27 d’ag. 2018

El niño Amarillo, en otoño

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El niño Amarillo espera la llegada del otoño con más ilusión que el contable de El Corte Inglés: ambos se frotan las manos pensando en el éxito de sus respectivas campañas: la vuelta al cole y la vuelta a las calles agitadas.

Hace muchos años, un pariente lejano mío, tras leer el libro de Bertrand Russell "Por qué no soy cristiano", se formuló la pregunta ¿como puede ser que haya personas inteligentes que creen en Dios?.  No es que fuese una mala pregunta, solo que no está bien formulada. Para obtener una respuesta debería cambiar "inteligente" por "racional", y aún así hay algo que falla. Creo que la pregunta debería preguntar por qué pesa tanto la ficción y lo irracional en la vida. Actualmente, me he encontrado personas que se hacen la misma pregunta, pero sustituyendo "cristiano" por "independentista", o por "españolista", en función de su color preferido (el rojo o el gualdo).

Tan solo unos días atrás, uno de los escasos amigos indepes que me quedan me dijo que había deconectado de España, que ya no le interesaba el asunto. Que se había independizado mentalmente. Cuando la realidad no es del agrado de uno, la mente dispone de varios mecanismos para no vivir en medio del dolor de lo real. Ante la complejidad ingestionable, mejor la simplicidad, más agradable. Una opción es intentar transformar la realidad; otra, aceptarla como es. Y hay más: entre ellas, negar la realidad y construirse una realidad ficticia, un mundo paralelo.

Cuando mi amigo me respondió con la tesis de la desconexión mental, me imaginé a un hombre que le ha pedido el divorcio a su esposa, esta no se lo ha concedido y entonces él practica un divorcio mental. Sigue conviviendo con la mujer pero no se siente casado con ella. Me temo que las consecuencias reales de esta opción deben ser calamitosas para la realidad cotidiana del hombre y de la mujer.

A la sustitución de la realidad por un mundo de ficción se le aplica, a veces, el adjetivo de "infantil", de "pueril". (Y por eso hablo del niño Amarillo). Sin embargo, aunque los niños tienden a menudo a construirse mundos paralelos a su medida, la estrategia no es, para nada, una exclusiva infantil. Salta a la vista. A veces los niños pueden ser más sensatos y más fiables que algunos adultos, lo sabemos todos.

No soy el primero en detectar un extraño infantilismo en el mundo independentista, una fe sin fisuras más allá de toda racionalidad. Empezaron creyendo que la independencia conllevaría la solución mágica a todos los problemas reales de la sociedad catalana, negaron que pudiese haber consecuencias negativas (ni fuga de empresas, ni violencia, ni fractura social ni ná, todo sonrisas) y ahorita mismo, unos años después, están construyendo una república virtual mientras soslayan el malestar en las calles. El promotor de la república virtual es un Conseller de la Generalitat (a propuesta del inefable Puigdemont, claro), aunque ese hombre solo desconecta en parte de la realidad: acepta gustoso cada fin de mes los miles de euros que le paga el estado a cambio de su labor. Por cierto: el Conseller de quien hablo escribió un tuit algo antes de obtener el cargo. Los tuits los carga el diablo, y el se hizo una pregunta: ¿alguien sabe distinguir entre un mongol y un español?. El tuit es lamentable en demasía, pero contiene, otra vez, ese humor simplón y pueril (con perdón de los niños).

El componente infantil del independentismo quedará pendiente de un estudio futuro, que deberán abordar psiquiatras, psicólogos sociales y sociólogos, antropólogos y demás. Como yo no tengo formación en ninguno de estos campos de la ciencia no me voy a inmiscuir, eso sería intrusismo. Solo lo menciono y me pregunto por ello. Me lo pregunto con una perplejidad creciente.

Hace unos días, en plena canícula, Pilar Rahola y Jaime Alonso Cuevillas (el abogado de Puigdemont) hicieron un acto en una bella población catalana del interior. Ella con una blusa amarilla y brillante, y él más bien gris. En un momento del discurso (esos discursos que se vienen arriba por la propia dinámica eufórica que les alimenta), Rahola advirtió de un otoño caliente y dijo "Este otoño os necesitaremos a todos". Yo me quedé con el uso de las personas del verbo, quizás por culpa de mi admiración por el poeta Jaime Gil. Usó personas distintas, puso una distancia. Nosotros no somos vosotros, pero nosotros os necesitamos a vosotros. Pudo haber dicho "allí deberemos estar todos", con un "todos" que incluía la primera y la segunda persona, pero no dijo eso. Señaló las clases, como lo hacen los señoritos. "Os necesitaremos a todos", es decir "nosotros" necesitaremos a "vosotros". Yo creo que ese "vosotros" casi abstracto no lo es: se está refiriendo a los crédulos. Al niño Amarillo que anida en cada independentista. No creo que ni Rahola ni Cuevillas sean infantiles, si no todo lo contrario. Creo que ellos, a diferencia de sus feligreses, son pragmáticos y realistas, pero necesitan de los ilusos para llegar a donde quieren llegar. O para mantenerse en donde están, que no es mala posición.

Eso es una pugna entre realidad y ficción, entre fe y racionalismo. Todos sabemos del peso de la realidad, de lo difícil que es negar lo que nos dicen los sentidos. Pero todos sabemos, también, de la potencia de la ficción y de su influencia sobre el mundo. Contemplen el edificio del Vaticano antes de decidir. O el Taj Mahal o las pirámides de Gizah. El discurso de la fe y el de la razón no se encuentran, aunque haya habido esfuerzos muy loables para juntarlos a lo largo de la historia del pensamiento. Creo que esos esfuerzos fueron inútiles, aunque, en realidad, no pasa nada grave.

Lo malo es lo otro: que el crédulo es fácilmente manipulable. Por eso el niño Amarillo está contento y afilando las herramientas, deleitoso ante el otoño histórico (uno más) que le prometen. Entre prometer una república feliz y un paraíso especial para los mártires hay un palmo de distancia. Lo que me preocupa es lo dicho: que quien promete una república feliz o un paraíso extraordinario no cree en nada. En nada salvo en sus cargos, sus privilegios, su tren de vida. Nada de eso es pueril ni ficticio. Detrás de cada símbolo hay un cargo, como dijo Javier Pérez Andújar. Y detrás de cada cargo hay miles de ingenuos que pagan sus impuestos para alimentar al símbolo y sufragarle la nómina que se debe a su cargo.

Que Dios me pille confesado este otoño.


25 d’ag. 2018

Lo de Franco visto desde Cataluña

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En Montserrat, al lado del monasterio y a un ladito de uno de los párkings más caros de España, está el monolito que conmemora a los muertos del Tercio de Nuestra Señora de Montserrat. Ahí está, impasible. Nadie se opone, nadie reclama. Ningún gobierno regional ha opinado jamás sobre la presencia del monolito.

En la Vía Layetana, en el corazón de Barcelona, está el monumento -algo agresivo y rampante- de Francesc Cambó, el primer político catalán (no el único) que confió en Franco como solución a los problemas de España. El primero que puso a disposición del futuro dictador los medios que hiciesen falta para consumar su golpe militar. Nadie dice nada. Incluso la alcalde Colau, que hizo desmontar el monumento al Marqués de Comillas por esclavista, y que borró al Almirante Cervera del nomencláor callejero por protofascista ("facha", dijo), nunca ha dicho nada al respecto.

En Cataluña sobreviven gran cantidad de símbolos franquistas y no hay mucha oposición. Hay que admitirlo: el franquismo fue bien acogido por las clases bienestantes (y otras), y las clases bienestantes (sus hijos y nietos) siguen ostentando el poder regional, aunque ahora bajo el signo del lacito.

Pero, visto desde aquí, lo de Franco -la retirada de sus restos del Valle de los Caídos- es una muy buena noticia. Solo hay que fijarse en un detalle: Carles Puigdemont no ha dicho nada. ¿Por qué? Porqué a Puigdemont la retirada del cadáver del dictador no le conviene para nada. La retirada de la momia le desmonta el discurso de una España casposa y franquista, que es su único argumento. Ese es un buen motivo, uno más, para proceder al cambio de residencia del muerto.

Dicen los del PP que no entienden la jugada (la hipocresía dispone de muchas máscaras),y dicen que retirar al difunto no resuelve el problema del paro, lo cual es un argumento casi esotérico para defender lo mismo que defiende Puigdemont. Puestos a usar silogismos estrambóticos, se podría argumentar que, mantener al cadáver en su tumba actual tampoco ha resuelto los problemas de España: quizás no tenga nada que ver, digo yo. Y podríamos añadir más argumentos perogrullescos, como por ejemplo que la expedición científica española en la Antártida no resuelve el paro y por lo tanto hay que devolver a los científicos a su casa. Hay que andarse con cuidado con las argumentaciones pilladas por los pelos, porqué solo consiguen que el argumentador muestre el plumero. El plumero franquista en este caso.

La obligación del gobernante es resolver los problemas como el paro, por supuesto, pero creo que todo el mundo sabe de la importancia de gobernar lo simbólico. La importancia de lo simbólico, su influencia sobre lo real. Vaya tela. Que se lo pregunten a los gobernantes catalanes, por ejemplo, que lo único que pretenden es gobernar en lo simbólico. O pregunténselo a Trump: pídanle que no celebre el 4 de julio porqué eso no resuelve el paro en América. A ver qué les responde Trump a esos nuevos genios del PP, que ni tan solo comprenden el valor simbólico de haber manoseado un título universitario

España debe afrontar el asunto de una vez, y de eso nadie debería dudar. Por dignidad, y porqué es cierto: en España pervive un franquismo que, aunque rancio y agónico, nos perjudica. Porqué España ha dado pasos tremendos en democracia, en derechos, en progreso, en modernización, en equiparación con los principales países de la UE. Y por eso no se merece tener que ocultar esas vergüenzas que, aunque residuales, nos perjudican y nos humillan.

En cuanto hayan retirado el cadáver del viejo dictador asesino, y cuando España deje de tener un vergonzoso (y horrendo) monumento a una dictadura, yo respiraré un poco más aliviado y me sentiré un poco mejor y más satisfecho de mi país. Y, de paso, los independentistas que me argumentan que quieren separarse de España por ese asunto (usado como símbolo, como metáfora) habrán perdido un argumento cuando me discuten. Mis argumentos, cuando discuto sobre el tema, son precisamente que España es moderna y democrática y digna. Y entonces podremos discutir sobre el monumento al Tercio de Montserrat sin temer a que me respondan "y tu más".

Las cosas son como son, y la realidad solo es una. De modo que debo decirle a Pedro Sánchez: gracias, presidente. Le felicito de todo corazón. Y le emplazo a que, cuando le desafíen los secesionistas de mi país, que son minoría, les responda con la misma entereza que ha mostrado en el asunto del viejo dictador asesino. Se lo digo con el corazón y sin segundas intenciones,

23 d’ag. 2018

El verano de la niña D.


A la niña D., en la fiesta de final de curso, le tocó uno de los regalos más preciados de los que se repartieron en aquella efeméride. Le tocó una bicicleta, donativo de alguien anónimo que quiso contribuir a la fiesta. En esta fiesta se premia a los niños y a las niñas que se han esforzado más a lo largo del curso, sin tener en cuenta los resultados académicos. D. se lo merecía con creces: su esfuerzo, sostenido a lo largo de los diez meses, fue ejemplar. Casi conmovedor. Lloré cuando vi sus lágrimas al recoger la bicicleta azul. Lloré en silencio, para adentro, como si quisiera que mis lagrimales absorbiesen las lágrimas para atrás, igual como ella hace con sus mocos, por esa vergüenza heroica que tiene. Y que algún día sabrá superar, sin duda y por su resiliencia.

D. es una niña de familia muy pobre y muy mora, y será mujer mora y de clase baja, motivos por los cuales vale la pena estar a su lado y ayudarla a crecer con fuerza. El esfuerzo que ha hecho durante el curso es un ensayo con gaseosa del esfuerzo que deberá hacer en el futuro.

Al día siguiente al de recibir el premio por su esfuerzo apareció ojerosa en el colegio, a las ocho y media. Le pregunté el porqué de esas ojeras. Me dijo, muy bajito, que se había pasado la noche en vela mirando la bicicleta, aparcada al lado de su cama. Me dijo que no pudo pegar ojo porqué temía que, si se dormía, la bicicleta iba a desaparecer para siempre, engullida por la oscuridad de la alcoba.

Ahora, cuando el verano inclina su cabeza sudorosa ante la llegada del otoño, me pregunto como habrá sido el verano de la niña D. Su madre me dijo que quizás se iban a Marruecos, pero que eso dependía del dinero disponible. Y no estaba nada claro. A la niña D. le gusta pasar el verano en su pueblo (que en realidad no es el pueblo en donde nació, si no el pueblo en donde nacieron sus padres). Y también le gusta pasear por entre los bloques de ese arrabal que es su pueblo de nacimiento, bajo la sombra de las moreras de buena sombrita, esa fronda verde y fresca incluso durante los días caniculares. Los niños pobres saben que el verano de los pobres se puede pasar en cualquier escenario, que solo debe cumplir el requisito de ser un escenario de pobres.

La madre de D. apareció en la escuela cuando ya se había terminado el curso, en una mañana de principios de julio. Habla un poquito de español, con mucha dificultad. Me encontró casi por casualidad. Me dio más de 100 euros, los depositó en la mesa. Con sus medias palabras comprendí: eso es un anticipo por las cuotas escolares de las niñas del próximo curso y lo pago ahora porqué ahora lo tengo y mañana ya no se. Aparte de D, esa madre tiene dos hijas más en la escuela. Mientras le hago el recibo pienso que quizás se llevará una reprimenda del marido por esa decisión, pero ese pensamiento es presuntuoso, quizás indigno, quizás fruto de mis prejuicios y de mi ignorancia. Puede ser que el marido apruebe la decisión de ella sin más, quien lo sabe, yo no.

Los veranos de los pobres no son fáciles ni divertidos. Eso no es ninguna inferencia, ninguna deducción. Yo fui un niño pobre, y mis veranos eran largos, tediosos, aburridos. Leía muchísimo (¡y sin gafas!), leía hasta que se me enrojecían los ojos y sin entender. A los 13 leí "La peste" de Camus y no entendí ni un carajo. Solo recuerdo de aquella novela que transcurría en Orán, que no cae muy lejos de Tánger, de donde son los padres de la niña D. Al final, la historia de los pobres y la historia de sus veranos sin veraneo siempre es la misma. ¿Progreso? Pues si, claro que si, siempre se progresa un poco. D. tiene una bicicleta, y espero que la conserve hasta el otoño y más allá.

Creo que la madre de D. está embarazada de poco pero no se lo pregunto. Conozco la reacción avergonzada y la tensión inútil que se produce cuando alguien como yo le pregunta por algo íntimo a una mujer musulmana, y por eso lo soslayo. Eso solo es un fisgoneo. Debo aprender más. Debería saber que las consecuencias de la miseria son iguales para todos, debería saberlo y no achacarlo a la religión, vaya tontería por mi parte.

Espero que la niña D. haya vivido un buen verano pero no creo que se lo pregunte. Me la imaginaré ante el mar, en la playa de Tánger y esa será mi imagen del verano de la niña D. Es muy probable que lo primero que le pregunte en septiembre sea si recuerda la tabla del 3, porqué ese es mi oficio. Me olvidaré del niño pobre que fui y me preocuparé por su esfuerzo, otra vez, de nuevo.

22 d’ag. 2018

Libertad de expresión, dice

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Soy lo bastante mayorcito como para saber quienes son los que piden libertad, los que la exigen. Siempre lo hacen para si mismos o para su grupo, su clase o su opción. Pensemos, por ejemplo, en la libertad de culto. Siempre vi lo mismo: quienes exigen libertad para si siempre son los fuertes, los poderosos o los que se saben del lado de los fuertes y poderosos. Los débiles no solemos hablar de libertad, o lo hacemos muy poco. Yo ya no recuerdo cuando fue la última vez que exigí libertad. Creo que fue cuando le pedí a mi madre libertad para dejar los pantalones cortos y vestirme unos largos.

Los débiles exigimos igualdad, justicia, educación. Cosas así. Y, a veces, fraternidad. Pero libertad ¿para qué? ¿De qué me serviría exigir libertad para navegar con mi velero por donde me de la gana cuando no tengo velero?

Siempre vi gente que pegaba carteles y gente que los arrancaba. Yo mismo, de jovencito, arranqué un cartel del concierto de King Crimson (de cuando actuaron en el estadio del Español, hace más de mil años), y lo hice con sumo cuidado, para llevármelo en el mejor estado posible y colgarlo en la pared de mi habitación, encima de la cabecera, allí donde otros cuelgan un crucifijo. Cuando arrancaba el cartel de la banda de rock nadie me increpó. Quien lo había pegado lo hizo, según se ve, provisto de su libertad para pegar carteles. Y yo lo despegué en virtud de mi libertad para despegarlo. No hubo enfrentamientos ni gritos ni improperios. Y eso que lo hice a plena luz del día, ante los transeúntes que circulaban hacia sus quehaceres.

Es cierto que las libertades han ido a menos en los últimos tiempos, y que ahora hay que pedir permisos para todo. Aunque, en realidad, siempre ha habido límites en el uso del espacio público. A mi me identificó la policía cuando acababa de realizar una pintada con espray contra la mili obligatoria, hace un montón de años, y me retuvieron un buen rato en la calle, al lado del coche patrulla que me pilló en plena faena. Me libré de la multa porqué, por entonces, no existía la Ley Mordaza que votó, con ilusión, Convergència en el Parlamento. La misma Convergència que ahora (se llame como se llame) se dispone a aplicar la misma ley para multar a los ciudadanos que arrancan lazos amarillos de la calle. La calle que es de todos. No se si llegarán a implementar su república, pero si lo hacen esa república no será un ejemplo de libertades, estamos advertidos. O si será un ejemplo de libertades, pero solo para algunas cosas.

Digan lo que digan los defensores de las libertades, a mi me sorprende que, en un país en el que hay que pedir permiso para instalar una mesita para vender rosas en la calle (Ay de la gitana que lo haga sin permiso) se pueda recubrir de lazos amarillos una calle, un parque público o una hilera de árboles y las autoridades deban proteger los lazos, para impedir y multar al desprevenido que los quite. Yo quité un lazo, y lo hice en nombre de la estética, ya que afeaba un monumento. Creo que no existe el derecho a la estética, ya lo se. Quienes los ponen argumentan (a veces) que su causa es buena, ya que los lazos amarillos piden la libertad de unos presos. La libertad. Con la libertad hemos topado, Sancho.

Creo que a los defensores de la libertad se les puede pillar antes que a un cojo. Me gustaría saber qué pasaría si me pongo a pegar lazos, azules por ejemplo, para exigir la libertad de Luis Bárcenas, que también es un político preso. O lazos negros para pedir la libertad de los presos acusados de yihadismo, ya que su causa no deja de ser una causa política. ¿Defenderán mi libertad con el mismo ahínco que ponen en defender la suya?

Lo dicho: prefiero pedir igualdad, pero eso debe ser porqué soy un pobre diablo.

20 d’ag. 2018

El malestar en la cultureta

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La consellera de cultura de la Generalitat no tiene claro si la literatura escrita en castellano por escritores catalanes es literatura catalana o no lo es. Estamos en 2018 y sigue sin resolver el viejo enigma. Esa preocupación es antigua, empieza a tener visos de debate clásico, aunque clásico y antiguo sean más bien antónimos.

Hay varios problemas detrás del debate. Hay algunas obviedades: nadie habla de "literatura belga", si no de literatura francesa (o flamenca). Por otra parte, Roberto Bolaño (en el documental "La batalla futura") afirma que no hay literatura chilena o peruana, si no literatura española. ¿De dónde sale la novela chilena? se pregunta. No sale de Skármeta o de Isabel Allende, si no de Cervantes, responde. Lo mismo sería aplicable a la novela catalana, pero eso, aquí, resulta casi una provocación.

Si los autores catalanes que escriben en español son proscritos de la cultura catalana, nos encontramos con un panorama catalán verdaderamente triste, en el que solo hay mediocridad. Solo pensando en el presente, si eliminamos a Marsé, a Vila-Matas, a Mendoza (por nombrar solo a algunos) ¿con qué debemos conformarnos? He ahí uno de los problemas que deben atormentar a la Consellera. Entre otros, claro

El novecentismo catalán, hace ya algo más de un siglo, descubrió que no existía novela catalana y se pusieron manos a la obra. Se habían dado cuenta de que la literatura catalana solo producía poesías, unas bucólicas y pastoriles, y otras patrióticas. Con lo cual la literatura catalana no podía presentarse ante el mundo. Estimularon el ensayo y la novela, pero los resultados están a la vista. Durante muchísimos años, la única aportación notable de la novela catalana fue "Vida privada", de Josep Maria de Segarra. Y cabe añadir algo. Uno de los promotores del novecentismo es Eugeni d'Ors, que terminó marchándose a Madrid y escribiendo en español. Que ya es mala suerte.

Para caso de mala suerte también está el de Josep Pla, quien aunque escribía en catalán nunca fue aceptado por los mandamases de la cultureta. Solo nos quedaría reivindicar "La plaça del Diamant", una novelita discreta y correcta que quizás no sea más que un cuento largo pero que, en tanto que retrato de la Barcelona menestral, se queda a varias leguas de los textos de Juan Marsé

Adrià Pujol, el traductor, escribió hace poco que el mal estado de la literatura catalana es tremendo, y que se necesita una reforma urgente del panorama: repensar los premios y "decrecer" la edición son algunas de sus propuestas, aunque también apunta a la baja calidad de los autores y a la escasez de ambición. Pero es posible que se deban repensar más cuestiones. Una de ellas la propia definición de "cultura catalana": ¿por qué resulta imposible admitir que la cultura catalana lleva muchísimos años siendo irrelevante? ¿Por qué se insiste en confundir cultura popular con cultura del mismo modo que se presenta como "novela" un simple texto de entretenimiento?

En tiempos de los "Bolsilibros" de Bruguera, nadie pretendía que aquellas novelitas fuesen consideradas novelas, nadie pretendía hacerlas pasar por cultura. Y sin embargo hoy, hay una amplísima producción (pienso en la novela negra) que, sin superar el nivel literario de los "Bolsilibros" de Bruguera, pretende ser novela. Y no vale el cuento de que lo importante es crear afición por la lectura, porqué está demostrado que nadie que haya crecido leyendo a Harry Potter se ha pasado a Shakespeare. Aparte de la novela negra de escasa calidad, lo demás que se produce en catalán cae dentro de lo que Adrià Pujol califica de "autoficciones" sin interés. Si alguien se quiere molestar leyendo autoficciones contemporáneas de calidad, que se remita a Cartarescu por ejemplo.

El problema persistirá. Porqué hoy, alentado por el monstruo del nacionalismo, cualquier duda, cualquier crítica o cualquier autocrítica hacia la cultura catalana se interpreta como una agresión. Y así se sigue labrando el camino hacia el abismo. De nada sirve que alguien advierta de que se pordía haber cruzado el punto de no retorno y que, aquella cultura que se jactaba de haber sobrevivido al franquismo, podría perecer en manos del nacionalismo catalán.

16 d’ag. 2018

Una efeméride amarilla

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El final del verano nos deja en las fauces de lo que van a ser las nuevas efemérides procesistas, de modo que uno no solo se siente nostálgico por el fin del buen tiempo, si no también asustado por el calendario que nos acecha. La pena es que hayan decidido empezar por una fecha tan triste como la del 17 de agosto, que debería ser un día de luto y de reflexión. De vez en cuando viene bien detenerse a reflexionar, pero el procesismo, en su necesidad de mostrar justamente esa idea del proceso que siempre avanza no puede detenerse ante nada. Hubo pensadores que contaron la visión lineal del tiempo histórico de todos los totalitarismos, y el procesismo secesionista catalán tampoco podía fallar en eso.

A mi me parece que los hechos del 17 de agosto de 2017 todavía no se han digerido bien, y que falta mucho por pensar. Pero el secesionismo catalán optó por pasar página a toda prisa y, en cualquier caso, aprovecharlo para sus fines. La ética de la convicción frente a la ética de la responsabilidad, otra vez. El día 17 de agosto de 2018 el Presidente Torra no participará en el acto de homenaje a las víctimas en Barcelona, si no que se irá a Ripoll para asistir a un acto "en favor de la convivencia". Como gracias a sus tuits sabemos lo que piensa el presidente de la convivencia, parece del todo lógico.

Los familiares de las víctimas han pedido a los políticos catalanes que se abstengan de usar la muerte de sus parientes en beneficio de una causa nacionalista, pero parece improbable que sean atendidas sus súplicas. El populismo nacionalista avanza sin detenerse en escrúpulos. Así, mientras el señorito Pablo Casado se pasea por las ciudades del sur en donde llegan los inmigrantes que cruzan el mar en barcas para alentar el miedo al extranjero, los jerifaltes del procés se recluyen en la Cataluña profunda para reivindicar sus raíces y su nación exclusiva.

Aparte de otras lecturas muy recomendables que estoy haciendo este verano, han pasado por mis manos el ensayo de Jordi Amat ("La conjura de los irresponsables", en Cuadernos Anagrama) y "La historia no ha terminado", Anagrama también), de Claudio Magris. Magris sigue siendo una referencia obligada cuando uno piensa sobre varias cuestiones, una de las cuales es el desafío de los micronacionalismos en Europa. Magris tiene la virtud de los grandes: más allá de compartir o no sus propuestas, uno descubre que puede poner palabras a las emociones, y convertirlas en sentimientos razonados. Magris contrapone los micronacionalismos (ademocráticos, populistas, regresivos e intolerantes) a la idea de un patriotismo "trascendido", democrático e inclusivo.

Vamos a ver cuales son las propuestas sobre convivencia del Presidente Torra en Ripoll, estoy sinceramente curioso. Aunque es probable que no diga nada interesante, cualquier pista podría ser una buena pista para saber qué nos depara el poder autonómico en el futuro inmediato, que se presenta demasiado incierto (otra vez). Los sucesos del 17 de agosto de hace un año no solo hablan de una violencia tan asesina como suicida, alentada por un identitarismo delirante, si no de la capacidad para integrar de nuestra sociedad. Cataluña, tierra de acogida ¿les suena de algo?.

Lidia Puigverd, una de las mayores expertas en el asunto, escribió lo mejor que he leído al respecto de los chicos de Ripoll que decidieron cruzar hacia el abismo de la tiniebla, pero Puigverd fue ferozmente atacada por el independentismo mainstream de forma inmediata y, que yo sepa, no ha sido jamás invitada a participar en ningún foro. Yo creo que Lidia Puigverd debería estar en Ripoll, también. Y debería ser consultada por el poder local. (Solo lo apunto: Puigverd es asesora para la Comisión Europea en asuntos de radicalización y violencia, pero ignorada en su propio país).

Me temo que el acto de Ripoll va a ser una andanada de identitarismo autocomplaciente como respuesta a otro identitarismo, una penosa pérdida de tiempo y de oportunidades de avanzar hacia algo parecido a la concordia y la paz y, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid (o el Ter por Ripoll), vamos a escuchar nuevas fantasías del micronacionalismo agresivo-defensivo. Ojalá vaya equivocado, pero creo que nos espera un aviso para el otoño catalán y que, muy posiblemente, se recuperará aquel "no tinc por" de hace un año, que no se refería a las víctimas del desastre si no, por más indigno que fuese, al desafío del 1 de octubre.

5 d’ag. 2018

A marear la perdiz fascista

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El fascismo cobra cuerpo entre nosotros y se hace tangible. Cada vez que uno lo nombra, aunque sea para denostarlo, para acusar de ello a los otros, no deja de ponerlo encima de la mesa y, en cierto modo, lo anuncia, como los ángeles al señor.

El debate sobre el fascismo siempre lleva apareado el debate sobre la libertad, y los dos conceptos comparten la mesa, el escenario. Fíjense ustedes: no hay discusión sobre el fascismo en que no aparezca, a su lado, la libertad.

Así, lo que debería ser un debate sobre el uso del espacio común (calles, rotondas, plazas y barandillas de puentes) se ha convertido en un debate sobre fascismo contra libertad. Lo malo del caso es que, en cuanto se transfiere una cuestión de uso de lo público a una cuestión de "libertad contra fascismo", cualquiera de los dos interlocutores  puede arrogarse para si la libertad y acusar de fascista al otro. Eso ya es una buena paradoja. Pero hay más.

Se me han ocurrido dos, extraídas de las décadas de los 20 y los 30 del siglo pasado, que son esas décadas que admiramos el señor Torra y yo. Imagínense ustedes una manifestación que pidiese la libertad del preso Alfonso Capone. Imagínense ustedes que esa manifestación es contestada por otra, formada por gente que no quiere la libertad de Capone. ¿Cuál sería la manifestación fascista? Y en cualquier caso: ¿la libertad o la permanencia en la cárcel de un preso debe dirimirse en las calles, cuando uno vive en un estado democrático?

Vamos a imaginar otra situación paradójica, esta vez en Alemania: vamos a suponer, que mientras el preso político (¿o era un político preso?) Adolfo Hitler está en la cárcel por lo del golpe de Múnich, sus seguidores llenan las calles con pasquines, carteles y banderas pidiendo su liberación. Y otro grupo, de signo opuesto, se dedica a quitar dichas banderas del espacio público. ¿Cómo lo hacemos para dilucidar quien es el fascista y quien el defensor de la libertad?

Más allá de las paradojas y los juegos anacrónicos, a mi me parece que el debate sobre poner y quitar lazos amarillos es solo un debate sobre la convivencia. Y la labor (la responsabilidad) del buen gobernante es trabajar en pos de la buena convivencia, el acuerdo y la paz en las calles. No entiendo qué se gana alimentando el fuego, y dudo de que haya un cálculo de ganancias y pérdidas, porqué me temo que nadie sabe adonde nos puede llevar la oscura tentación de nombrar al fascismo con tanto ahínco. Pero sin duda, a nada bueno. En un estado democrático como este, el gobernante gobierna para todos y, ante un conflicto civil, tiene la obligación de mediar.

Cualquier otra postura no parece propia de alguien que se tome en serio la democracia. Aunque quizás no se toman en serio nada, ni tan solo el fascismo, porqué no parece sensato nombrarlo constantemente, no se si para banalizarlo o para usarlo a modo de vacuna oscura. Así, cuando llegue el fascismo de verdad, nadie se dará cuenta o lo confundirá con un defensor de la libertad.

4 d’ag. 2018

Canallas y tontos

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Ni la palabra "canallas" ni la palabra "tontos" son de mi agrado, y creo (o espero que sea así) usarlas poco o nunca. Incluso en el lenguaje doméstico. Pero esas son las dos palabras que usa Roberto Bolaño en el magnífico documental "Roberto Bolaño. La batalla futura", del director Ricardo House (Chile, 2016), que en España se ha estrenado en Filmin, para explicar quienes son los que se dedican a la profesión literaria.

En una entrevista, ya añeja, para la tv chilena, el periodista ensaya la pregunta que cualquier escritor se teme: ¿qué consejo le daría usted a un joven...? Bolaño no se anda por las ramas en su respuesta ni pretende agradar a todos (no lo hizo nunca, diría yo). Responde: cualquier joven que quiera dedicarse a la literatura debe saber que ese es el oficio más miserable del mundo. Y también debe saber que en él solo hay canallas y tontos. Luego se entretiene en definir a los tontos pero no a los canallas, puesto que la canallada se define sola, digo yo: repito que no me entusiasma para nada el concepto "tonto", porqué define tanto a un ingenuo como a un discapacitado intelectual como a alguien que desprecia el locutor por considerarle de valor intelectual inferior, y en esta amplitud semántica encuentro muchos problemas. Mejor no usar el término y vamos a dejarlo así.

En cualquier caso, esos a quienes Bolaño califica de "tontos" son las personas que piensan que, por haber publicado un libro son buenos escritores y por ende se consideran personas importantes, relevantes en algún sentido. Lo precisa mejor el genio chileno: "todo el mundo debería saber que todo es efímero e irrelevante, y que incluso Cervantes y Shakesperare desaparecerán". Mientras veía ese documental no podía evitar pensar en decenas de autores catalanes (autores editados) que se pasean por los festivales de la cosa nostra en versión literaria tan henchidos como hinchados, convencidos de haber accedido a un Parnaso que solo es casero y nimio.

Haber publicado un título (aunque sea una novelita policíaca) les ha dado, a personas más o menos conocidas, la impresión de ser alguien. Creo que ahí está el problema. Como yo soy uno de esos que ha publicado algo, me he visto en la difícil tesitura de compartir mesas redondas con gentes que, como yo, habían publicado algo. Enseguida he percibido esa altanería, y enseguida he sentido las ganas de huir. La publicación les da, a algunos, no tan solo un sentido a su existencia, si no también un argumento para mostrar su superioridad.

Creo que eso es lo mismo que sucede con el asunto soberanista catalán: personas que se sentían perdidas han encontrado en su militancia independentista un sentido a sus vidas y ahora son alguien. En Cataluña se asimila publicar (en catalán) a una labor redentora: si la literatura es mala no importa, ya que lo que importa es la militancia lingüística (por extensión, patriótica). Hace poco leí que, quien publica en catalán no solo hace eso si no que es un "guerrero de la lengua". Es decir, de la patria. Mientras los que escriben se planteen ser guerreros de la lengua patria, la literatura catalana estará perdida y sin remedio alguno.

Bolaño plantea muchas cosas interesantes en ese documental: duda de que existan literaturas chilenas, bolivianas o argentinas. ¿Acaso todo lo que se escribe en español no sale de Cervantes?. Una pregunta que sería aplicable a la literatura catalana, a no ser que alguien piense que la novela catalana nace de Mercè Rodoreda.

Hace unos días leí que la nueva consellera de cultura catalana, Laura Borràs, sigue empantanada en el debate estéril y kamikaze de que es lo que pasa con los escritores catalanes que escriben en lengua castellana: ¿son catalanes o no lo son? Ese es el nivel de la consellera. No le iría nada mal, a esa señora consellera, pisar el territorio real y escuchar y callar y aprender como yo lo hago.

Creo que Roberto Bolaño, que vivió muchos años en Cataluña, habría sido un fantástico consejero de cultura (aunque me temo su respuesta ante una proposición así).