29 de jul. 2020

En el laberinto (catalán)


Cuando era muy jovencito quedé entusiasmado durante un rato por la visión de la cinta "Dentro del laberinto" (Labyrinth, 1986), con un despampanante David Bowie y una jovencísima Jennifer Connelly, cuyo papel es una mezcla de Teseo y de Orfeo. La joven heroína debe penetrar en el laberinto y luego salir viva, cosa que intentarán impedirle un sinfín de personajillos raros, grotescos y mayormente amorales. El film, aunque colorista, flirtea con la oscuridad gótica: sobre el aire de pasatiempo y entretenimiento pueril flota un aura siniestra.

El título de aquélla cinta me ha vuelto a la mente, inevitable, con la lectura de "El laberinto catalán. Arqueología de un conflicto superable", escrito por el periodista e historiador francés Benoît Pellistrandi (¡bendito apellido!). La razón del vínculo en mis neuronas no se debe tan sólo a la aparición del mismo sustantivo en ambos títulos. Los personajes que habitan el laberinto catalán también tienen mucho de personajillos, de muñecos grotescos y de seres amorales, obstinados por encima de todo en la satisfacción de sus deseos primarios, siendo el primero de ellos la voluntad de poder. Por encima de la voluntad de verdad.

Pellistrandi demuestra conocer bien la historia de España, y es interesante redescubrir que, a menudo, la mirada del extranjero (perdón por la palabra, usada sin intención peyorativa) es más apta para comprender quiénes somos. O por lo menos como se nos ve desde una distancia tan higiénica y saludable como la que media entre Francia y España, tan higiénica y saludable como esa "distancia social" que nos impone el virus.

Pellistrandi hace un análisis certero, sin apriorismos ni simpatías por ninguno de los varios bandos implicados en el conflicto catalán. Citaré algunas de sus ideas principales:
  • La crisis catalana es gravísima, pero es una crisis política y, por lo tanto, superable.
  • No existe razón alguna para hablar de "catalanes" y "españoles": solo existen ciudadanos españoles, los unos residentes en Cataluña y los otros en el resto del territorio español. Si entramos en una distinción entre catalanes y españoles existe el riesgo de caer en la tentación etnicista.
  • Todo el mundo sabe que es una crisis fabricada y deseada, y de ahí que tenga un carácter artificial. Artificial pero verdadero.
  • La descentralización ha configurado una democracia española que funciona y satisface a los españoles. Los nacionalismos regionales han sabido detectar la amenaza que este consenso podría representar a sus intereses. Para no dejar de existir en una España democrática y moderna, un partido nacionalista está condenado a una escalada reivindicativa permanente.
  • Es legítima la pregunta de hasta qué punto el nacionalismo es compatible con el constitucionalismo español. [¿Se pueden o se deben suspender los partidos nacionalistas?]*
  • Muchos se han tragado la propaganda independentista enarbolando el famoso "derecho a decidir" sin preguntarse sobre la realidad constitucional española. Han ignorado que España es el país más descentralizado de Europa.
  • La "revuelta catalana" del otoño de 2017 es el primer ejemplo de una revuelta contra una democracia liberal.
El autor concluye que la independencia ha fracasado y no la habrá a corto plazo. Propone reconocer algunas verdades para poder abordar una solución al conflicto:
  • No existe una mayoría social suficiente que permita la secesión.
  • Europa no está esperando la independencia de Cataluña: es más, Europa se ha construído sobre el abandono de los nacionalismos. Europa es, por esencia, un proyecto antinacionalista.
  • La independencia catalana podría ser un proyecto político cuando se presente como un proyecto de futuro y no como un ajuste de cuentas con un pasado deformado, basado en la leyenda negra de una España que, por fortuna y con grandes esfuerzos, ya no existe.
  • Los líderes secesionista se han echado al monte con una brújula estropeada, con mapas distorsionados y con un GPS alocado. Se han perdido en sus propias fantasías. La culpa del fracaso la tienen ellos por haber creído en sus quimeras y haber emborrachado a parte del pueblo catalán con sus discursos emocionales y victimistas.
Si la solución del conflicto es política, propone Pellistrandi, pertenece al conjunto de los ciudadanos españoles, y los principios que regirán deben seguir siendo los europeos: democracia, libertad, respeto a las minorías, separación de poderes, universalidad frente a tentación etnicista.

En los márgenes del libro de Pellistrandi anoto algunas objeciones. Solo transcribo dos:
  1. Es imprescindible buscar el reencuentro y la convivencia entre catalanes, ya que este es, sobretodo, un conflicto entre catalanes que está presente en las familias, en los centros de trabajo y en los grupos de afinidad de toda clase.
  2. La superación del etnicismo implícito en el desafío catalán debe pasar por el reconocimiento de que la lengua castellana es tan propia de Cataluña como el catalán, una evidencia que se demuestra en la historia del pasado y en la sociología del presente. 
En estos días, en los que la revocación del tercer grado a los condenados por el "procés" nos arroja grandes dosis de un victimismo convertido en liturgia y sacramental, la lectura de Pellistrandi puede actuar como un bálsamo. Y eso es quizás lo más sensato que se puede recomendar: revisar la historia, analizar los sucesos con perspectiva y calma y no perder de vista que la solución solo puede ser más democracia, más derecho y más justicia. Si estos condenados no tienen derecho al tercer grado deben cumplir la condena en las mismas condiciones que cualquier ciudadano español, puesto que eso y solo eso es lo que son. Su condición de ex-cargos políticos (a veces ni tan solo eso, como Cuixart o Sánchez) no debe otorgarles privilegios en modo alguno y España debe demostrar que es el país moderno y europeo en el que creemos, y se debe explicar bien que la Constitución de 1978 es la herramienta que nos ha permitido, a todos los españoles, vivir el periodo de paz y de progreso más relevante de toda nuestra historia. Atentar contra la paz, la convivencia y el progreso es -y debe ser- un delito grave en la Europa que queremos. Más aún cuando el delito se comete en contra de la legislación que tantos beneficios, derechos y privilegios les ha otorgado a esos presos que, aprovechándose de ellos, pretendieron violarla y salir impunes en nombre de una interpretación iliberal, populista y totalitaria de la "voluntad del pueblo".
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* La pregunta del claudátor es mía, por supuesto.

26 de jul. 2020

El silencio de Juan Marsé


Que la vida iba en serio uno lo descubre tarde y, también, cuando se le mueren los que sintió como los suyos, más allá de la sangre y los lazos opresores. Surge un indudable sentimiento de orfandad ante la muerte de los que nos han acompañado, incluso sin saberlo, durante décadas. Algunos nos han acompañado durante más tiempo que algunas parejas.

A Juan Marsé, al que sólo conocí una vez, por teléfono, antes de mandarle una entrevista por correo electrónico, le considero alguien muy próximo, con esa familiaridad rara que nos transmiten aquéllos de quienes hemos ido siguiendo sus pasos, sobretodo sus palabras, sus libros, sus huellas, esa larga estela de libros que forman la educación literaria de uno y, a veces, la sentimental. Aprendí sobre Barcelona y sobre Cataluña con Marsé más que con algunos que se las dan de autoridad en la historia o en la sociología. Si se me viene un nombre a la mente cuando leo "literatura catalana contemporánea", ese nombre es el de Juan.

Aunque llevaba tiempo advertido ("Juan está muy malito"), la noticia de la muerte me abofeteó en la cara. La muerte se comporta así, desafiante y vengativa como una amante despechada. Luego vino la sorpresa desagradable, al observar atónito -por más que advertido, de nuevo-, la repercusión de su muerte en el mundillo siniestro, minúsculo y grotesco de la cultureta catalana. En Tv3 dieron la noticia después de las incidencias del tráfico y fueron varios los intelectualillos de la cosa catalana que expresaron de él: no era catalán, despreció nuestra patria, etc. Es mejor no escuchar mucho a esas vocecillas rencorosas a las que, en realidad, solo les mueve la envidia ante el que es, sin duda alguna, el mejor escritor catalán del siglo. Le desprecian porque escribió en castellano, y les importa poco que nos haya dejado las mejores novelas catalanas, muchas de ellas destinadas a clásicos del XX.

De haberse subido a los hombros de Juan Marsé, la novela catalana del XX y del XXI hubiese caminado a hombros de gigantes. Pero se conformó con la espalda de los enanos (y de las enanas, claro).

Ante la ignominia de los que pretenden ser de mi tribu pero no lo son porque no dispongo de tribu -y menos la caníbal tribu catalana-, me propuse hacer un acto de desagravio íntimo. Me puse a releer "La oscura historia de la prima Montse", que me encanta, una de mis tres obras preferidas de Marsé. Y luego, casi por casualidad, di con "Juan Marsé habla sobre Juan Marsé", la larga entrevista filmada por Augusto M. Torres en 2012, en el piso del escritor de la calle Bailén. Durante la visión de la entrevista, en la que Marsé repasa en orden cronológico su obra, anoto algunas frases:
  • Escribo en castellano porque me da la gana. Hay otra explicación, pero es larga y aburrida.
  • Mis referentes literarios, de niño, los leí en español. En catalán, en mi casa, solo había algo de poesía de Salvat Papasseit y un tomo de "Genoveva de Brabante".
  • El escritor empieza por ser un gran lector.
  • Me molesta mucho la confusión que se da [en Cataluña] entre lengua y patria.
  • La patria del escritor no es la lengua: es el lenguaje.
  • ¿El patriotismo? Una definición que me gusta mucho es la que da el personaje de Ingrid Bergman en "Encadenados" (Notorious, A. Hitchcock, 1946): "Conozco a los patriotas: son los que sostienen la bandera con una mano y con la otra te vacían los bolsillos".
  • Sí, estuve en el  jurado del premio Planeta aquél año en el que se premió el bodrio de Maripau Janer. Luego dimití.
  • Mi relación con la censura franquista es, en realidad, casi de agradecimiento. Se leyeron mi obra. Me propusieron cambiar "pechos" por "senos", y "muslos" por "antepierna"; no dijeron nada de algunas ideas políticas del libro (Últimas tardes con Teresa).
  • No me interesa la novela negra, y menos ahora, cuando parece que todo el mundo quiere hacer novela negra. La novela negra se terminó hace muchos años.
(Tal como sucede cuando tratamos de los relevantes, a partir de cada una de estas frases se puede escribir un artículo por lo menos. A propósito de la censura franquista: urge hablar de la autocensura o de algo mucho peor que sucede en Cataluña: la autoimposición de escribir, cuando se escribe en catalán, para agradar y complacer al régimen nacionalista de la Generalitat, fenómeno mucho más lúgubre que la censura).

El entrevistador, luego, le propone a Marsé repasar su relación con las adaptaciones al cine que sufrió, y el espectador se divierte con el Marsé irónico, a veces cabreado, insobornable, que le dice a Fernando Trueba que hace cine fallido y etc. Gran imitación de José Manuel Lara Hernández y puntualizaciones oportunas sobre Carlos Pujol Jaumandreu.

Tras una hora y media de luz blanca, fundido a negro.

23 de jul. 2020

La estatua de Puigdemont en una plaza de Gerona


Me detuve a contemplar la estatua que había rodado por el suelo. Quedó boca arriba, contemplando las nubes de la tarde con unos ojos vacíos, un mohín de ausencia y algo de muñeco grotesco. En su tiempo fue una personalidad aplaudida, venerada, admirada. Tras muchas décadas de coleccionar cagarrutas de paloma, ahora yacía en el césped del pequeño círculo ajardinado a sus pies. La aparente grandeza que mostró encima del pedestal, con su nombre en caracteres góticos, se había tornado en gesto ridículo. Una vez en el suelo, la estatua se había humanizado. Eso no lo pensaron los iconoclastas.

Por estos días encontré el documental "Aspectos y personajes. Barcelona 1964". En él aparecen los ricos y los famosos de aquél año. Entre ellos, la nobleza. Contemplo al Conde de Güell y al Marqués de Sentmenat. Filmados en traje, paseando por la calle, son tipos de un vulgaridad estricta, sin atisbo de nobleza. Hombrecitos grises. Quizás una cierta altivez en el gesto delata el vestigio de una aristocracia que no consigue evadirse del paso de los cuerpos por el tiempo. El conde envejeció como un plebeyo. Parece un limpiabotas endomingado.

Uno está condicionado a pensar las grandes figuras del pasado como hombres apuestos cuando no decididamente bellos, erguidos, insolentes en su juventud y su porte. El escultor es, invariablemente, mentiroso y adulador, nada más lejos de un artista.

A lo largo de mi vida habré visto a algunos que quizás, quién lo sabe, podrían tener estatua en el futuro. Hablo de personas con las que tuve algún trato y que consiguieron medrar en la cosa social, ya sea por una habilidad innata o por un testarudo, constante y laborioso ejercicio de sociabilidad que incluye la farsa, el teatro y la ocultación meticulosa de la ramplonería. A uno de esos siempre se le echaba de menos una ducha, al otro le asaltaba la halitosis, otro era fabulosamente tacaño, de esos que, sin saber cómo, siempre consiguen levantarse de la mesa sin pagar y sin embargo hablan mucho de los defectos morales de los demás.

También contemplo (por suerte no tuve trato alguno con ninguno de ellos) a esos políticos recién puestos en libertad a medias y que algunos tratan de héroes: es más que probable que, en el futuro, alguno de ellos se convierta en estatua en el Paseo de Gracia, o en la plazoleta de su pueblo natal. Si fuese Junqueras en Sant Vicenç del Horts aparecería grácil y esbelto. Si es Turull, con una buena mata de pelo y gesto imperial, si es Cuixart con las facciones amables y menos neanderthales, y con el peinado corregido, más apropiado a un hombre de su edad (en el pedestal no se nombrarán sus malas prácticas empresariales). Si es Rull, alto y con mirada inteligente. Si es Romeva, torso desnudo de atleta griego, sobra decirlo, versión del David con pantalones de Cortefiel.

En Lisboa hay una escultura en bronce de Pessoa, el poeta. Tamaño natural, quizás algo más alto de lo que la naturaleza le dispuso. Está sentado en la terraza de un bar. A uno le vienen ganas de tumbarlo al suelo, no por un arrebato de iconoclastia si no por una íntima convicción: la de que al poeta portugués le gustaría ese acto algo gamberro, algo etílico, perpetrado tras una tarde-noche de borrachera recitando sus poemas entre otros de Baudelaire o de Mallarmé. Hablando de Baudelaire, su escultura en el Jardín de Luxemburgo de París es más napoleónica que no la del hombre atormentado y politoxicómano que fue, el que murió enloquecido por el cruel avance de la sífilis. Si un amigo suyo resucitase y se diese de bruces con esa estatua parisina se partiría de la risa y quizás luego le partiría la cabeza de piedra a martillazos (y luego regresaría raudo a la tumba, claro). Imagínese usted que, por un capricho divino, vuelve a la vida dentro de dos siglos y, durante su paseo errático y zombificado, se encuentra con la estatua de Carles Puigdemont inmortalizado como un Julio César peludo, híbrido de César y de Paul McCartney, en la plaza de la Independencia de Gerona.

La naturaleza es sabia, y una de las formas que tiene de comunicarnos su sabiduría es que nos hizo mortales. Por eso las estatuas son puro aburrimiento, y por eso mismo no resucitamos: a mi me daría un pasmo de muerte si, tras resucitar, me chocase con la escultura de aquel al que vi arrastrarse como un gusano y mentir sin manías para conseguir la Creu de Sant Jordi, y que es capaz de hacer lo mismo para lograr su efigie en piedra, plaza mayor, enfrente de la iglesia.

21 de jul. 2020

Un concejal en Julio, y César en los Idus de Marzo


Hoy he ido a la oficina de correos de mi ciudad provinciana y triste. La normativa exige que los clientes esperen en la calle, en una hilera batida por el sol, como plantas deseosas de fotones, de incandescencia rubicunda. El astro asomaba por encima de un edificio abandonado, ajado, carcomido. La dejadez que nos acecha. Algunos, quizás los más mayores, se reservaban su lugar en la cola y luego se ocultaban al albur de una sombrita escasa y menguante, pegados a una tapia insomne, como dragoncitos de pared. Una señora mayor, teñida de rubio, se secaba el sudor de la frente con un pañuelito antiguo y separaba un poco las piernas, lo justo para airearse sin insinuar nada sucio, solo para facilitar la circulación de un aire tan ausentado como casto entre ellas.

De vez en cuando las miradas se cruzan. Diría que hay algo de estupor, de miedo. De cansancio. Una madre le da el móvil a su hijo de diez años para que se entretenga jugando a algo. Una mujer latina y trigueña le susurra algo erótico a un novio lejano por el aparato pegadísimo a la boca. Me imagino a un hombre reclinado a diez mil quilómetros de acá, quizás en Quito, quizás en Guayaquil, escuchando esa voz como un arrullo que le habla desde la inhóspita Cataluña, la vernácula y bilingüe, la incomprensible y hostil Cataluña, la antipática Cataluña. El hombre allende los mares se despereza, se palpa los genitales por encima del bañador exiguo, escucha una música vagamente latina en la radio del vecino. El mundo siempre suena porque le tiene tanto terror al vacío como al silencio, como a la muerte, como al hambre, como a la soledad, a la sed, al desamor. Quién beba de mi fuente no pasará sed nunca más, dijo el mesías más exitoso de la historia, quizás sin sospechar la lectura pornográfica de su divina palabra.

Tras una media hora que podría haber durado dos horas o dos días, accedo al local y me llevo el libro que compré por Amazon. Las pocas librerías de esa ciudad triste y provinciana exhiben, en sus escaparates, los libros de unos aficionados a la sedición (ese deporte tan español) y por eso me voy al Amazon, aún a sabiendas de lo que implica mi elección. A nosotros nos abandonaron todos: la derecha, la izquierda, los demás. Y los libreros. Yo, en correspondencia, abandono a las librerías.

Luego, más tarde, me siento en una terracita un poco más abajo de la oficina de Correos. Hay un par de mesitas libres. Son mesas cuadradas, de aluminio, abolladas por todas partes, como si hubiesen pretendido detener una estampida de los toros de Miura en Pamplona. Me sirven el café con hielo correcto pero sin arte. Un cubito, una tacita. La camarera, muy joven y muy mona y enfundada en un negro estricto, me mira como quién mira a un leproso de la antigüedad. Para ella soy antiguo, claro está, nada que objetarle a esa mirada: hace muchos años que dejé de ser un mozo y a ella, por ahora, solo le incumben los mozos.

Hay una mesa cercana en la que hablan cuatro hombres. Tres de ellos, de edad provecta. El más joven, quizás de cuarenta, lleva la voz cantante y la eleva más allá de lo necesario. Yo intento leer "Los idus de marzo" de Thornton Wilder, la novela epistolar sobre los últimos días de Julio César, pero la voz del cuarentón me interrumpe y por fin me rindo y le escucho. El tipo se dedica a la política local y uno concluye que me hallo ante un concejal. Digo yo que debe ser concejal del partido que gobierna en esa ciudad provinciana y triste. Cuenta, el chico, que el otro día en un plenario vía videoconferencia, un concejal de la oposición se duchó durante el plenario y se olvidó de apagar la cámara del ordenador, y que luego de la ducha regresó a su silla y les mostró a todos su cuerpo mondo y lirondo, y cuenta con gran lujo de detalles y delectación que el alcalde puso unos ojos como platos ante la desnudez del concejal opositor y jajajá, y todos se ríen. Uno de los que se ríe luce un lacito amarillo en el pecho de su camiseta verde azulada y venga risas y más risas, y el lacito palpita.

Me gustaría poder volver a mi lectura sobre las cuitas de Julio César a pocos días de su asesinato a las puertas del Senado. Thornton Wilder intentó establecer paralelismos entre Julio y Mussolini, para lo cual hizo un esfuerzo increíble de documentación, de erudición, de sensibilidad, de arte. Todo eso me lo interrumpe un chavalote concejal que se jacta de su sentido del humor, conspicuo, que interrumpe a los demás sin prudencia alguna. A veces, si la circunstancia lo exige, eleva su voz una octava más allá, para imponerse sin tapujos. Me pregunto si no debería dejar a Julio César de una vez y aceptar lo que hay, la realidad de hoy, a ese concejal que se pretende listo e ingenioso y que, cuando por fin se queda solo en su mesa, descubre que los demás se han largado sin pagar y debe afrontar la cuenta. La suma del total solo la ha murmurado la camarera embutida en tela negra, pero él se encarga de proclamarla para todos (y todas): ¡Doce euros!

Al concejal del gobierno local que contaba lo cachondo que es ver al concejal opositor desnudo por la pantalla del Meet y que se detiene en relatar lo mucho que le divirtió la visión de un hombre ("en pilota picada", ha repetido cuatro veces y con gran entusiasmo), le llegó su Idus de marzo en julio, el mes de Julio César, por pura casualidad de la buena. ¡Doce euros! como doce puñaladas. Menos mal que el concejal con nombre de un patriarca de Israel pudo contemplar a un hombre desnudo antes de experimentar la traición trapera a la que le sometieron sus más allegados. ¡Doce euros del ala!


20 de jul. 2020

Hasta la vista, Juan (Marsé)



¿Qué otra cosa podía esperarse de los jóvenes universitarios en aquel entonces si hasta los que decían servir a la verdadera causa cultural y democrática del país eran hombres que arrastrarían su adolescencia mítica hasta los cuarenta años?
Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, generoso y hasta premiado con futuro político, y todos como lo que eran: señoritos de mierda.
Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa 









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La lista de los señoritos de mierda en mi país es tan enorme, tan descomunal, que uno se siente pequeño y minoritario, decididamente excluído. Quizás Cataluña sea un jardín de señoritos, y yo su jardinero, junto a otros desposeídos en general. Mientras elaboraba el texto me hice una lista, cansina y fatigosa como todas las listas. Intenté limitarme a los señoritos de la cultura impresa, pero se me desbordaba hacia otros ámbitos: el político, el científico, el periodístico, el funcionarial, el artístico, el musical. No invito a nadie a escribir listas feas. Sólo a que lo piense.


18 de jul. 2020

La felicidad en la integración (Cataluña, año cero)


Uno diría que empezaron por el Bloque 63 al azar, quizás escogido en un sorteo. Un lunes por la mañana, en pleno verano, dejaron unos folletos en los buzones del bloque 63 del Polígono Gornal. Eran unos folletos sencillos, bicolor, azul y verde. Había dos fotos: en la primera se ve a una familia andaluza de los años 60 emigrando con sus maletas mal pertrechadas y sus hatillos, el hombre con una gorrita raída y la americana andrajosa. La mujer, con un vestidito que es más bien una bata lavada mil veces a mano en el fregadero, con cantos rodados y arena. Los niños andan descalzos, mocosos, churretosos y con un leve aspecto de mestizos de vaya usted a saber qué razas oscurecidas y del sur.

En la otra foto se va a una familia que podría ser la misma, sentada en un saloncito moderno, limpio y aseado, luminoso. Podrían ser los mismos 30 años más tarde, aunque los hijos ahora muestran una piel blanca sin dubitación. En el mueblecito detrás del que posan se distingue una figura de plástico de la Virgen de Montserrat, un mapa de Cataluña pegado en la pared con chinchetas y la banderita cuatribarrada cuyo mástil, del tamaño de un mondadientes, está hincado en un cubo de metacrilato que parece un cubito de hielo. La foto segunda rezuma modernidad y, las sonrisas, un bienestar futurista muy deseable.

El eslógan de la campaña, en letras gordas y verdes, reza así: "Integrados somos felices porque somos del pueblo".

El texto cuenta de qué trata eso: se propone que, voluntariamente, las familias procedentes de la emigración extracatalana (sic) se trasladen a vivir a zonas del interior de Cataluña. Se enumeran algunas: el Pla de l'Estany, l'Osona, parte del Ripollès y la Garrotxa. Se detalla que hay unas casitas monísimas dispuestas para ellos. Humildes, sí, pero también dignas. La Generalitat, a través de la Oficina para la Integración Racional (dependiente de la Conselleria de Presidència) se hará cargo de los costes de la mudanza y les prestará ayuda activa (sic, otra vez) para encontrarle lugar de trabajo al padre de familia y plaza escolar para los chicos. Se informa de que no se les exigirá matricularse a cursillos de catalán, puesto que "el entorno será educativo, integrador y acogedor en la línea de lo que siempre fue Cataluña, tierra de acogida sin par".

A continuación leemos dos testimonios de primera mano. El primero es de un tal Manuel, ahora Manel, reubicado en el lindo pueblecillo de Santa Pau. Manel cuenta como fue querido y animado por sus vecinos nada más llegar adonde él, ahora avergonzado, confiesa que le pareció un "villorrio inmundo", y relata cómo cambió su vida para mejor, cómo aprendió la lengua de Verdaguer en un santiamén gracias a que todos le hablaban en la lengua de Fabra, como tardó poco en olvidarse del flamenco y del fandango, cómo se enfrascó, con pasión y entusiasmo, en la lectura de "La plaça del Diamant", y lo contento que está de que sus hijos regresen a casa proclamando a los cuatro vientos: "papà, sóc català i ara tots m'estimen, i el veï solter Jordi-Roger em dóna carquinyolis amb vi ranci per berenar". Manuel recita fragmentos enteros de "Terra baixa" de Guimerà y canta "L'emigrant" según la versión de Núria Feliu. Y no solo eso: Manel se aprendió de memoria tres artículos de Pilar Rahola en la Vanguardia y los proclama con la soltura de un rapsoda en la plaza mayor. De ese modo, Manuel recibe propinas de los pueblerinos, que le lanzan monedas con entusiasmo y le empujan a seguir por el bello sendero de su nueva vida en la verdad.

El segundo testimonio es de alguien que se llamaba Maricarmen y ahora es "la Carmeta", mujer jubilada nacida en Úbeda reubicada en Sant Joan de les Abadesses, donde participa en el grupo de teatro amateur de Mossèn Plàcid Sobrequés y su sobrina, sor Oportuna Sobrequés (están ensayando "La Verge i el jove del flabiol") y acude cada tarde al local de la asociación de puntaires, en donde se ha sentido por fin acogida y parte de la comunidad: acogida como nunca, sostiene. "Visto desde ahora -relata la Carmeta en catalán- siento que mi vida de inmigrante en el Gornal, donde jamás hablé catalán e incluso lo repudiaba por lerda e ignorante, fue una pérdida de tiempo descomunal. Ojalá hubiesen lanzado la campaña "Integrados somos felices, somos del pueblo" mucho antes, vaya pérdida de tiempo fue mi vida lejos de la catalanidad bien entendida. Fuera de la catalanidad no hay felicidad, añade la Carmeta con los ojos humedecidos (1).

El verano terminó y llegó el otoño. En otoño aparecieron unos nuevos panfletos en los buzones del bloque 63. Esta vez estaban impresos en amarillo, rojo y negro. Se informaba a los vecinos que no se habían acogido a la campaña generosa "Integrados somos felices" de que la gracia y las ofertas habían caducado. El traslado era simplemente obligatorio, y se debía proceder en un período de tiempo no superior a un mes natural. Pocos días después, cada vecino recibió una carta con el logotipo de la Conselleria d'Interior (Departament de Requalificació nacional) en donde se les precisaba el lugar asignado para la reubicación. Muchos tuvieron que buscar en Google para conocer los pueblecitos o las aldeas a donde les destinaban. Más tarde se fijaron en la letra pequeña: la Generalitat no les prestaba ninguna ayuda para el traslado ya que, como todos sabrán, vivimos en tiempos de crisis y penurias y grandes dificultades, el Estado Español nos niega las subvenciones y todos debemos arrimar el hombro por el bien común, no es tiempo para egoísmos y etc.

Por lo que se cuenta, una vez vaciado el bloque 63 se procedió a tapiar meticulosamente sus accesos y puertas y ventanas hasta la altura del piso tercero. Luego empezó lo mismo con el bloque 57.

Jordi Basté, en su alocución matutina a los catalanes, contó con delectación que se percibía un desplazamiento de habitantes de un barrio del Hospitalet hacia las comarcas centrales del país, a lo cual una contertulia de la Cup quiso apostillar que eso era algo bueno para Cataluña y su clase obrera. Luego, Basté contó los posibles fichajes del Barça para la nueva temporada, y después anunció la primicia: la inminencia de un nuevo disco de Lluís Llach, noticia que captó la atención, debates y llamadas jubilosas durante toda la mañana.
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[1]. Es decir: extra ecclesia nulla salvatione.

16 de jul. 2020

Una mujer resucitó en Sorpe



Una mañana, Félix se presentó en la escuela con un tarro de cristal que contenía una víbora enroscada en una espiral casi perfecta, con los ojitos abiertos y vidriosos cubiertos por una pátina blancuzca y fea. “Está muerta”, le dije en un susurro. Él asintió con un movimiento leve de su cabeza morena, de pelo hirsuto al rape y ese tupé de Tintín. “Hay animales que no soportan la cautividad, solo viven si son libres”, le añadí, por si acaso. Él asintió de nuevo, contempló a la pequeña serpiente unos segundos y luego levantó los ojos chisporroteantes y me dijo: “A lo mejor resucita. En Sorpe resucitó una mujer”.

Félix es uno de los niños más difíciles que he conocido en mis años de trabajo como maestro en las innumerables escuelas por las que pasa un maestro interino. Desde el instante en que le conocí me percaté de que era un niño especial. Su conducta provocadora y gamberra escondía un espíritu salvaje, de una pureza desconocida. Un niño de esos que te obliga a preguntarte si esa institución que llamamos “escuela” está bien pensada y si es de veras algo que conviene a los niños. Ante niños como Félix uno se cuestiona el significado de la cosa escolar. Estoy seguro de que es gracias a los Félix que aparecieron pedagogos como Freinet, Montessori y etcétera, esos pedagogos inquietos y llenos de dudas que, después de barruntar largo y tendido, hicieron progresar la pedagogía.

En mi caso, Félix me empujó a buscar a la mujer que resucitó en Sorpe. Recuerdo haber pasado varias horas en vela durante la noche en que, justo cuando iba a acostarme, volvieron a mí sus palabras. “En Sorpe resucitó una mujer”. Fue como una iluminación. Yo sabía que Félix se había cruzado en mi vida por algo, y en el instante de esa noche en que oí el eco de sus palabras pensé que no solo estaba cuestionando la bondad de la institución escolar y mi trabajo de docente, sino que me acaba de llevar, de su mano diminuta y blanca, hacia un mundo mucho más interesante.

Sorpe es un pueblo pequeño perdido en la ladera de un monte de los Pirineos, en uno de los valles más recónditos y olvidados. Madoz le dedicó algo, en donde habla de caminos pedregosos y difíciles. La autonomía catalana no le dedicó nada. Desde la cuesta en donde está ubicado se contempla un valle angosto, profundo, coronado por picos lúgubres, escarpados, desnudos de toda vegetación y cubiertos de nieve durante muchos meses, casi como una visión del romanticismo gótico, como una pintura de Friedrich. Es un lugar frío y siniestro, desangelado, dejado de la mano de Dios y de la administración regional. El pueblo se halla en el vestíbulo de un bosque sombrío, casi legendario, en donde crece una rara variedad de abetos y donde prosperan el musgo, los torrentes furiosos, un silencio atávico, una sombra espeluznante y un aroma a frío ancestral.

Pregunté preguntas estúpidas, porque a ver quién es el guapo que pregunta a los adultos por una mujer que resucitó. Pregunté, pues, por sucesos extraños que fuesen dignos de ser escritos en un libro ficticio que yo fingí estar escribiendo, sobre leyendas contemporáneas. No descubrí nada. Di vueltas por otros pueblos de la zona. La mayoría de ellos están abandonados. A algunos de ellos se llega a través de viejos caminos de cabras, ya que jamás llegó hasta ellos una carretera. En los lugares abandonados vi los vestigios que han dejado vagabundos que una vez se alojaron allí. Restos que dejaron toxicómanos iluminados por el esoterismo y vagos indicios de ritos satánicos. En la tiniebla de alguna casa antaño habitada por uno de esos vagabundos kármicos sentí verdadero terror y temí por mi vida: es fácil intuir sombras malignas que se escabullen, ojos que te escrutan desde la negrura, el eco de un aire perverso en la soledad de una habitación llena de extraños cachivaches y naipes podridos de un Tarot siniestro, tomados por unos hongos verdeazulados de largos filamentos húmedos.

Nunca di con nada parecido a la resurrección de una mujer. Sin embargo, sí supe de dramas y tragedias: mujeres que murieron en el parto, bebés abandonados, ancianos suicidas, desaparecidos, miserias y más miserias. Una tarde, paseando por el bosque de los abetos raros, me senté a fumar en una mole granítica cubierta por un manto de musgo. Apareció una mujer por el sendero. Yo estaba tan quieto que ella no se percató de mi presencia. La observé haciendo unos gestos raros. Se agachaba de vez en cuando y luego proseguía su camino. Cuando hubo desaparecido seguí su rastro. En cada lugar en donde se había agachado había depositado una pequeña figurita de plástico, sin duda adquirida en un bazar chino, quizás el de la capital comarcal. Eran unas brujitas grotescas, de unos cinco centímetros de envergadura. Las había montadas en escobas, gesticulando ante un caldero o acompañadas por un gato negro y rampante. Nunca supe quién era la mujer ni qué pretendía con su juego secreto.

Terminé la tarde tomando cervezas en una taberna de carretera de montaña, en una carretera endiablada. En pleno mes de mayo hacía un frío demoledor. Éramos pocos clientes y el sol declinaba. El tabernero cerró la puerta por dentro y se encendió un cigarro cubano. “Ya se puede fumar”, dijo. “A estas horas la puta policía no pasará”. Este fue el último suceso maravilloso de los días en los que anduve buscando las pistas de una mujer que resucitó en Sorpe.

15 de jul. 2020

Cómo escribir sobre Diego de Almagro


Diría que los aztecas, mayas e incas siempre me resultaron fascinantes. Vaya usted a saber, don Diego, quizás fue por culpa de un álbum de Tintín titulado "El templo del Sol" leído cien veces a los 9 años. Pero no fui consciente de mi atracción por lo prehispánico y por el encuentro de imperios del siglo XV hasta hace poco, cuando descubrí por casualidad --como se descubre todo-- la palabra Xibalbá, que designa al inframundo maya.

De Xibalbá me fui hasta Fray Francisco Ximénez, un ecijano del XVII que tradujo los textos mayas al castellano, y a partir de entonces todo fue rodando, con gracia, al suave. Luego leí sobre Junípero Serra, mallorquín más loco que Ramón Llull, tan loco como luminoso, tan cojo como andarín. Poco después di con el libro sobre Pizarro que escribió Éric Vuillard, incomprensiblemente no traducido al castellano. Y luego llegué hasta Diego de Almagro, manchego conquistador del Perú y protagonista de una vida que se parece más a una novela de aventuras que a una vida de veras ¡Llevamos una vidas tan pequeñitas...!. También leí sobre las andanzas de Cortés, y Cortés me llevó a un catalán del Pirineo que se casó con una hija de Moctezuma, y entonces di con la imperiofobia y la imperiofilia, y me pregunté qué diablos nos pasa a los españoles con nuestra historia. Supe del perro chihuahua, animalito que los mexicas cultivaban en granjas para comérselo del mismo modo que nosotros cultivamos conejos o gallinas, y que es por ese motivo que el chihuahua tiene poco pelo: para facilitar el despelleje previo a la cocción. ¡Qué bárbaros, Dios mío, con lo civilizada que es la cría de conejos!

Supe de la existencia de Pere d'Alberni, catalán pirenaico --¡otro!-- que participó en la conquista de California y que terminó en Alaska, medio zumbado, disparando cañonazos contra los ingleses de la Columbia británica para defender la soberanía española de la región, e inventor de una cerveza hecha con coníferas que, dice él, combatía el escorbuto. Pere d'Alberni me contó que era mentira la vieja leyenda catalana según la cual los catalanes no participaron en la conquista de América. ¡Vaya si participaron, y con qué ilusión ferviente sirvieron a la Corona castellana...! No debe ser casualidad que, mientras me hallaba enfrascado en ese universo casi delirante, diese con la figura de mi tatarabuelo José Coronado Ladrón de Guevara, el que se marchó a las Filipinas y regresó condecorado, y cuyo expediente se guarda en el Archivo de Indias, en Ávila.

Por aquél tiempo encontré una de las mejores novelas sobre los españoles en el Perú, la maravillosa "El puente de San Luis rey", del norteamericano Thornton Wilder, por cuyas páginas campan Junípero y la Perrichola, actriz y amante del virrey del Perú Manuel d'Amat i Junyent (¿de qué parte de España dirían ustedes que procedía un tipo con los apellidos Amat y Junyent?) y el capitán pacense Pedro de Alvarado, amigo de los nativos hasta el punto de que su hija es Leonor de Alvarado Xicotenga Tecubalsi. La conquista es tan polisémica como la propia palabra indica: cometieron muchos crímenes. El amor fue uno de ellos: el amor es el crimen perfecto.

Pero al fin, de entre todo el marasmo, se quedó sentado en mi casa don Diego de Almagro, el hombre que me pareció ser la punta del hilo de donde tirar para llegar a todo lo demás: a Xibalbá, a Tintín, a d'Alberni, al cultivo de chihuahuas, a Moctezuma, al tatarabuelo Ladrón de Guevara que se enroló en la armada española para vivir de algo tras ser desheredado en castigo por haberse liado con una "bailarina". Entre mis ancestros hay varios desheredados, y de ellos desciendo: el desheredado reproduce la desherencia en sus genes. El desheredado pierde la hacienda prometida pero hereda la historia maldita, aunque no sepa qué diablos hacer con ella.

La vida que importa, la cotidiana, es algo más bien tristón, pobretón y desangelado, recorrido por mezquindades como roedores, informes médicos y contratos de trabajo. Por eso necesitamos aventuras y aventureros, por eso le necesitamos a usted, don Diego, aunque a usted le dieron garrote en la plaza pública de Cuzco, por desobediente contumaz, la tarde de un 8 de julio, cuando usted contaba poco más de 60 años. Por eso no entiendo que rechacemos la narración de cuando fuimos aventureros. ¿Por qué? ¿Por ser malos? ¿Peores que Julio César, que Alejandro Magno, que Escipión o Marco Antonio? ¿Peores que los que cultivaban lindos chihuahuas para hacerse una parrillada de chihuahua con chile chipotle?

Y una última consideración: más allá de si aquéllos españoles fueron malos, nuestra única culpa es descender de ellos, pero nosotros no somos ellos. A nosotros nos pueden culpar de nuestros crímenes, pero no de los ajenos. Vivir --como amar-- es un crimen, lo dijo Schopenhauer y es cierto y lo admito. Pero los españoles de hoy no debemos pedir perdón por algo que no hemos cometido a unas personas que no son víctimas.

12 de jul. 2020

Los hombres tristes del Bar Galaxia


El Bar Galaxia está cerca de mi casa, en una plazoleta que es un cuadrilátero raro y sombrío. Como un accidente urbanístico entre callejuelas estrechas se abre el rincón bajo las moreras densas, verde oscuro, cuya sombra rebaja en unos cuantos grados el aire sofocante del mediodía en esta ciudad tristona de provincias.

Jamás le había prestado atención al Bar Galaxia, cuyo nombre parece inapropiado por desmedido. Hubo una Cafetería Galaxia en mi infancia, es un recuerdo de los tiempos de la radio, cuando en las noticias se habló de ese local de Madrid en el que se fraguó una conspiración antigua. La memoria es rara: retiene nombres como "Cafetería Galaxia" y sin embargo olvida momentos bellos. Muchas veces imaginé la Cafetería Galaxia de Madrid, eso también lo recuerdo, aunque de todo aquello hace ya 45 años. Yo llevaba calzones cortos, mocos en la nariz y frío en los pies, camino de la escuela. Imaginé un bar grande como una catedral gótica, lleno de recovecos en tinieblas, en donde hombres siniestros, silentes y susurrantes urdían golpes de estado en la Venecia del XV.

El bar Galaxia de mi barrio es pequeño, humilde. Una epidemia hizo que sacaran sus mesas a esa plazoleta, bajo las moreras de la sombrita fresca. Por eso me fijé en él. A la hora del almuerzo hay familias con niños y abuelos tomándose una tapas y unas cañas en la plaza, pero el interior sigue cobijando a hombres solos que acuden a comer el menú de 12 euros. Son hombre mayores, agazapados en una soledad que les pega a la espalda como un bicho abisal y se enreda en su cuello. Comen despacio, con la mirada que aparenta mirar el televisor pero lo atraviesa y se pierde en una oscuridad eterna. Mastican automáticamente, nutriéndose para mantener en vida un cuerpo que sueña con la nada. No se miran entre ellos: evitan el espejo cruel en los ojos plateados del otro.

Hay una soledad masculina y ruda en esos hombres, hombres con las manos grandes y encallecidas, antiguos obreros de fábricas que cerraron sus puertas décadas atrás, de cuando en esta ciudad había industria. Hay una soledad que solo es masculina; es terca, silenciosa, rígida, huraña. Como un pedazo de hormigón desgajado de un edificio y caído en el suelo, entre escombros y gatos furtivos. Hay una soledad casi centroeuropea en los ojos de esos hombres solos que ocultan su tristeza tras una mampara de sobriedad y ensayan un remedo de dignidad construída con gestos escasos y una forma casi marcial de sentarse ante el plato, en la mesita para uno. Solo pierden algo de compostura en la visita al médico (TAC, biopsia, analítica) o cuando van de putas, una vez al mes.

Quizás hubo una mujer y la perdieron, quizás nunca hubo mujer. Quizás nunca osaron salir del armario, quizás escogieron una soledad de ermitaños disfrazados de ciudadanos, de obreros de una metalurgia que se disipó en la neblina, de soldados retornados de una guerra perdida y vergonzosa, extranjeros para siempre en su país. ¿De cuántos se olvida Dios, ensimismado en su silencio de decenas de siglos? Esos hombres solos comen como quien reza, ante el altar exiguo y de formica blanca, con sus dos platos y flan de postre, el menú del día, el vasito de vino, perdidos en la galaxia, viajando desde la nada hacia la nada, recordando aquellos días del madrugón para fichar en la entrada de la fábrica que ahora se les antojan días brillantes como zapatos de charol.

Aparto la mirada casi asustado, rechazando lo más evidente, lo más limpio: yo soy ellos, ellos son yo, y esa es la certeza que encuentro cuando camino ante el bar. El hombre que sufre en silencio hasta que el silencio doblega al dolor, el verdadero hombre.

Quizás fueron mozos guapos y hubo más de dos chicas que les miraban, quizás les gustaba nadar desnudos en el río, quizás fueron buenos bailadores en aquellas fiestas mayores de los barrios pobres, pero no se preguntan cuando se jodió todo.

10 de jul. 2020

Una carta catalana a un catalán, a propósito de una catalana


J., 

Gràcies per la teva resposta generosa. Jo també intentaré respondre com si això fos una  carta.
La llengua dels meus pares (perdó: la llengua del pare i de la mare, per ser correctes amb els gèneres) era el català. He dedicat la major part de la meva vida professional a ensenyar els alumnes a parlar i a escriure en català. No tinc cap sentiment advers cap a la llengua dels meus pares, però tampoc sento cap adversitat envers la llengua de la meitat dels meus avis (àvies, en aquest cas). La seva llengua fou la llengua de García Márquez, la de Cervantes, la de Vargas Llosa. No tinc cap adversió a cap llengua del món: m'agraden el llatí, el grec clàssic i l'occità. I m'agradaria saber l'egipci del faraons. Estimo totes les llengües, per petites que siguin, per més insignificants que siguin. Per això estimo el català, que és llengua petita i insignificant i que no serveix per a res en el món global.

Suposo que, de vegades i en aquest blog, deixo entreveure que estimo una llengua (la castellana) i n'odio una altra (la catalana), però això deu ser perquè em deixo endur pels continguts polítics que uns quants desgraciats han projectat sobre les llengües. No cal que ho detalli, ja ho saps. Quan algú se sent superior per parlar en una llengua em fa venir ganes de dir-li que ell i la seva llengua són menyspreables. La llengua materna, com el lloc on s'ha nascut, són fruit de l'atzar i no entenc perquè hauria d'estimar més el lloc on he nascut que qualsevol altre, això no té sentit. Potser he d'aprendre a dir-li al fill de puta que se sent superior per parlar en català que és només això, un fill de puta, enlloc de cagar-me en la seva llengua. He de millorar en això, tens raó.

Però sempre m'he sentit impulsat a posar-me del costat del dèbil, això no ho puc evitar, és una predisposició psicològica (o biològica). I des de fa molts anys estic amb alumnes maltractats per parlar una llengua que no és la del Pompeu Fabra dels pebrots (ja sigui el castellà, l'espanyol de Llatinoamèrica, l'àrab, etc). Ells són els dèbils, ells són les víctimes d'aquesta estupidesa infinita que es disfressa de víctima per poder fer de botxí no tan sols amb impunitat, sinó reclamant la benedicció en nom d'una minoria amb deliris totalitaris. Canviaria de llengua per aquest motiu, només per deixar clar que em sento al costat dels dèbils mentre hi ha dèbils que canvien de llengua o aplaudeixen els botxins per poder gaudir del reconeixements dels poderosos. No ho visc com un conflicte entre llengües, si no com un conflicte ètic que no té res a veure amb la llengua.

Vaig decidir començar a escriure en castellà al blog coincidint amb l'inici del procés, com un acte de llibertat i de protesta contra els nacionalistes. A continuació vaig veure com els textos eren llegits per més persones que quan els escrivia en català, un resultat que no tan sols afecta aquest pobre ego, si no que també ajuda a pensar en la finalitat de la llengua. Tant de bo pugués escriure en xinès o en anglès: quan un escriu generalment només demana lectors, és un problema d'autoestima. Posar-me a escriure en castellà (al blog i en d'altres espais) també ha suposat pagar un preu: hi ha familiars que no m'ho perdonen, amics perduts i conflictes d'altres tipus que no venen al cas. 

Jo diria que no cal que t'expliqui res de tot això. Els comentaris de la senyora Vilallonga (que es cabreja quan li diuen "Villalonga") són un exemple d'aquesta superioritat patològica que expressen quan se saben petits i ridículs, i per això reivindiquen realitats paral·leles i delirants, com ara els Països Catalans. Volen crear una religió a partir dels seus mites i de la seva llengua. Aquesta gent, com la Vilallonga, no són res ni ens donaran res de bo: només donen odi i menyspreu, no són res, no hi ha cap rastre d'amor per la cultura en els seus comentaris, aquesta gent no són res: qui no estima no és res. Qui només sent amor per sí mateix no és res ni ens dóna res. La llengua catalana i Catalunya són petites, insignificants i estúpides perquè no reconeixen res. Qui afirma no ser res no és res, perquè no estima res tret de sí mateix i la seva petitesa, la seva inanitat. No els facis cas, amic, del no-res només en surt el no-res. L'univers avorreix el no-res i per tant avorreix el nacionalisme català.

8 de jul. 2020

Las cajeras del Mercadona no


Las cajeras del Mercadona no llevan lazos amarillos en la solapa del uniforme.
Las cajeras del Mercadona no asisten a los cortes de la Meridiana porqué les pillan en horario laboral.
Las cajeras del Mercadona no queman contenedores en la Plaza de Urquinaona por el mismo motivo.
Las cajeras del Mercadona no participan en las tertulias de Tv3.
Las cajeras del Mercadona no jalean a Pilar Rahola en los platós de la tv autonómica.
Las cajeras del Mercadona no se fueron, al principio del confinamiento, ni a la Costa Brava ni a la Cerdaña ni al Ampurdán: se quedaron en la caja del Mercadona. Las cajeras del Mercadona se quedaron en la caja del Mercadona y dieron el callo en los peores momentos.
Las cajeras del Mercadona no aparecieron en la TV contándonos lo bien que se puede vivir confinado en una casa con jardín, lo fácil y divertido que resulta eso.
Las cajeras del Mercadona no acudieron al mítin de Puigdemont en Perpiñán.
Las cajeras del Mercadona no se compran el libro de Turull. Ni el de Rull. Ni el librito de cuentos de Junqueras, ni el librito de las tonterías de Cuixart. Ni los minilibros de Puigdemont.
Las cajeras del Mercadona no se afilian al Consell per la República ni le pagan los 10 euros mensuales al listillo de Waterloo.
Las cajeras del Mercadona no tienen segunda residencia ni segundo coche ni segunda cuenta corriente.
Las cajeras del Mercadona no están traumatizadas por los porrazos policiales del 1 de octubre del 17.
Las cajeras del Mercadona no se compran novelas catalanas y no conocen a Mercè Rodoreda ni falta les hace, y aunque a muchas de ellas les obligaron a leer el Mecanoscrit del segon orígen del tedioso Pedrolo, Pedrolo les importa un comino. Y hacen bien.
Como yo.

Las cajeras del Mercadona llevan a sus hijos e hijas a la pública del barrio.
Las cajeras del Mercadona son amables y le hablan al cliente en la lengua del cliente si pueden.
Las cajeras del Mercadona cobran un sueldo más bien justito.
Las cajeras del Mercadona se van andando hasta su casa al terminar su labor, no se meten en el maletero de un coche de gama alta custodiadas por mozos de escuadra disfrazados de paisano.

Las cajeras del Mercadona son como yo.

Así pues, digo yo,
Las cajeras del Mercadona deben ser de derechas, unionistas, fachas, españolistas, franquistas, machistas, homófobas, partidarias del régimen del 78, colonizadoras y explotadoras, y seguro que ellas o sus ancestros se vinieron a Cataluña más que nada para joder a la cultura catalana, para arrasarla, para humillarla, para terminar con ella.

Las cajeras del Mercadona son pobres. Como yo.
Las cajeras del Mercadona, como yo, curran un montón de horas al día para pagar su alquiler y sus cosas, a veces ven series, muchas veces ven telebasura y Masterchef, leen poco, no tienen conciencia nacional ni de clase, frecuentan el sofá cuando pueden, les gustan Stephen King y Joe Hill, no pueden teletrabajar, sufren de varices y acumulan colesterol, no les interesan las cuitas de los defensores de la clase trabajadora: Mireia Boya y David Fernández y los demás se la traen al pairo. No están afiliadas a ningún sindicato.

La cajeras del Mercadona no tienen nación ni patria,
no tienen nada que no se puedan permitir.

Y así pues, digo yo,
Soy, sin duda alguna, una cajera del Mercadona.



7 de jul. 2020

Hayat no irá a la Costa Brava


Mi amiga Hayat busca un apartamentito para irse unos días a veranear con su pareja.

Hayat y su pareja piensan lugares bonitos, imaginan, hacen una selección, miran ofertas. Quieren compartir unos días en las playas y en las camas tras los meses tan difíciles, durante los cuales apenas se han podido visitar y siempre todo tan clandestino, tan vigilante, tan triste.

Una tarde, después del amor, Hayat y su pareja se deciden por fin. Han visto unas fotos. El apartamento es acogedor aunque austero, pero eso no importa. El precio es aceptable y el entorno es precioso: hay rocas de perfil suave, aguas transparentes, cielo amplio y nubes pálidas, casitas blancas, caminos que discurren entre matorrales, pinos, alcornoques. Uno puede imaginarse el sonido del aire, el rugido adormecido de las olas al fondo, el zumbido de las abejas y el aleteo inaudible de las mariposas. Un ruiseñor en la madrugada de sábanas más blancas que la cal de las fachadas en las falsas casitas de pescadores, el inevitable decorado cuco de la Costa Brava ¿Nos bañaremos aquí, mi amor?

Hayat le manda un mensaje por Whatsapp al dueño del apartamento. Le pregunta si está disponible. El nombre "Hayat" aparece en la pantalla del casero, y lo primero que hace éste es preguntarle: "¿Eres marroquí?"

Ella le responde: soy marroquí y llevo 15 años en Cataluña. Su pareja frunce el ceño, no te justifiques, Hayat, no lo hagas, le dice, pero ella sabe como tratar a las gentes del lugar, le responde. Y además le estoy escribiendo en catalán, añade, verás como todo irá bien.

Un minuto más tarde el casero le suelta: el apartamento está muy pero que muy ocupado. No buscamos inmigrantes. Solo catalanes de pura raza.

Solo catalanes de pura raza, escribe. Sí, eso es lo que ha escrito. Lo ha escrito así.

Hayat carraspea algo y, tras unos instantes de perplejidad, encuentra la fuerza suficiente para escribirle de nuevo, otra vez en catalán: "Te deseo mucha suerte en tu misión tan compleja, casi imposible. Y te digo una cosita: no se te ocurra viajar fuera de Cataluña porque el mundo está lleno de personas que no son de pura raza catalana".

Tras un par de minutos de silencio, el casero escribe un último mensaje: "Hay que leer más libros aparte del Corán".

La anécdota, si ustedes quieren, tiene poco valor más allá de una anécdota de la infamia. Al casero que responde como lo hace éste, uno le puede imaginar con facilidad, y sabe que se expresará miserablemente, también, ante una mujer, ante un homosexual, ante cualquier forma que tome la diferencia. Sabe de sobras que el tipo será machista, homófobo, estúpido. Sabe que siempre que pueda ejercerá su necesidad de vejar al otro en cuanto le intuya más débil. Incluso puede inferirse de él que es un tipo pueblerino y con escasa cultura, quizás soltero o separado, resentido y... quizás cualquiera les diría a Hayat y a su pareja: dejadlo, no tiene importancia, es un pobre desgraciado.

Pero yo no les diría eso a Hayat y a su pareja. Porqué la respuesta del individuo solo es posible en un contexto ideológico, en una coyuntura precisa, en lo que Carles Puigdemont califica de "marco mental": hay un detalle que no es asunto baladí. Exacto: el detalle es la mención a la "raza catalana". El argumento racial está en Puigdemont del mismo modo que en Junqueras, y en muchísimas otras figuras que lideran el nacionalismo catalán. Algunas de esas figuras ya son lejanas: el racismo supremacista estaba en Heribert Barrera, estaba en Pujol cuando hablaba de las características del hombre andaluz, en las ideas más calenturientas de los fundadores del Estat català liderado por Francesc Macià y, posiblemente, sea posible rastrearlo en otras figuras, en otros tiempos. La conducta del casero que le niega a Hayat un alquiler es parecido a las memeces fulgurantes de tipos tan despreciables como Mark Serra, que también vive de alquilar apartamentos a turistas.

Pero ninguno de ellos actúa en solitario. Todos ellos necesitan una manada que les cobije.

No existen los lobos solitarios, Hayat. Todos los lobos, absolutamente todos los lobos actúan en manada y sin la manada son corderitos, no son nada. Eso vale para los lobos, para los hombres lobo y para los lobos hombre: el individuo nacionalista es mediocre, y para eso está el líder, para alentarle, para convencerle de que forma parte de una manada. La manada ofrece el amparo del nacionalismo, la ilusión de una patria que le recompensará en esta vida o en la otra, la ficción de una raza escogida para la gloria: Cataluña avanza hacia la creación de un nueva religión, la Patria Sacrosanta. Es por este motivo que el casero desgraciado nombra al Corán, por fin, en el último de sus mensajes, cuando se delata: sabe que eso es una guerra religiosa. La Patria contra la democracia, Hayat, eso es lo que te has encontrado.

El nacionalismo es la muerte de la democracia: cuando llegaste a Cataluña pensando que llegabas a un lugar democrático te equivocaste. Aquí adoran a las urnas como quien adora a un ídolo, pero odian a la democracia. Lo odian todo. Odian a la vida. El nacionalismo le canta a la muerte, como aquélla legión que tanto admiran, en secreto.
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Hayat dice que informó del asunto a SOS Racismo, y que SOS Racismo le respondió con un escueto "leído". Me temo que Hayat escribió a SOS Racisme, que no es lo mismo.

5 de jul. 2020

Josep Pla vs. Pedrolo: una tragedia "nacional"

Biografia de Josep Pla Conferències sobre Manuel de Pedrolo al Centre de Lectura ...

Andaba 2018 por la mitad de su andadura cuando un conocido me comunica que la editorial para la que trabaja acaba de publicar un texto desempolvado de Manuel de Pedrolo: "Algú que no hi havia de ser" ("Alguien que no debía estar allí", o algo así). Una novelita de tintes negros. Te mandaré un ejemplar, me dice luego. El libro no me llegó jamás y me alegré, la verdad, ya que de haberlo recibido me habría visto en la obligación moral de leer algo que no me apetecía.

2018 fue el "Año Pedrolo", según decreto de la Generalitat catalana. Quizás este tipo de instituciones deberían servir ¡solo! para esas cositas, además de para regular la denominación de origen de vinos, licores y melocotones. Visto lo visto, mejor que no les dejen gestionar mucho más.

El "Año Pedrolo" fue comisariado por una presunta experta en el autor, amiga de la presunta delincuente Laura Borrás, por entonces directora del IEC. El evento pasó sin pena ni gloria: nadie se acordaba de Manuel de Pedrolo (1918-1990) y nadie se acuerda hoy. ¿Nadie? Bueno, resulta que eso no es cierto. El otro día, un amigo lamentaba que en un "país" (se refería por error a Cataluña, que no es país) con tanta gente que se proclama de izquierdas, existan izquierdistas que reivindican a Josep Pla y ninguno a Pedrolo. Me pareció una propuesta interesante, punto de partida para un debate que daría muchísimo de sí. Para empezar está el enigma de eso llamado "izquierda catalana", barrido de la faz del territorio por el nacionalismo rampante de la última década.

Y luego: ¿ser de izquierdas impide disponer de criterio literario? En caso de disponer de criterio, cualquiera se da cuenta de que entre Josep Pla y Manuel de Pedrolo hay poco que comparar. A mi juicio, la principal diferencia entre ambos no es solo la calidad literaria de los textos, casi ausente en el leridano --salvo en breves destellos pálidos. La diferencia está en algo fundamental y que es el meollo del drama en la literatura catalana: Pedrolo no escribía para hacer literatura, escribía para "hacer país". De modo que al final no hizo ni país ni literatura. Cargado de buenas intenciones, Pedrolo estudió la producción literaria catalana y descubrió que no había literatura "de género": negro, policial, ciencia-ficción, teatro existencialista(!!!) y etc. El señor de Pedrolo, el muy desdichado, escribió más de 100 libros: tiene algo de loco medieval, de orate, de santurrón cómico: de fantoche. Así pues, se dedicó a rellenar los huecos para "normalizar" el país, esa obsesión enfermiza que emponzoñó la cultura catalana y la llevó al desastre.

Josep Pla jamás se propuso hacer país: hizo literatura y engrandeció a la cultura. No a la catalana, ya que esa no le interesa a nadie: a la literatura de verdad, sin adjetivos nacionales.

Franz Kafka ya se había dado cuenta de que el idioma de un escritor y la cultura desde la cual escribe no aportan nada, pero 100 años después de la muerte de Franz, Cataluña sigue confinada en el delirio patriótico que arrasa con todo. Lo dijo el propio señor Torra a propósito de la ratafía: "la ratafía hace familia, la ratafía hace país". No es un chascarrillo, no es una ocurrencia: detrás de la afirmación presidencial está el tumor de un pensamiento romántico y decadente. Quizás no sabemos cuándo se jodió el Perú, pero debemos saber qué jodió a la literatura catalana: las ganas de hacer país en vez de literatura.

Recuerdo como la comisaria del Año Pedrolo destacaba con gran tesón, en aquellos actos insípidos, la militancia cultural de Manuel de Pedrolo, sin caer jamás en la cuenta de que estaba nombrando a la catástrofe: confundir patria con cultura, o con lengua (eso tan común en Cataluña que ya nos parece incluso normal) es el origen y a la vez la consecuencia del mal catalán.

Dicho de otro modo: dárselas de intelectual y afirmar la existencia de la "literatura catalana" o, más grave aún, de una "cultura catalana" ejemplifica la magnitud del desastre.

3 de jul. 2020

Manuel Chaves Nogales, toros y bailarines flamencos

A cualquiera que le interese la literatura, sea española o china, le interesa leer a Manuel Chaves Nogales, sevillano genial que consta como periodista cuando es uno de los grandes escritores del siglo XX. Como Manuel nació durante un verano (el de 1897), mi primera reseña veraniega se la dedico a él. Chaves Nogales escribió sobre la guerra civil española, sobre un torero, un bailarín y unas cuantas cosas más, y siempre lo hizo como un escritor fascinante.