27 de gen. 2022

Elogio de la bandera catalana

Muchas veces habrán oído despreciar a las banderas: se les achaca ser el remedo de los antiguos estandartes guerreros, la insignia que llevaba el desdichado soldado a la batalla para saber a quien debía matar y a quien no. En aquellos tiempos, al desdichado soldado nada propio la unía al estandarte: la banderola era un signo de vasallaje y de sumisión a un tipo, un noble, que le expoliaba toda la vida y que incluso le exigía el sacrificio.

De aquellos barros esos lodos, o del revés, nunca recuerdo como es el dicho. Los dichos, como los estandartes, son algo aburrido y viejo que nos impide pensar y nos ata al tiempo de la tiniebla.

Pues bien: quien diga que las banderas son residuos de un pasado nefasto (una vulgar redundancia), quizás no se ha fijado en lo muy útil que resulta, todavía, la bandera catalana. En muchos balcones, la bandera esconde el interior del balcón y sus miserias: una bandera bien grandota puede ocultar a un maltratador, a un abusador, a un pederasta, a un pervertido o a un simple holgazán. Una bandera bien puesta sirve para mucho. 

Hubo un tiempo, muy cercano, en el que una buena banderita servía para no ser visto, para no destacarse, para no ser señalado: una utilidad irreprochable.

Y si no me creen, fíjense ustedes en las banderas y su uso en el Parlamento catalán. Un golpe de aire, fortuito aunque malintencionado, ha agitado un poco la bandera y se ha descubierto que el Parlamento regional lleva más de una década de ignominia y corrupción, a la par que de declaraciones solemnes. Así pues, ahora sabemos que el templo de la soberanía del pueblo (del poble! el poble!) es un lodazal de trapicheos carísimos, carísimos para el pueblo, el mismo pueblo que lleva los estandartes a veces en forma de lazo amarillo in pectore.

Fíjense ustedes en que la sagrada unidad de los soberanistas, nacionalistas, derechoadecidiristas, independentistas, y etc, todos aquellos que se rodeaban de la bandera como quien se rodea de un halo de trascendencia o de santidad se están tirando de los pelos entre ellos para echarse las culpas. A ver quien fue el que empezó con la malversación, quien la vio y se calló, quien no se enteró de nada, quien miró hacia otra parte: los unos hacia Waterloo, los otros a Prats de Molló, algunos a Salses y por fin otros a Guardamar. Ha llegado el momento de mirar al dedo que señala la Luna: el truco está en que la Luna asoma envuelta en una bandera y el dedo lleva las cuatro barras pintadas con maquillaje de carnaval, y en la uña, de azul celeste, han pegado una estrellita blanca e inmaculada, lucero del alba.

Es muy curioso el desmoronamiento del procés, que se nos presenta de repente como la putrefacción acelerada de algo que tuvo apariencia de lujosa fiesta histórica y de hito nacional. Quizás alguna vez sospechamos que el Parlamento catalán era demasiado folklórico o incluso kitsch, pero de repente sabemos que era un esperpento españolísimo, una feria de las corruptelas digna de Valle Inclán o de Berlanga. El grandioso director de cine valenciano se nos fue demasiado pronto, y sin saber que pudo haber filmado "El Parlamento Nacional" con sus marqueses y sus ujieres, sus solemnidades y sus bajezas. Y sus brujas, por lo que leo -atónito.

23 de gen. 2022

Yo tuve una juventud nacionalista

El folklore en general, y por lo tanto el nacionalismo en particular, nunca me han gustado. No me emociono ante una comparsa de gigantes y cabezudos, ni me tocan el alma las banderas, los estandartes o las "colles castelleres". Aborrezco el sonido de la gralla. Siempre me ha resultado tedioso y primitivo el colorido identitario, es decir, pretérito y tribal.

Sin embargo, sí pasé unos años de mi vida convencido de que la lengua y la cultura catalana debían preservarse a toda costa, y por eso mismo compraba libros extranjeros en la traducción catalana, celebraba la aparición de novelas en mi lengua materna, acudía al teatro catalán y defendía, enérgicamente, que se debe escribir en catalán con la máxima corrección, y pronunciarlo según los cánones establecidos.

Eso pasó cuando era joven. 

Luego, algún día imposible de situar en el calendario, abandoné mi actitud. No fue una iluminación espontánea, ningún rayo me derribó de los lomos de un burro: a mi cambio contribuyeron los innombrables exégetas de la cosa catalana, sus profetas, sus gurús, sus lamentables líderes. Me ayudaron también las lecturas de los pensadores, las charlas con personas más inteligentes que yo, los libros de historia. Pero debo insistir: el descubrimiento de la estupidez de los líderes patrióticos es esencial en ese giro vital.

Algún día comprendí que mi actitud poco tenía que ver con la cultura, a la que sigo amando -igual que amo a la cultura portuguesa, francesa, japonesa o americana- y en cambio tenía demasiado que ver con el catalanismo y, por extensión con el aborrecible nacionalismo que tanto dolor le ha traído al mundo.

De algún modo, me di cuenta de que había colaborado con lo que más detesto: el estrambótico supremacismo, ese que asegura tener unos "hechos diferenciales" que son, por definición, más importantes, elevados y sagrados que los "hechos diferenciales" del pueblo de al lado.

Ahora pues, si me encontrase sentado delante de mi al que fui con veinte años, solo podría decirle: fuiste un imbécil.

No me avergüenzo: la juventud es el tiempo de las torpezas, la dura etapa del aprendizaje vital, el tiempo de los errores, del ensayo fracasado: en el amor, en el arte, en los ideales, en los principios. Quien diga que desea volver a ser joven nos revela su desmemoria trágica. La naturaleza no comete errores y por eso nos libra de la juventud, con la ayuda del tiempo, en un acto de piedad poco celebrado.

Si hubiese sabido que mi militancia cultural de juventud era usada de la forma más espuria y más vil por esos líderes que hoy nos siguen hablando de esencias patrias, de historia falsificada burdamente y de barbaridades que anteponen una ficción territorial a su ciudadanía real, me hubiese dedicado al flamenco (arte del que sigo enamorado, por cierto) o a la contemplación de los grabados de Durero.

Me sorprende que mi historia de arrepentimiento y entrada en lo racional sea poco común, y me aterra ver a personas de mi edad (o de edad mucho más avanzada incluso) que siguen aferradas a la ficción y al delirio, y dispuestas a dejarse llevar por unos supuestos líderes, penosos y grotescos, capaces de repetir la palabra "Cataluña" en cada frase, como si la repetición fuese un ritual mágico, chamánico y primitivo, y sin darse cuenta de que emulan al fascismo más lúgubre, de que caen en el oscurantismo medievalista de las fantasías nacionalistas que asolaron Europa.


21 de gen. 2022

Volem inquisidors catalans!

L'altre dia, i gràcies a seguir la lectura dels articles d'en Ramón de España, em vaig assabentar que el Parlament de Catalunya vol debatre la qüestió de les bruixes catalanes assassinades al segle XIV, un tema que la ciutadania de 2022, assotada pels virus i la ineficàcia (i la corrupció endèmica de la casa nostra) sens dubte desitja conèixer a fons, i no dubta en comprendre que se li destinin hores i recursos al nostre parlamentet regional. La regionalització folklòrica sempre serà la cosa nostra. La nostra casa.

Volem bruixes catalanes, però sobretot volem inquisidors catalans, perquè són els inquisidors allò que de veres ens excita el nervi patriòtic: al foc la bruixa i el botifler! Al foc els llibres que no reivindiquin els mil anys de la nació catalana! Al foc tot el que no ens agrada! No en va, a moltes manifestacions de l'Òmnium Cultural hom desfila amb torxes i caputxes: el foc salvífic de la pàtria somiada.

Volem inquisidors catalans! I per això ja vam reclamar bisbes catalans, anys enrere. I exorcistes catalans, que treguin el dimoni botifler de l'ànima dels posseïts pel dimoni espanyol: els maleïts sociates, els ciudadanus, i àdhuc dels Comuns i les Comunes, que mostren un aire diabòlic i espanyolista que no s'escapa a l'ull de l'exorcista català capaç de detectar impureses i heretgies. Catalunya serà pura o no serà: no hi pot haver una Catalunya mestissa ni mig nyorda ni mig xarnega: que es foti en Candel i la seva tropa de xarneguets! Només ens val una Catalunya pura que digui àdhuc i nogensmenys, i que usi els pronoms febles a la manera canònica d'en Fabra -o del malhaurat Pau Vidal.

Volem inquisidors catalans, vigilants i amatents, torxa enlaire, a punt per a la incineració del traïdor a la pàtria. Volem llibres en català encara que siguin llibres de merda. Perquè seran merda catalana, i la nostra merda és nostra abans que merda, i qui no ho entengui que el bombin. Qui no ho entengui ja ho entendrà quan truquin a la porta de casa seva, de matinada, els inquisidors catalans.

Llavors, quan l'inquisidor català us truqui a la porta, a les tres o a les quatre, lamentareu la vostra traïció i la vostra botifleria i haureu desitjat haver estat bruixes catalanes. Més catalanes que bruixes, a poder ser.

18 de gen. 2022

Las viejas y los gatos de Pardo Bazán

Los martes cierran el bar de los chinos de la Plaza Triana y, a la hora de la merienda, tengo que cambiar la dirección de mis pasos para tomar café. Los martes me sumerjo en las sombras de la callejuela Pardo Bazán, inquietante y oscura, sin una sola farola en funcionamiento. A veces me pregunto la razón que obliga, a los que ponen nombres a las calles, a poner nombres de escritoras o de sindicalistas en las calles más tristes, más menudas, más pobres. En la tenebrosa Pardo Bazán, sin embargo, árboles enormes dan muy buena sobra en verano: no todo es abandono y tristeza.

Desde los balcones de esa calle cuelgan grandes racimos de plantas, en especial la del dinero, que cuelga varios metros y se remueve como un fantasma bueno al compás del transeúnte. En los viejos bloques van instalando, poco a poco, esos ascensores como estatuas exentas: las gentes que viven en los bloques llegaron siendo muy jóvenes desde Extremadura, Murcia, Andalucía. Ahora ya no pueden con sus cuerpos, doblados durante décadas en el tajo que les dieron los buenos catalanes del centro. Muchos ya murieron. Es una calle de viudas ancianas. Y de jóvenes de piel morena, que van rellenando los pisos que ya dejaron libres los emigrantes de antes: caribeños, africanos. El nuevo músculo proletario, el que no precisa del ascensor exento, es de piel oscura y sonrisa blanca. El sonido de las voces caribeñas me huele a música tropical aunque la mayoría de las veces solo comprenda palabras sueltas, gritadas al aire. Son las cosas de la juventud, y es un gusto ver tanta juventud al lado de las viejitas.

En un tramo de Pardo Bazán, quizás donde la oscuridad se concentra con más ahínco, hay un coche abandonado y, bajo él, acude una docena de gatos cuando la tarde se ha cerrado. Allí van, a la cita, un número de viejas del barrio que no puedo cuantificar. Se arremolinan entorno al coche y depositan con dolor sus platitos, sus tupperwares con la comida para los gatos del barrio. Hablan entre ellas, aunque a veces no se escuchan: la mayoría están medio sordas y creo que se hablan a sí mismas y por eso repiten la frase una y otra vez:

-Hay que cortar la comida a trocitos pequeños, hay que cortar la comida a trocitos pequeños.

-Ayer dejé pescado y hoy pollo, ayer pescado y hoy pollo -le responde la vecina.

Si ando demasiado cerca del coche abandonado, tres o cuatro gatos salen zumbando en todas direcciones, como si se hubiesen puesto de acuerdo entre ellos para que, de ser yo un depredador, solo pudiese pillar a uno. 

En primavera suelo ver a gatas panzudas, embarazadas. Y es entonces cuando las viejas de Pardo Bazán se esmeran más en sus cuidados, y llevan garrafas de agua y manjares más suculentos, como macarrones a la boloñesa.

Eso sucede cada día. Y yo, a veces, intento el ejercicio de imaginarme a esas viejas cuando era jóvenes en Jaén, en Puertollano, en Miajadas. Y las veo pegando brincos por el campo y riéndose, tan lejos de la oscuridad de la calle catalana de Pardo Bazán, en una mañana a principios de verano, las faldas al viento y las flores en el pelo. Ya se que eso es un tópico ñoño, y se que quizás no tuvieron una adolescencia de flores ni mañanas relucientes, pero yo las veo así y eso nadie me lo puede negar.

Luego sigo hacia abajo. Quizás yo, algún día, me entregaré, medio sordo, a la labor de alimentar a los gatos de una calle que nunca vi, que nunca imaginé pero que me espera, agazapada entre las sombras y los gatos de un barrio pobre.


16 de gen. 2022

EL MAL (CATALÁN) NO ES DE AYER

Del mismo modo que el nacionalismo no se inventó en Cataluña ni el exterminio masivo en Alemania, tampoco la estupidez patriótica tiene un origen claro ni definible. Hay muchas hipótesis sobre el (deplorable) fenómeno. Sin embargo, es obvio que a día de hoy hay unas naciones que se llevan la palma de oro: Hungría y Polonia por el lado europeo más rancio, Rusia por el oriental y la América trumpista por el oeste. En síntesis: estamos rodeados. ¿Rodeados? La estupidez tiene su quinta columna en España: ahí están Pablo Casado, el desdichado, y su primo Santiago Abascal, el mamarracho. La idiotez nacionalista es infinita y España sigue de nuevo en el candelero, huérfana de una derecha ilustrada.

Así, aún sabiendo todo el mundo que el "procés" ha terminado de forma abrupta, e incluso habiendo aceptado el indescriptible profeta Jordi Cuixart que la cosa independentista ha caducado, son miles los que siguen empecinados en levantar las banderas y las antorchas, siempre vigilantes ante la pérdida de las esencias patrias: por un error (mío y estúpido), amanecí en Twiter y así puedo ver, a veces con gran regocijo y a veces con una pena infinita, como persisten en el odio patriótico muchas personas de apariencia sensata pero de tuit odiador. Entre ellas, el señor Pau Vidal, completamente desatado en su manía persecutoria contra los ciudadanos catalanes de clase baja o media-baja que no usan el catalán, o contra los catalanohablantes que lo usan mal. No recuerdo haber leído un solo tuit del señorito Vidal contra el desuso del catalán del señorito Messi, ni contra el catalán muy chocante del Consejero de Economía. Es curioso: las andanadas del purismo lingüístico siempre miran hacia abajo. No vaya a ser que molestemos a las élites, que persisten en hablar el catalán del que ya se mofaba Santiago Rusiñol hace más de cien años. ¿Acaso Pau Vidal comentó alguna vez que en casa del señorito Arturito Mas se habla en castellano?

No, el mal no es de ayer. En su magnífica obra en dos tomos "La raza catalana", Francisco Caja nos contó las raíces racistas ya viejas del nacionalismo catalán, y el libro sigue siendo de rabiosa actualidad y de lectura obligatoria para comprender las sandeces de Vidal y de tantos otros (y otras) que siguen empecinados en demostrar algo muy raro: que los catalanes somos superiores a las personas de nuestro entorno, que somos más cultos, más europeos o más descendientes de los griegos que de los romanos (ya que, a criterio de un lumbreras como Oriol Junqueras) los griegos eran superiores a los romanos. Todo eso huele mal y decimonónico, es cierto, pero es lo que circula a día de hoy por las huestes del Twiter patriótico, y no pasa día sin que tengamos el placer de leer nuevas sandeces.

El mal nacionalista es antiguo y se arrastra, como un gusano, a través de las décadas. En algunos países, la cultura democrática ha podido con él. En regiones como la catalana, el mal nacionalista se aferra al humus y repta. Todavía.

El gran Javier Tomeo, que no era catalán si no aragonés, escribió en su Bestiario a propósito del gusano:

- Yo soy el gusano, -me responde-. Un animalito estúpido y lento. Respiro a través de la piel y mi tubo digestivo se prolonga de un extremo al otro de mi cuerpo. Pero mi madre, a poco de nacer, me dijo: “No te preocupes, Federico. No eres inteligente, ni hermoso. No tienes alas. Ni siquiera tienes pies. Arrastrándote, sin embargo, podrás llegar a cualquier parte”.
Pues eso. Arrastrándose por Twiter, el nacionalismo se siente capaz de llegar a cualquier parte.

13 de gen. 2022

Tiana... ¿negra o amarilla?

Tiana Negra es un festival de novela negra que se celebra en la localidad de Tiana. Este año cumple 10 años. En este festival se entrega el premio "Memorial Agustí Vehí-Tiana Negra", que una servidora ganó en su segunda edición, en el ya lejano 2015.

En los fastos de este año, el de la decena, no me han invitado y le he escrito a la organizadora (creo que se llama Anna M. Villalonga o Vilallonga) preguntándole por la exclusión, pero no me ha respondido. Me pregunto por los motivos que tendrá la organización, nacionalista y excluyente, para optar por esa opción. ¿Será por su nacionalismo excluyente? ¿Será que solo existe una sola forma de ser catalán?

Nota a pie de página: la señora Anna M. (Vilallonga o Villalonga) estaba en el jurado que me premió, aunque poco más tarde me mandó un mensaje privado informándome de que el premio no había sido dado por unanimidad. Todo en ella es elegancia y saber estar.



11 de gen. 2022

¿Quién diablos es Federico Capote?

Del álbum familiar de Federico, así posaba su madre en 1912.

Mi amigo Federico es un hombre ya mayor, algo cansado, taciturno y huraño. A veces hostil con sus propios amigos, aunque él afirma no tener ni amigos ni mal humor ni Covid. Ahora dice que busca editorial, o editor, o un buen agente literario. Por lo visto, empezó escribiendo en catalán y luego, hace ya muchos años, se pasó al castellano por venganza, aunque esa venganza tan solo él la comprende. A la vejez, viruelas, le digo, pero él erre que erre con publicar sus cuentos.

Años atrás no le daba la menor importancia a sus textos, que leía a veces en voz alta a las visitas y se moría de la risa él solito. Cuando alguien le espetaba "Pues oye, Fede, eso no está nada mal", él respondía -de repente antipático, con un mohín de asco-: "Pues mira, lo escribí sentado en el wáter, así que deberías preguntarte por tu criterio literario".

Yo, malgré tout, no renuncio a ayudarle y por eso les copio uno de sus cuentos, a ver qué les parece.

Angelita Guasch, licenciada en neohistoria y romántica

Vidas ejemplares

 

Angelita Guasch llegó a la Isla de Vancouver en 1995, con cincuenta años recién cumplidos y un atisbo de algo maligno alojado en un rinconcito de su cuerpo. Sin embargo, lo que la empujó al viaje ultramarino no fue el temor a una muerte próxima sino todo lo contrario: llevaba toda la vida enamorada de un espectro al que deseaba ponerle rostro, piel, color de ojos y todo lo demás. Como reza el título, Angelita era una romántica. El espectro no era otro que el de Pere d’Alberni, nacido en Tortosa en 1747 y muerto de hidropesía en California. 
Nacida en la villa de San Ferriol d’Entremont, Angelita se marchó de jovencita a Barcelona para estudiar bachillerato e historia, luego a Salamanca y por fin a Santander, en donde pasó las oposiciones a Gobernanta del Archivo Histórico de la ciudad cántabra. Allí se casó con un marinero de la marina mercante más bien oscuro, Humberto Catalán, que no era catalán sino de Don Benito, Badajoz. Hombre turbio y huraño, Humberto no le dio la buena vida, pero ella, disciplinada, se refugió en el estudio de los antiguos legajos que se guardaban en el archivo. Fue así como una noche dio con el expediente de Pere d’Alberni, conquistador de las Américas nacido en un pueblo del Pirineo.

Angelita se sorprendió: siempre le habían contado que los catalanes tuvieron prohibida la participación en la conquista de las Indias y sin embargo los documentos contaban lo contrario. Escribió un tratado sobre el asunto: América es catalana, la crónica oculta (Juan Bilbenis, editor, Arenys de Munt 1989). En su mente, Angelita fue componiendo la figura de Pere d’Alberni, el almirante catalán que participó en varios hechos militares y de fortuna y que le dio nombre a una población de la Columbia británica, Port Alberni, con cerca de veinte mil almas en la actualidad. Soñó en noches infinitas con el militar catalán, le imaginó con centenares de aspectos distintos, de manos, de narices, de ojos, de penes. Le intuyó un carácter fuerte pero dulce, una determinación sin par, una voluntad inquebrantable y una predisposición al amor que la estremecían en cada sueño.

Cuando Angelita enviudó (Humberto había fallecido en circunstancias lúgubres –y lascivas– en Puerto Princesa, Isla de Palawan, Filipinas) pactó una prejubilación en el Archivo y se marchó con lo puesto a Port Alberni. Alquiló una habitación en Wallace Street y se entregó por completo a la búsqueda de su hombre. En Port Alberni encontró algunos datos nuevos de su amor: Pere d’Alberni había inventado una cerveza contra el escorbuto hecha a base de coníferas, escribió un diccionario Español / Nuu-chah-nulth con 630 vocablos y fue muy amigo del jefe indio local, un tal Macuina, a quien le dedicó una canción que se cantaba con la melodía de Mambrú. Cuando llegó a este extremo, algo ensombreció el ánimo de Angelita y se preguntó, con un temor funesto: ¿acaso Pere d’Alberni también fue un hombre turbio? ¿Acaso su destino era tropezarse una y otra vez con el mismo tipo de hombre?

Pasaron los meses y Angelita dio, por fin, y mediante una médium de ascendencia indígena, con la descendiente de Pere d’Alberni que el conquistador tuvo con una india de Nootka. Las dos mujeres, de edades similares, congeniaron enseguida. Angelita dedicó muchas horas a contarle a Gertrude Morgan (ese era el nombre de la mestiza) dónde está Cataluña, cual es su verdadera relevancia en la historia de la humanidad y otras cuestiones similares, a lo que Gertrude asentía con gusto y con emoción sincera. Las horas de conversación incluyeron por fin largas noches de insomnio, duermevela, pasión y licores. Rendidamente enamoradas, Angelita y Gertrude escribieron varios poemarios, algunos premiados en certámenes literarios de la Isla de Vancouver y otros (traducidos al catalán) en el Premi de Poesia Eròtico-Patriòtica Vila de Manlleu (1997 y 1999).

El día 11 de marzo de 2002, Angelita apareció muerta (degollada y con 37 puñaladas) en su apartamento de Port Alberni. Gertrude Morgan fue detenida pocas horas más tarde por el inspector Roger Burke, curiosamente otro descendiente mestizo de Alberni. Confesó el crimen, pasional por supuesto. Se da la circunstancia, casi tan mágica como maravillosa, de que Pere d’Alberni falleció otro 11 de marzo —el de 1802— en la villa de Monterrey, California.

Nota: si el texto les ha gustado, pueden encontrar otros cuentos suyos aquí:  https://lacharcaliteraria.com/author/federicoca/

8 de gen. 2022

LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE JORDI

Jordi es el alcalde una ciudad, catalana y de los alrededores de Barcelona. Jordi llegó a la alcaldía tras un periplo de claroscuros y triquiñuelas, pero es el alcalde al fin y al cabo. A Jordi le gusta mucho exhibirse en las redes, que usa sin tapujos para aumentar su popularidad y su autoestima. Eso no se le puede reprochar sin que tengamos que reprochárselo, a la vez, a miles de cargos políticos que abarcan todo el arco ideológico. Aunque, dicho sea de paso, jamás sabremos cual es la ideología política de Jordi, ya que su posicionamiento ideológico, al más puro estilo postmoderno, se oculta tanto como se muestra su imagen.

En su apabullante discurrir por las redes sociales, Jordi suele confundir lo público con lo pivado, a veces de un modo indescifrable y otras de un modo demasiado obvio, y con intenciones espurias cuando no aviesas. Sin embargo, Jordi dispone de un enjambre de defensores que -cobrando o de gratis, por puro amor al líder- se preocupan tanto de aplaudir sus intervenciones como de retorcer al desprevenido incauto que, por despiste o con intención, osan cuestionar sus maniobras.

Ahora me voy a permitir un cuento con moraleja, para luego regresar a Jordi. 

Érase una vez una administrativa del Ayuntamiento cuya madre enfermó de una enfermedad grave, y la administrativa (vamos a suponer que se llama Montserrat o Montse) se vio en la necesidad de cuidarla, ya que Montse consideró que esa era su obligación moral. Para poder atender a su madre enferma, Montse pensó que lo mejor sería no acudir al trabajo cada día si no solo cuando pudiese, y que el resto sería teletrabajo, en los días y las horas que le dejase libre el cuidado de la dependiente. Tras decidir esa opción, Montse se lo comunicó al alcalde Jordi.

Jordi quedó perplejo durante unos segundos, luego esbozó una sonrisa gélida y luego lo consultó con la asesoría técnica. El veredicto fue rápido, de modo que, poco más tarde, Jordi mandó llamar a Montse a su despacho y le contó la resolución: "Querida Montse, carraspeó, como sabrás, existe una fórmula administrativa para esas situaciones, y esa fórmula se llama Permiso para atender a un familiar enfermo o dependiente. Lo puedes consultar donde quieras". Montse se frotó los ojos y por un instante creyó que el mundo se le desplomaba encima de la cabeza. "Verás, prosiguió Jordi, a quien no se le escapó la mirada perdida de su empleada ni las perlas de sudor frío que rociaban su frente, verás Montse: ocupas un cargo público, sufragado con el dinero público, el dinero que proviene de los impuestos que paga la ciudadanía. El deber de los empleados públicos es atender a la ciudadanía que le paga, y tu sueldo, de casi mil euros, no es baladí. Todos los empleados públicos debemos observar con la máxima responsabilidad nuestras obligaciones y, más aún, debemos ser un ejemplo en lo que se refiere a lo público. En tu caso, pues, lo correcto y lo ejemplar es que te pidas el permiso para atender a tu madre y, cuando la situación cambie, te podrás reincorporar a tu puesto y volver a cobrar tu sueldo".

Y, colorín, colorado, ese cuento a su fin ha llegado. De modo que, como dije, ahora regreso a Jordi, el alcalde.

El alcalde Jordi se vio, un día, en la penosa situación de tener que atender a un familiar enfermo y eligió lo correcto según su moral, que es la mayoritaria: eligió cuidar del enfermo. Sin embargo, Jordi no se pidió el permiso y siguió en su puesto de alcalde, con la nómina mensual pertinente. A la vez multiplicó su presencia en las redes contando las vicisitudes y los pesares que, cualquiera que haya tenido que cuidar a un enfermo grave, conoce: ¿cuántos no hemos estado haciendo malabares, sufriendo estrecheces y acompañando a un enfermo grave? Muchos sabemos lo que es pasar días y noches en los hospitales, lo que significa acercarse al abismo del otro, al abismo de uno mismo, al dolor inexpresable muchas veces, al olor de los desinfectantes y los medicamentos, a la pena que se atraganta en los lacrimales. Yo lo tuve que hacer dos veces ya, y no publiqué ni una sola foto mía en ninguna red, aunque eso solo es una opción personal. A veces acudía a mi puesto de trabajo sin haber pegado ojo, a veces exhausto. Vi a mi alrededor a familiares de enfermos que dejaron de trabajar, y conozco muchos casos de personas que se pidieron el permiso para atender al familiar. Jamás vi a nadie como Jordi, capaz no tan solo de usar su privilegio si no de estamparlo en las redes con orgullo y sin vergüenza, jugando a la víctima con impudor desmedido, rozando la obscenidad.

Muchas preguntas se me han ocurrido para el alcalde Jordi, y aquí solo he apuntado algunas: ¿todo es lícito en política? ¿Hay un límite en la exhibición del dolor? ¿La exhibición del dolor ajeno -o del propio- permite soslayar un acto de prepotencia y de desprecio al servicio público?. Y por último: si esa moral es posible en un cargo público de importancia más bien alta (en esa ciudad viven más de doscientas mil personas) ¿qué otras consecuencias puede tener el soslayo de la legalidad?

Jordi hubiese recibido mi aplauso y mi admiración de haber actuado según la norma, de la que él es representante y cara visible, pero tras haber obrado como un privilegiado que oculta el abuso tras la exhibición del dolor no tiene mi aplauso ni mi admiración.

Entristecido por todo el asunto, me pregunto con pavor por los tiempos en que vivimos y sus nuevos parámetros morales: son centenares quienes le aplauden y le vitorean, y quienes están dispuestos a insultar al que pregunta por la ética y la legalidad de la opción de Jordi. No solo porqué existe la figura del teniente de alcalde -prevista para ese tipo de situaciones, entre otras- si no por el impudor exhibicionista, por la obscenidad usada como herramienta de propaganda electoral desmedida. 

Cuando alguien cuestiona la maniobra de Jordi, sus palmeros virtuales responden mediante el sofisma: ¡hay que ser muy mala persona para criticar a un hombre que sufre!. Yo espero que alguien vea la diferencia: nadie cuestiona al alcalde por cuidar a un familiar. Se le cuestiona por dotarse de un privilegio nada democrático y por enmascarar el privilegio tras la exhibición impúdica del dolor.

6 de gen. 2022

Lo nunca visto

Una disposición natural me impide creer en lo que no se puede ver. Soy un descreído que lamenta serlo ya que, me temo, debe ser mucho más fácil vivir en la credulidad de la tribu que en la fría soledad.

Mi recuerdo más lejano y que demuestra esa condición natural está a la edad de los 8 años, cuando faltaban tres días para hacer la comunión. Una tarde, de repente, me envalentoné y les dije a mis padres que no podía hacer la comunión puesto que me resultaba imposible comulgar con un señor rechoncho y barbudo que vive en el cielo y dirige nuestras vidas. Mi padre practicaba un catolicismo moderadamente incrédulo, en parte por un poso marxista y en parte porque, me temo, también era incapaz de creer. Aún así, lleno de paciencia, mi padre decidió tomar el toro por los cuernos y solicitó una entrevista de urgencia con el párroco de la Parroquia de San José de Calasanz. Mi familia tenía preparados los festejos de mi comunión, y padre debió pensar que tenía que sortear la incredulidad inesperada de su hijo como fuese. Incapaz de convencerme con sus palabras (¿supuso que yo le pillaría su falta de fe?), le cedió la faena a un profesional de la cristiandad.

Mosén Josep Maria R. (con quien años más tarde tuve una buena amistad) se esforzó de lo lindo y sin perder una sonrisa amable con el pequeño descreído que estaba sentado ante él, en el despacho parroquial de la calle de San Quintín. Me contó que el dibujo del barbudo rechoncho sentado en una nube solo era eso, un dibujo que pretende representar un concepto mucho más complejo del mismo modo que un círculo representa a un balón, a un planeta o a una estrella o incluso a un rostro humano esquematizado al máximo. Me contó que Dios es el amor al prójimo, la bondad y la comprensión, y que todo eso, imposible de representar en un icono, es lo que representa el señor barbudo que se parece a Zeus. Al final acepté la comunión, cuando me dijo que celebrarla no me obligaría a nada.

De algún modo, el cura dio con la clave que me iba a desarmar: los compromisos se pueden romper si uno, más adelante, descubre que no le convencen. En filosofía de la moral, eso recibe un nombre técnico. Debió de pasarme lo mismo cuando me afilié a organizaciones políticas que luego abandoné: uno puede afiliarse y luego pensar y, finalmente, romper el vínculo. Lo mismo con el matrimonio o con la nacionalidad. En realidad, incluso la ciencia funciona así. Hay que pensar críticamente y saber que uno puede evolucionar.

Tuve una infancia nacionalista y ahora, ya lo ven, me tachan de botifler por afirmar que Cataluña ni es ni ha sido jamás una nación. Es más: pasados los años, y aunque sigo siendo incapaz de creer en el señor barbudo sentado en una nube, llegué hasta la cercanía de un Jesús quizás muy personal pero que no deja de ser Jesús, el de los Evangelios -o de alguno de los Evangelios más que de otros (el de Mateo, más que nada, y en parte por culpa de J.S. Bach y de Tarkovsky), incluyendo alguno de los apócrifos (que ahora no citaré, no vaya a ser que me acusen de herético además de botifler).

Ya lo ven: dejé de creer en la Cataluña que me inculcaron de pequeño y regresé a una cierta fe difusa, más emocional que otra cosa. Creí en el humanismo cristiano y por eso mismo, puede ser, abjuro del nacionalismo, que es lo más opuesto al humanismo. Me acusarán de botifler en lo nacional o de tibio en la fe aunque todo eso, a estas alturas, me resulta bastante indiferente y me da igual.

Solo se lo que veo en las calles que me es dado transitar. 

4 de gen. 2022

Vic, o el corazón del trastorno

Hace poco, a la vuelta de una incursión por los paisajes y los lugares de Jacinto Verdaguer, el poeta loco, recalé en Vic. El tiempo era clemente y lucía el sol. Tras dejar el coche en un descampado fangoso, caminé hacia el centro. Me sorprendió la ausencia absoluta de banderas nacionalistas en los balcones, y por un instante pensé que la locura había amainado, por fin, incluso en las poblaciones más lúgubres y carlistas. 

Hasta que llegué a la Plaza Mayor.

Por si alguien no lo conoce, en la Plaza Mayor de Vic está el Ayuntamiento. Cuando llegué a dicha plaza, el sol ya se había puesto y el lugar se inauguraba en las tinieblas de una tarde de diciembre. Las tiendas estaban abiertas, con sus lucecitas y sus anuncios de colores. Las gentes estaban en las mesas de los garitos, aprovechando el buen tiempo de regalo. Todo parecía leve y fluido, excepto si uno levanta la mirada y contempla las fachadas.

En los muros, a una altura imposible, están las grandes pancartas con los rostros de los "exiliats". Ahí está el rostro del siniestro Puigdemont y sus compañeros de Waterloo, amén de la indescifrable Gabriel y Marta Rovira, la prófuga tan inexplicable como lacrimosa. La visión es inquietante. Hay algo maligno en la exhibición de esos rostros serios y amenazantes, inquisidores y graves, levantados en lo alto de las fachadas leprosas. Aúlla un viento primitivo y caníbal en lo alto, aunque abajo, a pie de calle, las gentes actúen con indiferencia mientras toman sus refrescos y sus pastelitos, sus vinos y sus cervezas. Esas efigies hieráticas dan miedo, son rostros que miran y juzgan y sentencian. Si el nacionalismo es la muerte, esos rostros en las fachadas de la plaza de Vic son las trompetas que vaticinan el desenlace. Un apocalipsis pequeño, de tamaño catalán, se abalanza sobre la pobre villa quejumbrosa.

Una campana tañe a lo lejos. Nadie le responde: en las terrazas, las gentes siguen con sus cervecitas. Zumba un aire pútrido que agita las fatigadas banderas de la casa consistorial con un impulso terminal. En la librería que todavía tiene la luz prendida leo los títulos que se muestran: no hay rastro de los libritos de los "presos i exiliats". Incluso en el corazón de la miseria nacionalista, la miseria nacionalista se extingue.

Tras tomar algo, emprendo el camino de vuelta hacia el descampado embarrado en donde dejé el coche. Me detengo ante un edificio tan solemne como sombrío, enorme, siniestro. En uno de sus accesos hay un cartelito pequeño que me obliga a ponerme las gafas: ACDC, como el grupo de Heavy Rock. Pero resulta ser "Associació Catalana pels Drets Civils", aunque solo se preocupa de los exiliados procesistas. Son tan lúgubres y cínicos que incluso en ese cartelito piden un donativo.

Sigo calle abajo, en donde ya no veo ninguna banderita. En una librería me detengo y compro dos libros, en castellano, traducciones del ruso y del inglés.

3 de gen. 2022

Los títeres y el tiempo

Hace algo más de 10 años que dejé Lleida. Viví unos 8 años en la ciudad del Poniente catalán, la ciudad presidida por una fortaleza eclesial que sirvió a moros, cristianos y a caudillos de todo pelaje. Entre las cosas inolvidables están aquéllas mañanitas de enero, cruzando la ciudad bajo una niebla densa y lechosa que dibuja remolinos ante ti para encerrarte luego, por detrás, en un abrazo metafísico y gélido. [En Lleida se liaron a tiros por última vez republicanos y franquistas, luego los segundos se pasearon por el resto de Cataluña mientras eran vitoreados, brazo en alto, en todas las poblaciones].

Una de las últimas cosas que hice antes de volver fue asociarme a "Amics de la Fira de Titelles de Lleida". Uno hace cosas sin pensar mucho y ahora, diez años más tarde, me resulta incomprensible tal acto y siento que quizás lo hizo otro en mi nombre, o que sufrí un desdoblamiento. Quizás fue mi cuerpo astral quien se asoció, mi cuerpo astral cruzando la niebla durante una siesta de invierno. 

Cada año, muy a primeros de enero, me llega la carta con el nuevo carné: significa que he pagado otra vez también sin saberlo, ya que -infiero- debí firmar algo así como que, si no digo lo contrario, mi suscripción se renovará automáticamente. Bueno, ayudar a unos titiriteros está bien, no hay nada de malo en ello. Salvo mi dejadez, ya que jamás he hecho uso del carné que me facilita la asistencia a los espectáculos, en mayo.

Los carnés se van secando en un cajón. Cada año les añado uno nuevo. Observo que los más antiguos han desaparecido, y que la edición del 2017 conserva un brillo que perdieron sus hermanos de los años siguientes. El gesto de guardar el nuevo carné tiene algo de autómata antiguo, de aquellos que repetían un mismo gesto hasta que su mecanismo, exhausto, se rompía en un chasquido sordo y el muñeco quedaba detenido para siempre, convertido en instantánea de si mismo y de aquella simulación de la vida que pretendió cuando se movía. Los autómatas, así como los muñecos de ventrílocuo, dan una cierta grima.

Cuando uno le hace una foto a un títere, la inteligencia artificial de la cámara detecta un rostro y lo enfoca, del mismo modo que lo haría si hubiesemos enfocado a un humano. Es algo dentro de nosotros lo que nos dice que ahí hay un egaño, una vida falsa, una imitación triste. La máquina no distingue entre real y falso: ¿acaso no hay diferencia entre imitar la vida y vivir? ¿Por qué nos dan miedo los autómatas?

Creo que llevamos cerca de dos años con la mascarilla puesta, obedeciendo normas nuevas y cambiantes a causa de un ser que, de tan pequeño, nadie de los que obedece ha visto jamás con sus propios ojos. Eso no es nada raro, ya que también hay muchas personas que se comportan de determinadas formas y adoran a imitaciones de seres divinos que tampoco han visto jamás, e incluso se rascan el bolsillo para sufragar templos, obras pías y el boato de los grandes sacerdotes. Se sabe que en la antigua Sumeria eso ya existía.

Creo que llevamos cerca de dos años imitando a la vida y pagando impuestos como si viviesemos de verdad, esquivando espectros microscópicos por la calle que gracias a la TV vemos en tamaño descomunal; son seres asquerosos, verde moco y con unas inquietantes inflorescencias rojas. Me pregunto porque usarán esos colores.

Pasarán los años y seguiré repitiendo el gesto de guardar el carné en un cajón, puntualmente a primeros de enero como si fuese un acto significativo, quizás sagrado en su absurdidad. Quizás será el acto definitivo, mecánico y automático. Quizás llevo años convertido en el autómata que yo mismo voy pagando a cachitos con mi cuota anual a unos titiriteros leridanos que apenas recuerdo. Luego me pondré la mascarilla y saldré a la calle, pendiente de las nuevas normas de mobilidad, sanidad y moral vírica. Compraré desinfectantes y detergentes y alcoholes en espray, hablaré con cuidado y, si tengo tos, me encerraré una semana en casa, rezando a un dios invisible para que me salve de un microorganismo igual de invisible.

Algún día futuro, alguien descubrirá que el mecanismo se estropeó y me encontrará congelado en un gesto tan audaz como el de ir a coger el cepillo de los dientes, por ejemplo. Me guardarán en un cajoncito y, posiblemente, alguien le rezará a un reparador de autómatas prometido para que baje y me devuelva el movimiento que simulaba una vida. Puede que eso haya sucedido ya, hace algo menos de dos años, y el eco de mi movimiento me engañe.

Con la mascarilla puesta (hagan la prueba), la inteligencia artificial de las cámaras no reconoce el rostro humano. De alguna forma, pues, la inteligencia artificial ve más humano al títere que al humano con mascarilla.




1 de gen. 2022

Enero 1, Melancolía 1

Resulta imposible escapar a la melancolía en un 1 de enero cuando se han cumplido unos cuantos ya. Uno aborrece los programas televisivos del año nuevo y busca refugios plausibles en cualquier rincón de la memoria o de Filmin, aún a riesgo de fracasar en el intento. Mejor el silencio que el ruido, mejor nada que mucho. Mejor el blanco y negro que el color. Ayer vi "Plan 9 from Outer Space", considerada la peor película de la historia del cine y, la verdad sea dicha, me lo pasé en grande. Luego vi "È estata la mano di Dio", la última de mi querido Paolo Sorrentino, que es una gozada infinita.

A partir de una edad, que no voy a precisar, uno ya no le busca un sentido a la vida. Se limita a buscarle explicación al dolor, a buscarle justificación. Y, a la vez, se busca la evasión. Hace pocos días me pareció ver un perfil renacentista en unos montes a la salida de Gandía.

Luego me puse a leer un ensayo sobre Alberto Durero, bueno, perdón, Albrecht Dürer. En el libro se habla repetidamente del grabado "Melancolía 1", que parece ser el grabado más contemplado a lo largo y ancho de la historia. Muchos (y muchas) han visto cosas relevantes en este grabado. El ángel... ¿es hombre o es mujer? ¿Hay un rostro misterioso insinuado en el cuerpo geométrico pentagonal? ¿Por qué una lavativa medio oculta tras sus faldas? ¿Puede un perro adoptar la postura del perro del grabado? ¿A qué mano obedecerá la cuerda de la campanilla que cuelga encima del enigma matemático que jamás se ha podido explicar?

Esas cosas me parecen, ahora, más interesantes que ninguna otra. Quedarse durante horas impávido ante el dibujo de Dürer. Intentando comprender algo que quizás no tiene explicación alguna, como el sentido de la vida o la justificación de la muerte, o el motivo por el cual debo llevar mascarilla cuando ando por una calle desierta, mediodía del 1 de enero de un año cualquiera.

En esa calle desierta languidece una bandera estrellada, en el balcón de alguien que quiere vivir en una nación histórica además de independiente del planeta y quizás ha empezado el año soñando con todas sus fuerzas que vive en una ficción posible. A día de hoy no hay viento que agite la bandera, y el trapo cuelga como un espantajo, una mortaja envolviendo un delirio exhausto. Me acuerdo de otro grabado de Dürer, el santo encima de su caballo indiferente a los mohínes de la muerte y del diablo que le acechan entre los árboles, al otro lado del camino que él transita, serio, pensativo, taciturno e imperturbable.

Así será el 2022.