26 de set. 2019

Aprieta que algo queda


El procés nos deja grandes momentos para el humor, y son incontables. Algún día haremos un catálogo de ridiculeces, meteduras de pata, frases que pretendían ser épicas pero se tornaron descacharrantes, declaraciones de una pomposidad pasmosa i grotesca, mentiras sobre la historia que no se creería un niño, propaganda burda y etcétera. Luego están las noticias de Tv3, que son capítulo aparte y, aunque también promueven la risotada, tienen menos gracia por el mal uso que se hace de una tv pública. Luego están las cosas de doña Rahola: paellas, soflamas, insultos y vociferación. Luego, los gestos de algunos valientes que se amilanan en cuanto les plantan delante un juez, ante quien prometen no haber matado a una mosca (es más, si me encuentro a una mosca herida, la recojo y le doy los primeros auxilios).

Para construir esa recopilación de momentos estelares del ridículo, con mis admirados Albert Soler y Ramón de España me apañaré: llevan a cabo una tarea magnífica, detallada y concienzuda con la cual se puede elaborar una enciclopedia de la comedia bufa que ha sido (que es) el procés.

Pero luego está lo otro. Llevo tiempo en ello: en primer lugar porque no puedo competir con las firmas anteriores. Y en segundo lugar porque me parece que la obligación de un ciudadano no es solo votar en las urnas: es ejercer la ciudadanía. He tratado de contar el malestar pequeño, cotidiano, íntimo a veces. La desazón, el silencio, la pena. Quizás he vivido instantes de indignación, y no han sido pocos. Pero el sentimiento predominante es ese: la pena. La pena por ver como se va al traste la convivencia entre ciudadanos, la relación entre amigos, la confianza entre familiares, la solidaridad entre compañeros de trabajo. Esos largos silencios que poco a poco hemos ido rompiendo pero que todavía se imponen.

Las conversaciones a media voz o en voz baja, las miradas de soslayo, el temor. En los instantes más pesimistas temí que el asunto se saliese del cauce para siempre, que estallase un brote de violencia, que hubiese un muerto. Me da igual en qué bando esté la víctima: no es justo que nadie muera por una patria, ni ficticia ni real. Algo me indicaba que ese peligro se extinguía, pero de repente ha vuelto y se ha situado en primera plana.

Hace pocos días, el señor Jaume Sobrequés (la inoportunidad le iluminó) escribía un artículo sobre la necesidad de algo de violencia para conseguir la independencia de Cataluña. En El Punt/Avui, que se puede leer clicando aquí. Justificó un cierto grado de violencia aunque no lo especifica bien: la intensidad de la violencia que sugiere Sobrequés se deja al gusto del consumidor: él, como un Pilatos jubilado, se lava las manos: ¿la violencia que justifica Sobrequés será quemar un contenedor, volar por los aires un puente o matar a un adversario? ¿Chi lo sa?. A Sobrequés se le olvidó contar algo importante: la violencia que sugiere es una violencia de catalanes contra catalanes. Jamás hemos salido de esa situación. Eso es una guerra civil catalana. No se da cuenta de que, des de Madrid (Madrit, según ellos), hace tiempo que nos miran con desdén, con cansancio, con hastío. El único conflicto observable de veras es el de una parte de los catalanes maltratando a la otra parte de los catalanes. Lo demás es postureo de políticos y nada más, teatro malo y declaraciones que solo tienen valor declarativo. ¿O acaso los políticos catalanes rechazan, con honorable dignidad patriótica, el sueldo que les paga España?

Tras muchos años en la educación y trabajando en proyectos de resolución alternativa de conflictos, de mediación, de rechazo de la violencia, de pacto y acuerdo, de eliminación de las conductas violentas y agresivas, de asertividad, de cultura de paz, de consenso, de la convivencia como valor sagrado a preservar, de diálogo y cultura dialógica y modelos dialógicos de convivencia (y etc), esta semana dos noticias de la prensa me han cuestionado qué diablos hago yo, qué demonios hacemos los docentes. Un grupo de chavales de un instituto de secundaria rodean a dos que se pelean, a la salida de clase, y graban el combate y les jalean: ¡pelea, pelea!. Nadie intenta separarles. Solo graban en video. Por las mismas fechas, un alto cargo institucional, representante de los ciudadanos de una comunidad autónoma, reacciona ante la detención de unos tipos que fabricaban explosivos llamándoles "ciudadanos comprometidos con la sociedad". A diferencia de los protagonistas del ejemplo anterior, esta persona es adulta y ostenta un cargo público en virtud de la Constitución.

Si el primer ejemplo me cuestiona como profesional de la educación, el segundo me cuestiona el significado que yo le daba, hasta ahora, al "compromiso cívico". ¿Debería haber optado por la delincuencia cuando era joven y planeaba mi futuro?

Nota: En el próximo, hablaré del presupuesto a la cultura catalana que dedica un gobierno nacionalista catalán: el 0,8% del total. No está nada mal para un gobierno identitarista y que habla a menudo de la idiosincracia de la cultura catalana. Creo que ni en los momentos más oscuros y atroces del franquismo se destinó tan poco dinero a la cultura.

2 comentaris:

  1. No, no deberías haber adoptado por la delincuencia cuando eras joven. El porqué es claro. Porque te demuestra que aún llegando a edad madura y detentando cargo institucional, cargo que en teoría representa a todos los ciudadanos, se continua grabando la misma filmación con un: ¡apreteu, apreteu¡, que adquiere el mismo significado que el que nos denotas a la salida de clase.

    Un abrazo
    salut

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    Respostes
    1. Me cuesta encontrar una sola diferencia entre los adolescentes poseídos por la atracción de la violencia que claman "¡pelea, pelea!" y el político que pide "apreteu, apreteu". Bueno, sí veo una diferencia objetiva: al adolescente que admira la violencia se le puede reeducar, reconducir o, en última instancia, sancionar. Y, de entrada, aislar del resto.

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