27 de febr. 2012

Episodios neoliberales - 2 (El estado del terror en Cataluña)


Un ciudadano se despierta en una población cualquiera del mapa de Cataluña. Pongamos una ciudad mediana y tranquila. Rubí, Sabadell, Manresa o Igualada. Ha soñado un pez, unas columnas rotas y unas monedas de oro. No sabe descifrarlo y eso le inquieta. Justo después siente un dolor, una punzada en el hígado. Piensa que debería ir al médico.

Antiguamente se ejecutaban sacrificios humanos para aplacar la ira del dios. Para los plácidos, complacidos y otoñales ojos del hombre del siglo XXI eso es inimaginable, algo surgido de una inescrutable pesadilla atroz. El recuerdo de aquéllos tiempos, sin embargo, dió lugar a magníficas piezas del horror gótico. Lord Dunsany, H.P. Lovecraft y su prole, etc. Si esos cuentos nos aterrorizan debe ser porqué en el fondo de la memoria colectiva permanece algo. Algo nos lleva a sospechar que podemos ser un monstruo con nuestros semejantes. Uno de los motores del cuento de terror -del romanticismo para acá- es precisamente la duda sobre la identidad del monstruo y del bárbaro: es él o soy yo?

El vampiro del XIX también contiene algo de eso. El sueño delirante de sacrificar vidas a una bestia sedienta, irracional y perenne no se ha marchado nunca. Gira alrededor del sueño, como el bárbaro ante la muralla.

En eso mismo pensaba escuchando un discursito de mi Nosferatu local, un tal Artur Mas. Él no es la bestia sangrienta que devora humanos, es tan sólo uno de sus oscuros sacerdotes. Pero ahí está, resucitando la pesadilla: un concepto antiguo y vago exige sangre y sacrificios. Y se los exige al pueblo llano, a los de a pie, a los de la nómina atemorizados con la sombra del paro. Ay de aquél que se crea a salvo, dice: incluso los antaño protegidos e intocables funcionarios deben saber que hay que ir poniendo las barbas en remojo.

Sin haberlo previsto en su programa político, el mediocre Mas contribuye a la resurrección del terror gótico. En realidad, la literatura está en deuda con él (y empleo el término deuda en honor suyo, tan aficionado él a usar palabritas del campo de los dineritos).

El pobre hombre alude al monstruo y lo envuelve, lo camufla con extraños vapores e inciensos: los antiguos valores de la patria catalana, la banderita incansable que tantos argumentos concede a los de la calaña nacionalista. El cuento está casi escrito, casi terminado. Tan sólo falta adornarlo con algún personaje, unos decorados, unas frases que acaricien el pánico y a la vez los ojos del lector.

El médico que visita al ciudadano lleva bata blanca, pero bordada en ella hay varios logotipos: Bayer, Ikea, Spanair, Cementiris de Barcelona, Laboratorios Sandoz. Murmura algo sobre lo mal que está todo, y le pide los papeles de una mútua desconocida, sin los cuales no será atendido.
-Si no los tiene debo mandarle a un centro de beneficencia. No tiene porqué preocuparse allí le atenderán bien.
Nuestro héroe no reúne los requisitos que exige la situación, el mercado o la patria. De repente, el héroe descubre que no es un héroe del mundo occidental, civilizado y democrático. Es un paria y está haciendo cola para el sacrificio. El decorado catalán se desvanece, está en un país inimaginado, cateto y cruel.

Lovecraft lo habría hilado con soltura y magisterio, y Franz Kafka lo remataría con su fina distancia, esa ironía del hombre que ha visto qué es el hombre, qué somos capaces de hacernos los unos a los otros. Aparte de amarnos.

Porqué el tema del amor también está ahí: la anterior campaña electoral del sacerdote Mas se titulaba "Amar Cataluña" (Estimar Catalunya), y se basó en jurar ante notario que jamás tendría pacto alguno con el Partido Popular. Y todo por amor a la patria. Sin embargo, la excepcionalidad de la situación (el monstruo, el dios ávido de sangre) concede la amnesia del antiguo juramento.

Aparcado en una camilla polvorienta y andrajosa en un cochambroso hospital de la beneficencia, el héroe siente que una figura tosca se le acerca por detrás. Lo empuja pasillo abajo. Se escucha un gorgojeo, unas remotas campanas. Un aire frío y pútrido le abofetea. Por los altavoces suenan himnos patrióticos y luego un partido de fútbol.

La messa è finita. El cuento está listo. No hay escapatoria ni redención. El héroe protagonista es un paria y finalmente se descubre a sí mismo como un vulgar villano, un hombre-nada, un pedazo de carne culpable. Cae en las fauces del monstruo, y por unos instantes hay silencio y paz. El villano no se redime. Todo el mundo se calla, nadie protesta, todos miran a otra parte y suspiran por no ser el siguiente sacrificado. Algunos rezan para que vuelva Jasón, se plante ante el Minotauro y le retuerza el pescuezo. Pero mientras no llegue Jasón vamos a ir dándole votos a Artur Minotauro Mas.

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En 1995, John Carpenter filmó una de sus cintas oscurecidas, In the mouth of madness. Una rara adaptación de la mitología lovecraftiana traída hasta nuestros tiempos. Ahora he comprendido porqué Carpenter situó la boca del mal en un hospital público.

20 de febr. 2012

Episodios neoliberales - 1


Hacia la muerte de la ética
(Continuidad de los cementerios)

Museu internacional de titelles d'Albaida (foto E.M.) 

Anoche soñé que soñaba que me enterraban. Era una tarde sombría, de nubes malvas y sol blancuzco, como leproso. El enterrador me resultaba conocido, quizá algún vecino de cuando vivía en el barrio de la Ribera. De repente me despertaba asustado por las primeras paletadas de tierra encima de mi pecho. En el sueño número uno (el contenedor de ese segundo providencialmente esfumado), mi familia me tranquilizaba, me consolaba y me ofrecía chocolate caliente, para aliviarme. Poco más tarde todo se ensombreció de nuevo cuando comprendí que todos esos compasivos familiares eran mis muertos recientes. Fue entonces cuando salí por fin y desperté al mundo. Era lunes, invierno, las nueve de la mañana. Llamé al trabajo para disculparme, arguyendo un socorrido resfriado con algunas décimas de fiebre.

Me senté en una butaca de Ikea y me orienté hacia la ventana. Era un día turbio, con una luz como metida en el agua de lavar los platos. Me quedé meditando sobre los rizos y caprichos del destino: cuando se cumplía un año de la muerte de mi madre, me mandaron a un centro cuya directora llevaba el mismo nombre que mi madre. A veces no puedo concluir en qué se inspiraron los antiguos fabuladores cuando describieron el cielo y el infierno: ¿cuál de los dos está imaginado a semejanza de nuestro fatigado mundo?


Esas meditaciones son estúpidas y ociosas, además de lúgubres. Por fortuna sonó el teléfono y me quité del embrollo. Una voz educada y elegante, con el acento de Tarraco, me informó de que la sepultura en donde reposan mis padres debe de cambiarse de nombre.
-Le llamo de los Servicios Fúnebres. Ha pasado un año desde que falleció el titular, y la normativa exige que, pasado ese tiempo, el titular esté vivo.
-Tengo previsto resucitar a mi madre -le respondí con un buen humor improvisado- Ando estudiando un viejo grimorio, De vermis Mysterii. Es un tratado de nigromancia.
-En ese caso debería usted escribir una instancia a las altas instancias -sigue la voz elegante- Porqué he aprovechado para teclear eso del vermis en el google mientras usted hablaba. Veo que lo escribió un tal Ludwig Prinn, siglo quince.
-Correcto -me descubro ante la eficacia del empleado. Incluso en tiempos de recortes y furioso neoliberalismo, ese hombre mantiene la profesionalidad de los buenos tiempos.
-Estoy viendo que Prinn murió y nunca más se supo. Si el nigromante falleció sin remedio es lícito sospechar que su método resucitador es falible. Deberíamos estudiar bien su propuesta.
-Lleva usted toda la razón, como un juez del Supremo.
-¿Le parece que mientras lo valoran cambiemos el nombre del titular?
-Me parece bien, es usted un funcionario sensato.
-Mañana a las doce y cuarto. ¿Puede pasarse por nuestras oficinas? Váyase pensando quién será el nuevo titular.

No es nada fácil decidir cuál es el óptimo titular de una sepultura. ¿Debería ostentar la propiedad el pariente con una mayor esperanza de vida? ¿O sería mejor transmitirlo al más firme candidato en usufructuarla pronto? Si optamos por la segunda, creo que soy yo quién debe firmar y certificar mi reserva: superados los cuarenta y cinco, fumador, con severos antecedentes familiares de cáncer (mis antecesores han catalogado el de próstata, pulmón, útero, limfático, la leucemia, el cerebral).

Martes a las doce y cuarto. Otra vez un día de luz triste y plateada, con un sol de marfil ajado. Subo al piso indicado, en donde me entrevistaré con el funcionario de la voz elegante. Ante su puerta huelo el aire viciado por alguna sustancia dulzona y corrompida. Empujo y me siento. El hombre tiene un aspecto realmente malo, poco saludable. La piel hinchada y tumefacta, de un blanco verdoso. Una parte del labio inferior le cuelga sobre la barbilla, la nariz está devorada por los bichos descomponedores, va despeinado, le falta un ojo y en la cuenca vacía habita un gusanito blanco y nervioso, de movimimentos espasmódicos.

-Antes de que diga alguna inconveniencia -se anticipa él- le contaré lo que sucede. Ya sabrá usted que Artur Mas decidió no cubrir las vacantes que surgen en la administración. Jubilados, excedencias o defunciones se amortizan. Qué quiere usted que le diga, a mi me sabe mal y eso mismo pensaba yo una vez enterrado. No me parece bien la decisión del gobierno, y pensé en hacer algo. Pasé a la acción. Creí que igual como se plantea la ética de los negocios o los banqueros, era posible hablar de la ética más allá de la vida. De una ética muerta, por resumirlo así. Volví y ocupé mi antiguo puesto. Ahora soy como un voluntario: estoy muerto y no deben pagarme nómina ni tengo derechos laborales de ninguna categoría. Máxima eficiencia. Sé que mi aspecto podría molestar algún usuario, pero...
-No le reprocho nada -me apresuro- Es cierto que su aspecto es algo bochornoso. Pero he visto gentes que, aún estando vivas, muestran un aspecto más tétrico que el suyo. Y, por otro lado, tratar los asuntos de la muerte con un muerto inspira confianza y seguridad.

Hablamos un rato distendidamente sobre como ha cambiado el tema de los muertos revenidos: de Edgar Allan Poe para acá, han pasado de horribles espectros a frágiles individuos con problemáticas laborales y éticas. Luego hablamos de lo que procede: términos, plazos, cuotas y formas de pago de la sepultura familiar. Cuando por fin me levanto para marcharme se me ocurre preguntarle si por casualidad tiene alguna noticia de los míos. Piensa, entorna su único ojo y salmodia los nombres.

-Sí, a su madre la conozco. No decidió subir a ayudar a los vivos. Optó por embarcarse en un velero y se fue para los mares de levante. Creo que allí hay una playa blanca y serena en donde la gente se sienta y ve levantarse el día. Eso no significa que algún día no cambie de idea.

Me marcho con esa imagen de la playa lejana y levantina. Me gustaría que ella cambiara de idea, y que vuelva. Pero voy a respetar su decisión. El amor -cuando es verdadero- es incondicional.

13 de febr. 2012

¡Quiero la cabeza de Arnulfo Mais!

Es de todo el mundo sabido que Jorge L. Borges descartó algunos textos cuando se editó su Historia universal de la infamia, que había aparecido en los suplementos sabáticos de un diario bonaerense, de la tarde. Auténticos y apócrifos: el propio cieguito de Buenos Aires quedó desconcertado y apesadumbrado por la duda. En algunas ocasiones no acertaba a reconocer un texto suyo, o bien aceptaba como propias torpes imitaciones. Cada uno construye su laberinto para morir en él.


El texto que sigue es muy posible que debiera constar en la nómina de los falsos, pero algunos críticos dudan de ello y creen ver la huella indiscutible del maestro, quizás en época preliminar. Otros creen que es ciertamente falso, y que los críticos anteriores deberían terminar sus días en un muy oscuro presidio en donde no fuese posible leer ni emitir juicios o críticas literarias. O ante el paredón de fusilamiento.




La ejecución de Arnulfo, según boceto atribuido al aprendiz de cocinero Ludovico Mezzosforza


Arnulfo Mais,
un corsario mediterráneo

El rostro de Arnulfo recuerda a un charlatán de feria, o un zafio héroe mentecato de una casi olvidada zarzuela. Cuando uno sabe de su oficio de corsario, más bien lo imagina en una piratería coreográfica y arrabalera, en mares de cartón. Pero Arnulfo ejerció verazmente la piratería, y lo hizo con crueldad singular.

Arnulfo Mais nació en una familia mortecina, adinerada y vacua, dedicada a un comercio vago de ultramarinos y patentes dudosas, y aprendió las artes del engaño, la falsificación y la seducción. Aborrecía los libros y los atardeceres, aunque conoció las Escrituras. Los viejos daguerrotipos que lo muestran joven nos presentan a un joven blando y lampiño. Hay más brillo en los ungüentos de su peinado que en su mirada. Los años, luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas encanecidos, los criminales venturosos e impunes.

No tuvo ocupación alguna hasta muy entrado en la edad madura, cuando ya llevaba años medrando por los ambientes rapaces. Dispendiaba la fortuna familiar en los cenáculos del tedio y la codicia. Su destino parecía languidecer en la nada de los corazones de piedra. Pero un día acertó a trabar amistad con un ya viejo y destartalado capitán pirata, metido en las fauces de la senectud y la locura. Dicen que esa relación no fué fácil, que trabarla le supuso al aspirante admitir severas humillaciones. Pero Arnulfo no disponía de alma ni de orgullo, y era abstemio y nacionalista como el viejo perro marino. Así, imposible el lazo que perpetra el alcohol, se pudieron abrazar en el refugio de cretinos que son las ideas nacionalistas.

Cuando al anciano le llegó el momento de designar al sucesor para comandar el bajel pirata, tuvo que escoger entre avispados, astutos, peligrosos y díscolos halcones. O bien optar por el zopenco Arnulfo. Parece ser que una noche, el viejo tuvo una visión: si su sucesor era un inepto, su propia figura se enaltecía. Así fue como nombró capitán corsario a Mais.

Arnulfo era torpe, desprovisto de genio, dubitativo, incapaz. Pero esos adjetivos terminan por constituir el espíritu de los ambiciosos. Se hizo con el cargo y se rodeó de gentes ociosas y ralas, para que a su vez destacaran sus escasas virtudes. También es propio de insípidos rodearse de gentes más insípidas todavía. Sin embargo, y como es habitual, esa baja calaña era terriblemente cruel e insensata. Para demostrarse que era el nuevo capitán, Arnulfo Mais vendió mástiles, velas, trinquetes, cañones, el mascarón y la bodega del barco. Acudió a los traficantes y los contrabandistas para desmantelar el antiguo cascarón. Tan sólo conservó el timón, símbolo de su mente circular.

Desballestado y grotesco, el navío se hizo a la mar y emprendió batallas, pero sólo contra pequeñas embarcaciones desarmadas. Se ensañó con las chalupas, los pescadores de la costa, las canoas y las lentas barcazas del delta. Asestó duros golpes a los desprevenidos y a los infelices, asaltó a los débiles bañistas de las playas, capturó surfistas confiados y flotadores. Tan cobarde como avaricioso, siempre persiguió embarcaciones averiadas, enfermas o minúsculas.

Su infamia le hizo célebre, de modo que su nombre llegó a oídos de un aguerrido marinero asturiano, de origen muy humilde, hijo de familia sometida a la infamia de los grandes hombres. Buenaventura Curruti se había confabulado contra los buitres del mar, y para ello reunió a un puñado de hombres valientes y salió en su busca. Le atrapó frente al Cabo de Creus, y prendió fuego al infamante navío. Cuentan que Arnulfo fué el primero en darse a la fuga, pero cayó en manos de Curruti. Éste lo llevó hasta el archipiélago de las Islas Medes, y lo desembarcó en el Cavall Bernat (1), una pequeña roca de aspecto impúdico. Allí le ható una soga al cuello, y Arnulfo expiró en un horca construida por manos obreras. Enseguida le comieron las gaviotas, ávidas de carne muerta y asquerosa.

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(1) Cavall Bernat significa, en catalán, Caballo Bernardo. Pero la etimología y la ciencia irreverente creen que cavall bernat es la deformación pudorosa de carall trempat, o sea prepucio erecto. (Nota del transcriptor, con la ayuda de Monseñor Galderich). En el macizo de Montserrat también existe una roca con este nombre, y es especialmente venerada por los monjes del monasterio, dada su verticalidad divina.

6 de febr. 2012

El caso de Jorge López Barrionuevo



Salió del sueño con una frase metida en la boca: duelen más las asimetrías que las agujas. ¿La había soñado? Eso le parecía muy raro, como impropio de él. Jorge López Barrionuevo se sintió incómodo la mañana del tres de febrero, y eso era como una amenaza difusa, un malestar pequeño.

Quizá fué por esa sensación nueva contra la que no sabía luchar que hizo un par de gestos torpes y absurdos. De modo que, mientras ponía la cafetera en los fogones, se arañó el brazo. Con un tornillito que sobresalía del estante de la cocina. Miró la herida: un corte minúsculo. Esperaba ver brotar la sangre pero eso no ocurría. Pasaron los segundos y nada, el líquido denso y tibio no aparecía.

Se dio cuenta de que asomaba una materia desconocida por el tajo de la piel. Se frotó los ojos: quizás aún estaba en el sueño. Pero no. Hurgó un poco y se atrevió a tirar con las uñas. Era algo como la lana, un tejido áspero y basto. Hizo una bolita y lo olió: no olía a nada. Mientras tocaba ese tacto seco le vino un recuerdo de los doce años. Justo en el momento de abandonar la infancia había hecho un ritual y sacrificó a Teddy, el osito de peluche que le había acompañado durante noches infinitas, cada noche de cada día. Le clavó las tijeras en el vientre y lo troceó con rabia, hasta destrozarle todo el abdomen. Del interior de Teddy había salido exactamente este material que ahora huele. Una lana sintética, inodora y estéril. Es como eso mismo que ahora le brota por ese corte inoportuno. 

Tiró un poco más de la lana, para comprobar si eso sólo era un absceso y no estarían la sangre y la carne un poco más abajo. Pero pronto desistió. Comprendió que terminaría por vaciarse el brazo y jamás encontraría tejidos orgánicos, sólo lana y más lana. Tragó saliva. Se escondió en el lavabo y se cubrió la herida con una tirita. Volvió a la cocina, se sirvió el café y se sentó en el taburete. Sorbió el líquido caliente. En ese momento todavía albergaba la idea de que todo eso no fuese real, de que hubiese un error, algun tipo de fallo técnico de la percepción. Quizá pronto se restablecería la normalidad. Decidió hacer algo. Se metió bajo la ducha y se duchó con agua fría. Mientras temblaba escuchó a Mariángeles levantándose, y el habitual golpe de la puerta: ella baja cada mañana a por el periódico nada más despegarse de la almohada. Apenas un minuto más tarde retumbó la música: su hija había puesto el maldito CD de Marilyn Manson. No podía comprender como a una niña de trece años puede gustarle semejante monstruo. Al fin y al cabo, bueno, a Jorge López en su adolescencia le había gustado Ted Nugent.

Durante el desayuno, sentados los tres en la minúscula mesita de la cocina, Jorge estuvo más ingenioso y bromista que nunca. Eso no les pasó desapercibido a las dos mujeres. 
-¿Te encuentras bien, papá?
-Perfectamente -dijo en voz muy alta. Y se maravilló a si mismo por tener una capacidad de fingir tan fantástica, tan convincente y tan redonda.

Hojeó La Vanguardia. Cuando se topó con la odiosa columnita de Marçal Sintes no se indignó, como era habitual. Se quedó indiferente. Inclusó se le reveló una inesperada compasión por el articulista. Hoy no le parecía un miserable mercenario del poder, tan sólo un hombre inseguro y temeroso, quizás desesperado por sobrevivir. Alguien que, como él, sufría de un mal sin nombre. 

Dio tumbos por el piso, buscándose ocupaciones mínimas y estúpidas para ganar tiempo hasta que las mujeres se fuesen.
-¿Pero qué te pasa hoy? -le advirtió Mariángeles:- Llegarás tarde al trabajo...
-Que se jodan -murmuró- Por un día de llegar tarde no se va a hundir el barco. 

Por fin se quedó solo. Espero un poco más, unos minutos. No vaya a ser que ella se haya olvidado alguna chorrada y vuelva atrás. Después se levantó un poco la tirita y miró de nuevo la herida. Unos hilitos de lana siguieron a la tirita en procesión, pegados al adhesivo. No había ninguna variación. La anomalía empezaba a teñirse de normalidad, y ya era hora de hacerse a la idea que Jorge López Barrionuevo era un hombre de peluche. Se sentó en el sofá y contempló las paredes, el techo. Parecía que al mundo le daba igual. El mundo era indiferente a su nueva condición de peluche, y esa indiferencia le dejaba anulado, extenuado. Buscaba explicaciones y razones, opciones, alternativas, teorías. Pero más que otra cosa se sentía engañado. Quizás eso es lo propio en un cerebro de peluche, pensó.

Poco después se dio cuenta de que ser un hombre de peluche no lo iba a eximir de pagar la hipoteca, ir a trabajar y portarse bien en casa, y cumplir la larga lista de obligaciones como trabajador, ciudadano, cliente, marido. Se preguntó si los hombres de peluche tienen líbido o no, o si pueden fingirla tal como hizo justo ahora, fingiendo buen humor durante el desayuno. Se preguntaba si, en definitiva, todas las cosas de la vida se pueden fingir. Si la vida es algo fingible.

Y así, mientras viajaba en el metro hacia el trabajo se dio cuenta de que todo era mucho más frágil que antes. Especialmente él mismo. El peluche es blando y delicado, y además inflamable. Sería necesario protegerse mucho. Sintió que eso le convertía en un tipo más conservador. Debería de replantearse algunas ideas y actitudes, e incluso votar Convergencia i Unió a partir de ahora. 

Un poco más tarde se sonrió hacia adentro -hacia el relleno de peluche- cuando se le ocurrió preguntarse si a partir de ahora sería necesario ducharse, o si tendría que ir a la tintorería Hungría para hacerse un lavado en seco de forma periódica. Cada jueves, por ejemplo.

2 de febr. 2012

Nieve, amor, muerte. Y crisis, claro



No hay nada más dulce que hacernos el amor medio dormidos aún, antes del alba. Cuando levantas la cabeza, doblas la espalda y gimes destella el sol tras la persiana. Queda un rencor de la noche que se desvanece mientras reposamos de lado y en silencio, pensando en la ducha inminente y las cosas del día.

Poco después, en la calle, suelto tu mano, te beso. Adiós, hasta la tarde. Hoy por hoy, todavía somos de los que vamos a trabajar por las mañanas.

Pero un poco más tarde suena el telefonillo: el ayuntamiento ha decidido cerrar los colegios de primaria. Por lo de la nieve y las amenazas del servicio de emergencias meteorológicas, que siempre son muy precavidos. Pues nada, me vuelvo para casa. A lo mejor nos descuentan el día 2 de febrero. Si nieva no es culpa del gobierno (imagino al Conseller de Economía en rueda de prensa): le pasaremos la factura a Dios, y que él se haga cargo de los costes laborales de la nevada, en su bondad infinita.


Este de Terrassa, a las 10 de la mañana

Doy media vuelta y en apenas diez minutos estoy de nuevo en casa. Todo está silencioso. La nieve  envuelve los sonidos, los oculta. Parece casi un milagro. Lo digo porqué es tan blanca. Tan blanca es la nieve que nos sirve para medir el blanco. Una cosa tan blanca como la nieve es lo más blanco que podemos imaginar. A los periodistas les vendría bien que hubiese nevado una nieve negra, para seguirnos asustando con lo que está cayendo, lo mal que está todo. Pero no: la nieve es blanca y no entiende de mercados en quiebra ni de periodismo.

Sobre las diez llaman a la puerta. Es mi madre. Con una mueca de disgusto y de desconcierto. Mi madre murió hace justo un año. El día uno de febrero del 2011 estaba expuesta en el tanatorio de la calle Sancho de Ávila, con su mortaja blanco marfil. Y tal día como mañana (o sea, hace un año menos un día) la enterrábamos en Collserola. Si fuese mañana de verdad sería un entierro especial, con nieve.
-He venido porqué no entiendo... -murmura con un carraspeo. Percibo un brillo lacrimoso en sus ojos, está a punto de llorar- He venido porqué he ido a casa, pero allí vive otra gente, no lo entiendo. Y las paredes del recibidor pintadas de verde pistacho, no está ninguna de mis cosas, yo...

Le digo que pase y le pido que se siente en el sofá. Ella me pide que pare la música. Apago el aparato y Gary Moore se calla. Es que no se, esa música me molesta...
-No lo entiendo y espero que tu me lo cuentes. ¿Dónde están mis cosas? ¿Dónde está mi casa? ¿Qué demonios has hecho? Dame... dame alguna cosa caliente.

Le preparo un Nescafé mientras intento ordenar mi cerebro, que se ha disipado en varias direcciones a la vez. Sabe a tierra, a barro. Qué agua más mala sale aquí. El agua de mi casa es mucho mejor.

Mientras ella sorbe poco a poco aprovecho para llamar a los servicios sociales. Es lo último que se me ha ocurrido, quizá no sea lo mejor pero es el único pensamiento racional que me llega.
-Hola, mire, mi madre...
-Dígame el nombre de la usuaria.
(Se lo deletreo, por el hábito adquirido).
-Ah, ya veo: está pendiente de la visita para valorar su grado de dependencia, en pocas semanas le llamarán.
-No, es que ella ya murió.
-De acuerdo. Entonces la puedo borrar de la lista, ¿no?
-Es que está aquí, sentada en el sofá de mi casa. Ha vuelto.
-Le advierto que estoy grabando esta conversación.
-Mire, no soy ni médico ni espiritista, pero ella está aquí.

Ruidos. Sonidos metálicos y crujir de centralita digital. Me ha derivado la llamada. Supongo que hablaré con alguien superior en la jerarquía, o alguna persona preparada para atender emergencias graves. De repente suena Vivaldi en una versión que podría ser de Luis Cobos. Entiendo, toca esperar.

Mi madre ha terminado su Nescafé, ha dejado el vaso encima del televisor. Lo veo y no lo creo: de algún lado ha sacado su libretita de La Caixa y la está hojeando.
-Está... vacía. Pero... mis ahorros... y mi pensión?

Tiene razón en eso. Aunque le pagaban la pensión mínima, 540 euros por doce meses suman un pico nada despreciable. Tal como están las cosas, con esa cantidad hoy te puedes comprar un Dacia Sandero nuevo, de primera mano. O pasarte un año de crucero en crucero, como Rothschild.

La señora jerarquicamente superior de los servicios sociales escucha mi relato en silencio. Ni tan siquiera la oigo respirar. Dispone de un temple envidiable.
-¿Se da usted cuenta de que si todos los muertos hiciesen lo mismo que su madre se revienta la caja de la hacienda del estado? -gruñe al fin- España ya no es viva la virgen. Lo sabe usted ¿no?
-Lo entiendo -ronroneo incapaz de nada más- Yo diría que es un caso aislado, no lo se.
-Debería de llamar al 112. Le mandarán una ambulancia. Pero debo advertirle que si el caso no está justificado le cobrarán el servicio según tarifas vigentes. Debo informarle de eso, porqué luego nos vienen con quejas y reclamaciones y ya sabe usted que Catalu...(clic).

He colgado el aparato. La miro. Está sentada y parece más tranquila. No sé yo si la ambulancia es una solución, ni si quiero verla otra vez subiendo a una ambulancia en pleno invierno. Estaba tan desvalida cuando subía a las ambulancias, tan arruinado su cuerpo y su mirada tan lejana y sola que apenas podía soportar aquélla imagen. Me doy cuenta de que está muy despeinada.

Empiezo a peinarla lentamente. Ella se deja. A todo el mundo le gustan las caricias y que le peinen.