
Ahora, cuando apenas nadie escribe cartas en papel, el señor de Waterloo se dedica a la filatelia y fabrica sellos para el servicio postal belga. Asegura haber diseñado un par de sellos tras un intenso trabajo, sostiene. Se oyen aplausos. En cuanto le de por dedicarse al macramé o al scrapbooking le aplaudirán otra vez. Eso es lo que tenemos: un payaso desquiciado y un montón de gente deseosa de aplaudir a la versión nostrada del Krusty de los Simpson.
Decía Ortega (más o menos decía): los problemas identitarios de España no se pueden resolver, solo se pueden sobrellevar. Y en eso ando: intentando sobrellevarlo. El otro día, nueva conversación con compañeros de trabajo muy nacionalistas. Suelo intervenir poco, lo justo. Solo intervengo para recordarles algo que deberían saber pero no saben: que no todos pensamos igual, que España es plural.
Creo que ahí tenemos uno de los problemas. Mientras en España hay una mayoría clara que piensa eso, que España es plural y pluricultural y plurietcétera, en Cataluña tenemos una gran masa que solo conciben una Cataluña homogénea, unilingüe, unidireccional. Tenemos una Cataluña triste y rancia. Una Cataluña que, en el siglo XXI, desea ser como las tribus no contactadas del Amazonas.
A las pruebas me remito: cuando el señor Abascal invocó a Don Pelayo y el cuento de Covadonga, la mayor parte de España se partió de la risa, pues casi todo el mundo sabe, más o menos, en qué consistió el mito de Covadonga: apedrearon al cobrador de impuestos y se escondieron en una cueva (un poco más valientes que Puigdemont, pero no mucho más). Esa es la gran batalla de Covadonga. Sin embargo, nadie en Cataluña osa reírse de la cobardía (y la felonía) de Rafael de Casanova, y no digamos ya de la estupidez del mito fundacional de Wifredo el Velludo. Todo el mundo debería saber que el escudo de las cuatro barras rojas sobre fondo de oro significaba la infeudación a Roma, un truco muy usado por estos lares para no pagar impuestos: en aquellos tiempos, Roma, que está a más de mil quilómetros, ni podía pasarse a cobrar ni disponía de Guardia civil. Pero a ver quien es el guapo que, hoy, en Cataluña, se ríe de eso.
Ni reirte puedes, y eso es muy malo y afecta a la salud. Ríete de los sellos del loco de Waterloo y verás. Ríete de las Cruces de San Jorge y verás.
El nacionalismo es muy fatigoso y uno termina por sentir esa fatiga metida en los huesos, en la médula, en el centro del alma, que ya estaba fatigada por haber nacido aquí, en una tierra tan extraña y tan rancia. Hace muchos años descubrí la existencia de un libro titulado "Els nostres insectes". Éramos varios. Algunos aplaudieron la imbecilidad con patriótica satisfacción, otros se quedaron pasmados y alguno se rió. Yo me quedé atónito y, a continuación, sentí aquel peso existencial que ya no me abandonó jamás: una mezcla de aburrimiento y asco. El tedio.
¡Debes sobrellevarlo! me susurra Ortega des de las sombras. Yo asiento mientras oigo, de fondo, los aplausos de los patriotas, y entre los aplausos hay uno que pregunta, con el ansia del adicto enmedio del síndrome de abstinencia, donde se pueden comprar los sellos belgas de Puigdemont, el Amado Líder.
Es muy fatigoso, de veras. Deberíamos pedirle amparo a alguna instancia española o europea ante esta fatiga que podría convertirse en crónica (y ya saben ustedes que la medicina oficial no reconoce la fatiga crónica como enfermedad).