28 de gen. 2018

Cataluña y la espiral del silencio

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Eso que se llama Cataluña sigue sumido en la espiral del silencio. Lo denunciaron algunos, pero el asunto cayó en el olvido. El silencio de los unos durante el ruido de los otros. Sin saberse cuando van a disminuir los unos su ruido para que los otros podamos hablar, también. De nada sirve votar si después de votar prosigue el silencio. No se puede convivir callando.¿Como se puede abordar el asunto de la convivencia entre diferentes, cuando una parte está deliberadamente silenciada? Algo que aprendí en la docencia es que, para empezar a hablar, hay que esperar a que el auditorio esté escuchando. Mientras todos hablan (o gritan, o vociferan), es mejor callarse. Y esperar.

El partido político "Ciudadanos" ganó las elecciones catalanas del 21 de diciembre de 2017. Eso es una realidad objetiva. No es posible contar el resultado de las elecciones empezando con otra frase. El dato es muy importante, y es un dato histórico, porqué jamás, en Cataluña, un partido de corte explícito no-nacionalista había ganado unas elecciones. Ha pasado algo que es muy importante. Es un cambio. Es una realidad nueva a la que hay que prestarle atención. Cuando un elefante entra un tu casa puedes simular que no ha entrado nadie, claro está, y puedes mirar hacia otro lado y hablar de bloques de la república y de bloques del 155, pero el elefante está ahí. El elefante está andando en medio de tu comedor, y es muy probable que te rompa los muebles aunque los creías eternos porqué eran de Muebles Pujol e Hijos y Sucesores.

Cuando un elefante entra un tu salón puedes reaccionar de muchos modos. Lo más manido es hacerte el loco, o el ciego, o el miope: simular que no ves al elefante, o contar que el elefante es, en realidad, un ratoncito. Algo así es la opción de nuestro hombre en Bruselas, el presidente que se marchó al frío y pretende volver en efigie. Pero hay más opciones.

Otra alternativa es, aprovechando el advenimiento de las "redes sociales", insultar al elefante. Los niños, cuando perciben que un espectro monstruoso anda por su habitación, se cubren la cabeza con la sábana. Y hay niños, más osados que, además de cubrirse la cabeza, lanzan improperios al intruso espectral: "¡vete, espantajo, no te temo!". Esa suerte de conjuros tienen mucha predicación en los tratados new age.

Pero tienes más opciones todavía. Puedes adoptar un soslayo etnicista y proclamar que el elefante es ilegítimo porqué viene de fuera, y que ese elefante no solo es un elefante charnego si no que también es de clase baja, que fue un quinqui, de joven, y que debemos unirnos para echarle. Algo así escribe Pau Vidal en Vilaweb, uno de los inspiradores del Manifiesto Koiné (manifiesto del cual se olvidaron incluso sus promotores), quien insinua que unos quinquis pobres, marginales y muy cutres han entrado en nuestro Parlament, tal como hizo Marta Ferrusola, la del dinerito en Andorra, cuando proclamó, en 2003, que "nos han echado de casa" porqué el tripartito desplazó a Convergència del poder autonómico.

Pau Vidal, más allá de su clasismo, parece que no comprende el sentido de la democracia y recurre al odio de clase y de etnia para explicar una realidad que no le gusta. Bienvenido al dolor, Pau: yo llevo décadas dolido por la realidad catalana pero no se me había ocurrido refugiarme en el odio para apaciguar mi dolor. La realidad es lo que es: odiarla no la cambia y, desde luego, el odio no la mejora. Te lo aseguro. Y no lo afirmo porqué sea muy listo ni más listo que tu, ni porqué disponga de más diplomas ni más méritos que tu, porque eso es falso: lo digo solo porqué llevo algo más de 50 años dando vueltas al Sol en el mismo planeta que tu y sigo vivo, y sigo vivo porqué trato de comprender, que no es fácil, y porqué trato de negociar con todo el mundo. Creo que el mundo es de todos y para todos, y solo por eso tiene sentido.

Me preocupa y me entristece la opción de Vidal (un traductor excelente), un hombre al que conocí hace unos años y entonces me pareció simpático, dicharachero, muy bromista. Pensé que alguien así debe ser buena persona y no solo eso: pensé que una persona como él debe acordarse del asunto de las clases sociales, de la pobreza y de sus consecuencias en la sociología, del conflicto entre clases y de las expresiones, muy complejas, de ese conflicto. ¿Conocerá las ciencias sociales, Pau Vidal? Me apena que analice así los resultados electorales y que pretenda reducir los "otros" a una categoría de quinquis o de ex-quinquis, porqué creo que va bastante extraviado en su análisis.

Cuando el independentismo tiene un arrebato de lucidez, suele decir que el proyecto es inviable mientras no consiga unas cuotas mucho más amplias de aceptación social, de apoyos. Hablan de ampliar "la base social" del independentismo, lo cual es una referencia velada a la aceptación de lo anterior, del conflicto de clases. Entonces: ¿se puede ampliar esa base social tratando a los que no son independentistas de "quinquis", marginados y seres despreciables?

¿Quieren ampliar la base social o pretenden una confrontación sin fin? ¿Su lucha es contra "España"  o contra la mitad (algo más de la mitad) de los catalanes que no les bailamos el agua? Creo que ese es uno de los debates que deberían afrontar. Lo malo de todo eso es que no hay ninguna propuesta más allá del encastillamiento, del empecinamiento.

Hace un par de meses escribí un artículo sobre las Cup en este blog, pero tuve que retirarlo porqué no me gusta recibir tantos insultos, algunos de los cuales olían a amenaza ("dentro de poco te vas a enterar", me dijo alguien bajo pseudónimo).  Opté por el silencio y retiré el artículo: no me gusta la violencia y no me quiero dejar seducir por el insulto, que no es ningún arte.

Sea como sea, el silencio impera en Cataluña. El silencio de quienes no aceptan la realidad de las elecciones. El silencio de quienes no solo nos callamos si no que retiramos nuestras publicaciones por miedo. El silencio de quienes no contamos qué votamos el 21D. El silencio de los medios que silencian el ganador de las elecciones. El silencio. El silencio ante las algaradas supremacistas de los pseudointelectuales mediáticos.

Trabajo en un medio en el que el silencio es algo respetable, pero no algo deseable. En un medio de diálogo constructivo y de democracia deliberativa, el silencio no es lo mejor. Y es por eso que me apena la situación de eso que algunos llaman un "país" pero parece un cortijo, en el que los señoritos hablan y los demás nos callamos, en el que los señoritos se disfrazan de minoría oprimida para acallar la discrepancia.

Hace unas semanas pensé que la espiral de silencio llegaba a su fin, por fin. Pero estaba equivocado. Una vez más.

24 de gen. 2018

El sacrificio del ciervo y el lacito amarillo

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Hace pocos días, en una librería, estuve hojeando un libro por la razón de que, en la portada, hay un ciervo. Desconozco la obra y la autora, y solo retengo eso, los datos escuetos: "El dia del cèrvol" (El día del ciervo), Marina Espasa, l'Altra Editorial, 2016. Hojear un libro no daña a nadie, aunque algunos elementos de la novela me echaron atrás: la protagonista es una filóloga catalana, y este tipo de personaje me provoca mucha prevención. No se porqué será pero tengo la impresión de que, en los dos o tres últimos años, en catalán, solo se publican novelas de autores militantes en el sector llamado "independentista". Hay excepciones, claro está: hay que saber buscarlas y luego encontrarlas. No es nada malo: ese nuevo paradigma editorial me ha llevado a leer, más que nunca, grandes novelas españolas y traducciones de otras, extranjeras.

Unos días atrás, en la calle Carders, (por detrás del mercado de Santa Catalina de Barcelona, que es el barrio en donde nací) pasé ante una tiendecita que exhibía camisetas con ciervos estampados, siluetas de cérvidos. Alguna de las siluetas era humana, pero adornada con cuernos de ciervo. Me acordé entonces, como golpeado por el relámpago de la memoria, de una historia que leí siendo muy joven, publicada por Arrebato, de Valencia, esa editorial a la que tantos le debemos tanto (creo que le debo algo parecido a la salvación). Se trata de "El carnaval de los ciervos" (1984), una historia de Max, oscura y truculenta, aunque diáfana, y que me remite a las mejores historias del género fantástico. Es una publicación que, si no estuviese agotada, se la mandaría con gusto a Thomas Ligotti.

Hace pocas semanas vi "El sacrificio de un ciervo sagrado", la última película estrenada en España de ese director griego y escalofriante, Yorgos Lanthimos. La cinta es otro intento (bastante logrado, creo yo) de regenerar y de actualizar el cine de terror, sacarlo del tópico y recargarlo de inteligencia, mala leche y crítica, durísima, hacia todo: la esencia humana, la sociedad, nuestras relaciones. El director de esa cinta cinta es un Hanecke más joven y quizás más salvaje. Lanthimos se permite incluir referencias a la mitología, y es así como fui a parar a mi querido Diccionario de símbolos, del añorado Juan Eduardo Cirlot, para descubrir que, en la antigüedad, el ciervo simboliza la renovación de la vida, es decir, el empujón del joven para desplazar al viejo y asegurar la regeneración.

El protagonista de "El sacrificio de un ciervo sagrado" es un jovencito imberbe y algo zafio que se venga de quien mató a su padre mediante una de las venganzas más atroces jamás filmadas. Aunque no "jamás contadas": la literatura antigua, muy dada al asunto de la venganza, tiene relatos de una crueldad infinita. Tanto en la mitología griega como en el Antiguo Testamento, hay relatos de este tema que superan a la más atrevida novela negra clásica y contemporánea, y es por ello que muchos autores de nuestros días siguen remitiéndose a los textos antiguos para simular que cuentan algo nuevo.

Mientras andaba pensando porqué se presentan, de repente, tantos ciervos en mi cosa cotidiana, me di cuenta de que quizás vivimos, en este desdichado lugar llamado Cataluña (llámelo país, región o comunidad autónoma según sus preferencias: yo le llamo Chtulhuña) bajo el signo del ciervo. La lucha por el poder en Cataluña tiene mucho del simbolismo del ciervo: solo hay que ver la liquidación, tan metódica como espeluznante, de la vieja oligarquía que ha ostentado el poder político catalán para sustituirla por una generación más joven, aunque la juventud sea la única diferencia observable. Una generación joven, sí, pero en la que asoma un sistema de valores de un conservadurismo tremendo, incluso en una organización como la Cup, que exhibe un populismo ramplón sin manías y sin propuestas interesantes.

¿Estamos asistiendo, atónitos, a un proceso de renovación generacional disfrazado de nacionalismo? Me fijo en los ciervos de la calle tanto como en las personas que andan por ella con un lacito amarillo en la solapa. (Bueno, y en otras muchas cosas, claro). Descubro que los del lacito amarillo suelen ser de edad avanzada, cuando no provecta. No he visto, hasta el momento, a nadie menor de 40 años con este símbolo en su abrigo. Estoy hablando de los barrios y los lugares por donde me muevo, por supuesto: eso no es un estudio científico. ¿Es el carnaval de los ciervos?

Algo me dice que Puigdemont se resiste a ser la próxima víctima de los ciervos jóvenes, aunque, si hubiera leído "El carnaval de los ciervos" sabría qué le depara el futuro.

Por mi parte voy a seguir atento a los ciervos. Estoy seguro de que me voy a tropezar con más ejemplares de esos seres, en los días próximos. Es lo mismo que me sucede cuando me levanto con la frase "hoy es martes", procedente del sueño, y la primera noticia que leo habla de la exploración de Marte, y poco después veo el anuncio de Ryanair en la cristalera de la agencia de viajes de mi calle que recupera, guasón y oportunista, el viejo eslógan: "Si hoy es martes, esto es Bélgica".

22 de gen. 2018

¿Este país siempre será nuestro?

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Las palabras que he transcrito en el título (sin el interrogante, que es mío) las pronunció el diputado Ernest Maragall en el Parlamento catalán. La frase aconteció durante un discurso quizás demasiado encendido para la ocasión, y enmedio de una carga terrible contra el estado. Ese estado del cual el señor Maragall lleva toda la vida viviendo. Siempre me ha sorprendido la actitud de quien muerde la mano que le da de comer (los que nacimos en una casa pobre sabemos que eso es un error), pero el señor Maragall es bastante adulto (y bastante rico y de buena familia) como para saber lo que se hace. Y yo no soy nadie para discutírselo. ¿O si?

Si hubiese podido preguntarle, le habría preguntado a Maragall qué debería entender por ese enigmático "nuestro": ¿quienes son esos nosotros? ¿Los señores y señoras diputados y diputadas a quienes se dirigía? ¿Su partido? ¿Un selecto grupo de catalanes de quien no sabemos la lista? No se me ocurren otras opciones, ya que si Maragall hubiese querido decir que "este país siempre será de sus ciudadanos" lo habría dicho así, tal cual, sin ambivalencias. Pero no habló de los ciudadanos de Cataluña, si no de un misterioso "nosotros".

Llevo un tiempo trabajando en una escuela que funciona como Comunidad de Aprendizaje. Nos basamos en el aprendizaje dialógico y nos remitimos muchas veces a la democracia deliberativa porqué nos parece la mejor forma de democracia. En la democracia deliberativa nos evitamos las votaciones: las decisiones finales se toman por consenso después de un largo debate en el que todo el mundo participa: alumnos, familias, los voluntarios que acuden a colaborar, los maestros. ¿Porqué lo hacemos así? Porqué cuando se trata de aprobar un cambio o una norma de convivencia, de nada sirve ganar por un voto: quienes hayan "perdido" la votación nunca la van a sentir como algo propio, justo o bueno.

Escuchando al señor Maragall pienso: ¡qué lejos están, este hombre (que fue Consejero de Educación) y su discurso del modelo de escuela que defendemos, por el que luchamos con mucho esfuerzo...!

A eso iba: ¿no sería mejor abordar el asunto del independentismo des de una política dialógica, en la que nadie pretende imponerse al otro por un puñado de votos de diferencia?

A mi me gustaría que un independentista me contara porqué cree que la independencia catalana nos interesa a todos. Digo "a todos" con toda la intención. Ya se que la independencia es su opción preferida, así que no pregunto porqué le gusta esa opción: lo que pregunto es porqué cree que es mejor para todos, ya que nos la quieren imponer a los demás.

También le preguntaría si esa finalidad (la independencia del territorio que considera "distinto") justifica el daño que se pueda infligir al conjunto de la sociedad. Porqué se puede ser más o menos dramático, y más o menos demagógico, pero todo el mundo sabe que la fractura social, en Cataluña, no solo es tremenda y nos divide por la mitad si no que muestra un aspecto, muy preocupante, de escalada de tensión. Nadie sabe adonde pueden llevarnos estas escaladas, pero pretender aumentar la tensión social es de una gran irresponsabilidad.

Me encantaría tener un debate en estos términos, aunque acepto las modificaciones que se me sugieran. Pero creo que son los independentistas los que, más allá de sacar dos o tres diputados más que "los otros", deberían hacer el esfuerzo de explicarse.

Pido que sea un debate de ideas y de argumentos razonados. Que se me aporten datos objetivos. Que no se apele a los sentimientos ni a las emociones encendidas. Creo que es mejor no meter en el debate los mitos ni los tópicos que algún día fueron eslóganes: ni 1714, ni derecho a decidir, ni España ens roba, ni gobierno en el exilio ni dignidad nacional.

El debate que propongo no debe ser televisado. Es un debate de personas afectadas. Hay una parte de la ciudadanía que quiere cambiarnos el DNI y el pasaporte a los demás, y eso es algo que no se puede hacer por el mero hecho (o el mero derecho) de haber sacado unos cuantos votos más, o unos cuantos diputados más, aunque con menor número de votos. Un debate dialogado y que pretenda llegar a la democracia deliberativa me parece una buena solución. O por lo menos un método para acercarse a una solución.

No se lo propongo a ningún político "profesional" porqué algo me hace sospechar que eso no les interesa. Lo propongo y ya está. Como ciudadano de este país, que no es mío porqué jamás se me ocurriría reivindicar la propiedad de un territorio en el que viven más de 7 millones de personas con sus líos, sus ideas, sus quehaceres, sus esperanzas, sus pesares.


15 de gen. 2018

Carlos el legítimo


El rey que le dió nombre al carlismo se llamaba Carlos, como su nombre indica. Era Carlos María Isidro de Borbón, autoproclamado Carlos V. Autoproclamado Carlos, "el legítimo". Eso es histórico, es decir, científico. El carlismo fue la expresión del tradicionalismo más recalcitrante, se opuso al liberalismo y de ello resultaron tres guerras sucesivas. Las guerras son siempre cruentas y estúpidas y esta, con sus tres partes repartidas a lo largo del siglo XIX, no podía serlo menos.

Cuentan los historiadores que el carlismo no era un bloque bien definido, sino que parece más bien la suma de varias violencias distintas, unidas débilmente por algunos intereses compartidos y por la conveniencia oportunista, más táctica que ideológica. En Cataluña, el carlismo fue especialmente virulento y se parece a lo que hoy señalaríamos como una guerra de "señores de la guerra", pequeños cabecillas locales, caudillos de pueblo fascinados por la violencia extrema, tipos que son poco más que caricaturas, pero unas caricaturas letales, muy dañinas para la convivencia y, en definitiva, para vida.

Los carlistas se circunscribían a determinadas zonas profundas, rurales, católicas y tradicionalistas, la Cataluña más caciquil, a saber: Berga, Olot, Besalú, Solsona, buena parte de Gerona, Igualada, Ripoll. Las zonas liberales eran la gran urbe (Barcelona) y sus aledaños. ¿Les suena de algo ese mapa? Si, lo han intuído ustedes bien: el mapa del carlismo es, hoy, el mapa del secesionismo. O de Tabarnia, claro, depende del ánimo con el que se mire. Los centros neurálgicos del carlismo, los más rampantes, son los mismos ayer y hoy. ¿Nos encontramos ante una broma macabra de la historia?

Llegados hasta aquí, no es nada raro que el representante del secesionismo catalán más beligerante se llame Carlos y se autoproclame "el legítimo", tal como lo hizo su antecesor Carlos María Isidro de Borbón. Parece una broma. Y creo que lo es, pero es una broma trágica, de las que se ríen mostrando los colmillos. Al actual Carlos el legítimo le veo cada día más apegado al léxico bélico, y eso me inquieta (ahora habla de los que antes llamó "presos políticos" como de "rehenes", término de la semántica de la guerra, lo cual es muy preocupante). A uno le da la impresión de que algo debe andar muy mal en este rincón del mundo para que el carlismo resurja de este modo, repitiendo incluso el nombre y el epíteto de su líder. ¿Hemos entrado en un bucle diabólico? ¿Hemos viajado en el tiempo para caer en un círculo patético?

Mi admirado Joan Perucho, escritor excelente y hombre sabio, juez de profesión, muy de derechas, tiene uno de sus mejores textos dedicado al carlismo: "Les històries naturals", en el que el conflicto es en parte el paisaje y en parte el protagonista. En esta historia (una de las mejores novelas catalanas del XX) aparecen carlistas y liberales, el general Cabrera, Félix Lichnowsky, un montón de seres fantásticos, monstruos de pesadilla, idealistas y naturalistas vagando por la Cataluña interior, un ejemplo de novela de caminos y de caminar (en Hollywood lo llamarían "road movie") por la que transita, sobretodo, un sentido peculiar de la nostalgia y de la ironía. Fueron, aquellos tiempos, unos tiempos de científicos visionarios, de nostálgicos del cristianismo medieval que se resistían a admitir el ocaso, de gérmen de los movimientos sociales que estallarían al cabo de poco, aunque en otras partes de Europa. Parece como si España fuese el lugar en donde un dios experimental (aprendiz de Dios y de brujo) ensaya lo que luego sacudirá el mundo con bombas y con una orgía de muerte y de miseria. Lo mismo podría decirse de la guerra civil española, que tiene todo el aspecto de ser un ensayo de la guerra que, justo después de la nuestra, asolaría el mundo. Con la salvedad de que aquí ganaron los fascistas y allí los demócratas (y eso es algo que todavía estamos pagando, con mucho dolor: nacionalismos, violencia machista, catolicismo retrógrada, predominio de la ignorancia, etc). En Cataluña, a día de hoy, también se está ensayando una guerra entre los legitimistas de Carlos (el populismo postdemocrático) y los demócratas que creen en el estado de derecho.

Me temo que cuando Carlos el legítimo (el de nuestros días) habla de "legitimidad", usa el término "legítimo" como eufemismo de "vitalicio", o de "por la Gracia de Dios", porqué ese es su oscuro deseo. Y si no, al tiempo: ese tío siente que alberga a un rey dentro de su cuerpo. El que fue alcalde de pueblo de rebote, y presidentet de pura churra, de republicano no tiene nada: lo que quiere es fundar una dinastía.

En 2017, el año que acaba de fenecer, se publicó "Els estranys", una novela breve y brillante debida a un autor valiente y a la vez irónico, trágico, magnífico en las descripciones de paisajes y ambientes, que trata sobre la primera guerra carlina en la ciudad de Solsona, la lejana y mitrada Solsona. Su autor, un joven Raül Garrigasait, establece un juego de espejos entre la primera guerra carlina y la situación actual de Cataluña, y lo hace con virtuosismo y con inteligencia aguda, ya que la novela habla del paralelismo histórico como si nada, como sin querer. Tanto es así que, estoy seguro de ello, más de un secesionista catalán podría leerla sin sentirse ni molesto ni retratado. Aunque Garrigasait no se ahorra comentarios sobre los carlistas: son una berruga de ignorancia, dice. El carlismo de entonces tenía mucho de eso, puede ser leído como la resistencia de la ignorancia ante el auge de la ciencia y del estado moderno, racionalista, organizado.

Nuestro moderno Carlos el legítimo me huele a literatura para el futuro. Porque Carlos el legítimo tiene un aire de héroe folletinesco y desgarbado, algo muy español, cervantino e incluso buñueliano. ¿Podría ser berlanguiano?. Estoy convencido de que, en un tiempo no muy lejano, este Carlos inspirará a buenos autores y se convertirá en personaje de novelas divertidísimas cuando, dentro de 100 o 200 años este periodo actual se vea en la distancia necesaria para ser tratado con humor, con sarcasmo y con la dulce indulgencia que merece todo lo humano, todo lo de tierno y ridículo que tienen las cosas humanas y esos personajillos ególatras y pendencieros, con sus ocurrencias patrióticas y sus astucias que mueven primero a la perplejidad (o a la indignación) para volver, luego y por fin, a la compasión que se siente por los aventureros irresponsables y los caudillos folloneros.

12 de gen. 2018

El caso de Vilaweb (¿el ocaso de Vilaweb?)

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Lo reconozco: hay días en los que mi curiosidad me oprime el alma y no consigo recuperar la paz hasta que no entro en la página de Vilaweb, ese órgano de prensa digital que, desde siempre, ha mantenido la postura más inflexible y beligerante en favor del secesionismo catalán. Hay que reconocerles no solo el valor, sino esa persistencia tan española: impasible el ademán es su ademán.

A partir del 27 de octubre, las editoriales y muchas de las crónicas de Vilaweb iniciaron la senda hacia el corazón de las tinieblas republicanas (de la fantasiosa república catalana) y, durante más de 60 días, mantuvieron que Cataluña es una república, tan verdadera como las de Kosovo y/o Transnistria. Y que todo va bien, y que todo va según el plan previsto. ¡La república catalana va bien!

El editor de Vilaweb, un hombre que me deja perplejo desde hace años, se dedicó durante algo más de 60 días a elaborar una compleja labor de exégesis: la república está viva y su presidente ejerce des de Bruselas pero con buen tino y salud mental envidiable, el gobierno republicano gobierna con solvencia y eficacia sin parangón (los unos en la sombra fresca de Estremera y los otros en la neblina gélida de los belgas), y las declaraciones ante el juez de Forcadell, de Junqueras, de Mundó, de Rull y de Turull no dicen lo que parece que dicen (¡creer que dicen lo que dicen es una caída en el pecado mortal de confiar en la propaganda unionista!), si no todo lo contrario: todo confirma que vamos directos al éxito. El editorialista se permitió dejar, por escrito y por consiguiente para la posteridad, este argumento: si Donald Tusk niega la independencia catalana, en realidad la reconoce, ya que nadie niega algo que no existe. Creo que Wittgenstein dijo algo sobre la imposibilidad de negar lo que tampoco se puede afirmar, pero ahora me metería en un berenjenal. Lo de Wittgenstein era más o menos: no se puede negar la existencia de Dios, porqué no se puede afirmar. [El prófugo que reside en Bruselas se preguntará: ¿quién coño es Wittgenstein? del mismo modo que Jordi P. se preguntó: ¿qué coño es la Udef?].

El Señor de las Editoriales de Vilaweb inició una senda oscura, no solo de hermeneuta (nos dejó títulos como "¿Qué debemos entender cuando nos dicen que Forcadell niega la validez legal de la DUI?")  si no también de inquisidor entregado a combatir la tibieza y las dudas con el ahínco de un moderno Torquemada, amenazando a los posibles herejes y a los que se dejasen arrastrar por las dudas. Decía por entonces: "Ya se que algunos se preguntan ¿ha sido proclamada de veras la república catalana? ¡Ay de aquel que lo ponga en duda!, -les respondía (se respondía)- porqué las llamas del botiflerismo no le soltarán en toda la eternidad". Lo vociferaba día tras día, con un verbo atronador, henchido de patriotismo febril y poseído por la fe que mueve montañas (la de Montserrat, en concreto, con su Moreneta eterna en la cúspide, el Virolai vivent).

Durante más de 60 días, el editor mantuvo que la duda es una cobardía -en contra del pensamiento de Sócrates y de los últimos 200 años de filosofía, por lo menos-, y cada día, inflexible e iluminado, aseguraba que la república va p'alante, que el viento sopla de popa. Debemos permanecer todos activos (o hiperactivos) y unidos en la fe, decía el hombre, y si alguno duda que le den mil azotes en el infierno de los malos catalanes, que es el peor de los infiernos posibles, tal como lo explica Dante en la Divina Comedia, y en bell llemosí -como todo el mundo sabe.

Poco a poco y a cada día que pasaba, sus editoriales se alejaban más y más de la realidad con un tesón airado, de profeta loco, de visionario de visiones que, día tras día, inclinaban a este sufrido lector que soy yo a temer por una severa disonancia cognitiva en la mente del editor.

Pero en los últimos días ha sucedido algo. Hay un cambio.

Ha habido un quiebro insoslayable hacia la razón. Una grieta, un indicio de luz. Se lo comento a un amigo sarcástico y este me quiere resolver el enigma así: "El editor de Vilaweb no ha entrado en razón, me dice, lo único que le pasa es que sabe que en 2018 es posible que no cobre las millonarias subvenciones de las que lleva viviendo -y viviendo muy bien- en las últimas décadas. Ya sabes lo de la intervención de las cuentas autonómicas y todo eso...". Es posible, pienso yo. A veces los asuntos catalanes más raros se resuelven cuando uno comprende el asunto de la pasta y su incidencia en el patriotismo de cobro debido. El amigo sarcástico me recuerda que el editor de Vilaweb era conocido en el gremio del periodismo catalán como "Míster Subvenció". Tu ya me entiendes.

De acuerdo, me digo. Esa explicación es plausible. Pero tiene que haber algo más, me digo yo, incapaz de admitir que todo era un asunto de dinero. De dinero y nada más. Un asunto feo, por lo tanto. Llámeme ingenuo. O burro, si lo prefiere. Pero me resisto a creer que tanta fe, y tan inquebrantable, y tanta impasibilidad en el ademán obedecían, tan solo, a satisfacer al que paga y a la genuflexión que este le imponía al beneficiario. Y del mismo modo, me resisto a creer que ese indicio de conversión no es nada más que eso. Quiero pensar que el cambio puede ser un acto de razonamiento, de admisión de lo que es evidente: la realidad es. Y la realidad es que, hoy, los Jordis le han confesado a un juez español que tanto el referéndum del 1 de octubre como la proclamación de la república del 27 del mismo mes solo fueron actos simbólicos, sin valor jurídico ni legal, sin consecuencias en el mundo real.

Y, sigo, como don Erre que erre, pensando que no puede ser solo la pasta, si no que hay un cambio que podría ser sincero. Algo que va más allá de los euros. ¿Se cayó del caballo, el editor, al fin? ¿Le descabalgó un relámpago de realismo?¿Ha encontrado un agujero de gusano que le ha devuelto a un indicio de realidad? El día 11 de enero, Santa Hortensia, el titular que abre el medio digital cuenta que Jordi Sánchez y Jordi Cuixart le han dicho al juez que la vía de la independencia unilateral es inviable, que ellos no querían, que la república era simbólica y que el 1 de octubre mandaron a unas urnas (y a unos solemnes porrazos) a una gente incauta que no sabían que iban a un acto simbólico, a un jueguecito más de los suyos, a una camama. A mi me cuesta creer que los supuestos 1000 damnificados por los porrazos del 1 de octubre se quedarán tan panchos y sin ánimo de venganza para con los Jordis, en cuanto lean esto. ¿Los tractoristas que acudieron a defender las urnas simbólicas con sus artefactos de labranza les van a reclamar el gasto de gasoil, nada simbólico, que hicieron el día de autos? De Nelson Mandela solo hubo uno. Y Cataluña nunca fué tierra de Nélsones Mandelas. Yo tampoco quiero la cárcel para mi, por más heroica que sea.

Hoy, por primera vez, he conseguido empatizar con los Jordis al leer sus declaraciones ante el juez. Por fin entiendo algo. El heroísmo es como lo de los principios a ultranza: da gusto verlo, pero en los demás y nunca en carne propia.

La edición de Vilaweb del día 11 de enero cuenta las declaraciones de los Jordis con fidelidad a los hechos -a sus declaraciones ante el juez-. Eso es muy novedoso en este medio. Y el texto de la editorial que escribe el editor es para leérselo con calma y más de una vez, si que quiere llegar a un acercamiento al significado último de esas líneas: es un texto críptico, casi esotérico, una divagación cuasi incomprensible sobre la represión y su acatamiento, algo turbio, oscuro. ¿Qué le ha sucedido al periodista almogávar?

*

Debo decir algunas cosas más sobre Vilaweb, cosas que algunos tildarán de contradictorias por mi parte. Bueno, no pasa nada: la contradicción es uno de mis signos, tal como como la confusión es el epitafio de mis admirados King Crimson. Vilaweb publica reseñas de libros y entrevistas y artículos sobre cultura que no solo no están nada mal, si no que son muy recomendables. Y lo digo de veras. Sin maldad alguna, de corazón. Escriben en este medio personas por las que siento no solo admiración si no aprecio, y de las que se de su compromiso sincero con la cultura. Han publicado artículos y entrevistas que no se cortan nada cuando hablan del declive cultural en Cataluña, textos que cuestionaban severamente algunas de las tesis de la tribu, sin pudor y sin censura.

Quizás deberíamos esperar que la dirección del medio digital siga por ahí, ofreciendo algo más que identitarismo descoyuntado, y que confíen en los redactores de la cosa cultural (redactores freelance, por supuesto) que han obrado el milagro de que alguien como yo, tan botifler, siga sus artículos incluso durante el período más tenebroso y más falaz del secesionismo, ese Movimiento que ahora periclita. El optimismo no es mi fuerte, pero incluso para un pesimista metódico como yo hay indicios de algo bueno en la deriva de estos últimos días, que algunos interpretarán como un declive en Vilaweb. O que lo leerán como una táctica provisional, una sumisión hipócrita a los nuevos administradores de la pasta de la subvención. Mientras no llegan tiempos mejores, unos tiempos que parecen muy lejanos a día de hoy.

Jesucristo, ruega por nosotros.

Hay que empezar a tender puentes hacia algo que huela a reconciliación.

10 de gen. 2018

Independencia y decadencia cultural. A Terenci Moix

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Acteón y los perros

Hace unos pocos años, en uno de los momentos eufóricos del principio del "procés", alguien advirtió de que el proceso independentista era un fenómeno vinculado directamente a la decadencia cultural de una comunidad (llámele país, región o autonomía, según mejor le convenga). El argumentario iba más o menos así: cuando una cultura ha entrado en decadencia, suele vivir movimientos de repliegue, de furia identitaria y de reivindicación de un pasado mítico y heroico. Es decir: el proceso independentista puede ser analizado, también, como un síntoma inequívoco de la decadencia cultural catalana.

Han pasado los años y la evidencia de que aquella hipótesis era válida me parece cada vez mayor. Lo que pasa en Cataluña es que se están desmoronando un montón de elementos que los historiadores tratarán en su momento, pero lo que ya es innegable es la caída vertical de la producción cultural. En cantidad y en calidad. Arrastrada y triturada como tantas otras cuestiones por esa máquina de triturar que es el identitarismo. Teniendo en cuenta que somos una cultura pequeña y en declive, el asunto es muy grave: ¿nos podemos permitir semejante desastre?

La llamada de la tribu ha liquidado lo poco que teníamos. Lo poco que habíamos construido entre todos, tan lentamente. La llamada de la tribu es, en realidad, un hara-kiri, perpetrado con esa voluntad de liturgia nacionalista de los hara-kiris. A esta cultura, en donde todavía está vigente el lamentable debate sobre si la literatura catalana escrita en lengua castellana debe ser considerada literatura catalana o no (¡de ese debate ya se pitorreaba Terenci Moix en los 70!), solo le faltaba el envite del autismo nacionalista para echarse a los pies de los caballos de la historia.

Algunos amigos y conocidos míos me cuentan cosas bastante penosas -anécdotas con categoría de paradigma- sobre la actitud que han tomado, de un tiempo a esta parte, instituciones culturales como la Institució de les Lletres Catalanes -Moix les nombraba, entonces, "la Institució de les Dèries Catalanes" y un amigo (y excelente escritor en lengua castellana) les bautiza, hoy, como "la Institució de les Petites Lletres catalanes"-, actitud triste y de una mezquindad enloquecida que se encierra en lo tribal, llamando a la resistencia a ultranza, algo que también está presente en l'Institut d'Estudis Catalans, a quien otro amigo tilda de "l'Institut d'Estudiets Catalanets" por su deriva hacia una postura numantina, de cerrazón y de reivindicación de los autores que, aunque menores, han mostrado la actitud más beligerante en favor del nacionalismo catalán. Se les aplaude, con candor infantil, este posicionamiento político pero no su calidad literaria, por supuesto.

Nada peor que presentar a los demás una cultura excluyente, en esos tiempos de miseria cultural e intelectual: de aquí no vamos a sacar nada bueno, ningún futuro prometedor.

¿Donde está el cine en catalán? ¿Qué demonios le ha pasado al teatro? ¿Donde diablos está la novela?

Un amigo mío al que por su capacidad intelectual admiro y respeto, me dijo que el momento cultural de Cataluña es tan pésimo que más nos valdría callarnos durante un tiempo prudencial (unos 500 años, propone él), y dedicarnos a leer y a pensar. Pero en silencio, por favor. "El nostre mal no vol soroll", dice un dicho catalán: nuestra enfermedad no quiere ruido.

Como estoy adscrito a algunos foros que tratan de novela catalana, leo muy a menudo afirmaciones sobre la calidad literaria de dicha novela que no se basan en ninguna evidencia, ni de la crítica ni de las ventas: simples ocurrencias cuyo único valor es la celebración de "lo nuestro". Uno de los diálogos (virtuales) más estrepitoso que he leído hace poco es el que cuento, ocurrido a propósito del fin de año, cuando a la gente le da por elaborar listas de sus lecturas del año que se terminó: "Mi lista de novelas leídas en 2017 es la siguiente", dice uno. Y, a continuación, cita 10 títulos, todos ellos de autores catalanes que escriben en catalán y de probado soberanismo. Uno de los comentarios que aparece a continuación procede de una persona universitaria, la cual, tras felicitar al autor del ránking tribal por sus elecciones patrias, expone una tesis fascinante: es normal que leas solo en catalán, al igual que un inglés lee sobretodo en inglés y un francés, en francés. Tuve que leer el comentario un par de veces porqué no podía salir de mi asombro. Alguien -con formación académica de nivel superior- estaba equiparando la cultura francesa y la inglesa con la catalana. Me gustaría saber en qué datos se basa para afirmar algo sí. A mi se me ocurriría comparar la literatura catalana con la lituana, con todos mis respetos hacia la literatura lituana, porqué me fundamentaría en datos algo más científicos. Me duele que, quien escribe algo así, esté ninguneando la labor del gremio de los traductores, a quienes la cultura catalana les debe un agradecimiento infinito, mucho mayor que el debido a la mayoría de los autores autóctonos.

Por si algún lector ha llegado hasta aquí: voy a contar que nací en Cataluña, y de lengua materna catalana, y que si escribo sobre la cultura catalana es porqué me preocupa, porqué sufro por su mala salud, y eso no solo me afecta si no que me angustia, porqué siento un doloroso amor por esta pobre cultura. Una pobre cultura maltratada, en primer lugar, por los suyos. También debo decir que soy lector de literaturas anglosajonas, francesas, rumanas, italianas, rusas. Incluso suizas, balcánicas, africanas, sardas. Y consumidor de cine de las culturas antes nombradas más la siciliana, y del cine de muchos países orientales. Por pudor, jamás comparo literaturas "nacionales" entre sí.

Me gustaría sentir que formo parte de algo que me hace sentir bien, de algo que me hace sentir en paz con mis semejantes en la lengua y la cultura catalanas. Pero, de momento, no lo he logrado. Siento que hay algo, o alguien, que me lo impide. Y ese alguien son la (casi) mayoría de mis semejantes. Y ese algo es el nacionalismo, el tribalismo en el que hemos caído, como el cazador cazado del cuento, el cazador que ha metido la pata en el cepo que él mismo dispuso en medio del páramo.

8 de gen. 2018

Lorquiana y luminosa

Imatge relacionada

El local es ancho y espacioso, el techo altísimo, el aire quieto, silencioso y fresco. Una vez en su interior, este parece mucho más grande de lo que dirías de él visto des de la calle, ya que la fachada es discreta, mucho más baja. Algo te previene: lo que va a suceder aquí dentro será real, como todo lo es, pero forma parte de otra realidad. Lo construyeron en la época dorada de los casinos y los ateneos obreros. Hay cuatro columnas falsas y enormes, de escayola que simula ser mármol gris, y un patio al fondo resguardado del sol por la sombra de dos nísperos gigantescos. En el techo, un inmenso tragaluz de cristales esmerilados, blancos y ambarinos, arroja un resplandor tenue que desciende lentamente hacia las mesitas en donde unos pocos ancianos metafísicos dormitan y fingen leer los periódicos.

Suspendido encima del mostrador hay un antiguo reloj con molduras art-déco. Perdió la aguja de los minutos y las horas se detuvieron algo pasadas las siete de un día desconocido. En la parte posterior hay un rincón con estanterías y mesas repletas de libros de segunda mano. Están amontonados sin orden aparente, en estalagmitas. Puedes encontrar clásicos del siglo de oro, del novecentismo catalán y best-sellers americanos, entre un sinfín de otros géneros cualquiera. Me gusta la segunda vida de los objetos: la de los libros y las lámparas de sobremesa en especial.

Ahí es donde encontré "La luz prodigiosa", la novela de Fernando Marías publicada en 1991 por Ediciones Libertarias. Estaba justo debajo de un enorme tomo de ciencia ficción que levanté sin motivo. En este texto breve, Marías fabula sobre la posibilidad de que el poeta granadino Federico García Lorca no hubiese muerto en el fusilamiento sino que, gravemente herido en la cabeza, hubiese sobrevivido para llevar una vida vagabunda, loco y olvidado de sí mismo, deambulando por las tabernas. Mudo, borracho y harapiento.

Como cada año, en mitad de agosto, la prensa dedica páginas a la efeméride del fusilamiento de García Lorca. Eso de las efemérides parece más propio de otro tiempo y de una prensa ya extinguida, pero sin embargo todavía está ahí. Los artículos sobre el aniversario del fusilamiento de Lorca insisten en un dato: España es el segundo país del mundo en número de fosas pendientes de excavar y muertos por enterrar dignamente. Aunque la atrocidad y su olvido sistemático son asuntos universales, España goza de una posición destacada en esta lista . Los griegos antiguos contemplaban la amnesia como un regalo de los dioses y en este país es muy posible que los gobernantes le recen a Zeus para que obsequie al pueblo con la desmemoria. Pero, a decir verdad, hablar de la dignidad de los vencidos y sus muertos es algo muy raro, algo que no se encuentra en los libros que tratan sobre la historia de la humanidad.

En los artículos periodísticos sobre la efeméride lorquiana hay algo que induce a la literatura. Se insiste en la ausencia del cadáver, como en las intrigas de la novela policial: si no se encuentra el cuerpo ¿se puede hablar de asesinato? Y si no se puede hablar de asesinato no hay delito. Ni culpable. Vuelvo a la hipótesis de Fernando Marías. Me imagino a un Lorca viejecito, alcohólico y desahuciado hojeando las páginas del periódico, en cualquier bar cochambroso de la piel de toro, deslizando la mirada de unos ojos aguados y ausentes por el artículo de su efeméride, ilustrado con la foto del poeta repeinado, tan guapo y sonriente. Aunque esta novela ya existe, uno puede ponerse borgiano e imaginar muchas otras. Es raro que la novela negra española esté pasando por un mal momento y que apenas haya literatura gótica mientras la realidad insiste en ofrecer tantos temas, argumentos y personajes.

La mexicana Valeria Luiselli tiene una magnífica novela breve ("Los ingrávidos") en la que aparece el fantasma de Lorca viajando en el metro de Nueva York en compañía de Gilberto Owen, otro poeta de los años treinta. El músico canadiense Leonard Cohen versionó poemas de Lorca en un disco de los 90, y poco después el genial cantaor Enrique Morente versionó la versión de Cohen en Omega, en compañía del grupo Lagartija Nick, que eran más bien punkis. Eso es otra forma de acceder a la categoría fantasmal de Lorca, aunque en esta ocasión más oscura, especular y rocambolesca.

Si los guardias civiles del pelotón que fusiló al escritor granadino hubiesen intuido alguna consecuencia de su acto, y si ese conocimiento les hubiese llegado de repente, en un fogonazo de luz blanca, hubiesen enloquecido. Quizás serían ellos los que hoy irían dando tumbos, erráticos y perdidos, por las tabernas y los burdeles de las carreteras secundarias de España.

3 de gen. 2018

El nombre de España escrito con huesos


Madre y maestra mía, triste, espaciosa España.
He aquí a tu hijo. Úngenos, madre. Haz
habitable tu ámbito. Respirable tu extraña
paz. Para el hombre. Paz. Para el aire. Madre, paz.

Blas de Otero

Nadie debería olvidar, cuando mira un mapa político, que el dibujo de los países, que es el de su historia, está dibujado a cañonazos y con regueros de sangre. Ninguna de esas líneas divisorias está hecha con el suave trazado de una tinta dulce de acuerdos y de pactos, de buenas palabras, de fraternidad. Nadie debería olvidarlo, para saber recordar que, si se le ocurre alterar esas líneas deberá hacerlo con sangre, otra vez. Y todos deberían saber que la sangre la pusimos nosotros pero jamás los generales ni los reyes ni los nobles ni los señores que viven en las mansiones ungidas de legitimidad y grandeza.

Estuve en el memorial de los muertos de la batalla del Ebro que se levanta a las afueras de Les Camposines, en las afueras de La Fatarella y cerca de Corbera de Ebro. Era el día uno de enero a media mañana y había tres coches parados allí, en el breve aparcamiento, y sus ocupantes andaban en silencio por el recinto funerario. Lucía el sol y no hacía mucho frío, a pesar de la fecha. Se trata de un monumento sobrio, casi oculto en la colina, y cuyo concepto arquitectónico remite a un monumento a las víctimas del nazismo que hay en Berlín.

Ahí están las listas de los muertos en la batalla cuyos cuerpos han sido identificados tras décadas de olvido y algunos años de pesquisas lentas, porqué los gobernantes no se dan mucha prisa y dotan la investigación de presupuestos escasos, con un afán de discreción muy próximo a lo pusilánime, que es pariente de lo cobarde.

Tras el muro con las placas de bronce en donde están los nombres de los soldados muertos en el campo hay un osario medio oculto por un portón de hierro. No pude soslayar mi imaginación y vi el montón de huesos en la oscuridad. Pero lo más emotivo del lugar no son las placas con las listas, si no las fotos, las notas, los dibujos que dejan allí hijos, nietos, sobrinos de los muertos. Me entretuve en las caligrafías, algunas de ellas debidas a la mano de niños y otras a las de ancianos, letras temblorosas, emocionadas y vacilantes. Parece que alguien aprendió a escribir solo para poder dejar esas cuatro líneas allí, pegadas al muro de pizarra oscura, el recuerdo de su padre, de su hermano, de su abuelo que se pasó 70 años bajo el lodo en la ribera del Ebro.

Si uno se entretiene en los apellidos de los muertos descubre a andaluces, a murcianos, a valencianos, a aragoneses, a vascos, a catalanes, a castellanos manchegos y castellanos leoneses, asturianos, gallegos... Uno se sorprende de como difieren estos apellidos de los soldados que defendieron la España republicana de los apellidos que constan en las listas electorales de ciertos partidos de hoy que dicen defender lo republicano pero se empecinan en lo identitario, que es lo menos republicano del mundo.

Hay algo, una cierta luz que se desprende de esos apellidos, algo que nos apela y nos ilustra, algo de lo que deberíamos aprender, algo que deberíamos escuchar. Hice el ejercicio de leerlos uno por uno, despacio, y de contemplar esos rostros de las fotos, esos hombres antiguos que sonríen en el día de su boda, en un cumpleaños remoto, en alguna efeméride desconocida de su vida, cuando no sabían nada del destino que les esperaba, esa muerte en el lodazal de un río que quizás estaba a mil quilómetros de su casa y que les esperaba con esas aguas de fluir lento y sombrío, solemne en su indiferencia. Algunos de esos hombres fueron a luchar enchidos de ideales y de convicciones. Otros fueron porqué tocaba, otros a la fuerza. Una vez muertos, nada distingue sus motivos.

Hay flores, algunas vegetales y otras de plástico. Algunas reproducen los colores de la bandera republicana, otras se secan y pierden los pétalos, que se caen, incoloros y leves, para que el viento los esparza por los cultivos, entre los olivos centenarios.

En el monumento memorial está, medio oculto, un secreto ritual de olvido y de desmemoria.

Pero deberíamos recordar estos nombres y estos huesos que cuentan nuestra historia y nos preguntan por esa España amada con dolor y con pena.

1 de gen. 2018

La batalla del general Rojo

Resultat d'imatges de general vicente rojo

La última batalla parece algo ineludible pero que, sin embargo, siempre está por llegar, algo que, por lo tanto, no llega nunca. Algo detenido en el tiempo, como si el descenso del ave rapaz en el aire se detuviera congelado, convertido en instantánea. Pienso en eso, en si el general pensaba cosas como ésta mientras contemplaba los meandros del río, allá abajo y al fondo, en el puesto de observación avanzado de La Figuera por donde voy dando saltitos como de petirrojo brincando encima de las zanjas, esa trinchera de hormigón des de la que Vicente Rojo dirigió la batalla del Ebro. Quizás el general hizo gestos parecidos a los míos, entonces, y en cosas como esta ando pensando. La espera de la batalla debe de ser larga, una eternidad aguda, punzante, y con ese olor a chaqueta de cuero, los prismáticos golpeando en el plexo solar a cada paso, las gafas que se te resbalan por la nariz.


Al general Vicente Rojo se le ve marcial, sobrio y algo desmejorado en las fotos de los días previos a la batalla. El gesto serio y la actitud del que se ha comprometido a cumplir con su cometido, como el trabajador que acude al trabajo. Rojo se consideraba a si mismo un hombre católico, pero dio palabra de defender al Estado al que le dio su juramento de lealtad y lo hizo sin más. En aquellos tiempos había un sentido de la lealtad y de la ley, y de la palabra dada que hoy nos resultan extemporáneos, habituados como estamos a ver a pequeños aficionados a las revoluciones de saloncito y al discurso facilón, a la épica barata de las emociones y las medias mentiras, al uso de los conceptos ñoños y la bufandita amarilla en el cuello de señoras y señores bien.

Vicente Rojo es el general de la República Española por excelencia: buen estratega, planificador, el tipo que volvió loco a Franco aún disponiendo de un ejército menor y peor provisto. Los movimientos del general Rojo en la batalla del Ebro se estudiaron en las academias militares durante años, y un historiador militar lo nombra "el general que humilló a Franco", aunque Franco, al final, le arrolló. El general rifeño, el sedicioso, tuvo que usar la fuerza bruta y el ataque frontal para derrotar a Rojo.

Vicente Rojo se fue a Francia tras la guerra. Tras el fin de la batalla, vinieron las guerras personales, la supervivencia, la tristeza, la distancia, la nostalgia del país perdido. Vio el hacinamiento de los presos republicanos y protestó airadamente ante Negrín, que no supo darle respuesta. Luego emigró a la Argentina, en el mismo barco en el que iba José Ortega y Gasset. El exilio de Vicente Rojo es difícil: al gobierno argentino no le apetecía acoger a refugiados españoles y no le dio ayuda alguna. Rojo malvivió escribiendo artículos en la prensa y para publicaciones militares. Llegó a escribir una novela, unas memorias y un libro de pensamientos y aforismos que se perdió, y del que se sabe que lleva el título tan sugerente de "Platillos volantes".

Así pues me imagino como andaría Vicente Rojo por el refugio observatorio de la Figuera por el que me paseo ahora, 80 años después, intentando pensar que pensaba el general pero sabiendo lo que él, entonces, no sabía: lo del exilio, su vida como escritor en otro continente, y por fin el regreso humillante a su país, el país al que sirvió en nombre del juramento dado a la legalidad, a la defensa de la legalidad.

Vicente Rojo tuvo un sobrino que se llamó como el, Vicente Rojo, que vivió en México y allí desarrolló una carrera como artista gráfico, campo en el que fué un referente todavía imprescindible. Cuando el general andaba por el cerro de La Figuera no sabía nada del sobrino que se iba a llamar como él. Ante sus ojos los suaves meandros del río, allá abajo y al fondo, entre la neblina azulada, al fondo, entre los olivos y las vides. La inminencia de la batalla, el viento frío que azota la ermita de la Virgen del Molar, tan sola y tan austera, testigo del desastre final.

Encontré el libro: "El hombre que se creía Vicente Rojo", de una escritora catalana que se llama Sonia Hernández. Ejemplo de novela breve, inteligente, de estilo sobrio, profunda, algo oscura, reflexión sobre el arte y sobre el papel de la literatura en esos tiempos. Hernández no habla del general si no de su sobrino, el artista, del que ahora contemplo fotos de su obra y me parece tan equilibrada, tan luminosa, tomada por un sentido del orden gravitacional, tan gráfica, tan filosófica. Hay una divertida anécdota que aúna al pintor Rojo con Max Aub y con otro pintor, Josep Torres Campalans, que ahora no voy a contar pero que me remite de nuevo a una época antigua y mucho más interesante, con pintores que leían filosofía y tratados de arte y escritores que fueron generales, generales que perdieron una guerra y lo hicieron con dignidad, sin lamentos.

Un viento frío arrulla el cerro de La Figuera mientras doy tumbos por las ruinas del observatorio del general, mientras intento sentir algo de lo que él sentía cuando miraba hacia abajo esperando la última batalla, inminente, ahora ya inaplazable, y aunque yo se cosas que el no sabía, él si sabía que esa sería la última, y lo que decidió fue eso: que la batalla le encontrara lo mejor preparado posible para afrontarla, bien situado, seguro de si mismo, dispuesto a la derrota, sin lamentos, los dos pies en la tierra y la mirada perdida hacia el fondo, el río, la neblina azul que reverbera encima del paisaje como si la banda azul del arco iris se hubiera desprendido del arco, ese cielo tan enorme y tan terrible que cubre el tramo bajo del Ebro. La guerra dice quienes son los hombres, de qué está hecho cada uno. Por eso se debe escribir sobre la guerra. Y sobre el amor, y sobre la miseria y el olvido. Y sobre el arte.