27 de febr. 2018

La guerra civil catalana



Hace un tiempo me invitaron a un banquete familiar, y me advirtieron de que iban a festejar no solo una efeméride global si no el advenimiento de la república catalana. "Visca Catalunya!", me dijo la voz, en vez de decirme "hasta luego". Para certificar el sentido inequívoco del convite me mandaron una foto: a los asistentes les vamos a regalar una urna votiva, miniatura de la urna-tupperware que se usó para el falso referéndum del 1 de octubre de 2017.

"Bueno, ya sabes que yo no comulgo con esas cosas y que, aunque lleve dos apellidos catalanes, no soy independentista", dije, con un murmuro. Lo dije y sonó a disculpa, a vergüenza, a susurro incapaz de pronunciar con claridad mis opciones, como si esas contuvieran algo pecaminoso. Hablo así cuando me doy cuenta de que mi ética personal entra en conflicto con la sensibilidad de los demás, a la que no quiero ofender. Porqué no me gustan las guerras ni los conflictos ni la violencia de ninguna clase. Hablo así para ocultar mis ideas, en realidad.

Me sucede lo mismo en las situaciones informales, entre los compañeros de trabajo. Me callo, evito, susurro, y como mucho planteo preguntas. Pero jamás afirmo. Nunca digo qué opción voté en diciembre, agacho la cabeza, miro por la ventana, me busco una excusa para levantarme y ausentarme. Los demás se lo pasan en grande, se aplauden mutuamente las gracias, los chascarrillos, se pasan imágenes en la pantalla del smartphone en donde se burlan de los que piensan como yo. No hay maldad alguna en ello, no pretenden molestarme, lo se. Solo se burlan de lo que piensan que debe ser objeto de burla, en nombre de una superioridad mental que se da por obvia. No se dan cuenta del etnicismo que contienen sus chanzas, del desprecio que destilan, del odio que amamantan.

Un día en que hacía mucho frío no pude más y salí a la calle con la excusa de que me salía a fumar. Me encontré, agazapada en una esquina protegida del viento gélido, a la trabajadora de menor rango de mi centro de trabajo. Estaba fumando en cuclillas y yo hice lo mismo. Me acuclillé a su lado y ambos fumamos en silencio como dos soldaditos en una trinchera arrasada. No hacía falta decir nada. Echamos el humo hacia el cielo encapotado, sin mirarnos. Compartimos nuestra cobardía y nuestra vergüenza tal como se comparten esas cosas y la pobreza: sin mediar palabra.

Mi abuelo materno vivió la guerra civil española. Tuvo que exiliarse en enero del 39 y murió en un campo de refugiados francés, pero dejó escrito un diario. En él cuenta sus andanzas des del año 20 y tantos, y termina en el 41, que es cuando murió. Las últimas páginas hablan de derrota y lo hacen con la vergüenza planeando entre las palabras. Vergüenza por no haber sido más valiente, por no haber puesto más empeño en la defensa de sus valores y de sus ideas. No puedo dejar de pensar en esas últimas páginas. Mi abuelo soñaba con la república de veras, con la república de la igualdad y la fraternidad, y jamás usó en vano el nombre de la libertad.

Estoy viviendo una guerra civil sin tiros, con unas sonrisas supuestas, con el uso empalagoso de la palabra "democracia", aunque es una democracia desprovista de fe, solo formal, solo palabra hueca. En esta guerra civil estoy perdiendo una batalla tras otra, tal como las perdió el abuelo. Y, como él, siento que he fallado en la defensa de mis valores. No hay heroísmo alguno en mis actos, no dispongo de ningún relato heroico para explicarme. Silencios, retiradas, y luego más silencios y más retiradas. Nos dijeron que ese era un conflicto entre españoles y catalanes, pero esa es una mentira más: es un conflicto despiadado de catalanes contra catalanes y nada más. Lo otro es retórica vacía.

Las personas que sí fueron al banquete del que hablé al principio ya no me mandan ningún mensaje ni me llaman. Con alguna de ellas compartí casi toda la vida. He oído decir por ahí que decir eso (que el independentismo rompe familias y amistades) es ser un fascista, un facha, un españolista. Me temo que, a ese paso, en mi lápida escribirán mi nombre y debajo el epígrafe "Aquí yace un fascista españolista". De poco servirá que haya dedicado más de la mitad de mi vida laboral a trabajar para y con los más débiles y los más pobres, que me haya esforzado en hacerlo lo mejor posible.

Eso es una guerra civil sin tiros pero contiene todos los elementos de una guerra civil. Y yo la estoy perdiendo. Quizás no tendré que largarme por piernas y con una maletita al hombro como lo hizo el abuelo, y quizás no daré con mis huesos en un campo de refugiados en un país vecino, pero de algún modo llevo tiempo haciendo todo eso y, en realidad, este texto es el texto escrito por el perdedor de una guerra, vencido y avergonzado, que camina por las pistas forestales en dirección al exilio, con poca o ninguna esperanza, triste, maltrecho, enfermo.

La familia paterna de mi abuelo, unos ricos hacendados de Figueras, le olvidaron tras la derrota de los suyos en 1939. La mayor parte de ellos le olvidaron, se desentendieron de su suerte. Cuando supieron de su muerte, dijeron: "eso le pasa por meterse en política". Yo no me metí en política aunque pude hacerlo, pero eso no me sedujo jamás. Prefiero trabajar de verdad, al pie del cañón.

Vendrán años mejores y la guerra terminará, como terminó la de Troya, tan estúpida y tan cruenta como todas las guerras. Pero no regresaré jamás de mi exilio.

23 de febr. 2018

Síndrome del lacito amarillo

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Unos días atrás intenté escribir lo que siento y lo que pienso cuando me cruzo, por las calles, con personas que lucen un lazo amarillo en el anorak. Eso solo sucede en las calles comerciales del centro, ya que, en la periferia en donde habito, jamás vi ningún lacito color gualdo. Tras hacer un esfuerzo, concluí que el sentimiento que me domina ante la visión del lacito de oro es la pena. "A mi me engañaron", parece que desean transmitir. "Soy un estafado".

La simbología de lazos en la solapa siempre fue la exhibición de una minoría oprimida que deseaba visibilizarse. La minoría oprimida por su orientación sexual, por ejemplo. Sin embargo, los lazos amarillos de los independentistas catalanes subvertieron la simbología tradicional del lazo en la solapa: una mayoría opresora se hizo pasar por minoría oprimida, con la esperanza de darle aliento a una revolución tan elitista como fracasada.

Solo la miopía del gobierno del Partido Popular le dio sentido a la exhibición del lazo amarillo in pectore. ¡Qué cosa tan rara! me dije: parece como si los nacionalistas catalanes y los nacionalistas españolistas de la división azul (azul PP) se hubieran puesto de acuerdo en mantener vivo hasta más allá del tedio algo que les conviene a los dos. Pero ese análisis lo voy a dejar para los analistas mucho más sesudos que yo.

Lo que me preocupa es: ¿qué quieren transmitir los esforzados independentistas que siguen luciendo el lazo amarillo en la solapa de su abrigo, más bien caro? ¿Acaso estas personas no se leen la prensa y desconocen (o ignoran) lo que le declaran ante los jueces los protagonistas de la jamás proclamada república catalana?

La señora Neus Munté dijo el otro día que el gobierno indepe catalán no tenía la más mínima intención de implementar la república catalana no-proclamada el 27 de octubre, y que, en consecuencia, preveían unas sanciones judiciales que no irían más allá de la inhabilitación (aún así, la señora Munté se retiró a tiempo y dimitió para no ser inhabilitada: un gesto hábil y prudente, el suyo, muy catalán). El señorito Mas, de nombre Arturet, afirma en una entrevista (en una cadena radiofónica amiga) que lo de la república catalana fue un engaño, ya le vale, y que el referéndum del 1 de octubre, en realidad, no lo era. Que lo de las urnitas tupperware solo era una kermesse, en belga, o "foc de camp de minyons escoltes", en catalán.

Jolín, Arturito... a ver como se lo cuentas eso a los que recibieron palos por crédulos, o a los esforzados tractoristas que gastaron el gasoil de sus tractores para plantarse ante unos colegios electorales que solo eran una coña... ¡haberlo dicho antes!

Porqué el 1 de octubre yo me marché a Francia, a la bonita población de  Colliure, y me arrodillé ante la tumba de Antonio Machado para no saber nada del referéndum que no lo era. Y el viaje me costó una pasta. De haberlo sabido me quedo en casa y me voy a al cine a ver una película doblada al español, como un domingo cualquiera.

La próxima vez que me cruce con una de esas personas que, de buena fe, llevan el lazo amarillo en la solapa de un buen anorak -de 200 euros por lo menos-, le voy a preguntar, con educación y con respeto, si no se siente muy engañada. Se lo pediré no solo con corrección semántica, si no también con curiosidad científica. Me inquieta mucho que apoyen con su símbolo pectoral a unos líderes que insisten, una y otra vez, en que todo iba de farol. Y que, dentro de poco, reconocerán que el empecinamiento de Puigdemont es un problema gordo, y que todo fue solo una broma, una bromita, un jeje qué listo soy, y que si escondo urnas de pega y viajo en maleteros y etcétera es para demostrar que soy mú listo pero listo de broma.

Dios mío, Dios mío... creo que debo abandonar mi agnosticismo de una vez por todas, porqué la fe inquebrantable de los indepes catalanes demuestra que la fe es capaz de plantar lazos amarillos (renovables y reciclabes) en los pechos de los más estafados.

Aunque... si me convierto a la fe, lo primero que haré será preguntarle a Dios: ¿por qué me hiciste catalán? ¡Anda que no hay naciones y estados y continentes en el mundo! ¡Ya te vale!


20 de febr. 2018

El rosa de tus mejillas (cuento de amor para el día de San Valentín)

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Un día aparecieron, ante Rafael, tres gotas de sangre que, al mezclarse con el esperma eyaculado en la masturbación matutina, se pusieron rosas, rosas con aquel rosado de salud jovial que tenían las mejillas de Magdalena. Magdalena cuando tenía veinte años, que es cuando se inauguraron de novios. Rafael contempló el color rosa y lo primero que pensó fue eso, que ese color era como el rosa de las mejillas de Magdalena, cuarenta años atrás. Y al cabo de un rato, por fin, cayó en la cuenta.

Las tres gotas de sangre eran, sin duda, los primeros compases de la sonata que iba a cerrar la sinfonía. (¿La vida de un trabajador español puede ser comparada a una sinfonía?). La canción de las tres gotas de sangre es la canción del cáncer de próstata. O de algo parecido. O de algo peor. La escena sucedió un miércoles a media mañana, en un mes de noviembre demasiado cálido. Ella estaba en el trabajo y él, ocioso y ya jubilado, en casa, decidió masturbarse solo para comprobar que su capacidad de amor todavía estaba en pie a pesar de todo. Se acordó entonces del principio, de la obertura, allegro (ma non troppo). Rafael fue un jovencito audaz y muy vigoroso. Tanto que, a los quince años, salpicó con sangre las sábanas a consecuencia del ímpetu que ponía en el empeño onanista: se infligió un desgarro en el frenillo que tardó semanas en curarse. Por la impaciencia.

El noviazgo con Magdalena le trajo sosiego. Fue un buen amor. Hablaban, se escuchaban. Se casaron. Sin embargo, no le fue fiel. Las amantes de Rafael, esparcidas a lo largo de los años, le reprocharon muchas cosas, pero jamás el ímpetu amatorio.

Con el paso del tiempo, las aventuras disminuyeron y al fin desaparecieron en medio de una niebla blanca, amnésica. Ese cambio no obedeció a la llegada del tormento de la culpa, si no a que su solvencia copulatoria era cada vez menor. Así que Rafael aprendió a retirarse a tiempo, con discreción, en el momento preciso, evitando la cópula que debía culminar la nueva conquista . Cuando sabía que la mujer estaba dispuesta al ofrecimiento, él se esfumaba sin más, en silencio, y se fundía en la noche de la ciudad, se iba a dar tumbos por las calles, con sus neones rosados y azules, sus calles recién barridas con chorros de agua y detergente por las brigadas de la limpieza. Le bastaba con saber que seguía dominando la artesanía de la seducción.

Las erecciones eran cada vez más infrecuentes y más laboriosa su consecución, hasta que eso le resultó demasiado humillante. Odió los caprichos de su pene, esa tendencia del miembro viril a una emancipación burlona, inaceptable: a veces le abandonaba la virtud ante el cuerpo desnudo de la nueva conquista -estando ella ya desparramada ante él- y, sin embargo, en la madrugada siguiente, se levantaba solo en el hotel pero con una erección enorme y dolorosa, que debía mitigar con el agua fría de la ducha mientras recreaba en su mente la imagen de la princesa peruana momificada que había visto en un reportaje de National Geographic, y que era lo más horrible que había visto jamás, lo que mejor puede descoyuntar el ánimo libidinoso.

Llegado a esta época bochornosa, ya solo la paciencia de Magdalena le daba sentido a la práctica del amor.

Antes de los treinta, había escrito que la vida ideal consiste en leer y hacer el amor. Y nada más. Cuantas más novelas, mejor, y cuantas más mujeres, mejor. Las dos aspiraciones producen ansiedad y frustración. Eso lo sabe ahora pero no lo sabía entonces. Y también sabe algo más: que esos ideales provocan una gran percepción del vacío. A los doce años, una noche, contemplando el cielo estrellado del verano, en el balcón de un edificio ruinoso del valle de Bielsa, se dio cuenta de que no hay nada más terrorífico que ese vacío gélido que algunos poetas estúpidos loan, la negrura en donde brillan estrellas muchas de las cuales murieron millones de millones de años atrás, eones de nada, la eternidad de la nada. Le entraron unas ansias enormes de masturbarse. Pero entonces no comprendió qué conecta el deseo con el horror.

Magdalena (la vida con Magdalena) le proporcionó una pausa en el tránsito de ese malestar angustioso, y ambos decidieron llamar "amor" al paréntesis compartido entre el horror y la nada. Como también había leído algunos libros a lo largo de los años, ese miércoles de noviembre en que vio como sus tres gotas de sangre se diluían en el esperma blanquecino, se acordó del relato del caballero Perceval, leído décadas atrás.

En el cuento del caballero Perceval (escrito hace unos 800 años) se habla de las tres gotas de sangre roja que vierte en la nieve su contrincante herido, y que se funden con el hielo para trocarse en rosado, como el de las mejillas de la amada. De modo que el caballero se acuerda de ella en ese instante, y de que la dejó esperándole en el pueblo mientras él se marchaba para construirse un porvenir de caballero andante por esos mundos de Dios.

Quizás habría sido mejor leer menos, se dijo Rafael.

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Otra versión de este texto apareció en La Charca Literaria para festejar a San Valentín, patrón de los enamorados.

16 de febr. 2018

Rull y Turull, Dupont y Dupond, Hernández y Fernández

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Cuando era niño vivía en la ciudad de Barcelona y leía las aventuras de Tintin. En esos libros fascinantes, de autor belga pero de expresión francesa, aparecen dos policías bastante zafios y engreídos que, en francés (como en catalán), se llaman Dupont y Dupond y, en versión castellana, Hernández y Fernández. Me esforcé por encontrar lo que diferenciaba a los dos guindillas, que es cosa muy sutil. Digamos, para resumir, que uno de los dos es algo más zoquete que el otro. Esa es la hipótesis humilde que me hice entonces, de niño.

Ya de mayor, descubrí en la prensa a dos tipos convergentes: Rull y Turull. La similitud cómica de sus apellidos me remitió a los Dupond y Dupont de mi infancia des del primer instante. Pero el asunto es que jamás fui capaz de distinguir entre Rull y Turull. Cada vez que aprendía a asociar el apellido con la cara correcta, el aprendizaje se me desvanecía poco más tarde y volvía a mis dudas.

En la ciudad en donde habito ahora (la tercera ciudad de Cataluña en número de habitantes), hay una pastelería que se llama "Pastisseria Turull". Es una pastelería muy cara y muy pija. Sabiendo que el señor Puigdemont desciende de familia pastelera, siempre pensé que el diputado convergente Turull era hijo de esta ciudad (¡vaya inferencia la mía!) y, en consecuencia, dejé de comprar pan integral en la pastelería Turull. No vaya a ser que, con el beneficio que les aporto a los pasteleros Turull, me dije yo, le manden dineritos al prófugo en Bélgica. Eso no me lo perdonaría jamás.

Un día, sin embargo, entré en un supermercado de esta ciudad y me topé con el señor Rull (lacito amarillo in pectore, por supuesto). Así descubrí que mi vecino no es Turull, si no Rull. De modo que mi boicot a la pastelería no tenía objeto.

(Aunque, por si las moscas, no he vuelto jamás a la "Pastisseria Turull").

A Rull, en el supermercado, le comenté algunos asuntos sobre el desastre moral y convivencial que nos legaron los suyos, a todo lo cual él me respondió con un discursito aprendido de memoria, aburrido y ya sabido, con evasivas, sin mirarme a los ojos y con un apretón de manos final perpetrado con una mano fláccida, paliduzca.

Quizás su mano andaba pálida por haber estado unos días en esa prisión en la que, según sus palabras, se come muy mal y dan alimentos flatulentos. Creo que la valoración de Rull sobre su (breve) estancia en una cárcel debería incorporarse al corpus literario de la literatura taleguera, ya que tiene un alto valor simbólico y una profundidad humana digna de elogio en el mundo del arte. El talante flatulento de la dieta carcelaria no había sido comentada jamás hasta hoy por un preso recién excarcelado. Ni la sombra ni la privación ni la disciplina: nada de eso le impresionó al señorito Rull. Solo el mal menú. ¿Cómo debe ser el menú de Can Brians? Le sugiero al señor Rull que se ponga en contacto con el Chef Alberto Chicote: un programa en la tv de nuestro chef disciplinario sobre la cocina del trullo lo petaría. Digo yo que ya tardan en mandar a Chicote a visitar las cocinas carcelarias. Le cedo la idea gratis.

[Debo aportar algo a la anécdota de Rull en el supermercado: mientra yo hablaba con el ex-conseller legítimo, su señora esposa, que le acompañaba, siguió rellenando el carrito y puso en él comidas precocinadas y congeladas que, digo yo, igual también tienen virtudes flatulentas. De ser así, eso ya es cosa de Freud, claro, así que lo dejo ahí. La su señora esposa es concejala de esta ciudad, por cierto. Por Convergència, huelga decirlo. Al final, el asunto catalán es eso: un asunto de familia. Los nuestros. Colocar a los nuestros y que dure la colocación y ya está, fin del cuento, un argumento sencillito].

Después de mi encuentro con el diputado Rull pensé que jamás confundiría a Rull con Turull. Pero...¡me equivoqué!

Una noche soñé con ambos y me lié de nuevo. Es cierto que Turull tiene un aspecto de batracio verde que Rull no tiene, pero Rull también es algo intrigante en su aspecto y, si uno se fija bien, ambos podrían aparecer como extras en una cinta de serie B que adapte "La sombra sobre Innsmouth", uno de los relatos de H.P. Lovecraft que más me gustan.

En el cuento del genio de Providence (que plagió Albert Sánchez Piñol hace casi dos décadas), unos seres anfibios surgen del mar para reclamar lo que creen que es suyo de forma legítima. Y se emparejan con las mujeres del pueblo pescador para crear una legión de híbridos que, andando el tiempo, les darán el poder.

¡Qué grande es Lovecraft!

14 de febr. 2018

Els meus embolics amb la CUP

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Un dia d'aquests, la diputada (o ex-diputada?) Mireia Boya va anar a declarar davant del jutge que investiga els delictes de l'independentisme unilateralista.

[Si m'he de creure algunes fonts periodístiques, la diputada (o ex-diputada) Mireia Boya va ocultar que era propietària d'un hotelet rural a la Vall d'Aran quan va declarar el seu patrimoni en ascendir a diputada regional. Com que em temo que la majoria dels diputats i de les diputades tendeixen a ocultar parts del seu patrimoni, no en farem cabal. Ella sabrà el què es fa, perquè és prou grandeta per saber-ho. Tinc un amic que treballa a la Vall d'Aran i m'explica: que el cognom Boya és molt reconegut en aquella vall. Només cal investigar una mica (n'hi ha prou amb el google) per trobar la resposta. La Catalunya caciquil. La Catalunya eterna].

La diputada o ex-diputada Mireia Boya li va declarar al jutge que a ella li hagués agradat més que la declaració de la república catalana de l'octubre no hagués estat una declaració "fake". La senyora Boya contradiu les declaracions de la senyora Forcadell, del senyor Forn, del senyors Rull i Turull (Dupont i Dupond, en flamenc), del senyor Vila, dels senyors Junqueras i Romeva, de la senyora Bassa i de la senyora Borràs. Tots ells van jurar que la declaració indepe fou una broma, un farol innocent. La declaració davant del jutge de la senyora Boya és un cas especial: en assegurar que la declaració indepe havia de ser efectiva, els ha posat les coses legals encara més xungues als jordis i a la resta, cosa que aquests li deuen estar agraïnt amb gran intensitat i picant de mans. I parlant de mans: la senyora Boya va sortir del jutjat alçant el puny per a la foto (o el selfie), i tant, això que no falti. I, tot seguit, se'n va anar cap a caseta. L'aixella esquerra del carlisme. Un país nou, sí senyora. Novíssim. Tan nou com La Trinca.

Fa uns tres mesos vaig escriure, en aquest blog, un article en què em qüestionava el paper de la Cup en els dos darrers anys de política catalana. I vaig voler destacar un element: que dels tres partits independentistes unilateralistes, un d'ells no tenia ni presos ni exiliats. Sí, en efecte: la Cup ha sortit indemne de la moguda. Chapeau! els vaig felicitar: sou uns genis de la tàctica. Ni Soto del Real ni Estremera: els joves diputades de la Cup campen pels seus feus de la Catalunya profunda i carlista metre alcen punys i punxen rodes d'autocars (però mai rodes de tractor!). Esquerra radical, en diuen, malgrat que aprovessin els pressupostos de Convergència amb vots estrictament trotskistes, és clar. En diuen un país nou. I Déu sap que ho és. Però l'herència del papà que no me la toquin, un pensament profundament català que defineix la versió catalana de Trotsky. Trotsky amb barretina i llacet groc a la solapa, tal com mana Nostro Senyor, el del Virolai Vivent.

El meu article el vaig haver de suprimir i està esborrat. Perquè no estic disposat a sentir insults enlloc d'arguments. I perquè no em ve de gust rebre amenaces com aquesta: "d'aquí a poc tindràs una resposta".

Cal reconèixer que la Cup té uns seguidors i un electorat molt motivat, molt actiu, molt decidit. Però també cal dir que han perdut el 60% del vot i que han quedat al mateix nivell que el Partit Popular. I, no obstant això, encara es mostren tan bel·ligerants com intrèpids. Ardits i xirucaires, a enginyosos minyons no se'ls pot vèncer. Pomells de Joventut, que diria en Josep Maria Folch i Torres des de les pàgines del Patufet. Ho repeteixo: els diputats de la Cup són, en nombre, els mateixos que els del Partit Popular. Si el PP és residual a Catalunya... què és la Cup?

Ningú no està preparat per perdre. Jo tampoc. Si demà perdo la feina culparé vés a saber quins factors externs. Però... faré autocrítica? L'autocrítica, a la Catalunya d'avui, sembla prohibida perquè seria un senyal de debilitat. I quina pena que em fan, les Cup, tan assambleàries elles, i tan ultrademocràtiques, però alhora tan incapaces de comprendre. Han llençat per la borda la possbilitat d'un independentisme d'esquerres (molt difícil de sostenir, tot sigui dit) i s'han lliurat a les mans d'un sobiranisme puigdemonià que, en mans de la senyora Elsa Artadi, els aboca a aplaudir les tesis ultraliberals del senyor de les americanes del pallasso de Micolor que no es descoloreix: un tal senyor Sala i Martín.

Ho sento molt si les senyores i els senyors de la Cup s'ofenen si els dic que han estat covards i tramposos, però no hi puc fer res. Aquest blog me'l pago jo de la butxaca i no em dec a ningú. Aquest blog me'l pago amb una part del salari que surt de treballar en un barri marginal, amb usuaris immigrants i molt pobres o fins i tot miserables. Que ho sàpiguen. I visc en un pis petit. De pocs metres quadrats i sense piscina, i em desplaço per anar a treballar en un Dacia de segona mà, i no sóc el propietari de cap casa rural en una vall bonica.

I em sento tan català com espanyol i no vull tolerar que em facin escollir. Els treballadors pobres no ens podem permetre el luxe d'escollir una pàtria. I això haurien de saber-ho, aquests xicots i aquestes xicotes de la Cup. Si us plau: no m'insulteu més.

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Des de fa uns anys escric en castellà en aquest blog, però avui he fet una excepció.

12 de febr. 2018

Las sombras de El Marmellar



Llegué hasta a El Marmellar tal como se llega a la vida: por casualidad. Y cuando, en realidad, quería encontrar otro lugar.

El Marmellar es un pueblo que quedó abandonado para siempre poco después de la guerra civil. Hoy, la naturaleza se afana en recuperar las calles, las fachadas, el cementerio. En las habitaciones en donde antaño hubo personas comiendo, durmiendo, haciendo el amor, preocupándose por el devenir de sus vástagos, soñando, delirando, filosofando, dormitando, cocinando o sin hacer nada, hoy crecen robustas higueras, madreselvas, enredaderas. La paz de los vegetales volvió a ese lugar.

La iglesia, del siglo XVII, se arruina lentamente. Las iglesias en ruinas nos parecen mucho más fotogénicas que las otras. Me imagino la belleza que le darán, algún día, la ruina y la vegetación al templo horroroso de la Sagrada Familia. El silencio anda por lo que hoy son veredas estrechas y ayer, calles.

Hace algunos años, la policía halló en ese lugar el cuerpo violentado y medio carbonizado de una mujer. El caso no se resolvió jamás. Los periodistas del ramo de lo esotérico hablaron de sectas satánicas, olvidándose de que los satanistas, en el caso de haberlos, nunca han provocado la destrucción que han provocado los partidarios de Dios y son, en realidad, una gente muy pacífica. En las paredes de la iglesia hay alguna pintadas de esta índole, y todas ellas muy pueriles: el número 666 (que también aparece invertido bajo una cruz -999) es la más osada.

Caminando por esas calles antiguas, uno no piensa ni en Dios ni en el diablo. Un viejo reloj de sol del que apenas queda un rastro vago y deslucido cuenta algo sobre la vida y sus afanes, perdidos, sobre el tiempo por el que pasamos mientras pensamos que el tiempo pasa por nosotros. Las nubes se cierran y la niebla asoma por detrás del cerro. Se dirige hacia el pueblo, así que mejor largarse. Ya no somos los chicos románticos y locos que fuimos, los que se hubieran agazapado en el cementerio para recibir la humedad gélida de la niebla, dispuestos a experimentar con lo que haga falta. Ahora, pasados los años, sentimos miedo y nos asalta el duendecillo de la prudencia, porqué algo nos dice que a él le debemos haber llegado hasta aquí, y no al de las aventuras locas. Jamás resolveremos el dilema.

¿Hubiera sido preferible una vida corta pero repleta de intensidad? ¿Es mejor esta, posiblemente algo más larga y más aburrida? La rutina, el tedio, la vida, el trabajo, los hijos, la cuenta corriente. Esa vida no es tan aburrida, al fin y al cabo.

Andando por las calles de El Marmellar, arriba y abajo, uno se encuentra con un montón de fantasmas. Algunos te miran y se desvanecen enseguida. Otros se arriman a tu oreja y te preguntan. Ninguno de ellos da miedo. No más miedo del miedo que da estar vivo, leer la prensa, ver las noticias en la tv. Me parece que son fantasmas respetuosos y prudentes, como nosotros. Diría que a cada uno se le aparecen los fantasmas que se merece. Si lo que tu le das a la vida es lo que la vida te da, parece que funciona igual con la muerte. Creo que alguno de ellos se queja y lamenta que le hayamos perturbado la calma, pero protesta con suavidad y con educación. Los fantasmas de El Marmellar son fantasmas buenos.

Caminar y meter las narices en los pueblos abandonados podría parecer la actividad propia de un ser enfermizo, demasiado melancólico, demasiado ocioso. A mi me parece todo lo contrario. Se lo recomiendo a todo el mundo. Esa es mi forma de estar vivo aquí. Hay un instante de luz después de una eternidad de nada y antes de una eternidad de nada.

A este pueblo abandonado poco después de la guerra civil vienen, hoy, grupos de chavales con sus botellas y sus botellones.




9 de febr. 2018

Días de tristeza y locura en Waterloo

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Napoleón terminó en Waterloo su imperio de los 1000 días. El nombre de esa población contiene el sentido, nada simbólico, de la derrota. Es su lugar, uno de ellos.

No digo nada nuevo si digo que el caso Puigdemont es un caso más relacionado con la  psicología que con la política, pero a mi me atrae la literatura y siempre me han fascinado los personajes perdedores y enloquecidos, y por eso me gustan tanto Don Quijote, el capitán Ahab, Policarpo Quaresma, el Urbain Grandier de Huxley, el Kurtz de Conrad, el Chíchikov de Gógol y un montón de personajes que descienden al infierno, al laberinto de la pendiente hacia abajo o a la nada cuando persiguen una fantasía, una patria imposible, un sueño pueril y mal pertrechado, sin valor para los demás. Lo que me pasa con Puigdemont es que, cada vez que le veo en la tv o leo algunas de sus aportaciones, progresivamente más oscuras y enfebrecidas, se me presenta más como un personaje de la literatura ejemplar que como la persona normal y corriente (y más bien mediocre) que fue.

El curriculum de Puigdemont en su paso por el mundo de la política es algo fulgurante y veloz, como un cometa precipitándose a gran velocidad hacia el suelo en una región remota de la península de Kamchatka, pongamos por caso. Llegó a alcalde Gerona por una extraña carambola jamás bien explicada (aunque Soler Bufí, que lo conoce, insinúa asuntos turbios), y luego fue proclamado presidente de la Generalitat catalana en otro giro más bien rocambolesco y nocturno, con reuniones que terminan de madrugada y coches oficiales zumbando en medio de las tinieblas de un invierno próximo y lejano a la vez.

El hombre que fue nombrado presidente en una noche fría y azarosa reside ahora, apenas dos años más tarde de aquella noche extraña, en Waterloo, paisaje de la última batalla de Napoleón, en un chalecito de buen ver. Y proclama ser el presidente legítimo de una república imaginaria pero que, sin embargo, existe. Esa república me recuerda un poco el cuento de la tetera de Bertrand Russell, pero si me meto por ese camino me voy a pillar los dedos. Su empecinamiento en este extremo también me lleva a pensar en Hiro Onoda, el soldado japonés que se quedó en la trinchera de una isla filipina hasta 1974, año en el que se rindió a la policía local filipina y aceptó, por fin, que los suyos habían perdido la guerra. En el caso de Hiro Onoda concurren factores conocidos por el señor Puigdemont: la solidez de las convicciones, la fe en la victoria última y un sentido metafísico del destino.

La locura de Puigdemont solo tiene una excusa: ese coro de creyentes que le siguen la corriente, personas que, creyendo apoyarle, le están hundiendo: es casi imposible imaginar que uno de sus seguidores decida susurrarle que quizás ha perdido el sentido de la realidad y que, en última instancia, a los humanos nos conviene más mantener la salud mental (y la otra) en vez de sostener repúblicas oníricas.

Leí hace pocos días que Julian Assange está asediado por múltiples problemas de salud, a saber: dental, vertebral y mental. En la nota de prensa y hacia el final, el redactor añadió un detalle. Los trabajadores del consulado de Ecuador en donde Assange lleva clausurado seis años se quejan de la poca higiene del huésped. Ese extremo me dio mucha pena: Assange está muy mal. Y no sería nada improbable que alguien cuente, dentro de poco, que Puigdemont ha visitado a un médico belga (o mejor flamenco) por un problemilla de dolores articulares, migrañas, dificultad para conciliar el sueño o una simple mala digestión.

Puigdemont quiere convertirse en héroe caído, es decir, en el antihéroe de una novela que nos cuenta precisamente el proceso cruel del descenso hacia el horror y luego la nada. Es el mismo periodista gerundense que le conoció en persona, Soler Bufí, quien se lo imagina dentro de unos años dando tumbos por los bares de Bruselas y contando a los clientes incautos y solitarios que él fue, una vez, presidente de una república que no existe.

La literatura catalana acaba de recibir un regalo de la mano del señor Puigdemont, aunque es muy posible que el tema sea desestimado por pudor, por patriotismo o por cobardía. De modo que, al fin, el personaje podría ser tomado por Mendoza, por Marsé o por uno de los muchos grandes escritores catalanes que escriben en castellano, lo cual dará motivos a los escritores que escriben en lengua catalana para continuar soslayando a los buenos, o incluso para avivar el fuego del victimismo de esa cultura pequeña y miope, cada vez más ensimismada, más pequeña y más regocijada en su rol de víctima.

Cosas de Cataluña.

Sea como sea, quiero agradecerle al señor Puigdemont de Waterloo su contribución, impagable, al imaginario de una literatura venidera e inminente. Tanto es así que ha eclipsado la contribución anterior, la del señor Pujol i Soley, aunque Pujol i Soley trabajó en favor del esperpento y del circo, mientras que nuestro hombre en Waterloo lo ha hecho en favor de la novela.

Por fin (¡por fin!) un político catalán ha hecho un gesto para promocionar la narrativa de su país.




6 de febr. 2018

En el club de lectura, con Blanca y Manuel y

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La otra tarde fui invitado a asistir a un encuentro de la tertulia literaria dialógica en una Escuela de Adultos de Barcelona. Barcelona periferia, por supuesto. Están leyendo clásicos. Después de "La Ilíada" y "Madame Bovary" le ha tocado el turno a "Vida privada", la novela de Josep Maria de Segarra. Hacía mucho tiempo que no estaba ante unos lectores adultos tan inteligentes, capaces de tener un debate tan sensato, tan bien organizado, tan sugerente. Debate literario en estado puro. Del capítulo que se habían preparado para esta sesión destacaron los elementos más interesantes, sin duda alguna. Las frases más relevantes. Yo no las habría detectado mejor que ellos, por supuesto (y eso demuestra algo revelador sobre el conocimiento compartido).

Cada vez que uno de los integrantes de la tertulia pide la palabra, los demás escuchan con atención, buscan el párrafo seleccionado y siguen la lectura. Luego comentan. Con una sensibilidad exquisita. Se acercan a los personajes y a las situaciones con un nivel tan alto de comprensión que a uno se le ponen los pelos de punta. Sobretodo por ese respeto que se tienen entre ellos, por la voluntad que ponen en querer comprender qué dice el otro, porqué lo dice, porqué lo dice como lo dice.

Lo más fascinante de todo lo que cuento, sin duda, está en otra parte, también. Manuel y Blanca y todos los demás son hombres y mujeres de ese barrio de la periferia, la mayoría jubilados. El uno se puso a trabajar a los doce, la otra emigró de un pueblo de Castilla empujada por el hambre. Aunque también hay una señora que fue empresaria, y otra que estudió. La mayoría se han pasado la vida trabajando y levantando una familia en ese límite de Barcelona des del cual se contempla el río Besós, en esos bloques levemente maquillados y en unas calles que, no está de más decirlo, lucen más limpias y más aseadas que las del centro de la ciudad.

Aquí han sucedido cosas muy importantes.

Uno de los tertulianos luce un lazo amarillo en la solapa y una mujer lleva pendientes con la banderita estelada. Diría que los demás no piensan igual respecto al asunto catalán, pero un día a la semana celebran ese diálogo entre iguales que son muy distintos. He aquí como, en un barrio de la periferia de Barcelona, poblado por personas que se han pegado toda la vida en el tajo sin tiempo para estudiar, les están dando una lección inolvidable a todos esos políticos que tanto hablan pero que jamás dialogan con sus semejantes, y que cuando hablan solo buscan la cámara de la tv y la confrontación, como si de la confrontación sacasen su sustento.

He salido emocionado de la tertulia, intentando pensar, durante la vuelta a casa y en medio de la autopista teñida por el resplandor de miles de farolillos rojos detenidos, qué significa lo que he vivido hoy, qué puedo aprender de ello, qué me han enseñado con su enorme generosidad. Aunque sabía algo de lo que me iba a encontrar, jamás pensé que me llevaría tanto. Tengo muchas lecciones que sacar de eso, esos son los deberes que me llevo y que haré con gusto.

Ha sido un placer escucharles con respeto, con atención. Responder a sus preguntas. Y presentarme ante ellos como un maestro de primaria, de una ciudad de provincias, que acude para aprender, sin caer en la tentación de revelar mi condición de escritor (de medio escritor) porqué ese dato no solo habría alterado la tertulia si no que la habría echado a perder. Hoy me he llevado una gran lección y, aunque mis tertulianos no lo sepan, me he sentido bien. Muy bien, extraordinariamente bien.

Los pensadores que nos proponen esas campañas de promoción de la lectura caras, fracasadas y más bien estúpidas deberían bajar de su burro del engreimiento y la expertez, de sus ocurrencias, de sus cargos y de su apesadumbrado halo de técnicos intelectuales y muy cualificados en promoción de la cultura, y darse una vuelta por las aulas de los jubilados y las jubiladas (hay más de ellas que de ellos, hay que decirlo), escuchar en silencio y esforzarse en comprender.

En estas aulas está sucediendo algo. Algo que es muy importante y que tiene que ver con la transformación más que con la adaptación. ¡Cuántos deberían acercarse a ellas para aprender, cuantos de esos que se creen algo! Porqué ahí acontecen muchas cosas, cosas que tienen que ver con la lectura, con la cultura, si, pero sobretodo con la convivencia de los diferentes.

2 de febr. 2018

Como liberarme de la novela negra en medio de la BCNegra

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Llevo mucho tiempo dándole vueltas al asunto. Al asunto de la fatiga del género negro, que se encasilló en unas fórmulas agotadoras y cansinas y en la renuncia explícita al lenguaje literario que, perpetrada en nombre de la comercialidad, la vuelven aburrida y tediosa y, por lo tanto, anticomercial. La verdad es que me metí en el género sin pensarlo: en 2013 escribí un drama sobre la tragedia de "las dos Españas" y me salió un texto que, según un experto, era un texto del género negro. Ese es el rol de los expertos, que son la gente que, antes de ser expertos, fueron pertos. Digo yo.

Y así fue como creí que yo era un escritor del género negro cuando, en realidad, ni tan solo era un lector de ese género des de mi primera juventud, en que lo empecé a leer y me hastió muy poco más tarde. Me había pasado lo mismo en una ocasión anterior, cuando me propuse escribir teatro. Publiqué una obrita y un crítico y editor (de bastante renombre en Cataluña cuyas iniciales son A.B.) dijo de mi que se me notaban las lecturas de Harold Pinter, autor al que jamás había leído. Pensé que yo era un nuevo Harlod Pinter pequeño y catalán (perdonen la redundancia). Leí a Pinter a partir de ese momento e intenté imitarle, pero la verdad es que no conseguí ninguna otra publicación teatral: apuntarme al pinterianismo fué la tumba de mi producción teatral.

Entre las cosas que me fastidian del género negro (que son muchas) está esa fijación en el tratamiento del tema de la maldad, el valor que se le da al criminal (ya sea comprendiéndole, en la perspectiva humanista, o convirtiéndole en payaso asesino, en la perspectiva policial que tan en boga está). Lo demás son variaciones de esas dos perspectivas. Luego está el tedio de la novela protagonizada por un policía astuto, inteligente y seductor, que me aburren hasta el infinito y que suelo abandonar no mucho más allá de la página 40, mientras lamento los 20 euros tan mal invertidos, y mientras me doy cabezazos contra la pared y me digo: mira que eres burro, burro y burro. (Eso "burro, burro y burro" es lo que le dijeron Buñuel, Lorca y Dalí a Juan Ramón Jiménez, en la famosa carta que le mandaron a propósito de "Platero y yo").

Para liquidar mi tránsito accidental por el género negro me propuse algunos retos: uno de ellos consistía en tratar la bondad, que es mucho más rara y más sorprendente que la maldad, algo al alcance de casi todos: al fin y al cabo, con ser solo un poco malo uno ya es malo, del mismo modo que con ser solo un poco ignorante uno ya accede a esa categoría. No sucede lo mismo con la bondad, que es mucho más restrictiva y exigente. Otro reto fue narrar la historia de un crimen des de la perspectiva de la víctima y restándole valor al criminal. Eso lo han hecho algunos, es cierto. Pero son pocos y raros, por lo cual me gustan. Hay que señalar que quienes optan por esa actitud suelen prescindir del personaje policial, que es un personaje inabordable si se quiere ser honesto: el policía no tiene enjundia literaria.

Empecé a buscar historias del sector llamado "true crime" en las que hubiera un personaje (una persona, perdón) buena en la que fijarme. Eso no es nada fácil, pero no es imposible. Tras muchas pesquisas, di con un caso fechado en 1948 y en un pueblo del interior de Tarragona, en la comarca del Priorato. En ese año, un comando del maquis atentó contra el jefe provincial de la Falange española en la provincia y le dieron muerte en una curva de la carretera tortuosa que lleva des del pueblo hasta Reus, que es la villa en donde vivía el jerifalte falangista. Durante algunos años hubo, en la curva del atentado, una cruz que conmemoraba la muerte del capo falangista. Luego alguien la mandó, a puntapiés, barranco abajo.

Lo que sucedió a continuación es materia literaria en estado puro.

Como el régimen no tenía fuerzas del orden destacadas en la zona (ni un solo cuartel en toda la comarca), decidieron desplazar hasta allí a un montón de guardias civiles, que fueron alojados, por orden gubernativa, uno en cada casa del pueblo. La gente del pueblo acató la orden. Las cosas, entonces, no estaban para esas desobediencias de pacotilla que tanto gustan hoy en Cataluña (y lo digo por si alguien todavía no ha descubierto las 7 diferencias entre un estado democrático y una dictadura -¡hay que ser muy corto o muy malintencionado para no verlas!), así que, en muchas casas del pueblo, se acogió a un guardia civil que dormía y desayunaba a costa del contribuyente. Y sin rechistar.

El período de estancia de los guardias civiles en el pueblo del Priorato fue breve: la Guardia civil  tardó poco en pillar al comando terrorista, que fué detenido y fusilado en la playa de Montjuïc semanas más tarde. Sus cinco miembros fueron sepultados en el Sot del Migdia, una ladera del monte en donde luego se levantaron chabolas y más tarde se celebraron grandes conciertos de rock.

Pero.

Pero aconteció, en este pueblo y durante aquel tiempo, una historia que me conmovió mucho en cuanto me la contaron. Durante aquellos pocos meses, un joven guardia que se había instalado en  casa de una joven viuda del bando republicano inició un idilio con la mujer que le hospedaba. Eran dos jóvenes perdidos y desubicados en una España salvaje, poseída por el odio, el dolor y la venganza. Y ellos eran demasiado jóvenes para comprender tanto odio, tanto deseo de venganza. El deseo, para los dos españolitos de esta historia, era otra cosa. Digo yo que debieron de hablar mucho ellos dos, visto que el romance les unió hasta el fin de sus días.

El romance no se pudo mantener en secreto. En un pueblecito de 200 habitantes no es posible guardar secretos de esta índole.

Ella tenía un hijo del soldadito muerto, nacido en 1940, cuando el padre ya no estaba. El guardia civil le dió su apellido al niño y así lo inscribieron en el juzgado de Reus. El amor, por lo visto, es capaz de eso. Y de mucho más.

Lo que sigue no lo voy a contar, por supuesto: al fin y al cabo, esa es mi historia y mi investigación. Una historia que no termina ni bien ni mal. Es decir, que termina bien y mal.

Solo quiero añadir que el guardia civil jamás maltrató a la mujer. Ni un bofetón en toda la vida que compartieron. Ni uno solo, ni tan siquiera en broma, ni tan siquiera figurado. En este escenario no hubo nada negro. Lo negro estuvo (¡y está!) a su alrededor.

1 de febr. 2018

Andreas Faber-Kaiser, in memoriam

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Nací en una familia venida a menos en la que las estrecheces económicas nunca menguaban, así que
muy pronto desarrollé un interés por la literatura fantástica que podría calificarse de prematuro. La ficción, lo raro, lo misterioso y lo dudoso me sedujeron enseguida y por imperativo vital, así que, siendo muy joven, o mejor incluso antes de ser joven, cuando se empezaba a vislumbrar el final del niño tontorrón que fui, di con una revista que, durante algunos años, fue lo más maravilloso que había visto jamás.

Se trata de “Mundo desconocido”, una publicación que, todavía hoy, se encuentra en los puestos de los anticuarios. La verdad es que la edición era bonita, elegante. La dirigía un tipo en el que todo resultaba tan intrigante como bello, empezando por su nombre: Andreas Faber-Kaiser. Andreas nació en Barcelona en 1944, ya que su padre tuvo que largarse de Alemania unos años antes de esa fecha.

Andreas fue uno de los primeros espadas del ocultismo y la ufología del final del franquismo y lo de luego, y un hombre culto, buen divulgador de teorías tan fascinantes como la que cuenta que Jesucristo no murió en la cruz y que su resurrección es un camelo urdido para ocultar la verdad: que el Cristo, medio muerto, huyó del sepulcro y emigró hasta Cachemira, en donde se puso a predicar de nuevo bajo otro nombre. Y, además, Andreas Faber-Kaiser era un tipo guapo, caramba: hay que contarlo casi todo si es que uno se quiere expresar.

Mi tío paterno tenía un establecimiento de peluquería, y en la mesita de los que esperan el turno tenía una pirámide de revistas. Mi tío también era un hombre inquieto, aunque no supe de todas sus inquietudes. Lo del esoterismo, los extraterrestres y la historia oculta estaba en su lista, eso sí lo sé. Como el tío Luis descubrió mi interés por los mundos alternativos, de vez en cuando me regalaba los números antiguos de “Mundo desconocido”, que yo devoraba y guardaba para devorar de nuevo, pasado un tiempo, simulando que había olvidado para poder maravillarme otra vez, pasadas unas semanas. Gracias a las lecturas de “Mundo desconocido” descubrí montones de enigmas y de misterios que hoy todavía planean por el mundo, vivos y coleantes, aunque, desgraciadamente, han adquirido un aire de rollo barato, de feriante caduco. Todo tiende a la ruina.

Muchos años más tarde de lo anterior, y cuando me documentaba para un trabajo sobre los parapsicólogos catalanes de la transición que nunca llegué a escribir, conseguí dar con uno de los colaboradores de “Mundo desconocido”, que ya estaba muy senil. Se hacía llamar “Profesor” aunque ni era maestro ni poseía título universitario alguno. Según me contó, su verdadera pasión siempre fue el submarinismo. Murió en 2001. El Profesor X (voy a nombrarle así por respeto) me contó muchísimas cosas y casi todas fascinantes, asuntos que trataban infinidad de quimeras: visitas de seres extraterrestres, su pasado como soldadito español de la Quinta del Biberón, su estrecha amistad con un poeta catalán en el exilio de México -un poeta críptico también dado a visiones ultramundanas y algo confusas.

Sentado frente al Profesor X, escuchando su relato repleto de seres espaciales, poetas místicos, niños soldados, conspiradores, espías, falsos agentes de la Cía, muertos revividos, periodistas locos, la serpiente emplumada, Luis Buñuel, el exilio en el México de los muertitos y las vacas voladoras, la policía secreta y siniestra de Franco y todo lo demás, comprendí que entonces, antaño, cuando me incliné por el misterio y los mundos ocultos, había acertado de pleno. Había elegido el camino correcto. Hacia el final de la entrevista, el Profesor X me contó algo que no puedo reproducir por completo y que me olió a testamento y, a la vez, a que había comprendido algo de mí.

—Hay, en el lugar que te indicaré, una ventana a otro mundo en donde todo cobra sentido. Está en un embalse, no muy lejos de aquí. Tienes que sentarte a observar. Verás los árboles de la otra orilla reflejados en el agua. Verás que se reflejan todos. Todos menos uno. Es allí, justo en el lugar en donde debería estar el reflejo. El reflejo no está, porqué está en el otro lado, y en el otro lado. Deberás meterte en el agua pero no te preocupes, solo hasta las rodillas, no te cubrirá más que eso.

Luego de contarme esto, el Profesor se levantó con dificultades, me tendió la mano y dio por terminada la entrevista al tiempo que llamaba a una mujer que se presentó enseguida como si hubiese estado todo el tiempo tras las bambalinas. Era una mujer enjuta, menuda, antipática -y probablemente muda- (¿su hija? ¿la asistenta?), que me acompañó hasta la puerta de la casa. Entonces caí en la cuenta de que no me había ofrecido ni tan solo un café: el Profesor X vivía en una pobreza casi extrema.

Estuve buscando el embalse. Me recorrí varios. Me di cuenta de la imprecisión que hay en "no muy lejos de aquí", dicha por boca de alguien que se ha recorrido medio mundo. Y me di cuenta de que había obrado como el caballero Perceval cuando no supo preguntar la pregunta oportuna ante el Rey Pescador: No muy lejos ¿pero donde?.

Jamás hasta hoy he sido capaz de encontrar el lugar del reflejo soslayado hacia la otra dimensión, pero sé que existe y que algún día voy a dar con él. Será un día de alegría, este, como los días en que llegaban los números atrasados de “Mundo desconocido” a mi poder. Lo que pueda suceder después me atemoriza un poco, pero creo que lo sé desde hace mucho tiempo.

Postdata. En tiempos antiguos, el pueblo se iluminaba y encontraba inspiración leyendo vidas de santos. Andreas Faber-Kaise fue uno de mis santos.

[Una versión muy parecida a esta, pero no idéntica, se publicó hace unos días en La Charca literaria].

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