Durante esos días cruzando el Pirineo, desde la aragonesa Panticosa en el fondo del Valle del Tena a la parte francesa, pasé por Lourdes.
Lourdes es una ciudad peculiar, con una vitalidad fulgurante en sus calles comerciales, en donde se alternan los bares, los restaurantes y las tiendas de souvenirs con toda la imaginería católica imaginable. Incluso hay un supermercado -abarrotado de público curioso y de no menos clientes- dedicado en exclusiva al merchandising de la aparición mariana: camisetas, pulseras, tazas, abalorios, imanes de nevera, enseres de cocina, lápices y libretas, calcetines, fulares, gorros, tapetes, mochilitas para escolares, banderas, efigies de todos los tamaños y materiales que representan a la Virgen (en plástico normal y en plástico fluorescente, en porcelana, en escayola), pancartas, banderas, cortinas, macetas y un etcétera que soy incapaz de enumerar por imposible de recordar.
Hice la visita al santuario, por supuesto. Y reconozco que entré en él con una disposición antropológica, algo distante, como brindándome a la ironía. Me sorprendió la enorme cantidad de idiomas, de atuendos, de colores de piel, de edades y de miradas. Vi cosas que inducen a levantar una ceja, esa ceja que levanta la circunspección y la duda. Pero vi más cosas.
Vi a los enfermos desfilando, en una exhibición pública de la debilidad y el dolor humano. Intenté mirar en sus miradas, preguntándome si están allí por fe, por fe verdadera o por un simple cálculo de probabilidades, si están allí por ser este el último asidero ante el abismo tras el derrumbe de la esperanza en la ciencia.
[También vi a una señora, mayor y solitaria, que se paseaba por la gran explanada de hormigón con una bandera catalana al hombro, seria y sola, y que se paró ante la fuente de agua milagrosa para mojarse la nuca y luego seguir con sus andares, en círculos.]
Me pregunté: ¿podría ser yo uno de ellos en menos de dos décadas -o incluso mucho antes? ¿Qué haré yo cuando sienta el aliento gélido en el cogote o me encuentre sentado en la sillita de ruedas, desprovisto del control de ese cuerpo que soy?
Fui un creyente convencido durante algunos años de mi vida y lo fui a la manera de Chateaubriand cuando dijo "j'ai pleuré et j'ai cru", aunque a veces me cuenten que la cita es falsa o fue malinterpretada. En mi familia no predominaba la creencia, fue algo espontáneo. O eso creo. Luego dejé de creer, aunque jamás dejé de llorar. Bueno, ya me entienden, lo de llorar es una forma de hablar: nunca dejé de angustiarme por el ser humano. Cuando dejé de creer me quedé con una versión personal e íntima del asunto, y es algo que yo ahora llamo el humanismo cristiano, y es algo que por ahora me basta para entenderme a mi en relación con lo que no entiendo. Es la única creencia que practico como puedo, siempre que puedo, sin misas ni sacerdotes, sin templos: solo en mitad de la nada.
Creo que me gustaría creer pero no puedo, así que me quedo con las partes humanistas (es decir, filosóficas vamos a llamarlas) de la cosa cristiana. Aunque el merchandising católico me deje atónito y tan maravillado como interrogado. Porqué al fin y al cabo todo eso es un interrogante inmenso y creo que solo un insensible al dolor humano puede reírse de lo que se ve en la explanada tan despampanante como desoladora ante el Santuario que, dicho sea de paso, es de un cierto mal gusto arquitectónico por sus ansias de majestuosidad y grandilocuencia, tal como le sucedió a Gaudí con su proyecto de la Sagrada Familia.
Les voy a confesar algo: en una tienducha de una callejuela me compré un recipiente de plástico traslúcido con la efigie de la Inmaculada Concepción de 10 cl para llenar de agua bendita. Me costó 70 céntimos de euro. Lo tengo en casa, en la librería, y se quedó enfrente de un libro de Gabriel García Márquez por pura casualidad. O eso creo. El libro se titula Crónica de una muerte anunciada.
Yo también tuve mi época de creer y mi época de descreer que vino a coincidir con mi adolescencia y mi despertar sexual. Eso de confesarse y tener que contar al cura que me había "tocado" ("¿cuantas veces, hijo mío?") y que unos te dijeran que era un pecado gravísimo y otros que no lo era en absoluto... Y uno que entonces no comprendíamos pero después sí, que preguntaba "¿con la mano entera o con dos deditos?"
ResponEliminaBastantes años más tarde fui a Fátima y compré una botellita de agua milagrosa para una familiar que unos meses antes había tenido un infarto. Ese mismo año, mi familiar falleció por un segundo infarto, así que... Si me quedaba alguna duda, se disipó por completo.
Pero tienen su encanto estos sitios. ¡Si hasta me gusta ir de vez en cuando a Montserrat, aún sabiendo todo lo que ese lugar y esos frailes significan!
No he ido nunca a Lourdes, y no creo que lo haga. No afirmo nada con certeza, más de una vez me he comido mis palabras.
ResponEliminaYo veo cada día milagros, si, los veo. No se como pueden subsistir tantas familias con una pensión de 600 euros; ni como llegan a fin de mes con hipotecas de 700 y con trabajos tan precarios que llamarles trabajo es ofender el Manifiesto Comunista.
Ni se como puede un "rider"...los del diseño de las palabras cada vez son más cabrones para dulcificar "la cosa", cuando en realidad se quiere decir repartidor ciclista autónomo, ni se como, insisto, puede subsistir con un porcentaje del reparto de unos pañales y cuatro yogures, que para pedir lo apuntado también se tiene que tener pelendengues, pero se pide.
Los milagros ya no se hacen en basílicas, delante de miles de personas, ni con cortes de luz solar, delante la inocencia de tres pastorcillos, hoy los milagros, que existen, ya ves, se hacen metafísicamente, subyacentemente que dirían los científicos, LLUIS.
Milagro fue lo del lunes pasado, que a las diez de la mañana no había nada que poner en los tapers, y si había no llegaba para todos los que esperaban fuera, ni por mucho, y como loca, la Blanca, la superiora, encarga por teléfono huevos al mogollón en la Boquería para hacer tortillas de patatas a granel, y de pronto va y te llega una partida de paella del domingo de un hotel, una boda que se fue al traste y no sirvieron la comida, y para no tirar el arroz lo trajeron embolsado y refrigerado...y eso es un milagro, porque los huevos llegaron, pero a las once pasadas.
Los milagros existen, creeme, están en las ganas de vivir de los pequeños, o en que personas como tu, con tu sensibilidad, tenga la oportunidad de poderles enseñar.
PD: Quizá El Fenómeno Humano, de Theilard de Chardin; o El Misterio del Ser, de Gabriel Marcel; o El Personalismo, de Enmanuel Mounier, puedan acercarte a esa metafísica de los milagros de la que te hablo.
Huye, eso si, de cualquier filósofo estructuralista, de cualquier tipo de ciencia positivista, de cualquier invento que intenta cuantificar la existencia. ¿Porqué, porque el amor no se mide del uno al diez, o se da, o no se da.
Un abrazo enorme, emorme...