18 de març 2020
En la ciudad sin chinos
Primer Miércoles de confinamiento
Las tiendas de chinos, así es como las nombramos sin ningún rubor desde hace años, empezaron a cerrar el día 11. Por la tarde no quedaba ni una sola abierta. Los bares, los centenares de bares regentados por chinos, lo hicieron en la mañanita del día siguiente. Todos pusieron el mismo mensaje en la verja: "Cerrado por vacaciones hasta el 31 de marzo". Alguien me dijo que el Consulado de China se lo había ordenado y ellos, acostumbrados a la obediencia, obedecieron.
El bar chino que me ha cobijado en los últimos meses de llama "Triana". No le cambiaron el nombre. Es de esos de toda la vida, con los azulejos hasta media pared, la decoración escasa, disonante y rancia, las mesitas cojas, el calendario con la señora escotada, el reloj de pared de la abuela, ese aire desmantelado y provisional, los estantes con licores del año de la María Castaña, las botellas polvorientas, con esa veladura blanca que les dan los lustros, sin caja registradora, los precios pegados en papelitos con celo en la pared detrás de la barra algo mugrienta. Y luego está el largo pasillo lúgubre y esotérico que transita por el patio trasero, bajo un tragaluz verdegrís, camino del retrete, tan estrecho e incómodo como una cápsula espacial: ¡la de contorsiones que debe hacer uno, allí, para aliviarse!
A los tres días de entrar en este bar, tanto el hombre como la mujer, que está embarazada, con solo verme abrir la puerta de aluminio ya le metían mano a la cafetera. Tardaron dos días en saber qué pide el nuevo cliente. También descubrieron enseguida que hojeaba el periódico mientras tomaba, así que tras ponerme el café se iban a buscar el periódico para dejármelo enfrente. Por las tardes la mujer está sentada en una de las mesas ayudando a las dos niñas pequeñas con sus deberes. Cuando no tienen deberes les da clases de chino. Las niñas protestan, prefieren matemáticas.
Cuando lo del virus arreció, en el bar Triana solo acudíamos los gitanos del barrio y yo. Los demás desaparecieron. Los gitanos, todos hombres jóvenes, fuertotes y ruidosos, me saludaban con un desdén justo y preciso que incluía un breve destello de respeto. Yo hacía lo mismo. Me sorprendió la huída de los demás clientes y la resiliencia de los gitanos, siempre jugando a la tragaperras y contando anécdotas de sus hijos: al mío le han expulsado tres días del cole por pegar; al mío le pegó una paya y la maestra no la castigó; hoy en el mercadillo los chutes se han llevado al mantero de los bolsos; la Húngara se ha peleado con la Chuli y va a haber follón con el pichabrava del Canelo, lo que te digo. Y venga descambiar billetes pequeños y echarle euros a la máquina. Y cervezas. Quintos. Hay uno que se toma los cafésconleche como si fuesen botellines. Le llaman el Antonio y le tratan con reverencia.
A medida que el virus avanzaba, los gitanos eran cada día menos. El Antonio seguía allí. Me descubrí a mi mismo observando si alguno de ellos tosía, no se sabe nunca por dónde saltará la liebre. Pero ninguno de ellos tenía tos y llegué a creer que el Triana estaba a salvo de todo, que era como un templo sagrado en donde el mal no osa entrar y que los allí reunidos éramos algo sí como unos elegidos.
Hasta que el día 12 de marzo el bar amaneció cerrado y con el cartel de las vacaciones. Justo cuando me detuve a leerlo, desolado, aparecieron dos chinos de unos treinta años, serios, bien vestidos. Se pararon un segundo y luego siguieron calle abajo, silenciosos y marciales. ¿Supervisores del consulado?
Cuando pienso en el bar Triana y en la familia de chinos que lo llevan lamento no haber hablado más con ellos ya que, aunque su castellano es escaso, se hacen comprender. Añoro la visión de las dos niñas, por la tarde, con sus deberes y sus cuadernos de chino mandarín y sus infusiones encima de la mesa, tan olorosas. Era una imagen antigua. Intemporal, más bien. Como los bares de mi infancia, desdibujados en una memoria que se quiere desvanecer. En el bar Triana llegué a pensar que los chinos ya estaban en esos bares cuando yo era pequeño. Había algo sencillo, próximo, familiar.
Creo que tras todo este lío voy a ver diferente a los chinos. Igual les doy las gracias por haber venido y por estar aquí, salvando esa cosa tan frágil que es el garito eterno, la tienda de baratijas de toda la vida, todas esas cosas que son el paisaje de la infancia y que ahora, de repente, se desvanecen como un fantasma visto en sueños. Me imagino a la familia del bar Triana encerrados en su pisito, esperando, las niñas dando la lata con sus cuadernos de mandarín, la mujer acariciándose la barriga muy embarazada. Rezaría por ellos, que es una forma de rezar por mi sin que se note. Si pudiese rezar, claro.
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En la calle en donde está mi oficina, una muy céntrica de Pontevedra, debajo de ella había una magnífica cafetería-pub que era como una especie de salón social de la empresa: lo mismos valía para realizar reuniones informales con clientes –-en sus magníficos sillones--, para tomábamos, al menos, el primer café de la mañana, el de después de comer, una cervecita de vez en cuando al finalizar la tarde… Lo habitual en un local de los que tú llamas “de siempre”. Así fue durante años y así lo vivíamos/disfrutábamos los vecinos de la zona.
ResponEliminaPor motivos que no vienen al caso, cerró. Y al cerrar dejó un vacío en la calle que no sólo lo era por la ausencia de ese ‘salón social’, sino por lo que representaba de pérdida de un lugar identitario (sin banderas) y de amplio espectro humano, en el que convivían lugareños con otros personajes y tendencias.
Hace no demasiado tiempo abrió en nuestro ‘salón social’ un restaurante chino-japonés, una especie de mezcolanza de países y gastronomías harto extraña y anómala: un local exclusivamente de comida japonesa, sobre todo sushi, regentado y trabajado por ciudadanos chinos.
No sé si la falta de empatía de sus dueños, o la nuestra, fue el motivo por el que dejamos de ir. Quizá pudo ser por el tremendo cambiazo que le dieron al local, pasando de ser un cafetería-pub reconocible y decoración muy “da terra”, a uno de esos anodinos locales de cocina china y decoración de plástico y cuadritos de evocación fetichista del lejano oriente. En todo caso, un engendro poco recomendable, al menos para mi gusto estético y gastronómico.
Pero el día 12, después de aparcar el coche justo al lado del desacertado local chino-japonés, pasé por delante y, ¡oh, sorpresa!, estaba cerrado a cal y canto con un letrerito que decía, más o menos, “Por descanso del personal. Reapertura el 1 de abril”.
Me sorprendió, sobre todo porque es de los sitios que abre a las 8 de la mañana y no cierra hasta después de medianoche. Y descanso del personal no parecía una de las preocupaciones del propietario.
Por eso, al leer tu entras me di cuenta de que sí, de que debió ser una directriz de la Embajada de China, de obligado cumplimiento aun estando a más de 9.000 kilómetros. Y así, con esa disciplina cuasi militar (dictatorial) es como ellos vencerán al coronavirus, mientras que nosotros, con nuestra mentalidad católico-mediterránea (o católico-atlántica) nos llevará tiempo, tiempo, tiempo…
Alfredo
Creo que por ahora ya tenemos tres modelos de enfrentarnos al virus: el chino-coreano, el español y el inglés. El que me gusta menos es el inglés, que prima la economía por encima de la vida. Creo que la filosofía de Confucio y la de los teóricos del liberalismo tienen mucho que ver en esos modelos. El español parece estar en mitad del camino de ambos. Por de pronto, los españoles deberemos admitir que se ha terminado el curso escolar.
EliminaAbajo de casa, en el barri de Sant Antoni (Barcelona), pasa igual. Cerrado por vacaciones del personal, hasta el 1 de abril, pone el bar, regentado por un matrimonio chino. A él lo llamamos Chordi, porque su nombre es impronunciable, y a ella le llamamos María, por lo mismo.
ResponEliminaSaben lo que tomas y lo que lees y siempre te tienen preparado el cortado y La Vanguardia.
Les aprecio porque jamás les he visto enfadados, siempre con una sonrisa.
Ya he aprendido a decir shi-shi (gracias).
Un abrazo
En moments crucials, situacions límit, quantes coses de cop percebem, entenem, sentim, enyorem, del nostre entorn i de nosaltres mateixos. Llàstima que, quan la situació límit passa, tornem al nostre estat d'amnèsia habitual. I a ells, ningú no els aplaudeix...
ResponElimina