Amenazaba lluvia y me sobraban un par de horas antes del trabajo. Andaba por las calles pensando y por lo tanto sin rumbo, con ese deambular que ayuda a ordenar las nubes de la mente. Creí que lo mejor sería meterse a comer algo, pero mientras andaba mirando locales de comida barata di con la librería de los libros de segunda mano.
Se trata de una nave enorme metida entre concesionarios de coches, supermercados y talleres, profunda como para poder construir submarinos en su vientre majestuoso y sombrío, profunda y algo lúgubre. Los estantes son altísimos, rascacielos de papel amarillento que se pierden en todas direcciones, como los archivos judiciales que filmó Orson Welles para El proceso. Me propuse ir a comer en compañía de un libro, de modo que me impuse no salir de allí sin algo encuadernado. Sin saber muy bien como, di con metros y más metros de "Autores Suramérica" ante mi nariz, bajo la mascarilla. Estupendo, pensé: hay veces en las que los pies saben más que la cabeza.
Las librerías de viejo son capillas: silencio, algún murmullo, santos, mártires, vírgenes, beatas y arrepentidos. A la capilla de los libros viejos acude gente sola. Hombres de edad provecta y jóvenes rarillos. Mujeres cincuentonas de mirada triste, piel pálida, cabizbajas, algo encorvadas. La soledad te atrapa por la espalda y se te encarama disfrazada de joroba, jamás viene de cara.
Encuentro la Conversación en La Catedral, en una edición de RBA barata en origen y mucho más ahora, tras las varias manos. Me llevo a Mario al Sakura, un restaurante japonés regentado por chinos. El propio restaurante se convirtió (¿se recicló?, dirían ahora?) hace algún tiempo. Eso es una conversión, sin duda. El converso es el creyente más jodido. El menos tolerante. Nada queda del antiguo talante chino: pasaron la página. La identidad nacional es líquida, dudable, y además está sujeta al negocio. La comida es buena, y justa en su medida.
En esos lugares, y en los mediodías de entre semana, también hay personas solas. Trabajadores con su ropa manchada, un comercial embutido en un traje que le queda casi tan mal como a Puigdemont. Luego está un familia reciclada: la madre parió al niño, pero el hombre sentado enfrente, y decididamente enfrentado a la madre y al niño no es su padre biológico y quizás por eso dedica unos esfuerzos tan titánicos como ridículos en caerle bien al chaval, mientras la madre, casi ausente, contempla con detenimiento desvaído los rollitos de sushi y se pregunta: ¿en qué momento se jodió todo? Incluso en los restaurantes japoneses la vida duele.
En un rincón de la sala hay una mujer en los setenta. Lleva una peluca rojiza que delata la quimioterapia, lo he visto tantas veces que ya me lo aprendí. La mujer come con un hambre lánguida y jamás levanta la mirada del plato. En su plato está el enigma, la respuesta y el misterio. Viste con un cierto gusto, con una elegancia de mujer obrera y sobria. Cuando enviudó, deduzco, su marido la dejó medio bien y no pasa más penas que las justas, las de la naturaleza. Cuando termina exige un café y paga con un billete de 20.
Yo me quedo un rato más leyendo a Mario. Vargas es una catedral de la literatura, lo más grande. Me entretengo en cada frase y casi lloro cuando termino una página, a la que debo condenar al abismo del pasado. Solo por poder leer a Vargas así agradezco haber nacido catalán bilingüe. Cuando por fin pido la cuenta descubro que me he quedado solo en el Sakura. Y encima llueve a cántaros.