Esta es, creo yo, la mejor adaptación de Juan Marsé al cine
Desde que me marché a vivir fuera de Barcelona, cada día amo menos a la ciudad donde nací. El desarraigo, la levedad. Al principio sentía pereza cuando debía ir. Cuidar o visitar enfermos, atender tristes quehaceres, trámites, papeles.
Ahora siento asco por ella. La veo grotesca, contrahecha, maloliente, chocha. Ando por las calles como pisándole la espalda, con fatiga y con desprecio. La gente me resulta ridícula, con eso de cómico y de patético que tiene lo provinciano cuando se disfraza de algo, cuando se emperifolla. La impostura necia de los adornos monstruosos -esos edificios de una grandeza crepuscular-, las ruinas de la época del diseño, aquél timo de la posmodernidad.
Cuando mi madre agonizaba en el Hospital de Sant Pau, muchas tardes a la caída del sol me iba a contemplar el ocaso desde los ventanales que dan al sureste.
Al fondo, bajo brumas y rumores sordos asoman las botellas grises de la Sagrada Familia y más lejos las negras agujas de la Catedral, el casco antiguo: un coágulo de sombras. El puerto y el horizonte del mar cierran el borroso panorama, y las torres metálicas del transbordador, la silueta agresiva de Montjuic.
Atardecer en Barcelona, vista desde una sala de espera del Hospital de Sant Pau. El sol baja entre las torres mientras los otros se mueren. La foto se hizo en mayo de 2010 y hoy sería imposible. Para dar confianza a los mercados, el Govern de la Generalitat ordenó el cierre de esta planta, entre otras.
He terminado la relectura de Últimas tardes con Teresa veinte años más tarde, que no es nada. Lo he aprovechado para volver a pisar la ciudad pero con otro motivo, para buscarme, para probar con otra actitud. He recordado que entonces leí muchas páginas al aire libre, sentado en muchas terrazas y algunos parques, como solía hacer en aquélla edad. He recordado que enseguida sentí una tremenda simpatía por el autor. Simpatía auspiciada y promovida porqué yo ya sabía cómo le trataban los zafios miopes de la cultureta, los eternos gilipollas de la caseta i l'hortet.
No puedo dejar de pensar en las cosas vencidas, las perdidas, las dejadas atrás con indolencia arrogante, las olvidadas en esos veinte años que median entre la lectura y la relectura. Tanto es así que -pienso, de repente- yo ya no debo ser quién leyó la novela por las terrazas. Era uno parecido a mi en cierto modo, como se parecen los hermanos cuando ya son muy mayores.
Meditaciones sobre el paso de la vida aparte, siento que algo me revuelve las tripas. Uno de aquéllos tontos que tanto daño nos hicieron ahora es el alcalde de Barcelona. Barcelona ha tenido poca suerte con sus alcaldes en general, pero ese es como la idiotez quintaesenciada, un destilado de señorito memo, consentido y vacuo. Enano y tomado por unos rampantes defectos de dicción que delatan al niño malcriado que fue. Y que es todavía, bajo su piel apergaminada.
La novela sigue ahí. Vigorosa, ágil. Creada sobre un álbum de imágenes poderosas y eficaces. Cinematográfica, aunque el autor lamenta a menudo su poca suerte con las adaptaciones al cine. Quizá le habría ido mejor con un buen ilustrador fotógrafo que con un peliculero, no lo se. En la (re)lectura a mi se me sugerían grandes diapositivas proyectadas sobre las fachadas y las nubes. O más bien sobre las paredes blancas y desnudas del piso: esta vez, la lectura ha sido más de interior.
Finalmente me marcho. Devuelvo el Pijoaparte a las sombras cuando concluyo esa segunda lectura que nada le debe a la primera, puesto que no recuerdo bien como era el lector que se quedó ahí, veinte años atrás. Debo decir que no me ha hecho sentir nada nuevo por la ciudad cansada y grotesca, llena de gentes más bien feas y envejecidas. Sin embargo, he vivido con enorme placer entre las páginas de la mejor novela sobre esa ciudad. Eso mismo debí decirlo entonces, aunque no me acuerde (a lo mejor ¿no habré cambiado tanto?).
Mientras me iba me he preguntado donde estará el Pijoaparte de 2012. Ya se que es una pregunta retórica e innecesaria, pero me he entretenido un rato. Pues posiblemente ya no andará entre los charnegos, sinó entre los magrebíes o los senegaleses, tan apuestos, descarados y arrogantes en su juventud insultante. Pronto caerán las últimas torres con jardín de esa ciudad.
* * *
En sueños me deslizo con una Ossa robada, precipitándome por las laderas del Monte Carmelo. Llevo bajo el brazo mi libro preferido de poesía urbana. Si Juan Marsé me escucha hablando así de su relato seguro que me arrea un mamporrazo con sus obras completas (¡poesía urbana...!) en esa calvita de fraile que ahora tengo y no tenía entonces, cuando me lo leí entre cañas de cerveza, en el tórrido verano de 1991.__________________
Nota: en el texto se ha incluido un párrafo procedente de Últimas tardes con Teresa, página 27 en la 5a reedición de Seix Barral, de 1979.