La carretera hacia Lourdes está casi vacía a esas horas del mediodía, los franceses almuerzan temprano. A los lados de la calzada todavía están los grandes plataneros, dando una sombrita buena. El brillo sonoro de un arroyo. Detrás están los pastos, y algo más allá bosques de hayas y de robles. La proximidad con Pau hace que se vean muchos símbolos vascos: la cerveza más anunciada lleva un nombre euskaldún, Oldarki, cerveza aromatizada al Pacharán, y su logotipo es un lauburu, esa cruz céltica muy usada por el mundo abertzale. Aunque el mundo abertzale, en Francia, es puro folklore. Allí la barbarie fue domesticada por la democracia.
Un cartelito pegado a un árbol anuncia un restaurante, cuyo nombre, L'Orée du Bois, nos invita. El desvío transcurre varios quilómetros, quizás seis o siete, hasta llegar a una callejuela que de repente se ensancha para formar algo parecido a una plazoleta enmedio del bosque. Una iglesuela, tres casitas y algunos tejados de pizarra más allá, asoman brillando al sol de agosto entre el verdor espeso que parece devorarlos.
Es un restaurante para gente trabajadora. Aparte de algunas familias de la zona, hay varias cuadrillas de obreros. Hablan más alto, se ríen, y miran una pantalla enorme de TV en la que siguen un partido de baloncesto que se está jugando en Tokyo. Juega la selección francesa, quizás contra Eslovenia, o contra Eslovaquia. Esta pantalla es el único elemento que nos situa en el tiempo: lo demás lleva por lo menos veinte años, cuando no cuarenta o cincuenta. Alguien del pueblo (quizás alguien de la propia familia de restauradores) es aficionado a la talla en madera, una madera que luego barniza de oscuro: hay búhos, urogallos en pose de cortejo, un águila rampante, una ardilla descomunal en el fondo de un salón inhabilitado y en penumbra: esos animales silenciosos y quietos tienen algo amenazante en la oscuridad y, a la vez, hablan de una tristeza vieja. Descubro que las mesas y las sillas, antiguas pero robustas y confortables, son obra del mismo hombre que talló las figuras. En Louvie-Juzon hubo un carpintero con inquietudes artísticas.
Un solo hombre atiende al comedor, en donde estamos unos treinta comensales y no pierde el ritmo ni desatiende a nadie. El hombre es ágil, rápido, se desplaza con habilidad y con unos gestos gráciles, muy femeninos. Una de las cuadrillas de obreros bromea sin disimulo a costa del camarero y sus andares.
Tendrá unos cincuenta años. No es un tipo agraciado y la mascarilla no le favorece para nada. Su ropa es humilde, lavada mil veces. Algo me dice que puede ser el dueño del local, o el hijo de unos dueños ya muy mayores. Toma las comandas, sirve, cobra, pregunta si los platos, caseros y excelentes, están ricos. En sus ojos azules, pequeños y algo bizcos hay una historia de soledad extendida, pálida. Cuando veo a esos hombres me pregunto la vida que llevarán, en esos pueblos rudos de ganaderos, pueblos como Louvie-Juzon, un cul-de-sac que se adentra en la foresta, a un margen de una carretera comarcal. Vaya usted a saber, me digo, quizás en sus días libres el tipo es el alma de la fiesta, se desplaza hasta la ciudad más cercana y se libera, mezclado con los demás. Pero algo me dice que no debe ser así, y que en esos ojos claros, achinados, hay una larga historia casi mitológica de héroe triste y solitario, de habitaciones oscuras, de breves momentos turbios y felices perdidos en la niebla de los años, destellos de un fulgor hundido en viejos calendarios. Ese hombre discreto y amable, que huele a lavanda y a jabón, es todos los hombres dignos.
Quizás toda esa agilidad que despliega el hombre de L'Orée du Bois, esa energía levemente pizpireta en sus caderas cuando sortea sillas y mesas sea la gesticulación del héroe decidido a morir en la batalla, esa única batalla infinita a la que acude erguido y de frente, como Aquiles renacido camarero en un pueblecito francés.
te ha salido bordado.
ResponEliminaDe puta madre.
Me he sentido inmerso en el bar y en la vida del señor que huele a lavanda y ajabón.
Quizá, sólo quizá, no doy consejos, lo sabes, deberías dedicarte a escribir estos textos sin desatender otros, porque los otros, mucho me temo, te restan fuerzas para hacer multiplicar los textos como estos, que acaban atrapándote.
Un abrazote
Gracias, Miquel. Cuando los consejos vienen de quienes saben más que yo, como es tu caso, son bienvenidos y muy apreciados.Lo tengo en cuenta, por supuesto. La verdad es que yo también me siento más cómodo escribiendo cositas como la presente.
EliminaMuy bien relatado, gracias.
ResponEliminapodi-.
Me ha encantado, Lluis. Yo pasé mi infancia en un pueblo de la Meseta profunda y conocí allí a dos o tres afeminados (con pluma, que son los reconocibles en los pueblos, a los que no tienen pluma sólo en rarísimos casos se les llega a reconocer) y siempre me parecieron bellísimas personas. Pero no envidio sus vidas, de hecho años más tarde de haberme marchado supe del suicidio de uno de ellos. La vida del homosexual de pueblo es muy dura.
ResponEliminaUna bella narración, Lluis.
ResponEliminaFuera de las grandes ciudades, también existe vida digna de ser retratada.