21 de gen. 2021

Al señor Pablo Iglesias, vicepresidente del Gobierno de España


Señor Pablo Iglesias,

Durante una entrevista en los medios, tuvo usted un momento desafortunado y comparó a los españoles exiliados en 1939 con el señor Puigdemont. Todo el mundo entiende que los humanos cometemos errores, y casi todo el mundo rectifica cuando se da cuenta de su metedura de pata.

Podría contarle múltiple razones por las cuales es imposible comparar a Puigdemont con los exiliados de 1939, pero usted es hombre leído y con títulos universitarios, así que no creo que sea necesario. Lo que usted no sabe (ni tiene porque saberlo) es lo que le voy a contar a colación. Solo le pido, humildemente, que lea mi historia, que no es mía si no de mi abuelo.

Le voy a contar la historia de mi abuelo materno, Miquel Albert Barris. Miquel, en 1939, era un cargo público en la prisión de Montjuïc. Estuvo allí hasta el final. El mismo día en que las tropas de Franco entraban por la Diagonal, Miquel requisó una motocicleta y no paró hasta llegar a la frontera de Francia. Sabía que si le pillaban le iban a fusilar sin juicio ni mediación alguna.

Cuando se marchó llevaba lo puesto. La ropa, los zapatos, un lápiz y una libreta. Nada de dinero, nada de nada. Los gendarmes le metieron en un campo para refugiados al lado de Montpélier (donde hoy se levanta el complejo de sexo liberal más grande de Europa). Entonces nada más había exiliados republicanos hacinados. Dos años más tarde, Miquel moría de tuberculosis y era enterrado en el cementerio del pueblo. Uno de sus hijos devolvió sus cenizas a España en 2009, pagando todos los costes de su bolsillo.

Durante esos dos años en Francia, Miquel escribió algunas cartas a su mujer y a sus tres hijos (la menor, de 3 años, mi madre). Usaba un pseudónimo distinto cada vez, para no comprometer a nadie. A su mujer le avisaron meses más tarde, un compañero que entró en España clandestinamente. La viuda y los hijos pasaron años de penurias, hasta que el mayor empezó a trabajar y, poco a poco, las cosas se fueron resituando. La familia, sin embargo, quedó seriamente dañada y la esposa jamás se recuperó.

 A día de hoy, por cierto (aunque eso sea anecdótico y prescindible), el partido en el que militaba Miquel, el partido que le dio el cargo y le militarizó en 1938, todavía no se ha puesto en contacto con sus descendientes, ni tan solo para expresar su pésame.

Vivo en Cataluña, nací en Cataluña y no soy nacionalista de ninguna nación y, por lo tanto, no soy independentista. Llevo muchos años soportando --con dificultades y dolor-- a la derecha independentista de esta región, una derecha que se presenta como víctima pero que a la vez ejerce de opresora sin cesar, como si pensara que los catalanes no independentistas carecemos de derechos, o que somos malos catalanes o que no merecemos ningún respeto. En ese proceso tan desafortunado, los partidos de la izquierda tradicional han dudado en la opción que deben tomar y, cegados por el victimismo de la derecha nacionalista, han pensado que deben estar del lado de esa víctima falaz. Usted conoce la teoría de la interseccionalidad, las teorías de Ernesto Laclau y demás teóricos y quizás haya caído en la trampa de pensar que los catalanes no independentistas somos ricos, fascistas y opresores.

Le invito a que piense un poco más en los catalanes, a que me pregunte lo que quiera, y yo le responderé. Prometo ser ecuánime y objetivo. Pero también le contaré la desazón y el dolor de quienes, por no ser independentistas, nos hemos visto sumergidos en una apabullante espiral de silencio en nuestras familias, en nuestros centros de trabajo, en nuestras relaciones sociales.

Su declaración en los medios quizás fue precipitada, mal calibrada. Eso le puede pasar a cualquiera y no tiene mayor importancia. Pero esa frase suya, por desgracia, es la frase del vicepresidente de España. Y por lo tanto tiene una relevancia especial. Una relevancia especial y una consecuencia concreta: su frase nos deja, otra vez, a los pies de los caballos del nacionalismo y de esa derecha oligárquica, secular, que gobierna Cataluña y opta por excluir a los que piensan de modo distinto al suyo.

Voy a volver solo un momento, y para terminar, a mi abuelo Miquel Barris. Miquel se exilió por miedo a perder la vida. Su opción fue defender a la república española, a la constitución democrática. El señor Puigdemont se marchó a Bélgica tras desafiar y violentar la legalidad democrática española. Es decir: mi abuelo (y los demás exiliados de 1939) son exactamente lo opuesto al señor Puigdemont. Si Franco hubiese perdido y se hubiese exiliado, ese sí sería como Puigdemont. Esa es la única comparación posible.

Le estaré muy agradecido si se molesta en respondeme, a pesar de las árduas tareas que le ocupan.

Atentamente,


5 comentaris:

  1. No te contestará. No se ha retractado nunca. Es su seña de identidad.
    salut

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    1. Es cierto. Y me parece asombrosa esa arrogancia, tan fuera de época y de lugar. Es algo así como un Donald Trump disfrazado de izquierdoso. Fíjate que incluso lo más comentado de ambos son sus peinados. ¡Pobre España!

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  2. Será que se parece mucho el palacete de Waterloo al campo de concentración de Argeles Sur Mer.

    Como los sofistas de Atenas, cuando no se tienen argumentos, hay que inventarse tontearías.

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    1. El parecido, efectivamente, está en las mansiones.

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    2. Lo cuenta muy bien Albert Soler en su artículo "La Internacional de los chalés".

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