Todo empezó en los primeros días de junio, quizás el 3. Como cada mañana salí de casa apresurado, resoplando por la calle empinada que lleva hacia la estación. En la segunda esquina, antes de llegar al parque que siempre cruzo en diagonal -pisando el césped ante la fachada de la iglesia-, me encontré con el hombre. Una figura estática demasiado abrigada para estas fechas, cubierta con un gabán oscuro. Por un instante creí que me observaba pero luego me di cuenta de que sólo tenía la mirada fija en la dirección por donde yo venía. Me pareció que sencillamente no me veía. Creo que no miraba nada en concreto.
A la mañana siguiente seguía allí. Inmóvil, con la misma ropa. Y así cada día, hasta que me acostumbré a su presencia en la esquina. El día 10 -lunes-, hubo un cambio. Algo blanquecino se movía en su boca. A unos metros de distancia pensé que llevaba una flor pálida prendida entre los dientes, pero cuando llegué ante él descubrí con una sorpresa y un asco enormes que tenía los labios cubiertos por un enjambre de larvas que se se agitaban desordenadamente en su cara. A pesar de tener la boca oculta me di cuenta de que me sonreía displicente. Aceleré el paso y disimulé la contrariedad y la náusea
El día 11 pensé en cambiar mi ruta: al fin y al cabo hay alternativas para llegar a la estación del tren. Pero salí unos minutos tarde y no me podía permitir variaciones, de modo que avancé otra vez hacia la esquina del hombre. Luego he pensado que quizás deseaba verlo de nuevo, ya sea para mirar otra vez aquellos bichos nauseabundos como para -quién sabe- respirar aliviado comprobando que no estaban. Era un día nublado y frío, demasiado frío para la fecha. Sentí que llevaba ropa escasa, y cuando distinguí aquél abrigo oscuro pensé que, dentro de él, habría estado mucho mejor. Las larvas le cubrían la mitad de la cara y apenas dejaban libres sus ojos, que me sonrieron con candidez. Cuando estaba ante él uno de los gusanos se cayó al suelo y empezó a retorcerse de una forma atroz, como enloquecido de dolor. El hombre me suplicaba con la mirada que recogiese la larva. Pero yo la pisé y eché a correr. Luego, sentado en el tren, froté la suela de mi zapato con un pañuelo para borrar aquella mancha de repugnante mucosidad.
Por la noche soñé que iba desnudo hacia la esquina. En el sueño, el hombre era una mujer mayor y gruesa, vestida para ir a la Ópera. Su cara y sus manos estaban cubiertas de larvas, y al pasar ante ella me lanzó unas cuantas en el pecho. Me quedé paralizado viendo como los insectos trepaban buscando mi boca. En la oscura lógica del sueño recuerdo que mi pensamiento era casi de alivio. Como si llevase toda la vida esperando eso. Como si los infinitos sucesos, anécdotas, amores y desamores, problemas y alegrías hubiesen sido leves distracciones en la espera. Como si siempre hubiese deseado el encuentro.
En el sueño sucedían más cosas, pero no las recuerdo.
Me levanté sobrecogido por las imágenes del sueño. Mientras me duchaba me sentí algo mareado y me di cuenta de que mi piel estaba más fría de lo normal. Quizás se trata de una gripe, pensé. Aunque se muy bien que la idea de la gripe sólo quería ocultar algo que yo sabía perfectamente. Me vestí y salí a la calle, y consulté la hora en el teléfono móvil para saber si debía apresurarme. Pensé en que hacía tiempo que no sonaba el teléfono. Hubo una llamada importante hace unos días, con instrucciones precisas. Luego nada. Entonces aparecieron las dudas: ¿dónde estaba el trabajo al que me dirigía? No podía recordar qué trabajo era. ¿Oficinista? ¿Albañil? ¿Corrector de textos?
Al llegar a la esquina vi que el hombre del abrigo y las larvas no estaba. Pero en el mismo lugar había un gran alboroto. Vehículos oficiales con destellos azules, sirenas, megáfonos, gritos. Helicópteros en el cielo. Una ambulancia con las puertas abiertas y una enorme mancha de mucosidad en los adoquines. Funcionarios con uniformes morados correteaban arriba y abajo, se lanzaban órdenes y chillaban a sus teléfonos. Encima de la camilla de la ambulancia se contorneaba una larva de medida humana atada con cintas de color naranja. Un jugo amarillento brotaba de una herida enorme, a través de la cual se descubrían unas patitas semitransparentes con siete u ocho deditos en cada extremo, agitándose entre espasmos.
Dos policías de paisano se abalanzaron sobre mi, me echaron al suelo y me ataron las manos a la espalda. Sentí un dolor lacerante en los pulmones. Sin duda uno de ellos había empotrado su bota contra mis costillas mientras el otro me maniataba. Gritaban algo, casi jubilosos, y por la radio alguno de ellos proclamó que habían detenido al traidor: Judas, Judas, escuché como pronunciaba este nombre. Desde el suelo contemplé la amplitud de la plaza y el verdor del césped, una nube fosforescente, la fachada de la iglesia en el otro extremo, ese templo barroco con cuatro columnas retorcidas en la entrada y la imagen del insecto crucificado en el dintel.
bon déu, lluís! sembla un post ben bé escrit des d'aquell racó on mos submergim cada vegada que tanquem los ulls...
ResponEliminam'ha agradat molt.
Uf! No saps com m'agrada i com em calma aquest comentari...! Estic intentant escriure somnis, contes on no vull que s'entengui res, tret que són somnis.
EliminaVols dir que la dona no era Irene Rigau, i l'home en Felip Puig. Són els teus botxins
ResponEliminaSeria una possibilitat, però em temo que he imaginat coses molt més fosques. Rigau i Puig són uns dolents de tebeo...
Eliminaaquest conte kafkia m'ha fet esborronà. Tots som larves? el poder ens destrueix? Realment es bo...
ResponEliminaM'agrada que t'agradi... però la veritat és que no sé què volia dir
EliminaEn este estado de putrefacción social el traidor termina siendo aquel que siente arcadas...
ResponElimina(Te has marcado una buena metáfora de este repugnante entorno que corroe, con sus asquerosos jugos, la sociedad).
Bueno, me estás ayudando a descubrir de qué era metáfora esta visión... gracias!
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