3 de gen. 2022

Los títeres y el tiempo

Hace algo más de 10 años que dejé Lleida. Viví unos 8 años en la ciudad del Poniente catalán, la ciudad presidida por una fortaleza eclesial que sirvió a moros, cristianos y a caudillos de todo pelaje. Entre las cosas inolvidables están aquéllas mañanitas de enero, cruzando la ciudad bajo una niebla densa y lechosa que dibuja remolinos ante ti para encerrarte luego, por detrás, en un abrazo metafísico y gélido. [En Lleida se liaron a tiros por última vez republicanos y franquistas, luego los segundos se pasearon por el resto de Cataluña mientras eran vitoreados, brazo en alto, en todas las poblaciones].

Una de las últimas cosas que hice antes de volver fue asociarme a "Amics de la Fira de Titelles de Lleida". Uno hace cosas sin pensar mucho y ahora, diez años más tarde, me resulta incomprensible tal acto y siento que quizás lo hizo otro en mi nombre, o que sufrí un desdoblamiento. Quizás fue mi cuerpo astral quien se asoció, mi cuerpo astral cruzando la niebla durante una siesta de invierno. 

Cada año, muy a primeros de enero, me llega la carta con el nuevo carné: significa que he pagado otra vez también sin saberlo, ya que -infiero- debí firmar algo así como que, si no digo lo contrario, mi suscripción se renovará automáticamente. Bueno, ayudar a unos titiriteros está bien, no hay nada de malo en ello. Salvo mi dejadez, ya que jamás he hecho uso del carné que me facilita la asistencia a los espectáculos, en mayo.

Los carnés se van secando en un cajón. Cada año les añado uno nuevo. Observo que los más antiguos han desaparecido, y que la edición del 2017 conserva un brillo que perdieron sus hermanos de los años siguientes. El gesto de guardar el nuevo carné tiene algo de autómata antiguo, de aquellos que repetían un mismo gesto hasta que su mecanismo, exhausto, se rompía en un chasquido sordo y el muñeco quedaba detenido para siempre, convertido en instantánea de si mismo y de aquella simulación de la vida que pretendió cuando se movía. Los autómatas, así como los muñecos de ventrílocuo, dan una cierta grima.

Cuando uno le hace una foto a un títere, la inteligencia artificial de la cámara detecta un rostro y lo enfoca, del mismo modo que lo haría si hubiesemos enfocado a un humano. Es algo dentro de nosotros lo que nos dice que ahí hay un egaño, una vida falsa, una imitación triste. La máquina no distingue entre real y falso: ¿acaso no hay diferencia entre imitar la vida y vivir? ¿Por qué nos dan miedo los autómatas?

Creo que llevamos cerca de dos años con la mascarilla puesta, obedeciendo normas nuevas y cambiantes a causa de un ser que, de tan pequeño, nadie de los que obedece ha visto jamás con sus propios ojos. Eso no es nada raro, ya que también hay muchas personas que se comportan de determinadas formas y adoran a imitaciones de seres divinos que tampoco han visto jamás, e incluso se rascan el bolsillo para sufragar templos, obras pías y el boato de los grandes sacerdotes. Se sabe que en la antigua Sumeria eso ya existía.

Creo que llevamos cerca de dos años imitando a la vida y pagando impuestos como si viviesemos de verdad, esquivando espectros microscópicos por la calle que gracias a la TV vemos en tamaño descomunal; son seres asquerosos, verde moco y con unas inquietantes inflorescencias rojas. Me pregunto porque usarán esos colores.

Pasarán los años y seguiré repitiendo el gesto de guardar el carné en un cajón, puntualmente a primeros de enero como si fuese un acto significativo, quizás sagrado en su absurdidad. Quizás será el acto definitivo, mecánico y automático. Quizás llevo años convertido en el autómata que yo mismo voy pagando a cachitos con mi cuota anual a unos titiriteros leridanos que apenas recuerdo. Luego me pondré la mascarilla y saldré a la calle, pendiente de las nuevas normas de mobilidad, sanidad y moral vírica. Compraré desinfectantes y detergentes y alcoholes en espray, hablaré con cuidado y, si tengo tos, me encerraré una semana en casa, rezando a un dios invisible para que me salve de un microorganismo igual de invisible.

Algún día futuro, alguien descubrirá que el mecanismo se estropeó y me encontrará congelado en un gesto tan audaz como el de ir a coger el cepillo de los dientes, por ejemplo. Me guardarán en un cajoncito y, posiblemente, alguien le rezará a un reparador de autómatas prometido para que baje y me devuelva el movimiento que simulaba una vida. Puede que eso haya sucedido ya, hace algo menos de dos años, y el eco de mi movimiento me engañe.

Con la mascarilla puesta (hagan la prueba), la inteligencia artificial de las cámaras no reconoce el rostro humano. De alguna forma, pues, la inteligencia artificial ve más humano al títere que al humano con mascarilla.




1 comentari:

  1. Sigue pagando el carnet, las titelles son maravillosas, y no importa sean de Lleida.
    Un abrazo

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