27 de nov. 2017

El independentismo catalán es algo tan español como los toros

Resultat d'imatges de sangre en el ruedo

Nunca sabremos, a ciencia cierta, si Franco dejó a España fuera de la segunda guerra mundial por astucia, por dejadez o muy a pesar suyo. Lo que sí sabemos es que habernos quedado fuera de la contienda lo hemos pagado caro. Y eso se percibe. Se percibe en todo, cada día. Hoy.

Se intuye en los dejes fascistoides enquistados en el Partido Popular, en el autoritarismo latente en muchos políticos e instituciones, se intuye en el independentismo catalán, en Forcadell y en Puigdemont. En Marta Rovira. Se percibe en el folklorismo que vive, feliz y esplendoroso, en cada algarada nacionalista, en esa apelación a las emociones más primarias insertada en nombre de la patria. En la ausencia de racionalidad que ilumina, con luz cegadora, los conceptos patrios, ya sea la patria Cataluña o sea España. "España podría desaparecer", dicen unos. "La esencia catalana está en juego", dicen otros. Dios mío: dime tu lo que es la esencia porqué yo, pobre de mi, no lo comprendo, yo, que todavía dudo si la existencia tiene significado alguno (y yo diría que no).

Dios mío: si la existencia tiene imperativos no deben ser otros que convivir, tolerar y, a ser posible, amar. Pero Dios mío, déjame volver al asunto:

Habiendo salido soslayados e impolutos de la guerra europea, los españoles no hemos aprendido lo que aprendieron en el resto de Europa: que el fascismo (y su padre, el nacionalismo) son el mayor peligro que existe para la vida en paz, el mayor problema para la convivencia. La Unión Europea se construyó como un muro de contención, una prevención ante el auge de los nacionalismos en Europa. Con más o menos acierto, con más o menos gracia y con muchos peros, ese es el origen de la Unión Europea: concebir una herramienta supranacional que sea capaz de ponerle frenos al nacionalismo que destruyó millones de vidas.

Ahí está el dramático error que cometió Puigdemont en su huída a Bruselas: no se puede ir al corazón de Europa con un cuento nacionalista, y mucho menos a pedirle apegos. Pero bueno, quizás debo ir más despacio.

Por el hecho de haber salido impunes de la guerra europea, los ciudadanos de España aprendieron no solo que el fascismo es la opción vencedora, si no que también lo es el nacionalismo. No es ninguna casualidad que el bando franquista se denominase el "bando nacional" (contra el "bando rojo" o el "republicano", ojo al dato) y que, a día de hoy, uno de los medios digitales más recalcitrantes de la cosa independentista se titule "El Nacional". O que la palabra "nacional" esté presente en las reivindicaciones de ambas partes. O que alguien afirmase en Cataluña, hace tan solo un par de años, que era más fácil la independencia unilateral que la reforma federal de España (que equivale a decir: es más fácil la guerra que la paz. ¡Claro! Sobretodo si la sangre de esa guerra la vierten los otros mientras yo me zasco unos vinitos del Ampurdán, tan ricamente).

Hay un consenso muy amplio alrededor del término "nacional". Mi abuelo paterno, el franquista (el materno murió en un campo de refugiados republicanos cerca de Montpélier), hablaba con satisfacción del momento "cuando entraron los nacionales", y hoy escucho muy a menudo hablar de la "dignidad nacional catalana".

Y luego hay más datos, otros datos, aunque esos no son datos europeos. Me lo hizo ver (eso y otros asuntos) Francesc Trillas. Se trata del uso de "Nation" y de "State" (y de "Country") en los EUA, un lugar del mundo en donde la confrontación territorial está prácticamente resuelta y ausente del debate público. (Hay independentistas en Texas -¡en donde iba a ser, si no!- pero son unos tipejos curiosos, ancianos entrañables). Sobra decir que en los EUA también hubo una guerra, y huelga decir que la perdió el bando "nacionalista". Y la ganó el federal, el democrático (con todos los salves y los matices que hagan falta). Así, en los EUA, "Nation" es el conjunto de los "States", una opción terminológica que, digo yo, igual favorecería la implantación del modelo federalista en España como mejor vía para resolver los mal llamados "conflictos territoriales". Lo del nominalismo lo inventaron unos sabios medievales, pero su sabiduría no ha sido atendida jamás en nuestra península (solo Juan Ramón Jiménez dijo algo sobre el nombre y el olor de la rosa, que yo recuerde, ya ves).

A los EUA también se fueron de excursión Puigdemont y Junqueras. Del segundo no puedo decir a qué fue, pero del primero sabemos que fue a pedir adhesiones. Otro error de bulto. Quizás debido a haber leído poco sobre historia.

Lo dicho: solo en un país por el que no pasó la segunda guerra mundial se puede concebir que exista ese deje fascista, ese deje nacionalista. Y, en consecuencia, ese uso malintencionado de la palabra "democracia", que sirve para todo: democracia es el término que jamás hemos aprendido bien, aquí. Democracia no es sacar un voto más que el adversario como argumento para aplastarle, ningunearle y quitarle el derecho a la palabra. Democracia significa consenso, diálogo, participación. ¿Consenso? ¿Qué palabra es esa?. ¿Diálogo? El diálogo es un pecado, eso es lo que nos cuentan. El diálogo parece una expresión de la debilidad, y en eso están de acuerdo Puigdemont, Rajoy, Soraya SS, Marta Rovira (capaz de lloriquear ante tal palabreja). Aquí se entiende por "democracia" algo así como "aplastar en las urnas al enemigo", con un uso de las urnas más parecido al de los obuses que al de la participación ciudadana.

Podríamos hablar, también, de carlismo y de primorriverismo, y de todos los males que en este país reflotan y perviven sin desfallecer jamás, nuestros males mal momificados, nuestros males zombis. Guerra de banderas, desfiles con camisetas unicolores, llamadas al honor patrio, al destino, a la historia debidamente tergiversada, balcones y calles inflamadas de banderas. Claro que es de burros desear una guerra, pero habernos librado de la guerra europea (la guerra de las democracias contra los totalitarismos) tuvo un precio muy elevado, y nos impidió comprender el significado de ambos conceptos: nacionalismo y democracia. El primero pretende enfrentar, dividir y vencer. El otro pretende comprender, convivir, consensuar, pactar, perder. Perder, si, perder sin miedo, perder en el sentido de renunciar a los objetivos máximos: ¿alguien cree que la vida misma no es nada más que algo azaroso y frágil, destinado a ser perdido? El uno pretende dificultar la vida en común -algo ya bastante dificil de por si. El otro, facilitarla. Quizás hay quien necesita el conflicto para existir, para sentir que existe con un propósito. Eso es lo que pensaron los nacionalismos de principios del XX: construir la vida sobre el conflicto, darle sentido a través de la lucha de mi nación contra la otra. Los nacionalismos de Europa comprendieron adonde lleva el enfrentamiento nacional llevado hasta el final. El desastre, el horror, la ruina, la muerte. La nada. Los de España, no: en España venció el nacionalismo y eso es lo que hemos acarreado hasta hoy, lo que todavía tenemos que soportar.

Por eso me sonrío (con dolorosa amargura) cada vez que escucho a alguien, en Cataluña, hablando de hechos diferenciales. ¿Saben ustedes cual es el hecho diferencial catalán? Que somos más españoles que los toros. Somos, todavía, los pobres españolitos a los que una de las dos Españas ha de helarle el corazón (o una de las dos Cataluñas, que es lo mismo). Creo que va siendo hora de dejarnos de esencialismos, de banderas y de proclamas patrióticas. Que alguien me cuente que sacó de bueno, en su vida diaria, a costa del patriotismo de la patria que más le gusta.

Yo voy a seguir, tal como vengo haciendo desde hace años, empadronado en la patria de Moby Dick, del Quijote, de Joseph K, de Fernando Atienza y de Iván Bezdomny. Y de otros muchos sin techo, sin patria. Voy a seguir creyendo en la educación y en la prevención.

Educación y prevención contra el fascismo, contra el nacionalismo, contra el odio, contra las fronteras, contra los esencialismos, contra la ignorancia, contra los totalitarismos, contra las banderas, contra la injusticia, contra la desigualdad...

(Dios mío: ayúdame a acortar la lista, te lo suplico).

18 de nov. 2017

La mujer, el soldado y la amante francesa

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A Mercedes le contaron que su marido había huído a Francia, como los demás supervivientes de la 44 División, después de la debacle de noviembre del 38. Alguien que lo sabía se lo dijo:

-Tu marido huyó a Francia, Mercedes.

Se lo soltó así, escueto y a bocajarro, en el mercado semanal. Mercedes estaba comprando patatas. Si de veras eso fue así, sucedió un lunes. En el pueblo, el mercado de la plaza, hoy como antaño, sucede los lunes. En este momento de la historia, Mercedes tiene 27 años, estamos en 1940 y por lo tanto se cumplen dos des de que se casó con el soldado que se marchó por la carretera de Vinebre.

Ofició la ceremonia de la boda un capitán, de pie ante la bandera de la República española y el estandarte de la XV Brigada, que era la suya. Los únicos testigos del casorio fueron soldados, hombres muy jóvenes y la mayoría chavales imberbes con un fusil al hombro.

La noche de bodas fue breve, una instantánea, como un fulgor oscuro en la Vía Láctea, en otoño.

Por la mañana el marido debe ir al frente. Ella, en la madrugada, de pie al final de la calle, saluda con la mano incluso cuando ya no se ve la polvareda más bien escasa que levantó la columna de soldados que se marchó. Mercedes se cubre con una batita azul y gris, unas pantuflas verdes. Piensa que ahora ya es una mujer completa, porqué eso es lo que le dijo su padre sobre las chicas que se transmudan en mujeres tras la noche de bodas.

Y también piensa: ¿era eso, todo? Dios mío ¿eso era todo?

*

La historia, esta historia que te cuento, me la contó un hombre, hace algún tiempo.

El hombre estaba sentado frente a mí.

Otoño de hace dos o tres años. Estamos en el bar del pueblo, te lo digo así porque no hay más bares en ese pueblo del Priorato. El bar de este pueblo es un local amplio y creo que es propiedad del municipio. Hay un patio atrás, un patio enorme con terrazas sucesivas, pero nos hemos quedado en ese interior tan espacioso como desnudo, amarillento, sin más decoración que la enorme pantalla del televisor, al fondo, y por los rincones los ventiladores del bazar chino. En la pantalla hay un partido de fútbol al que, cosa rara, le prestan poca atención los parroquianos. En el patio cae un sol de plomo fundido y solo los fumadores más incorruptibles osan sentarse ahí. Y los marroquíes jóvenes, que soportan mejor que los autóctonos el calor y la explotación a la que les someten sus patronos.

Eso sucedió hace ochenta años, iba diciendo. La 44 División aparece en la conversación varias veces a lo largo de la tarde. De su desbandada tras la derrota en la ribera del Ebro surgen muchas historias y no es que quiera destacar ninguna, pero hoy cuento esta. Cuento esta y no otra porque mientras ese hombre ya tan mayor que tengo sentado enfrente me la cuenta, le descubro un brillo en los ojos que se convierte en lágrimas a medida que desfilan las palabras. Mi interlocutor habla muy bien, me admiro yo en silencio, ese hombre tiene el sentido de la narración metido en el alma.

Y me cuenta: a Mercedes le dijeron que su marido estaba en Francia y que no debía preocuparse: cuando todo se calme, volverá. Eso le dijeron. Volverán todos. Al fin y al cabo él no hizo nada malo ¿verdad? Solo que le tocó combatir en el bando malo. Verás como todo se queda en nada, le dijeron. Esa gente no son bestias, son buenos cristianos y te lo devolverán, ya verás. Eso le prometían. Pero pasó un año sin saberse nada del marido.

Y pasaron dos años, y luego tres años.

Al fin alguien (otro alguien) dijo que el marido de Mercedes no regresaba de Francia porqué se había echado una amante francesa y claro: qué ganas tendría nadie de volver para España si tienes a una francesita encamada.

La noticia de la amante francesa circuló por el pueblo y alguien se encontró en la necesidad de contársela a Mercedes. Parece que tu marido está en Toulouse. Pero podría ser Nîmes, o Marsella, eso no es seguro, vete a saber, él no debe querer que sepas dónde. Eso se lo contaron en la plaza, frente a la iglesia. Eso de lo contaron a Mercedes ante la puerta de la iglesia porqué le habían recomendado que, en ese país renovado, debía acudir a la iglesia por lo menos los domingos. Ella obedeció. Así que eso de la amante se lo debieron contar un domingo. Una amante francesa le retiene en Francia.

Mercedes empezó a imaginarse como podía ser la amante francesa de su marido. Le puso cara. Una cara con el pelo rubio y labios sensuales, algo putones. Piel blanca, un poco rechoncha. A él le gustan las mujeres rubias, blancas de piel y más bien entradas en carnes por lo de las más curvas. Preguntó por nombres de mujer franceses y, de entre los que le sugerían, escogió el de Brigitte. La amante de mi marido se llama Brigitte, se dijo.

Pasaron los años y Mercedes envejeció mientras Brigitte se mantenía tan bella, tan rubia y tan rosada como la primera vez que la vio aparecer en un sueño, cuarenta años atrás. Al cabo de esos cuarenta años, Brigitte seguía siendo tan hermosa -y tan mala, y tan puta- como la primera vez. Así como de su marido podía imaginar como había empeorado por la edad con solo mirar a los de su quinta, de Brigitte nunca percibió ni un solo indicio de merma.

Cuando Mercedes tenía los ochenta y pico cumplidos le llegó la carta. El soldado había aparecido.

Su cadáver es uno de los que están enterrados, pone en la carta, en una fosa común que hemos descubierto. Murió en enero del 39 junto a otros de su División. Tuberculosis, lo más probable, como la mayoría de los soldados que metieron presos en un castillo de Pamplona.

Entonces.... ¿debo entender que mi marido jamás llegó a Francia? se pregunta Mercedes y se lee la carta tres, cuatro, cinco veces seguidas el primer día y otras tantas en los días siguientes y así durante meses, sentada en su butaca del comedor, en la cama, en la taza del váter, apoyada en el alféizar de la ventana.

Al principio, Mercedes se temió que, tras la revelación que contenía la carta, el fantasma de Brigitte la abandonara. Pero no la abandonó, no fue así. Cada noche, como de costumbre, Mercedes y Brigitte se acostaban juntas y hablaban de él, del soldadito español, de la vida en una ciudad francesa de luz bonita, irisada en la madrugada y rosada por las tardes, y de los hijos que tuvo con él, que siempre fue muy bueno con ella porque jamás la pegó ni le soltó una mala palabra, y además un buen padre.

Y buen amante, también, puntualiza Brigitte con un destello pícaro en sus ojos azules y jóvenes para siempre, para siempre.

15 de nov. 2017

Buenos días, soledad


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Querido amigo,

Creo que cuando nos reconocemos pobres y cobardes -humanos y nada más que pobres humanos- es cuando nos comprendemos; creo que me reconozco a mi en la fragilidad tuya.

Así yo, luego de varios años de tener pesadillas con Maricarmen Forcadell, de repente la siento casi casi próxima. En su cobardía y en su soledad. Incluso ese hombre, ese pobre Carles Puigdemont al que llegaron a llamarle Muy Honorable y hoy nada, me parece ahora un pobre hombre al que podría abrazarle con un abrazo de consuelo. Eres un pobre diablo, Carlitos. Como yo. Por fin. Por fin un atisbo de cobardía después de tanta valentía, después de tanto (y tan ridículo) "ni un paso atrás".

Buenos días a la soledad del cobarde, del dudoso, del agnóstico, del tibio, del equidistante. Buenos días, soledad del catalán que se creyó almogávar, guerrero celta, tártaro, aqueo en el sitio de Troya, soldado de Gengis Kahn, Luke Skywalker, Tortuga Ninja, Rosa Parks, Mandela. No eres más que un catalán, uno del montón, cobarde y laborioso, gris. Gente de orden. Quizás tu padre y/o tu abuelo aplaudieron a Franco en enero de 1939, por cobardía y por lo del orden. En la lista de los muertos que defendían Cataluña -lo que quedaba de la España republicana- en el Ebro, en noviembre del 38, hay pocos apellidos catalanes. Consúltalo por si acaso, pero ya lo sabes.

Buenos días, soledad. Bienvenidos a la cobardía y la soledad. Los más cerriles convierten la cobardía de Maricarmen Forcadell en gesto patriótico, en no se qué estrategia, en inteligencia, en quiebro astuto. No. Solo hay la cobardía. La que nos hermana, por fin, después de tanto desparpajo, de tanto Braveheart con barretina. Dicen: es humano que alguien se retracte ante un juez que le amenaza con 30 años de talego. Por supuesto que lo es: es lo que yo haría, y eso que yo jamás me las he dado de valiente. 30 años de talego son muchos. Maricarmen ha hecho lo normal. Me guardo una pregunta: si cuando Maricarmen se retracta es humana ¿qué era cuando juraba que "ni un paso atrás, no tenemos miedo"? Bueno, esa parte voy a obviarla: hacerse el gallito es bastante fácil. Más aún cuando tienes detrás a una multitud abanderada que grita sin cesar: "tírate por la ventana si tienes huevos".

La historia de Cataluña no es una historia de valientes. Lo sabes bien. La catalana no es una historia de hazañas bélicas. La cosa ya empezó muy mal con el rey Pedro, el padre de Jaime I, y su ridícula batalla perdida sin presentarse a ella, y siguió mal con multitud de ejemplos. Ahí está la cobardía legendaria de Rafael de Casanova, el cobarde metamorfoseado en héroe por una comunidad acomplejada: solo una comunidad acomplejada podría adorar la Sagrada Familia de Gaudí, ese horrendo monumento al complejo de inferioridad. Deberíamos haberle contado la historia de Cataluña a Jorge Luis (Borges), creo que habría escrito un buen relato sobre héroes, traidores y cobardes, ensoñaciones y debilidades. Por cierto: estoy por releer el Ernesto Sábato de "Sobre héroes y tumbas". Tu ya sabes.

Es cuando somos humanos que nos comprendemos. Creo que me repito, ¿verdad? En la retractación del cobarde, en el miedo ante un calabozo demasiado profundo, demasiado pavoroso. En el miedo a la pobreza que rezuma Artur Mas por cada poro de su piel cuidada, el que llevó vida de rico des de la cuna, en el terror (incomprendido) de Santiago Vila, aprendiz de Macron ibérico, cuando cierran las luces de la segunda galería y de repente parece vagamente humano a pesar de su lacerante ultraliberalismo autoritario, en el pánico medio oculto o mal disimulado en Puigdemont cuando concede que "hay otras vías para Cataluña aparte de la independencia", viéndose solo y humano, terriblemente humano ante el frío brutal que se abate sobre Bruselas, en donde el invierno avanza sin la clemencia mediterránea, solo ante la ola de olvido que se levanta, oscura e inclemente, presta a abatirle. Se me ocurrió pensar en las tropas de Felipe II en Flandes, en los soldados rasos que iban acojonados a la guerra en tan triste lugar.

[Cuentan que Vila se pasó las horas nocturnas del presidio mirando las manecillas de su reloj y sin pegar ojo, y digo yo que las manecillas de su peluco deben ser fosforescentes además de carísimas, aunque la fosforescencia sea poco elegante y por lo tanto inapropiada en tan selecta muñeca].

Todos nos comprendemos ahora, en la cobardía. Nos empezamos a comprender. Unos dicen que lo de la independencia solo era una broma, pero ya sabes no era una broma: un acto es de broma cuando nos reímos los dos, pero en tu acto solo te reíste tu, que me llamaste facha y españolista por no reírme contigo. Ahora si te entiendo, sin embargo: cuando te veo abatido. Tanto como yo. Tan triste y solo como yo. ¿Era para nada, todo eso? ¿Eran para nada los cinco años de épica y camisetas amarillas a 15 euros, y las embajadas? ¿Era para nada todo el discurso de las urnas? ¿Era para nada que me mandaste a votar en un referéndum imposible y ofrecí mi crisma para que me la rompieran a mayor gloria tuya?. Y las parrafadas sobre la dignidad, ¿qué eran?

Pues si, todo era para nada: como todo en la vida de los humanos.

A lo mejor a partir de ahora nos volvemos a entender y nos hablamos de nuevo. Sabiéndonos solos y cobardes. A lo mejor -ahora sí- a partir de aquí construimos algo entre todos.

9 de nov. 2017

El niño perdido en Bruselas

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A lo largo de los años, trabajando en la docencia, uno conoce a un montón de personas. Son personas (personitas, en mi caso, ya que trabajo en la educación primaria) que algún día pueden llegar a algo. Es más: uno siempre sueña en eso, en que alguno llegue a algo y que, en la fragua de ese algo su maestro haya tenido algo que ver. Uno siempre espera sembrar algo, dejar una huella. Es el sueño (legítimo pero tan egocéntrico como audaz) de los maestros.

Cuando uno trabaja en la docencia le sucede algo muy raro: eres cada año un año más viejo pero las personitas tienen siempre la misma edad. Ese fenómeno, mal llevado, podría conducir a trastornos severos y a caer en la conspiranoia o en la depresión aguda.

Hoy he leído los recuerdos que, de Carles Puigdemont, tiene un antiguo profesor suyo. Dice de él: que era un alumno discreto, buena persona y gris. Que no le sorprendió que Carles dejase la carrera sin terminar y que, sin embargo, si le sorprendió mucho que llegase a alcalde de pueblo. Ni falta que hace contar cuánto se sorprendió, el profesor, cuando supo que Carles llegó a la más alta cota de poder político de su región, esa dolorosa Cataluña que, cuando se pregunta si es nación, se responde por bulerías y ahora por bruselerías.

Veo al antiguo alumno gris paseándose por Bruselas a medida que el otoño se trasviste de invierno, y le veo cada vez más pequeño: eso lo hace el frío. Lo se porqué Carles y yo tenemos casi la misma edad y me conozco lo que hace la llegada del frío en el cuerpo, en esa edad. Cada vez me resulta más fácil imaginarlo jovencito, despreocupado, buena persona, como cuando iba a las clases de filología. No resulta nada complicado descubrir el titubeo apenas oculto en el cuerpo dentro del capote negro, la sonrisa medio rota, la chispa que periclita en su mirada, el cansancio en cada frase que pronuncia, con una fe en la solemnidad y la rimbombancia cada día más ajada, más dañada. No resulta nada dificil ver al niño que fue, ver al jovencito aquel, el que debía esforzarse en las notas escolares, testarudo, quizás con secretas veleidades de poeta. Si: estoy seguro de que Carles quiso ser poeta nacional antes de querer ser autoridad regional.

Un periodista que conoció a Carles, recién llegado a Gerona des de su pueblecito, cuenta lo que recuerda de él: que era un joven solitario, y le recuerda precisamente así, solo y acodado en la barra de un local que estaba de moda por entonces, el Boomerang. En sus discursos hay un intento de lírica bien domesticado y, de esa lírica, Carles deja rastros leves, indicios solo perceptibles para un arqueólogo del lirismo catalán. Eso se lo aplaudo, porqué tanto él como yo sabemos que el lirismo es pecado. Más aún cuando se aplica al patriotismo, ya que en ese caso uno puede caer en un ridículo ñoño e insufrible. Hay un poeta triste dentro del niño que quería ser filológo y se perdió en un laberinto de poder, leyes, abogados, periodistas astutos. El niño que quiso ser poeta es cada día más visible tras ese abrigo, tras la mueca que delata el frío que se abate en esas latitudes oscuras del norte nuboso en donde no existe el concepto de "tarde soleada" ni de "mañana reluciente".

Hubo un poeta catalán que también practicó un exilio raro en Bruselas, Josep Carner. Hace casi cien años de eso. Creo que Carner quiso ser político pero fue poeta. El destino es así de caprichoso (caprichoso: eufemismo de "cabrón"). Y luego está Buenaventura Durruti, ese si que fue lo que quiso ser: revolucionario de vida rutilante, breve, un estallido de fuego, relámpago sobre el agua quieta. A Durruti le mandaron a Bélgica castigado por delincuente, fué expatriado a Bélgica por la justicia de España. Una vez en Bruselas, Durruti, que se aburría mortalmente, decidió divertirse y se puso a hacer lo que mejor se le daba: atracar bancos. (Eso de Durruti no es una mis medias ficciones: lo cuenta muy bien Hans Magnus Enzensberger en "El corto verano de la anarquía", un ensayo fabuloso por lo documentado que está). A Durruti los belgas le echaron de Bélgica y le devolvieron a España, hartos los belgas de soportar las fechorías del asturianocatalán más liante que jamás conocieron. Una vez en España, Durruti lió la revolución que todo el mundo sabe. Durruti era un tipo que salía de abajo, de la miseria. Era un hombre curtido en el hambre, en la lucha diaria, una fuerza de la naturaleza salvaje, como los lobos o los volcanes, un tipo duro, que a los 30 ya había pisado cárceles y se había liado a tiros con la guardia civil por esos barrios de Dios. Carles no es Durruti: mírale bien y descubres esa fragilidad del niño al que le contaron la fantasía de Coelho: que el universo conspira a tu favor si lo crees de veras, con vehemencia. Le dijeron que debía creer que, si estás convencido de tener razón, los demás te van a reconocer tu razón e incluso te van a premiar por ello. Dios mío, creo que debieron contarle eso y él se lo creyó.

El niño de Bruselas empequeñece bajo el frío creciente e intuyo que piensa en la otra vida, la que no fué, la del poeta que deseó ser cuando todavía no le había picado ese escorpión del poder político, ese Saturno con el aguijón dorado y engañoso, disfrazado de palacio gótico y de hotel en la ciudad fría, triste, hostil e indiferente de la Europa, extraña y ambivalente, con ex-nazis y socialdemócratas que andan prestos por las calles que simulan ser París pero no son París, viento helado, nada, soledad, mejillones con papas fritas en un cucurucho de papel para calentarte las manos y te lo comes a regañadientes en la tristeza del cuarto de la pensión.

Mañana por la mañana, Carles se levantará y mirará de soslayo el pedazo de papel manchado de manteca que reposa en la butaca, lo que ayer fue cucurucho de mejillones y papas. Y cuando se plante ante el espejo, antes de disfrazarse otra vez --¡una vez más!-- de político heroico, se dirá: ¿Como habría sido mi vida si hubiese querido fracasar como poeta de una poesía que no escribí, en vez de querer fracasar como estadista de un estado que quizás no existe?


7 de nov. 2017

Carta a un independentista de clase media, medio baja

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Me hubiera gustado más poder empezar esta carta con una de aquellas fórmulas que solíamos usar antes: querido amigo, estimado amigo. Pero ¿para qué andarse con simulacros en los que ya no creemos y que, a esas alturas, suenan solo a tretas socarronas? Todo lo que antes nos unía ahora es fría ironía, pasto de un tiempo ciego dominado por locos.

Sin embargo, todavía se me ocurren cosas que contarte. Hoy, en el trabajo, se ha planteado la cuestión de hacer huelga o no hacerla, en defensa de unos políticos presos en una cárcel madrileña. Por primera vez en mucho tiempo he pronunciado un "no" sencillo pero claro. Y lo he argumentado así: estoy muy cansado, hastiado diría yo, de tener a una clase política que, en vez de trabajar para resolver problemas, los crea, y cuando los ha creado nos pide a los de abajo que les solucionemos los problemas que han creado.

Mientras escuchaba otros argumentos he oído palabras que se destacaban en el horizonte de las voces por ser más altas, más afiladas, más poderosas. País, libertad, democracia, derechos, humillación, intervención, dignidad. Y entonces he recordado las palabras que hablábamos entonces, hace años: justicia social, igualdad, cultura, arte, placer. Como han cambiado las palabras ¿verdad?

Puestos a recordar, me he acordado de la casa donde nací, allí en la callejuela de la Virgen del Pilar, en mitad de los 60. Era una callejuela más bien siniestra o, por lo menos, bastante triste. Diez o doce años más tarde, el hijo del vecino de enfrente, que tenía unos pocos años más que yo, murió por lo de la droga. Antes de hacerlo (lo de morirse a los 17) me había atracado a punta de navaja en el portal, ya que iba tan puesto que no se percató de que asaltaba al vecino.

En mi casa, por aquellos años, éramos bastante pobres. Quizás no miserables, pero sí pobres. Teníamos poco, y nunca me veo capaz de precisar si teníamos un poco menos o un poco más de lo que se considera "tener lo justo". Me inclino por lo primero, y pienso que, si lo dudo, es por el esfuerzo de mis padres en pintar el asunto como mejor podían, en su noble empeño por presentarles a sus hijos un mundo algo menos lúgubre de lo que, en realidad, era.

Eran los años finales del franquismo. Luego asistí al tránsito hacia la democracia. Era demasiado joven yo entonces, pero de haber sido algo mayor estoy seguro de que me habría apuntado a las movidas libertarias que florecían en Barcelona y luego, quizás, a las de Madrid. Aquello debió de ser la leche. Pero más allá de las fantasías sobre una juventud que no sucedió, recuerdo que construí una idea bastante sólida de cual era mi patria: mi patria era tener una buena escuela, un buen hospital, unos buenos servicios públicos en general. Poco a poco, muy lentamente, mi patria se construyó. No solo con lentitud, si no con tropiezos. Había unos tipos, en el norte, que metían bombas y pegaban tiros, esos pusieron un montón de problemas. Pero aún así, construímos un lugar para vivir todos. Me di cuenta de que, si existía algo que le puede dar contenido al "progreso", tiene que ser algo que se elabora con paciencia, entre todos, codo a codo, soslayando diferencias y construyendo afinidades, intereses compartidos.

Por todo eso, y por otras cosas que ahora no conviene sacar a colación, a mi, vuestra idea de la independencia me ha entristecido siempre. Debo reconocer que, en el principio de ese episodio, solo me sonreí y achaqué el independentismo a un capricho de las clases altas catalanas, deseosas de controlar mayores cuotas de poder y asustadas ante el florecimiento de un malestar creciente entre los pobres y los trabajadores. Siempre di por hecho que ningún trabajador, en su sano juicio, podía alistarse a la contrarevolución de los ricos. Me dirás que hay catalanes ricos que se oponen a la independencia y me nombrarás, por ejemplo, a Josep Oliu, y luego me dirás que hay muchos independentistas trabajadores y pobres. Me pondrás ejemplos de esos, también, sacados de entre tus vecinos o familiares, alguno de los cuales lleva tiempo en el paro.

Ahora, en el instante en que me nombras a los independentistas trabajadores y pobres, me sentiré más triste que nunca. Ahora me daré cuenta de que algo se ha roto, y de que lo que se ha roto es una pieza muy importante. Ahora descubriré que, para algunos de la clase media medio baja como yo, la patria es una bandera y un himno. Ya no es una buena escuela ni un buen hospital ni unos buenos servicios públicos. Ni la cultura ni el arte ni nada de todo aquello. Una bandera. Una frontera. Lo que se quiere construir no se pretende construir entre todos si no entre unos cuantos que no necesitan para nada a los demás puesto que se ellos se bastan con ellos mismos, con los suyos.

Y a continuación me dices, henchido de un orgullo sustituto de razón que, si no estoy a tu lado, estoy al lado de los fachas, de los "unionistas", de los partidarios de la dictadura, de los que aplauden la represión y las cloacas del estado, de los ultras, de no sé cuantas cosas más, todas terribles. Eso es lo peor que me ha pasado en muchos años. No me esperaba vivir algo así, a mi edad. He cumplido los 50 hace dos y todo eso me pilla con la energía levemente mermada. Esa merma es todavía incipiente, pero avanzará con toda seguridad, puesto que eso no tiene marcha atrás. Recuerdo una escena de "La mirada de Ulisses", aquella fabulosa cinta de Theo Angelopoulos (¿recuerdas como nos gustaba el cine del director griego?) en la que el protagonista, también cincuentón, ya solo tiene fuerzas para andar hacia la niebla que emana del río Bosna, en Sarajevo, blanca pero oscura, esa niebla que todo lo devora, de la que ya no se sale jamás.

Me siento triste y abatido porqué percibo el aliento del fracaso. De nuestro fracaso. Los problemas de los de arriba me traen al pairo, allá ellos con sus luchas por un poder que ni tu ni yo, jamás, llegaremos a oler. Me duele lo nuestro, la pérdida, que nos hayan separado por culpa de la idea de una patria fantasmagórica, que nos hayan dañado tanto con tan solo nombrar palabras vacías (libertad, país, preso político), y que con ellas hayan invocado la tormenta, el aguacero que se llevó las palabras anteriores. Ya sabes: cultura, placer, arte.

No me voy a extender, porqué no es bueno extenderse en el dolor y la pena. Voy a vivir mi duelo como debe vivirse un duelo: recluído, solo, tranquilo.

Me gustaría despedirme de ti con fórmulas bonitas, de esperanza y de sosiego y de confianza. Pero también iban a parecer falsas, vacías. Nos han vencido con cuatro palabras y con una bandera.

 No se me ocurre una derrota más amarga.


3 de nov. 2017

El exilio


Mi abuelo materno, Miquel Albert Barris, nacido en Figueres en 1901, se exilió de España en enero de 1939 y se fue a Francia, cerca de Montpélier. De no haberlo hecho así, le hubiesen fusilado las tropas franquistas que entraban por la Diagonal des del oeste mientras él salía por la Gran Vía, vía norte. Dice la leyenda familiar que consiguió huir gracias a que requisó (mangó) una motocicleta.

Miquel Albert fué el último comisario político de la prisión de Montjuïc en tiempos republicanos y comprendió, en enero de 1939, que debía largarse por piernas si quería mantenerse con vida. Hizo bien. No iba nada desencaminado, el abuelo: aunque joven e idealista, comprendió cual es la materia del sueño y cual es la materia de la realidad. Comprendió la diferencia que hay entre ambas construcciones.

Miquel Albert ejercía su cargo en virtud de la legalidad vigente en España, y por defender esa legalidad --con armas legales frente a las armas sediciosas-- tuvo que largarse, ya que los golpistas de entonces no se andaban con hostias. Una vez en el sur de Francia, el abuelo dió con sus huesos en uno de los campos en donde se hacinaban los refugiados españoles. Miquel, de salud frágil, no resistió el exilio mucho tiempo: murió en enero de 1941. Dicen que pulmonía, quizás pneumonía, probable tuberculosis. Miseria, en cualquier caso. Pena y miseria y el bacilo de Koch.

En Barcelona estaban su mujer y sus tres hijos. Sin sustento económico alguno. El mayor tenía 9 años. La menor (mi madre), 3. El exilio y la muerte del abuelo, fallecido de pena y de miseria a los 40 años, fue la nube que cubrió el sol a lo largo de de toda mi infancia.

El exilio de los perseguidos es eso. Al menos para mis glándulas entendederas, que lo entendieron de pequeñito.

Así, del mismo modo que pido inteligencia, moderación y respeto cuando se habla de "el pueblo catalán" como si fuese un sujeto singular (y que no me incluyan nunca más en él, por favor: hablen de diversidad, de complejidad, hablen de ciudadanía por lo que más quieran) también pido inteligencia y respeto cuando se habla de "exilio".

No todo vale, ni todo vale en cualquier circunstancia, por más favorable que sea. Cuidado con animar a los enfrentamientos que pueden derivar en guerras, porqué las guerras traen la mala muerte a los mismos a los que no les llega jamás la buena vida. Cuidado con hablar de lo que se desconoce, cuidado con nombrar el horror en vano porqué el horror se ceba con los de abajo.

Hay que respetar las palabras, preservar sus significados. No siempre un político preso es un preso político. (Si un día encarcelan a Messi por saltarse la ley tributaria, ¿será un deportista preso o un preso deportivo?).

Dice uno que la pintura terminó con el Giotto, y otro que la literatura se extinguió tras el Dante. Aunque lo comparto en parte, también creo que quizás sean exageraciones. Pero, por lo menos, respeten las palabras. Digan "exilio" cuando sea exilio y déjense de nombrarlo cuando es fraudulento. Nombren a las revoluciones y al desastre cuando sea inevitable nombrarles y solo si es inevitable. Déjense de simulacros y de simulaciones.

Respetar las palabras es el principio, porqué en el principio fue la palabra. Y es lo último que nos queda a los que no disponemos de la palabra cuando no es hacienda, cuando no es herencia, cuando es nuestra pobreza y cuando debemos defenderla día a día, minuto a minuto.

1 de nov. 2017

Cataluña es una república y los duendes existen

Resultat d'imatges de duende

Cuando era pequeño estaba convencido -con ilusión infantil- de la existencia de duendes, gnomos y hadas. Incluso afirmé haber visto una, en un jardín barcelonés, revoloteando al atardecer, con el sol dorado y bajo. Y una vez vi a un duendecillo, en el Montseny, que correteaba tras unas zarzas y se ocultó entre unas piedras envueltas en musgo.

Años más tarde tuve que admitirlo: no existía ninguno de aquellos seres y solo el poder de mi deseo pueril les hizo visibles. Descubrí que, en realidad, en los rincones del bosque solo había latas de coca-cola oxidadas, colillas y pedazos de papel higiénico. A partir de entonces pasé algunos años leyendo literatura fantástica, ese fue mi duelo y mi consuelo.

El otro día pensé en aquel momento de mi vida, cuando admití que los duendes solo viven en el mundo de la fantasía. Fue el día en que el president Puigdemont proclamó la República catalana y luego se largó a su pueblo sin promulgar ninguno de los cientos o miles de decretos que habrían sido necesarios (aduanas, puertos, seguridad, hacienda, etc). A las pocas horas, Puigdemont y sus consellers fueron destituídos. Los destituidos acataron el cese con sorprendente docilidad. Benet Salellas, diputado de la Cup, dio una rueda de prensa con un aspecto más desaliñado de lo que mandan los cánones de su organización y soltó, tan pancho: "No estábamos preparados". Y Santi Vila, exconseller, explicó con detalles que se habían equivocado en casi todo. Mientras tanto, los enviados del Gobierno español se encargaban de la administración catalana y dejaban la autonomía reducida, jibarizada, como la "Catalunya en miniatura" de los tiempos de Pujol el andorrano. Puigdemont se largó a su pueblo y se lió a vinos, y tanto debió de liarse que despertó en Bruselas con un resacón tremendo.

Ese día pensé en mis duendes perdidos cuando me di cuenta de la reacción que se daba entre la mayoría de los independentistas. Estaban en plena fase de negación. Incluso hay un medio de la prensa digital que alimenta la fantasía y cuenta, sin rubor alguno, que la República catalana avanza a buen ritmo y se auguran grandes hitos. El director de ese medio lleva algunos días escribiendo editoriales en los que, con alambicados argumentos, defiende un delirio bastante cómico en el cual el día es noche y la noche, día: lo que dirías que es un ridículo bochornoso es, según el articulista, una estrategia genial digna de aquel Doctor No versionado por Woody Allen.

Es habitual que, ante la llegada de una noticia muy mala, nos refugiemos en la negación. Que nos inventemos una realidad paralela. La realidad, además, es un concepto difícil de consensuar: los sueños ¿forman parte de la realidad o residen en otra categoría?

Siento pena por mis conciudadanos independentistas, porqué la realidad les está mostrando un paisaje de fracaso estrepitoso y unos líderes ridículos. No debería sentir pena por ellos después de esos años infernales que nos han dado, pero ya ves. Se empatiza facilmente con un humano azotado por ese furioso despertar, ese trágico final del sueño. Los suyos les han engañado durante cinco años, les han jurado que lo tenían todo preparado, que el plan era infalible y que si fallaba había un plan B, tanto o más infalible que el anterior. Les prometieron un país de ensueño y solo era un sueño. Les prometieron un proceso limpio, brillante, lleno de éxitos. Les prometieron la independencia y les dejan sin autonomía. Y prohibido reclamar, porqué todo es culpa del enemigo.

Sigo a algún independentista por las redes y convivo con alguno en el trabajo. Y me doy cuenta de la brutalidad de ese momento. Todavía esperan, convencidos de que eso no está sucediendo, de que el séptimo de caballería aparecerá cuando menos te lo esperas, quizás mientras duermes y así cuando te levantes, mañana, Cataluña será la república prometida y todos felices y perdices.

Le pregunté a uno si se había guardado los tickets de las prendas independentistas que le compraron cada año de esos cinco años a Carme Forcadell y sus chicos de la ANC, porqué igual ha llegado el momento de reclamar. Se lo tomó muy mal, mi broma no era fue nada oportuna. No está bien bromear con quién está en fase de negación y todavía no ha acatado la realidad -tal como el señor Trapero acató su cese, sin rechistar.

Me dan pena los independentistas porqué no veo a ninguno de esos líderes que les han engañado sin compasión alguna durante esos años dispuesto a dar la cara, a pedir perdón y a contar que no prepararon ninguna "infraestructura de estado", ninguna estrategia, nada.

Descubrir que los duendes no existen no significa aceptarlo de buenas a primeras. A la realidad se la comprende poco a poco, con paciencia y con crítica y con autocrítica. Hay que dejarle al tiempo que haga su labor terapéutica. Hay que vivir el duelo. Y después uno puede exigir responsabilidades: a los libros demasiado fantasiosos, a las películas de Disney, a los hermanos Grimm.

Pero en el fondo, hay que admitirlo: es uno mismo el que se presta al engaño, y en cada engaño hay algo de autoengaño.

Me pregunto si llegarán a ese punto. Si pedirán explicaciones a quienes les engañaron y se preguntarán porqué tenían tanta necesidad de vivir en el engaño. Me pregunto si pedirán perdón por haber arrastrado a la mitad de sus conciudadanos por ese largo, penoso y estéril páramo que no llevaba a ningún lado. En nombre de una patria que de repente se esfuma en una tarde de otoño y solo deja un suave olor a flores podridas.

Resultat d'imatges de puigdemont tintin