
Acudí a la ciudad para un evento relacionado con mi actividad laboral, y aproveché la ocasión para ilustrarme. Visité la exposición (repartida entre tres locales) dedicada a los grabados de Durero, el artista conocido en su tierra como Albrecht Dürer. No se confundan con ese nombre que, escrito en alemán, parece más bien el nombre de un comandandante de campo de Buchenwald. (¿Porqué será que todos los nombres alemanes iluminan en mi cerebro imágenes de comandantes de campos nazis?). No, nada de eso. Durero es quizás el mejor grabador de la historia del arte. Su sensibilidad, su audacia y su pericia son escalofriantes.
Cuando uno contempla "Melancolía I" en directo, a escasos centímetros de la punta de su nariz, siente un escalofrío trascendental que le sacude todo el cuerpo, des del córtex frontal hasta la uña del dedo meñique del pie. Lo mismo sucede ante "El caballero, la muerte y el diablo". El grabado de San Eustaquio me impactó sobremanera, quizás porqué jamás había prestado mucha atención a esta pieza y ahora, de repente, al contemplarla, caí rendido ante tanta maravilla concentrada. Durero habla de un tiempo antiguo pero no remoto, en el que las horas y los días transcurrían de otro modo: las horas que empleó el genio de Nuremberg en realizar esta obra no se pueden calcular con nuestras medidas del tiempo. Si alguien duda todavía de la subjetividad (de la relatividad) del tiempo que se ponga ante el San Eustaquio de Durero y comprenderá como en una iluminación.
La exposición está repartida en tres salas. El Círculo Artístico, el Museo Diocesano y la Sala Capitular de la Catedral, a la que se accede des del claustro. En la primera, y mientras estaba admirando las obras expuestas, coincidí con una pareja japonesa. Entraron raudos, sigilosos pero muy raudos, transcurrieron ante los grabados a velocidad de crucero y huyeron más que salieron al cabo de unos tres minutos. En la segunda sala había quizás cinco personas. Una familia de italianos y otros dos o tres que no recuerdo. En la Sala Capitular de la Catedral, dos coreanos deambulaban buscando ángulos raros para sacar fotos de la arquitectura del lugar, sin prestarle mucha atención a los grabados del alemán.
En la calle, los turistas se daban empujones entre si, se pisoteaban, se situaban en primera fila ante los músicos bohemios apostados en las esquinas de la Calle del Obispo, como francotiradores neoliberales en una Sarajevo neoliberal pero melómana. Una pareja de aspecto anglosajón se arrullaba emocionada con una versión débil y quejumbrosa de "Wicked game" de Chris Isaak, y luego se largaron sin dejar ni un solo penique. Y luego pasa una bicicleta egoísta, con prisa. Las calles serán siempre mías, parece murmurar, tal como gritan los independentistas furiosos. Luego pasa un tuk tuk con dos orondos celtas a bordo (en la popa), conducido (en la proa) por un tipo de sorprendente aspecto indú, aunque el conductor susurra "lo siento" en castellano y como quien dice una oración. Barcelona, 2019. Tras una esquina gótica, tres grandes burbujas multicolores flotan en el aire, en silencio. Al doblarla descubrimos que hay un tipejo con aspecto de vikingo venido a menos que juega con agua y jabón. Sus ojos, azules y líquidos, transmiten el dolor de una civilización perdida, una mirada atónita, sin esperanza, que confía en las burbujas para sobrevivir en un mundo de locos rocosos. La cruzada de los niños turistas. La cruzada de los niños turistas en crucero de tres a cinco estrellas.
Cuando yo era pequeño (nací en una callejuela a 10 minutos de aquí) esas callejuelas eran tristes, sombrías, casi lúgubres. Eran callejuelas en blanco y negro o, como mucho, bicolores: negro y azul falangista. Señor, llévame pronto, pienso yo ante un chiringuito de la ANC de estética casi mantera que vende abalorios indepes al paso de los cruceristas: banderas estrelladas, gorras amarillas, chapas reclamando la libertad de los "political prisoners". Antes fue el azul falangista, hoy el amarillo nacionalista: dos colores, una misma desgracia. Suena una música de sardanas que no se de donde diablos procede. Creo que no volveré jamás a Barcelona, Ada, me digo (le digo).
Poco más tarde me refugio en el cine Maldà, para ver la última de Von Trier. En la cola de entrada somos ocho. En las galerías Maldá, reconvertidas en un inaudito paraíso del freak comercial, hay un promedio de 30 personas esperando para entrar en la tienda de Harry Potter, en la de Star Wars, en la de Juego de Tronos o en la de los ídolos del fútbol. Señor, llévame a la época del Durero. Barcelona, marzo de 2019. Ya no reconozco nada del barrio en donde nací. Estoy en la periferia del tiempo.