25 de març 2020

La Princesa y el Virus


Miércoles 25 de Confinamiento

Princesa metió la lista de la compra en el bolsillo del anorak, se puso los guantes y la mascarilla, agarró el cesto y se fue para el supermercado. Compró lo que llevaba apuntado (verduras, plátanos, dos botellas de agua, leche, queso, choricitos criollos -un día es un día-, espaguetis, lentejas y garbanzos en bote, cuatro rollos de papel higiénico, mermelada de frambuesa, un paquete de chicles -para fumar menos- y café). Pagó con la tarjeta del banco. Intercambió algunas palabras con la cajera, pero ninguna de las dos comprendió a la otra y apenas a sí mismas: las mascarillas enturbiaban la voz, que se parecía más al susurro sibilante de un alienígena hostil que a una voz humana.

Cuando llegó a su apartamento, sin quitarse los guantes dispuso cada cosa en su lugar: lo fresco en la nevera, lo demás en el armario de los víveres. Entonces, con mucho cuidado, se quitó los guantes y dedicó 55 segundos a lavarse las manos con jabón de glicerina y romero. Luego, en la alcoba, se puso el pijama. Mientras se descalzaba se dio cuenta de que los zapatos podían haber chocado con un virus rastrero. Volvió a lavarse las manos.

Princesa se sentó ante el televisor, abrió el paquetito de chicles y extrajo uno. Antes de meterlo en la boca se dio cuenta del tremendo error que iba a cometer: el paquete de chicles podría estar contaminado, de modo que el chicle extraído también era un peligro. Tiró el chicle a la papelera y volvió a lavarse las manos, junto con el paquete de chicles. Se comió un chicle nuevo, mucho más tranquila. De repente cayó en la cuenta: había pagado con la tarjeta del banco, y por lo tanto la tarjeta podría estar infectada. Lavó tarjeta y manos con sumo cuidado, no vaya a ser que el jabón estropee la banda magnética. Luego, más relajada, sacó todo lo que había comprado, lo metió en el fregadero y lo roció con lejía. Meditó un momento antes de echar lejía encima de las verduras y las frutas, pero recordó cuando, de pequeña, una vez recomendaron lavar los productos frescos con lejía. La bolsa de rollos de papel no resistió el envite de la lejía y el agua caliente y se echaron a perder. Los plátanos cambiaron de color a los pocos minutos. Los tiró: su aspecto ya no era nada apetecible.

Volvió al sofá y al televisor. Pocos segundos después se levantó con un respingo, metió la ropa que llevaba para ir a comprar en la lavadora, añadió los zapatos y puso el programa de lavado intenso, a 60 grados y una hora. Se dijo que lo estaba haciendo bien. Que no solo se protegía a ella si no a los demás. Pero... ¡no! tras tocar la ropa y los zapatos no se había lavado las manos, como debe ser. Regresó al baño. Luego recapacitó, despacio, con cuidado: pensó todas las cosas que había tocado tras meter la ropa y los zapatos (indudablemente contaminados) en la lavadora: el mando del televisor, los botones de la lavadora, el bote de detergente. Agarró un trapo y más lejía y lo frotó todo. El mando del televisor falleció al instante.

Una vez sentada otra vez (por suerte había dejado el televisor conectado en su canal favorito) Princesa intentó visualizar como sería el piso si el virus dejase una mancha de color. Pongamos por caso, una mancha amarilla. Repasó el piso mentalmente: ¿dónde podría haber manchas amarillas?. Cuando empezó el inventario se auguró un éxito rotundo, se hizo la hipótesis de una ausencia total de manchas víricas. Pero se traicionó enseguida: tras siete días de virus y confinamiento, solo hoy había actuado con tino y responsabilidad. Los demás se había dejado llevar por el descuido. De modo que la mancha amarilla era enorme. Lo cubría todo, como la atmósfera.

Se miró en el espejo: todo su cuerpo era una mancha amarilla. Incluso el pelo, que fue castaño oscuro, era tan amarillo como el de Norma Jeane Baker. Se metió en la ducha, se echó por encima todos los geles de baño y champús que tenía y se estuvo frotando a conciencia hasta que las manos se reblandecieron, hasta que la piel le dolía, enrojecida, en carne viva. No usó la toalla, sin duda infectadísima. Permaneció de pie, inmóvil, hasta que se secó. No se vistió. Luego abrió la ventana y empezó a tirar por ella todo lo que le parecía amarillento. La butaca del comedor alcanzó a alguien que pasaba por la calle, a juzgar por los gritos. Fueron breves. Sin duda el desdichado había muerto. Pero enfin, se dijo ¿acaso no estaba condenado ya, puesto que tenía que estar infectado antes del impacto de la butaca? Le supo mal durante un ratito, pero luego se dijo que solo le había adelantado un poco el sufrimiento y la muerte al viandante. Además ¿qué hacía andando ese tipo por la calle, con la que nos está cayendo?. "¡La que nos está cayendo!" se repitió, divertida, al darse cuenta de la ironía.

Cuando entró en el trastero, dispuesta a lanzarlo todo al vacío de la calle, recordó que llevaba muchos meses sin tocar sus pinturas, las que usaba para decorar las figuritas de escayola que le servían para sobrellevar el tedio de las tardes de domingo. Las pinturas no podían estar contaminadas. Se pintó el cuerpo imitando a los aborígenes de Australia que vio en un documental. Cuando terminó se sentó en cuclillas en un rincón del salón vaciado y entonces Princesa murmuró: "Dios mío, cómo nos equivocamos al salir de la jungla y montar una civilización, cómo nos equivocamos tanto..."

7 comentaris:

  1. En el fondo todo ha sido un sueño -una pesadilla mejor- del aborigen australiano.
    Saludos.

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  2. Molt bo com casi tot que surt al teu bog.(por cierto, creo que te lo he dicho, me encanta el cuadro).

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  3. Con tu permiso, me lo llevo. Tranquilo. Escribo con guantes limpios y tengo el teclado desinfectado.

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