el tema y el argumento, el uniforme que atesora un montón de galones y medallas y condecoraciones metálicas orondas, grávidas, todas ellas arrebujadas sobre el lado izquierdo del pecho. Entre ellas se destacada la estrella de ocho puntas que le cubre la tetilla.
Le mostré la fotografía sepia a un amigo que entiende de las cosas militares. «¡Vaya!» me dijo, sorprendido: «Tu tatarabuelo fue teniente coronel del Ejército de Tierra de Ultramar, y una de las condecoraciones que lleva le premia por el gran número de bajas que le infligió al enemigo. Esa condecoración no se la dieron a muchos, créeme». De mi tatarabuelo, la familia solo me contó tres cosas: que era muy buena persona, que estuvo destinado en las Filipinas y que los criados nativos le querían muchísimo, le adoraban. Y tanto fue así que le lloraron amargamente cuando les abandonó para regresar a España, mucho antes de la debacle.
Cuando todos mis ancestros hubieron muerto y yo me vi en el último tercio de la vida, se me ocurrió investigar sobre el tatarabuelo en sepia. Investigué en los archivos militares, en las bibliotecas, en las hemerotecas. La tarea no resultó fácil. Tuve que pasar por varios y pequeños viacrucis burocráticos, por detectores de metales, por peajes de varias clases. Al fin, un día di con el expediente militar y la fotografía del militar José Coronado, nacido en Cartagena de Murcia y mandado a las Filipinas cuando era solo un cabo de segunda. José Coronado ladrón de Guevara pertenecía, en 1863, a un regimiento de infantería acuartelado en Guadalajara, y embarcó hacia la colonia oriental en el puerto de Santander el día 5 de octubre de aquel año por orden del general Ros de Olano, marqués de Guad-el-Jelú. Contemplé su foto. Me quedé pasmado. Mi José Coronado ancestro no era aquel José Coronado de los archivos militares y fiables. Ni su aspecto ni su edad ni nada de nada coincidían con la foto heredada. Si el José Coronado de los archivos militares era el verdadero, cosa que resulta difícil de dudar o de rebatir, la foto de mi tatarabuelo, ese teniente coronel sepia y tan condecorado, solo podía ser la foto de un suplantador, de un bromista o de un farsante.
Entonces, perplejo y desconcertado, recordé que entre los trastos heredados, disponía de otra foto familiar, la de un pariente desconocido que emulaba a Fu Manchú en los primeros años de la posguerra de Franco, y que daba funciones privadas de magia de tres al cuarto en su domicilio del barrio barcelonés y pobre de la Ribera, funciones que, según me había contado mi tío Alberto, siempre terminaban recitando versos del poeta americano Edgar Allan, algo que desconcertaba pero a la vez encandilaba al respetable. «Tu pariente, el falso Fu Manchú, y Allan Poe solo tenían en común la dipsomanía», susurró mi tío. Las funciones de magia y prestidigitación terminaban en un aquelarre dionisíaco. Y tras una pausa añadió: «Cuando seas más mayor te contaré lo del dionisíaco».
Hace poco tiempo descubrí, pasmado, que la mirada del tatarabuelo en sepia es idéntica a la mía.
Subscriure's a:
Comentaris del missatge (Atom)
Joooo....mi mujer guarda las fotos sepias de su familia en la misma caja de galletas que tu, creo que son "BIRBA", una caja de metal que ha aguantado desde tiempo inmemorial, pues por lo que me contó, se la regalaron a su madre en el pueblo cuando se casó, y eso resulto en la primera década del 1900, en una aldea deshabitada del pirineo oscense, donde no se conocían las galletas, y las cajas de latón decoradas eran un bien preciado.
ResponEliminaPerdona, pero me he saltado el tema y me he ido a lo secundario.
Y no lo se, no lo se, no se si tu mirada es igual al del tatarabuelo, pero si que tienes algo de Fu.Man.Chú, llevas algo de magia dentro...
En efecto, se trata de una caja de latón de galletas Birba. Todo pertenece a otro tiempo, casi perdido.
Eliminaets un falton a la familia y tu fot tot al teu aire
ResponElimina