Tras el verano vendrá el otoño. La rueda que no cesa, el mito del movimiento perpetuo. Mi padre murió en un otoño de hace... ¿cuántos años? Es terrible y feo decir eso, pero he perdido la cuenta. El verano anterior a su muerte fue un verano de sequía y de angustia. Como si su agonía se hubiese proyectado en el cielo ralo y polvoriento, desfallecido, malsano. Fue un verano raro que, en mi memoria, huele a desinfectantes y a batas blancas deambulando por los pasillos forrados de baldositas azul cielo, los colores de las escenas últimas. Descubrí que la morfina existe, como Teruel. Se la administraban en dosis cada vez más generosas. La crisis asomaba tras el horizonte, pero aquel despilfarro de morfina cuenta que todavía no se ensañaba con el dolor ajeno.
Mi padre fue un hombre difícil. Sufría algunos desajustes nerviosos que, si viviese ahora, le llevarían a la lista de los individuos con personalidad trastornada y sería pasto de los fármacos psiquiátricos. Uso el verbo "sufrir" en sentido literal y eso es una carta de amor perdido, como siempre.
Mi padre hablaba a menudo de la infelicidad y la desgracia. Mi padre es la primera persona que me habló de los estoicos, de Epicteto y del pesimismo filosófico. Y de los comentarios de Napoleón sobre el libro de Maquiavelo. No está nada mal para un obrero catalán de la postguerra. Sin embargo, postrado en la cama donde murió, tuvo una conversación con un pariente lejano, que indica algo más complejo.
Me lo contó ese pariente en el tanatorio, ante el cuerpo amarillento de mi padre tras el cristal higiénico. Le preguntó a mi padre si había sido feliz alguna vez en la vida, y él le respondió que sí: cuando los niños eran pequeños, dijo. Eso me sorprendió mucho, tanto por la asunción del estado de felicidad que siempre negó como por ese destello de vocación paterna, completamente impensado.
Mientras mi pariente lejano me contaba el diálogo con el moribundo, yo pensaba en barcos. Este resorte psicológico me inquietó durante un tiempo. Un día pensé que había dado con la solución: en las religiones antiguas, como la egipcia y la griega, el difunto y el barco están estrechamente relacionados.
He dicho que pensaba en barcos, pero debería concretarlos. En la salita íntima del tanatorio pensé en tres barcos: el vapor Miskatonic, la balandra Nellie i el ballenero Grampus. Quizás debería nombrarlos en otro orden. Arthur Gordon Pym se coló en el Grampus. Era un polizón. Sus desdichas le sobrevienen durante un trayecto sobre el cual no tiene ningún control. Todo es espantosamente accidental, imprevisto, una sucesión de eventos macabros que termina, sin terminar, ante la visión de lo incomprensible.
Marlow embarca en la balandra Nellie por orden del dueño de la empresa para la cual trabaja, pero sin tener ni idea de lo que le espera al final del trayecto. Curiosamente, el final de "El corazón de las tinieblas" es quizás uno de los mejores de toda la literatura anglosajona. Y finalmente está el protagonista narrador de "En las montañas de la locura", que se dirige a la Antártida en una expedición científica: se trata de un acto voluntario y premeditado, con intenciones académicas, serias y bien definidas.
Dicho de otro modo, la contemplación del cadáver de mi padre me había llevado a un ejercicio (bastante gratuito o incluso absurdo) de literatura comparada. Estuve pensando si la cronología de los tres textos revelaba algo interesante. Poe en 1838, Conrad en 1902 y Lovecraft en 1931. Los tres cuentan casi lo mismo: barcos que se dirigen hacia el horror. Las motivaciones son distintas, aunque la diferencia quizás se debe a las modas de cada época. En tiempo de Poe, los relatos de viajes antárticos tenían muchísima aceptación. En el tiempo de Conrad, la literatura fantástica se situaba en los paisajes del colonialismo porque aquellos países exóticos y salvajes despertaban la imaginación mórbida. En tiempo de Lovecraft, se vislumbraba que la pasión por la ciencia contenía peligros enormes. La bomba atómica se inventó en la década siguiente: tenían buenos motivos para desconfiar de la cosa científica.
La literatura marinera está poco en boga ahora, y pido disculpas por esta expresión chistosa y fácil. Hoy, para excitar la imaginación lúgubre a través del cuento fantástico es necesario transmutar los barcos en naves espaciales. El escritor, ahora, debe construir planetas de ficción, argucia que tiene poco poder de estremecer al lector: todo es hipotético y escandalosamente falso, artificioso.
Además, aunque hoy también se pierden barcos en el horror, es otra cosa. En las Islas Medas, frente a la población de L’Estartit, en la costa catalana (ese espantoso lugar corrompido por la codicia, los emprendedores y el turismo), hay un viejo transbordador hundido, el Reggio Messina. Pero lo sepultaron en el mar deliberadamente, para atraer a buceadores ociosos que desean vivir aventuras moderadas y con garantías de seguridad.
El Reggio Messina es el cuarto barco de este relato. Parece banal y estúpido al lado de los anteriores. Pero es necesario hablar de él. Y si alguien piensa eso, que es banal y estúpido, debería pensar que lo es más la época que le ha tocado vivir. Comparada con las otras.
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Nota del autor: la primera versión de este texto se publicó en "La Charca literaria", el 23 de febrero de 2016.
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