24 d’oct. 2021

En la trinchera con el general Rojo

La última batalla parece algo ineludible, siempre está por llegar. Algo que no llega nunca. Algo detenido en el tiempo, como si el descenso del ave rapaz en el aire se detuviera congelado, convertido en instantánea. Pienso en eso, en si el general pensaba cosas como ésta mientras contemplaba los meandros del río Ebro, allá abajo y al fondo, en el puesto de observación avanzado de La Figuera por donde voy dando saltitos como de petirrojo brincando entre las zanjas de la trinchera de hormigón des de la que Vicente Rojo dirigió la batalla. Quizás el general hizo gestos parecidos a los míos, entonces, y en cosas así ando pensando. La espera de la batalla debe de ser larga, una eternidad aguda, punzante, y con ese olor a chaqueta de cuero, los prismáticos golpeando en el esternón a cada paso, las gafas que se te resbalan por la nariz.


Al general Vicente Rojo se le ve marcial, sobrio y algo desmejorado en las fotos de los días previos a la batalla. El gesto serio y la actitud del que se ha comprometido a cumplir con su cometido, como el trabajador que acude al trabajo. Rojo se consideraba a si mismo un hombre católico, pero dio palabra de defender a España, a quien le dio su juramento. En aquellos tiempos había un sentido de la lealtad y de la ley, y de la palabra dada que hoy nos resultan extemporáneos, habituados como estamos a ver a pequeños aficionados al discurso facilón, a la épica barata de las emociones y las medias mentiras, al uso de los conceptos ñoños y la bufandita amarilla en el cuello de señoras y señores bien. Estamos habituados a las expresiones "tengo derecho a ser libre de tomarme una caña en donde me apetezca".

Vicente Rojo es el general de la República Española por excelencia: buen estratega, planificador, el tipo que volvió loco a Franco aún disponiendo de un ejército menor y peor provisto. Los movimientos del general Rojo en la batalla del Ebro se estudiaron en las academias militares durante años, y un historiador militar lo nombra "el general que humilló a Franco", aunque Franco, al final, le arrolló. El general rifeño, el sedicioso, tuvo que usar a los bombarderos italianos para derrotar a Rojo.

Vicente Rojo se fue a Francia tras la guerra. Tras el fin de la batalla, vinieron las guerras personales, la supervivencia, la tristeza, la distancia, la nostalgia del país perdido. Vio el hacinamiento de los presos republicanos y protestó airadamente ante Negrín, que no supo darle respuesta. Luego emigró a la Argentina, en el mismo barco en el que iba José Ortega y Gasset. El exilio de Vicente Rojo es difícil: al gobierno argentino no le apetecía acoger a refugiados españoles y no le dio ayuda alguna. Rojo malvivió escribiendo artículos en la prensa y para publicaciones militares. Llegó a escribir una novela, unas memorias y un libro de pensamientos y aforismos que se perdió, y del que se sabe que lleva el título tan sugerente de "Platillos volantes".

Así pues me imagino como andaría Vicente Rojo por el refugio observatorio de la Figuera por el que me paseo ahora, 80 años después, intentando pensar las cosas que pensaba el general pero sabiendo lo que él, entonces, no sabía: lo del exilio, su vida como escritor en otro continente, y por fin el regreso humillante a su país, el país al que sirvió en nombre del juramento dado a la legalidad, a la defensa de la legalidad.

Vicente Rojo tuvo un sobrino que se llamó como el, Vicente Rojo, que vivió en México y allí desarrolló una carrera como artista gráfico, campo en el que fué un referente todavía imprescindible. Cuando el general andaba por el cerro de La Figuera no sabía nada del sobrino que se iba a llamar como él. Ante sus ojos los suaves meandros del río, allá abajo y al fondo, entre la neblina azulada, al fondo, entre los olivos y las vides. La inminencia de la batalla, el viento frío que azota la ermita de la Virgen del Molar, tan sola y tan austera, testigo del desastre final.

Encontré el libro: "El hombre que se creía Vicente Rojo", de una escritora catalana que se llama Sonia Hernández. Ejemplo de novela breve, inteligente, de estilo sobrio, profunda, algo oscura, reflexión sobre el arte y sobre el papel de la literatura en esos tiempos. Hernández no habla del general si no de su sobrino, el artista, del que ahora contemplo fotos de su obra y me parece tan equilibrada, tan luminosa, tomada por un sentido del orden gravitacional, tan gráfica, tan filosófica. Hay una divertida anécdota que aúna al pintor Rojo con Max Aub y con otro pintor muy raro, Josep Torres Campalans, que ahora no voy a contar pero que me remite de nuevo a una época antigua y mucho más interesante, con pintores que leían filosofía y tratados de arte y escritores que fueron generales, generales que perdieron una guerra y lo hicieron con dignidad, sin lamentos.

Un viento frío arrulla el cerro de La Figuera mientras doy tumbos por las ruinas del observatorio del general, mientras intento sentir algo de lo que él sentía cuando miraba hacia abajo esperando la última batalla, inminente, ahora ya inaplazable, y aunque yo se cosas que el no sabía, él si sabía que esa sería la última, y lo que decidió fue eso: que la batalla le encontrara lo mejor preparado posible para afrontarla, bien situado, seguro de si mismo, dispuesto a la derrota, sin lamentos, los dos pies en la tierra y la mirada perdida hacia el fondo, el río, la neblina azul que reverbera encima del paisaje como si la banda azul del arco iris se hubiera desprendido del arco, ese cielo tan enorme y tan terrible que cubre el tramo bajo del Ebro. La guerra dice quienes son los hombres, de qué está hecho cada uno. Por eso se debe escribir sobre la guerra. Y sobre el amor, y sobre la miseria y el olvido. Y sobre el arte.

3 comentaris:

  1. Me ha gustado cantidad.
    Es una entrada magnífica, para leer con calma y pensar con sobriedad.
    Por cierto, muchos murieron por dejarnos un mundo mejor, no pensaron que dejarían para la posteridad una piara de individuos que en nombre de la libertad fueran capaces de cometer las peores atrocidades del género humano, y además de compartirlas con abrazos y besos.
    Salut

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  2. me gusta lo que has escrito pero para un blog es demasiado largo
    un saludos desde el otro lado de las letras

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  3. Una lúcida reflexión sobre alguien que dirigió una batalla que sabia perdida de antemano, con la amargura que eso conlleva.

    Quemar las últimas reservas ante lo inevitable, por ordenes políticas, ante un enemigo que entró al trapo, despreciando la cabeza de puente que ya tenia en Balaguer, y que aprovechó para pasar el rodillo y eliminar el último cuerpo de ejército cohesionado de la República.

    La puerta de Cataluña quedó abierta, y el final se aceleró.

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