21 d’ag. 2021

Khadija Bouharaz


Khadija amanece antes de las siete con las sábanas manchadas de sangre. Observa el fenómeno, el dibujo en rojo de algo muy parecido al mapa de Australia entre las piernas. Aunque se lo contó su hermana mayor, ese conocimiento no la libra de la perplejidad. Hay algo asqueroso en la naturaleza, piensa a su modo. Le dice a su madre que no se encuentra bien, me duelen la cabeza y la tripa, mamá, hoy no voy a ir al cole.

Khadija piensa en como limpiar el estropicio, pero también piensa en lo demás. Piensa en las nuevas normas. En el velo que mamá debe tener listo en algún cajón de su dormitorio, porqué mamá también sabe lo que viene luego, lo que llega mañana.

Lo de papá es algo raro. Cuando vivíamos en Sidi Slimane, papá no hablaba jamás de velos ni de religión. De eso empezó a hablar una vez en aquí, como si hubiese descubierto al Dios una vez lejos de su país. Cuando estábamos allí, recuerda Khadija, papá contaba lo mucho que le fastidiaban los barbudos y los minaretes e incluso nos dijo que, en España, nos íbamos a librar de todo ese cuento chino y de los rezos y las milongas del profeta.

Ahora, sin embargo, papá le muestra respeto al Dios cada viernes. Tiene un amigo barbudo. Un día les soltó, durante la cena, que la tradición es la tradición, como el idioma que no debemos perder, y que la religión solo es una pieza más en lo tradicional y lo nuestro, una tesela en el mosaico de la cultura nacional que debemos preservar. Papá, piensa, Khadija, sigue siendo el buen hombre que trabaja de sol a sol por muy pocos euros, en la construcción de chalés en la costa para su amigo y hermano en la fe Mohamed Khaouri, el tipo que lleva un Mercedes negro de más de diez zancadas y que ha puesto una bandera estrellada en su balcón -Mohamed es independentista de la cosa catalana. Papá es un pobre hombre, es cierto, pero ahora le teme. Sabe que papá aparecerá en el dintel con el velo en la mano, por la noche. ¿O será mamá la encargada del ritual?

Khadija sabe que no podrá mantener el secreto mucho más allá. A media mañana escucha el sonido del teléfono. Es Marta, la tutora del cole. Por las voces que escucha (mamá habla mucho más alto cuando chapurrea castellano -mamá no quiere aprender el catalán, como Messi) sabe que Marta le suelta que la regla no duele, que eso es un mito patriarcal y una ocurrencia machista, que Khadija tiene que venir a clase de inmediato y sin excusas baratas. 

Sin embargo, cuando mamá entra en la habitación de Khadija le miente y le dice que Marta comprende muy bien que hoy no vaya a clase, que no pasa nada, que mañana será otro día. Le pregunta si necesita algo. Khadija se sorprende de lo que le dice y de esos lagrimones que resbalan por las mejillas de mamá, casi incapaz de hablar entre gimoteos.

Papá tardará horas en volver. Está construyendo un chalé en la costa de Gerona. Las dos se van al Mercadona del polígono, compran lejía Estrella y limpian las sábanas, a mano, en la bañera. Cuando terminan se sonríen, y mamá abraza a Khadija y la besa en las mejillas y en la frente de una forma nueva, como jamás la había abrazado. Así que, por la noche, cuando Khadija se acuesta de nuevo, piensa que eso de la sangre quizás no sea tan malo aunque le haga llorar tanto a mamá.


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