28 de nov. 2012

Ștefan cel Mare

Algunas fotografías de este montaje se deben a la cámara y la generosidad de mi amigo Aris
La música se debe a Robert Wyatt, músico a quien amo más que no escucho

Tengo muchas libretas con notas amontonadas en cajones (desde el último traslado de piso algunas todavía duermen en sarcófagos de cartón). Y además nunca me acuerdo de ponerles fecha. Y luego está la desordenada costumbre de no anotar referencias. Ayer por la tarde me puse a hojear las más antiguas (las reconozco por el tono amarillo ocre que amanece en los bordes de las páginas). Soy incapaz de distinguir entre mis textos y los fragmentos copiados de otros.

Me pasa lo mismo con las fotos. A veces salgo a pasear por el barrio y saco fotos, pero las almaceno descuidadamente. Como también copio fotos de mis amigos, me resulta complicado al fin distinguir entre mis paseos y los paseos de otros.

Llovía, y a medida que el cielo se oscurecía yo me iba perdiendo en un laberinto. A veces encontraba el camino: estoy casi seguro de que una frase como la que sigue no puede ser mía:
Cuando estamos vivos, vemos tan sólo como a través de la ranura de un buzón, pero cuando morimos vemos todo nuestro contorno, con la piel entera.
Ni tampoco esta otra, que aparece encabezando una hoja donde luego hay unos garabatos
Los espejos y la paternidad no son abominables; lo es la belleza.

Ambas frases son paráfrasis de Borges pero no son de Borges. Tampoco son mías. La primera de ellas es, a su vez, una paráfrasis de San Pablo (de su alucinada Carta a los Corintios). La segunda replica gravemente a Borges su afirmación formulada en el cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius.

El problema del lector atrapado en el laberinto de Cartarescu no es la dificultad para encontrar el centro, sinó la imposibilidad de salir. Y digo atrapado porqué a veces a uno le vienen ganas de no saber más de sus personajes ni del narrador que está soñando la historia. Sin embargo, los ojos se resisten a abandonar y se precipitan a la línea siguiente. El juego es brillante y terrible, y su insistencia en que eso es sólo literatura, sólo palabras escritas, sólo una ficción no sirve para tranquilizarse. El narrador entra y sale del relato y practica un cierto juego postmoderno cuestionando los trucos narrativos, pero al fin y al cabo ese narrador distanciado es también alguien que está ahí, prisionero del texto y de la vida, por más ficción que sea. Alguien que siente miedo por el texto y afirma que no lo va a publicar, pero cuando lo lees está publicado. Que estés viviendo una ficción no te libra de estar viviendo. Y además sabes que el acto de leer no es inocente ni azaroso ni sucede porqué sí, bajo tu control: tus ojos obran el sortilegio con una espeluznante candidez, con una irresponsabilidad de niño. Como un gato de una sola vida andando por la barandilla del balcón, doce pisos (esa referencia la reconozco: No se culpe a nadie, Julio Cortázar). Las frases entran en un organismo vivo y rompen el débil velo que separaba los dos mundos.

En estos últimos meses de paro leo mucho ya la literatura me está liberando de males que ni siquiera sospecho. A la vez que me salva me está llevando por pasadizos que transitan sueños y recuerdos, dolor. Leer (releerse a uno mismo o a otro) es exponerse y se parece a salir desnudo a la calle -ahora cuando llueve-, amar sin ser correspondido o afeitarse con una cuchilla oxidada. Hay un riesgo elevado cuando metes esas palabras escritas por el nervio óptico, no sabes qué sucederá en el viaje hacia tu débil corteza cerebral.
Así cierro yo también mi cruz y mi mortaja de palabras, bajo la que esperaré hasta mi resurrección, como Lázaro, cuando oiga tu voz, lector. Concluyo, para que la losa tenga un epitafio y se cierre el círculo [...].
Era ya de noche cuando encontré la hoja de lineas torcidas, a medio arrancar de la espiral de alambre. El texto era demasiado bueno para ser mío y además yo no he vivido nunca en la avenida Stefan cel Mare, Bucarest, esa soñada Rumanía. Bueno, creo que no he vivido nunca allí, no lo se, quizás sólo he soñado no haber vivido jamás allí.


Esta mañana, mientras buscaba cinta adhesiva para pegar la portada de un libro, he encontrado estas páginas mecanografiadas que, por su aspecto, parecen haber sido escritas hace un par de años. Estaban en mi cómoda, debajo de unas fotografías colocadas en sus marcos. Las he leído y no puedo evitar comentar la sorpresa que me han producido. No hay duda, fueron escritas con mi Erika, y se refieren a un periodo de mi infancia. Por supuesto reconozco algunos datos de esta crónica. Sí, viví en un bloque de la calle Stefan cel Mare. El molino, el portal número 1, todos los decorados son reales y existen incluso hoy, excepto la sala de calderas subterránea, pues nuestro bloque no tuvo nunca calderas de calefacción en el sótano. Los niños son reales, recuerdo incluso sus nombres, a algunos los sigo viendo hoy en día; pero toda esa historia del Mendébil me parece absurda. Jamás hubo un niño tan sabio en nuestro bloque. [...] ¿De dónde demonios ha salido esta historia? Querría releer el texto pero reconozco que me da miedo. Hay en él algo nefasto. No se que hacer con este texto. No quiero tirarlo pero tampoco quiero volver a encontrármelo. Lo pondré a buen recaudo, en algún sitio donde pueda permanecer oculto un siglo sin peligro de ser arrojado entre periódicos u otros papeles [...].



Mircea Cartarescu está editado en España por la editorial Impedimenta.




26 de nov. 2012

Castillos en España


En el pueblo donde nació, el señor dueño de las tierras y propietario de la fábrica salía los domingos de su mansión y descendía hasta la iglesia para asistir a misa. Luego se daba un paseo por las calles en compañía de su madre, repartiendo limosnas con gracia caprichosa en las manitas sucias que encontrase a su paso. Miquel, que por entonces era muy joven, asistía fascinado y perplejo al ritual. Le dolía el pecho al escuchar los aplausos de la gente que ovacionaba al señorito cada vez que dejaba caer la moneda en una de aquellas manos hirsutas.

Decidió que no quería vivir en este pueblo. Que este no era su pueblo. Se marchó a la ciudad con apenas  dieciséis años.

Eran tiempos revueltos. La dictadura estalló en la flor carnosa y dulzona de la república, se resolvieron algunos problemas y aparecieron nuevos conflictos, gritos, tiros. Durante este tiempo Miquel decidió meterse en política. Poco después empezó la guerra. La guerra es un estado especial que suspende el significado de las palabras: matar, violar y robar pierden su sentido y pasan a designar estrategias bélicas, tácticas o incluso hazañas. Así, el que más mata, viola o roba puede hacerse merecedor de una pensión vitalicia, obtener una plaza de funcionario o la concesión de un estanco en una ciudad de provincias.

Tan alterado es el estado de guerra que Miquel, con los treinta recién cumplidos, fue nombrado Comisario Político de una cárcel que ocupaba un antiguo castillo encaramado en lo alto, sobre la ciudad. Miquel y los suyos perdieron la guerra, huyó al exilio y allí le citó la muerte. No fue una bala ni la metralla de un obús: fueron la melancolía y un virus -posiblemente el de la tisis.

Después de la huída, el castillo se convirtió en cuartel del vencedor ejército fascista. Luego pasó a ser un museo militar, con olor a orín y a gato muerto. Muchos años más tarde se restableció la democracia, y el ayuntamiento de la ciudad adquirió la vieja fortaleza para hacer de ella un símbolo de la democracia. Pero llegaron unas elecciones y el ayuntamiento cayó en manos de un partido nacionalista, a quién la democracia importaba poco y los símbolos fascistas no molestaban especialmente.

Miquel oficia la boda de un soldado en la víspera de la marcha al frente del novio. Se desconoce el nombre del soldado y si sobrevivió. Invierno de 1938, en el castillo de Montjuïc. Autor desconocido.

Mi madre, cuando yo era pequeño, me había llevado algunas veces al castillo. En aquel tiempo todavía era museo de la guerra, y ella me susurraba que no debía mirar los cañones oxidados ni las banderas si no que debía llegar a ver más allá, mucho más atrás. Este fue el lugar de trabajo de mi padre, de tu abuelo Miquel (a lo mejor tenía que haber revelado que Miquel es mi abuelo unas líneas más arriba). Este castillo es el sitio desde donde mi padre voló al cielo. Supongo que gracias a aquéllas visitas, ayer supe encontrar el pasadizo secreto en el castillo.

Así que ayer me levanté temprano y subí a la vieja fortaleza. Encontré el pasadizo secreto que recordaba como en sueños, visto en la bruma de cuarenta años atrás mientras con mis dedos rechonchos agarraba dos dedos pálidos de mi madre. Me adentré por un largo pasillo estrecho y oscuro que olía a hojas podridas y excrementos de rata. Avancé entre celdas y calabozos hasta llegar a las escaleras que suben hacia la luz. En el piso superior hallé un vestíbulo diáfano, con baldosas de simetrías y ornamentos vegetales, amarillas, verdes y malvas. La puerta del fondo estaba entornada. La empujé suavemente.

Presos de la cárcel de Montjuïc en el patio, la mayoría fascistas. Otoño de 1938. Foto de Miquel A. B.

El abuelo Miquel estaba plantado ante la ventana abierta sobre el puerto, limpiándose las gafas con una tela sedosa de rojo carmín. El aire blanco y pegajoso entraba a raudales y agitaba folios con membretes oficiales. En la pared se agitaron brevemente los retratos, enmarcados en caoba, del poeta Ventura Gassol y de Lluís Companys.
-Hay algo alterado... -oí que se decía- Algo está cambiado, fuera de lugar o de tiempo... No lo se... Todo es tan raro... Cuando era muy joven yo también fui un decidido separatista que lo llaman ahora... sin embargo luego comprendí que sin justicia social no podemos, no podemos avanzar... Por eso ahora estoy aquí. Creo... creo que esto me va a costar la vida pero el fin y al cabo ¿para qué sirve la vida si no sabemos arriesgarla por los demás?

Salvoconducto para cruzar la frontera francesa en calidad de exiliado, 4 de febrero de 1939. Documento original.

Y dicho esto, el abuelo se calzó las gafas en la nariz y desapareció por la puerta. Me senté en una butaca tapizada de verde frente a una mesita de marquetería, decidido a esperarle. Pero increíblemente me dormí. Soñé que me marchaba del castillo por un camino distinto, sin pasadizos secretos: amplias salas nobles, escalinatas de mármol, un enorme hall con repujados de oro, molduras de gusto clásico y candelabros barrocos.

Ahora se que nada de eso existe en el castillo. Estoy seguro de haber correteado cuesta abajo buscando la boca del metro, pero lo demás lo debí soñar. Debí soñarlo sentado en la butaca tapizada de verde donde ahora estoy sentado escribiendo esto mientras espero que se abra de nuevo la puerta.

________
Nota imprescindible: este texto está escrito imitando con torpeza el complicado juego de un autor fascinante y enorme que acabo de descubrir: Mircea Cartarescu. Editado en español por Impedimenta. Es posible que próximamente escriba de forma más convencional sobre este autor enorme.

22 de nov. 2012

Para que se muera la Arcadia

este texto está dedicado a algunos textos de Juan Cruz aunque él no lo sabe


[Intento confeccionar una lista de relecturas y me asaltan las dudas. La realidad de los periódicos me aturde y me desconcentra]



-Niño ¿dónde estás? ¿Dónde te has metido? -susurra una vocecita dulce.
Y entonces se abre la puerta y aparece el lobo con las fauces abiertas y espumosas.
-Niño Luis ¿dónde te has escondido, que no te veo? -repite la voz de la bestia, caliente y agria.

Dicen que hay dos edades de la vida en las que nos complacemos escuchando el relato otra vez, el relato conocido. Los niños piden una y otra vez escuchar el cuento cuando ya se lo saben de memoria: la Caperucita mil veces. Y luego están los ancianos, que gustan de releer lo ya leído. Dicen que cuando uno relee, se relee. Y accede así a su Arcadia particular, el laberinto silencioso por donde corretean los recuerdos.

[El laberinto, el espacio circular en donde yo no soy yo y sin embargo sí lo soy, el tiempo detenido y a veces invertido, las luces de neón rosado o azul eléctrico, siempre es de noche en la ciudad bárbara, ronda nocturna del lobo, las fotografías vomitadas por el cajón abierto, la tumba vacía, páginas y más páginas que amarillean y quieren convertirse en líquenes y los líquenes en lágrimas tibias rasgando la piel del rostro, el viejo Renault 4 oxidándose como un bolchevique heroico, de bronce, en una plaza de Budapest que jamás pisé, el mariposa de Federico].



Ya pasaron muchos años desde aquel niño, aunque le recuerdo vivamente. La voz aguda y nasal, demasiado infantil para los catorce. Niño imberbe que visitaba a Federico a escondidas (calaveras de charol, jodida imagen puto Federico visionario de tu propia muerte) y se quedaba fascinado en su peinado corrupto de brillantina. Visítame, la Nostalgia, pero sólo cuando cuente el tiempo sin ver a mi hermano de aire -el hombre que vive encima de una montaña lejana casi siempre nevada. Me complazco en las relecturas. Y lamento las lecturas que no leí cuando debí hacerlo porqué ahora no tienen gracia o me aburren o tan sólo petrifican mis sospechas sobre el no-sentido de esta vida perruna, perdida: Françoise Sagan, Antonin Artaud, Jean Genet (¿qué coño pasa en Francia?). Lo que pasa es que por aquellos años la calle me tiraba mucho y los libros eran un refugio sólo para las horas vividas entre las paredes opresivas del domicilio paterno, pequeña patria de un padre patriota, psicótico.

De repente me acuerdo de mi amigo Pere, el hombre que desapareció en un torbellino turbio de dolor y alcohol, entre la Plaza real y la calle Escudellers, un vórtice de cáncer y melancolía. Él dijo: Me arrepiento de algunas lecturas, las que leí demasiado temprano. Si no lo recuerdo mal, dijo estas palabras refiriéndose precisamente a Jean Genet. Entonces -mientras pensaba en la Morfina de Mikhaíl Bugakov- me he quedado mirando esta pintura de Poussin (un pintor que me hastía):


El título de la pintura que dio lugar al tópico (Et in Arcadia ego) se refiere a la muerte y al artista: la muerte aparece en la Arcadia, el idílico país de las musas. ¿Se refiere a la muerte del artista? ¿Es ante la proximidad de la muerte que buscamos la Arcadia perdida en los libros ya leídos?

Releo mucho más de lo que leo de nuevo, es cierto. Igual como me voy desapegando de las novedades de la cartelera y prefiero volver a ver Touch of Evil, La infancia de Iván, Pasolinis y Fritzlangs.

*     *     *

Sin embargo ahora, releyendo el Leviatán de Paul Auster que tanto me impresionó (¡20 años atrás!) no encuentro las emociones que viví ni esta novela me empujaría de nuevo a querer leer todo Paul Auster. Y aún así comprendo mucho mejor al personaje de Benjamin Sachs, el novelista que abandona la escritura para dedicarse a poner bombas. Hay que repensar seriamente el asunto del terrorismo: creo que Durruti tenía las ideas más claras. Hay de que decidir si somos objeto o sujeto de un imparable terrorismo.

Ayer me dormí con el libro en la cama, y quizás por la fiebre de la gripe soñé con bombas e incendios, un incendio que arrasaba mis libros. Me desperté pensando en que el domingo me abstendré en las elecciones y luego emigraré de este país de mierda, donde los ciudadanos votan al cacique.



Una Maravillosa Impotencia
ha adormecido a mi hermano
mi hermano invisible aire
Mi inconsistente hermano
Mi hermano cabeza de campana
Mi perezoso hermano
Mi hermano planetario
Mi hermano encerrado
dentro de un cajón de armario
Mi hermano parido
Del vientre de un mamut
Mi hermano pirado
A la velocidad de la luz
Mi hermano encerrado
dentro de un cajón de armario
respira por un agujerito
Que el Dios Balanza hizo
Para que passe el aire
el aire turbio y enrarecido
Hermano aire, súbeme al cielo
Como un globo, como un pájaro
Como una nube pasajera
Hermano aire, rompe el hechizo
De un inexistente país
Sin pobres, sin ricos
Hermano aire, sácame el miedo
De quedarme aquí solo
Enmedio de los rayos y los truenos
...
pero
Una maravillosa impotencia
Ha adormilado a mi hermano
Mi hermano gemelo
Mi hermano pequeño
Mi hermano aire dormido


14 de nov. 2012

Fechada por greve geral



(Y no uses la targeta bancaria)
Aprovecha el tiempo para leer, para mirar las nubes, romper lentamente la propaganda electoral, escribir, amar. El orden no es importante.


12 de nov. 2012

Mi cumpleaños como la marea

La música es Lullaby for Hamza, del gran Robert Wyatt

La fecha del aniversario se acerca por detrás mío, como la marea cuando se alza con el rumor de los fenómenos cíclicos, perpetuos e indiscutibles. Soy mayor.

A final de mes cumplo cuarenta y ocho y esta edad, tan compleja como cualquier otra edad, la voy a inaugurar en mi quinto mes de paro laboral. Bueno, son las cosas de Artur Mas, La Caixa y sus mercados. Acercarse a los cincuenta es algo muy raro que me había parecido inalcanzable, remoto y brumoso. Alcanzar los cincuenta -si los alcanzase- parece casi una desfachatez, un insulto grave al joven que fui un día y que todavía me increpa en el espejo, durante la décima de segundo antes de prender la luz del baño por la mañana. Le he traicionado en demasiadas cosas y algunas no tienen excusa.


A los cincuenta años, el poeta Gabriel Ferrater decidió poner fin a su vida de forma planificada y concienzuda porqué, entre otros motivos, no soportaba el olor de los viejos de más de cincuenta años y no quería arriesgarse a desprender olor a viejo. De modo que, poco después de cumplir, se enfundó una bolsa de plástico en la cabeza y se extinguió. Ninguna tienda de comestibles, ningún supermercado de Sant Cugat ha querido jamás admitir la propiedad de la bolsa. No me siento capaz ni con tanto valor como Ferrater.

Es cierto que el cuerpo obra cambios -nada sutiles- con la edad, y que uno mismo los observa con más o menos resignada serenidad al salir de la ducha. A mi me maravilla (es un decir) el aumento del abdomen aún comiendo poco y sin beber cervezas. Lo de la caída del pelo me empezó tan temprano que he tenido mucho tiempo para procesarlo, y de algú modo lo he desvinculado de la edad: a los treinta tenía más o menos el mismo poco pelo de ahora. Y además, el poeta Jaime Gil de Biedma me ayudó a tolerarlo con su delicado estoicismo.



¿Porqué mueren temprano los poetas y tarde los banqueros?

La respuesta parece demasiado obvia, no debería haber formulado la pregunta. El caso es que justo por estos días he emprendido la lectura de uno de los narradores más sorprendentes de nuestro pasado reciente. Miguel Espinosa y su brillante novela La fea burguesía. Espinosa traza un retrato tan estremecedor de las clases medias franquistas que duele leerlo. Porqué, como sucede con la buena literatura, uno descubre cuán contemporáneo es, todavía, ese franquismo que vive con nosotros día a día, y que resulta tan llamativo en nuestros políticos. Ese candidato sinvergüenza rodeado de banderas al viento...

La novela -como todas las buenas novelas- me reserva algo personal. Se abre con una terrible advertencia para navegantes o lectores incautos:
Cipriano Castillejo se halla entre los cuarenta y cinco y los cincuenta años de edad; ha alcanzado esa época de la existencia en que los hombres empiezan a derrumbarse física y psíquicamente, [...] entra en la misma cafetería y pide su condumio: café con leche con un bollo azucarado. En el establecimiento anida una logia de cincuentones, y Castillejo contempla, silencioso, el rebaño: son cinco, siete, hasta diez individuos vulgares, anodinos, como hechos de magma; ni siquiera representan ruinas, sino escombros. Sus rostros reflejan el vacío, la ausencia de ideas y volición; simbolizan la carencia, la utopía de un mundo falto de espíritu, y ese mundo es, sin duda, nuestro mundo.
Pienso en los quince, los treinta y los cuarenta y ocho. Recuerdo el fulgor del adolescente airado, que jamás se acostaba sin haber rasgado la piel del mundo buscando las señales de una belleza rabiosa y lacerante. Eso se llama nostalgia, creo, y de poco sirve hablar de ella porqué no la conjuramos hablando. A los treinta creía que me sobraba algo de tiempo, y que si andaba sin prisas pero sin pausas podría llegar. Luego empecé a construir lentamente una nueva percepción resignada y más pequeña, adaptable y adaptada. Quizás ahora comprendo más las obras literarias y las del arte conceptual, y quizás amo más tranquilo y reposado. Quizás pido poco, espero poco y me alegro de las cosas pequeñas. Pero añoro la vieja añoranza grande.

A esta edad queda algo remoto y ensimismado del fuego antiguo, algo parecido a las brasas que son capaces de cocer lentamente algunas ideas, como berenjenas o costillitas en una barbacoa de domingo. Pero este fuego ya no es capaz de incendiar el cielo.



Algunas imágenes de las mareas en el cementerio de Niembro



9 de nov. 2012

Barcelona después del desahucio


Barcelona me pone de mal humor y quizás sea por este motivo que hoy me he equivocado de calle. Tenía que bajar a la ciudad y cuando buscaba la calle de la Independencia me he metido en la calle del Dos de Mayo. Eso parece una oportuna broma fácil sobre el alboroto que han montado sus señorías diputados y diputadas (y que corean algunos miles de ingenuos). Pero no lo es, simplemente ha ido así.

He visto a las personas que tenía que ver y luego no lo he podido evitar: dando un rodeo de apenas cinco minutos he pasado ante mi antigua casa, donde viví con mis padres. He andado ante la fachada oscura casi sin mirarla, sin atreverme a mostrar interés por el portal. Como si no tuviese nada que ver con la puerta que crucé miles de veces. Una especie de pudor exagerado y enfermizo me ha invadido, he agachado la cabeza y he pasado ausente, como olvidado, simulando que andaba cavilando algo, alejándome de cualquier emoción y de la puerta entornada con la luz del vestíbulo prendida (el tono amarillento por donde una figura bajita y rechoncha, abrigada en ropas oscuras subía las escaleras lentamente, con dificultad de anciano o de minusválido). He pasado ante el portal convertido en un actor que interpreta a un fantasma leve y despistado.


Cuando he doblado la esquina del Paseo Maragall he sentido un alivio, he levantado los ojos y entonces me han visitado los recuerdos, me han alcanzado como los engolados cazadores ingleses a un desprevenido zorro en una cacería inglesa.

Las últimas imágenes de este piso son las del día en que, una vez vacío, mi hermano y yo devolvimos la llave al administrador de la finca. Quedaban atrás tres meses de invierno vaciándolo, desmontando los muebles uno a uno, llevando sacos de ropa a Cáritas, libros a los drapaires y algunos trastos -pocos- a las tiendas de segunda mano de Sant Antoni. Cada rincón y cada mueble de la casa contenían recuerdos des de la primera infancia pero sin embargo esa escena final los ha cubierto como un sudario. Los recuerdos huelen distinto con la tela color ámbar del desalojo y el olvido.

Recuerdo las largas horas del verano de 1977 en la butaca color arena, leyendo a la luz reverberante de esos julios y agostos del preadolescente en vacaciones, cuando la vida por delante es más larga que el mundo entero. Y a la vez recuerdo el instante en que rompí la butaca porqué no pasaba por la puerta, camino del contenedor de trastos viejos, a finales de abril de 2011. La imagen de la butaca habla con dos voces, se vuelve esquizoide y se desdobla.


Uno de los últimos días en este piso que ahora no he osado mirar, mi hermano y yo encontramos unas viejas cajas de zapatos con centenares de soldaditos de plástico. Los dispusimos para la última batalla encima de la mesa del comedor, justo antes de desmontarla. Nos quedamos en silencio observando las figuritas, muchas de ellas cojas o mancas, acéfalas, desgastadas. Los dos bandos iban a perder esta batalla. No he podido evitar pensar en la tragedia monstruosa de los desahucios que hoy llenan páginas de periódicos, la monstruosa codicia legal de los banqueros. Soldaditos mutilados y enfermos ellos también, dispuestos con una ridícula marcialidad en la guerra de los ricos contra los pobres en la que todos terminan desahuciados.

He sentido otra vez el aire fresco del alivio, luego, ya de noche, en el tren que huye de Barcelona. Rostros cansados, casi amarillentos a la luz quirúrgica de los fluorescentes del ferrocarril. Mientras estaba sentado contemplando mi propia imagen reflejada en el cristal de la ventana (¿porqué, de noche, las ventanas de los trenes reflejan los rostros fatigados?) iba pensando en este texto, en las palabras o frases clave que quería escribir -algunas de las cuales y sin duda las mejores se me han escapado para siempre.


Al llegar a casa y ponerme a escribir este texto me he dado cuenta de que había olvidado la fecha en que murió mi madre y he tenido que teclear su nombre en el google. La esquela virtual de Roser Albert me ha revelado el dato y a la vez he descubierto que, en Hungría, existió un Albert Roser. Entornando los ojos he imaginado que se conocieron y he intuido un cuento al estilo de Julio Cortázar, dos seres alejados que se persiguen y quizás son el mismo, quién sabe. La continuidad de los parques y de la memoria, la extraña urdimbre de los vivos y los muertos. Los soldados hieráticos dispuestos a una guerra perdida pero eterna. Los desahuciados, los pobres, los grotescos banqueros, los rostros cerúleos que vuelven a casa en el último tren de cercanías surcando la noche inútil.

5 de nov. 2012

Roda de Isábena con Carmen


Des de la Puebla de Isábena, un cartelito indica que hay una hora y cuarto a pie hasta Roda, donde se levantan la catedral y el castillo del señor Prior. En coche son apenas tres minutos, pero la pendiente arranca resoplidos brumosos del motor. Todas las fortificaciones elevadas proyectan una sombra siniestra sobre el llano, sobre el pueblo. El sol desciende por el otro lado de los pináculos y sonroja la inquietante roca del Turbón, al fondo, isla solitaria sacada de algún párrafo de Pedro Páramo.


Sin embargo no llevo a Juan Rulfo si no a Carmen Laforet, que debe de estar dando tumbos en el maletero, pobrecita. No creo que sea casualidad: a media altura del camino pasan tres cuervos en silencio. Anoche leí justamente una de las páginas más fabulosas de esa novela. Una página dedicada a los cuervos, aunque sean cuervos con un aspecto tan humano que sobrecogen el ánimo:
Como una bandada de cuervos posados en las ramas del árbol del ahorcado, así las amigas de Angustias estaban sentadas, vestidas de negro, en su cuarto aquellos días. Angustias era el único ser que que se conservaba asido desesperadamente a la sociedad, en la casa nuestra.
Las amigas eran las mismas que habían valsado a los compases del piano de la abuelita. Las que los años y los vaivenes habían alejado y que ahora volvían aleteando al enterarse de aquella púdica y bella muerte de Angustias para la vida de este mundo [Angustias se mete a monja al día siguiente]. Habían llegado de diferentes rincones de Barcelona y estaban en una edad tan extraña de su cuerpo como la adolescencia. Pocas conservaban un aspecto normal. Hinchadas o flacas, las facciones les solían quedar  pequeñas o grandes según las ocasiones, como si fueran postizas. Algunas estaban encanecidas y eso les daba una nobleza de que las otras carecían.
[...]
La verdad es que eran como pájaros envejecidos y oscuros, con las pechugas palpitantes de haber volado mucho en un trozo de cielo muy pequeño.
El curioso picaporte en la puerta que, des del claustro, da acceso al despacho parroquial

Creo que toda la gran literatura, al igual que le pasa a la arquitectura, es gótica. Me refiero a que eso siempre vuelve y proyecta su sombra lenta, alargada y profunda. Si el término gótico designa algo en literatura no lo podría asegurar, como sí puedo hacerlo en el caso de la arquitectura. Pero hay muchas, demasiadas cosas que se escapan a mi razón, y andan por mi cuerpo amándolo o acariciándolo sin que la mente comprenda.

Tiendo a pensar que simplemente vivimos en una negrura espesa, en una época turbia sucia y asquerosa como lo fué el tiempo medieval con la peste, los curas y los dibujos demoníacos pintados al fresco en los ábsides. Posiblemente algunas de esas famosas cuatrocientas familias catalanas que ahora nos mangonean y nos envilecen ya lo hacían entonces. Igual como los cientos de miles de familias que, como la mía, sufren la codicia de las cuatrocientas. Algunas ya estaban. La mía ya debía de estar ahí, malviviendo y huyendo de la peste con vete tu a saber qué trucos, ritos o lamentos.


Siento un agradecimiento enorme hacia Carmen Laforet por haber escrito lo que escribió, y copiarle un párrafo es un pequeño sacrificio que le ofrezco en ese altar mínimo sencillo pobre. Sacrificio ritual, quizás incluso con valor de exorcismo ante tanto demonio posesivo que nos atormenta en la larga noche sin fin, entre tanta maldad.

Pasear por las calles de Roda de Isábena, entrar en la catedral vendida al gremio de la hostelería para montar un restaurante en el antiguo refectorio. Cambiaron las cosas para que todo fuese igual, asquerosamente inmóvil. Donde comían las monjitas ahora hay un menú a 16 euros, con antiguos retratos en las paredes y botellas de vino moderadamente caras en los botelleros de hierro forjado. Y sin embargo ese es mi pensamiento: me gustaría cenar aquí contigo una noche de esas.

Espero que no llegue el día en que ame más a los muertos que a los vivos, pero muchos vivos me parecen monstruos terribles de vileza infinita, seres aborrecibles que sólo piensan en comerse a sus semejantes y devorarlos con un ansia que deja en ridículo toda la literatura gótica con sus vampiros y muertos vivientes y monstruillos enternecedores en su hambre pueril, cencérrica, miserable.

Mientras llevo mis pasos hacia el claustro un cuervo sobrevuela el rectángulo de cielo y grazna inesperadamente hacia el sol que se cae.
-Amo a Carmen, digo en un susurro.

4 de nov. 2012

Otilia Canet sueña

A Carmen, que se marchó del infierno en 2004



-A veces gran amor. A veces nada -murmura Otilia, adormecida en la butaca floreada con flores marchitas y lúgubres. El libro de poemas cae desde sus manos hasta su regazo, luego sigue descendiendo y por fin se deposita suavemente en el suelo sin ningún golpe, ningún ruido. Levemente. Me invade una sensación de irrealidad, como si en vez de ser ella quién se ha dormido fuese yo.

En la pantalla del televisor imágenes de fuego en la calle, policías vestidos con uniformes negros y acorazados, como graves insectos. Golpean corren disparan. Luego se juntan para sentirse más fuertes.
-Apágala, apaga eso -susurra.

Entonces aparece el gato, paseándose por encima del baúl cubierto con encajes. Enarca el lomo y se le marca el espinazo en su flaquísimo cuerpo. Presenta un aspecto excéntrico y resulta espiritualizado, como consumido por ayunos largos, por falta de luz y quizá por las cavilaciones. Le sonrío y empiezo a vestirme.


Cuando encontré el nombre de Otilia Canet escrito a cuchillo en la corteza de una haya enmedio del bosque supe que había dado con algo importante. Supe que no había hueco para la casualidad ni el azar. Se accede al bosque a través de un caminito que arranca del desvencijado hotel Turpi, cercano al siniestro balneario de Benás. Asciende por la vera derecha del río Ésera, furioso y rugiente en este tramo de rocas como colmillos que el agua amansa, lame como una amante y debilita como un padre.

Pregunté por Otilia Canet, pero nadie me supo responder. No obstante, yo intuía en las miradas y los gestos una cierta inquietud hacia mi, una sombra de malestar. En mis suposiciones, supuse que aquellos gestos me estaban diciendo que yo nunca debí haber sabido quién era Otilia Canet. Que no debería de haber sabido de su existencia. Eso sólo confirmaba mis sospechas y la idea cada vez más poderosa de que este nombre significaba algo importante para mi.
-Deberías preocuparte de otras cosas. No olvides que ya estás en tu quinto mes en el paro, que España está como está y tu ya tienes la edad que tienes. Olvida a esa Otilia. ¿Me estás escuchando o te has quedado dormido?

Creo que lo del paro me ha vuelto mucho más proclive a las ficciones. Lo reconozco. Las horas extendidas me permiten leer más y soñar mejor, ver más cine, escribir en mi libretita de tapas azules. La libreta presenta esquinas roídas y páginas onduladas por el líquido de la pluma. Debería haber empezado a escribir un diario sobre eso de estar en el paro. Narrar detalladamente los procesos mentales y corporales que se derivan de algo tan aparentemente trivial como un sencillo cambio en la situación administrativa. En los extractos de la libreta del banco ya no aparece la palabra Nómina, si no las palabras Abono Régimen General Inem. En realidad, eso es todo lo que ha sucedido. Si, creo que lo mejor habría sido escribir ese diario.


Si ahora cuento mi primera conversación con Otilia Canet habré incurrido en una elipsis importante, pero si cuento como llegué hasta ella nadie me iba a creer.

La mujercita es muy anciana. Es una viejecita marchita y decrépita, de dientes verdosos. Es una mancha blanquinegra en camisón, con un toquilla echada sobre los hombros. Me cuenta: que hace muchos años escribió un cuento sobre un maestro de primaria, sustituto, que iba de escuela en escuela por los pueblos. Tenía la afición de escribir por las tardes y de salir a sacar fotos por los caminos. Por las noches leía cuentos de terror hasta quedarse dormido.
-¿Cómo terminaba el cuento?
-¡Uf! ¿Cómo quieres que me acuerde? Son tantos años... Además, el libro -aunque tuvo un cierto éxito- lo descatalogaron hace muchos, muchos años. Ya no se encuentra. ¿Porqué no me acercas la botellita de licor?

Como en un sueño veo a un hombre deslizándose por el bosque de hayas. Atardecer, niebla y llovizna. Lleva un abrigo grueso, de lana basta, empapado. En uno de los bolsillos se adivina una libreta de tapas duras y azules. Cuando llega ante el árbol de corteza blanquecina se detiene, rebusca en los pantalones, saca la navaja y se dispone a grabar un nombre. Lejos -pero cerca- se escuchan gritos, estruendos secos de armas de fuego. Cuando ha terminado de escribir esas letras grandes, rectas, con aplomo y precisión de orfebre vuelve hacia las sombras, hacia el norte. La frontera francesa no está lejos pero ninguna señal le indica si la alcanzará. La niebla se cierra hasta convertir la imagen en un lienzo virgen. Suenan más disparos.

-¿No me has oído? ¿Te has dormido? Alcánzame esa botella de licor, está ahí delante tuyo.



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Notas: El texto contiene frases y fragmentos de Nada, Carmen Laforet, Barcelona, 1945. Hace pocos días Francesc me prestó el libro y por ahora me tiene como hipnotizado.

El título está remotamente inspirado en la pieza Julia dream de Pink Floyd, de 1968, cuando yo contaba cuatro años de vida. Es curioso observar como a medida que pasa el tiempo (mi tiempo) más me gustan las canciones antiguas del grupo.




1 de nov. 2012

La depredación



Me convertí en un loco con largos intervalos de horrible cordura.
Edgar Allan Poe

Me gustaría escribir un cuento de terror, mi cuento de terror. Habré leído centenares, varios cientos de relatos buscando la clave, los entresijos, los secretos. ¿Qué hace que un cuento sea mejor que otro? Pienso que el cuento de terror, por más fantástico que sea, debe expresar algo de nuestros terrores de hoy, debe conectarse a nuestros miedos reales. Y hoy por hoy, el paisaje es bastante horrendo, no debería ser difícil hallar... Me fijé en Howard P. Lovecraft. Creo que este autor, en parte relegado, es un autor con grandes ideas que posiblemente superaron sus dotes de narrador como le sucede a Philip K. Dick. Observo que empezó con cuentos de tono gótico, con protagonistas estrictos románticos, nobles enloquecidos, personajes brumosos: La tumba, Dagón. Luego escogió a investigadores, científicos como Marinus Bicknell Willet, el médico de El caso de Charles Dexter Ward. Voy a probar por ahí. Voy a imaginar un sociólogo, un antropólogo o algo así.

El personaje se presenta hablando de una investigación en curso, algo difuso. Es importante que su proyecto no esté muy definido, eso me permitirá llevarle por caminos inesperados. Dice:
Según parece, en el principio de la humanidad había varios grupos. Algunos pacíficos, otros depredadores. Se mezclaron, de forma que en nuestros genes llevamos algo de todos ellos.
Hace un tiempo se me ocurrió que quizás el porcentaje de depredador de cada hombre se podía cuantificar. Se podía descubrir y medir en su vida cotidiana e incluso en sus pequeños gestos. Mis primeras investigaciones me habían llevado sólo hasta lo más obvio: el ansia de poder. Algunos la proyectaban en su trabajo, escogiendo determinadas ocupaciones en que uno puede escalar posiciones para mandar sobre los demás, cuántos más mejor. Eso lleva algunos hombres a la política, y otros a procrear para disponer de cónyuge y descendientes sobre los cuales ejercer distintos grados de tiranía.
Luego el personaje busca en sus recuerdos: su padre y el tiempo que pasó dando clases ante grupos de díscolos alumnos a los que debía dominar. Piensa en los vegetarianos y los carnívoros, analiza sectores laborales: la banca, los vendedores que llaman a puertas, la extraña indiferencia como ausente de los funcionarios, los políticos, la prensa, sus frases. Menciona vagamente a Goebbels y La Vanguardia, Arturo Mas (*), Mario Draghi.

Un día recibe el correo electrónico de un desconocido.
He descubierto su proyecto a través de las redes sociales. El hombre le cuenta que vive solo y aislado en el monte. He tenido que andar varios quilómetros para acceder a un terminal de ADSL. No se me da bien eso de escribir ante una pantalla, pero estoy convencido de que le puedo aportar reflexiones interesantes. En mi aislamiento he descubierto datos del alma humana o quizás de sus abismos, secretos escondidos en el fondo de los genes.
El protagonista pide prestado un coche (lleva tiempo en el paro, su dinero escasea) y se interna por carreteras oscuras. La noche le sorprende aún lejos del destino y debe alojarse en un pueblo pequeño, en donde la crisis ha hecho estragos: pobreza miseria desesperación enfermedad. Hay una oficina bancaria custodiada por cuatro Mossos de Escuadra, un garito lúgubre lleno de alcohólicos, mucha tristeza. Duerme en el coche. Durante la noche observa sombras escucha gritos gemidos llantos. El pueblo vive aterrorizado por algo que no osan nombrar.



Unos días más tarde el coche aparece abandonado en una pista forestal, no hay signos de vida -ahora el narrador es un imprevisto y aséptico comisario rural. Aquí me detengo, suelto al lector. Quería engañarle, tan sólo llevarle al pueblo depauperado y triste. Abandono la intriga del principio, suspendo el misterio del hombre anónimo aunque dejo una puerta abierta: ¿el protagonista habrá sido depredado? ¿Habrá sido el autor del correo electrónico?
Creo que el lector, una vez desconcertado por el final abrupto y casi frustrante de la narración, percibirá el horror del relato porqué el relato se habrá acercado a su vida. Giros sin sentido, paisajes desolados, la pena. La narración no debe concluir de forma racional o comprensible, y en esa opción está el horror. De repente todo es cotidiano: el pueblo descrito se parece a las calles del suburbio en donde vivo. Yo temo ser un depredador domesticado con educación y libros, depredador minusválido al alcance de fauces relucientes, corbatas de seda y sonrisas de charol.

 

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(*) Artur Mas aparece como Arturo, puesto que en lengua castellana habla con su mujer e hijos. Paradojas de la política.