(Retrato de Giovanni Battista Pergolesi mientras -se supone que- compone su "Stabat Mater")
El escritor comprometido de verdad con la literatura es aquel que vendería su madre a una red de trata de esclavas (blancas, trigueñas o negras) a cambio de escribir una buena novela. Algo así dijo un joven Mario Vargas Llosa poco después de publicar “La ciudad y los perros”. Hay que añadir que Vargas iba en serio, y que el peruano es partidario de “primero escribir, luego vivir”. En un orden moral en el que se antepone la creación literaria a la vida, venderse a la madre no es ninguna salida de tono. Esas opiniones suenan exageradas y extemporáneas en el civilizado mundo europeo nuestro, tan educado y decadente. Quizás sería oportuno referir aquí algunas peculiaridades de la familia del escritor de Arequipa, pero estos datos están a disposición de todo el mundo en la red, de forma que cualquiera puede satisfacer su curiosidad -si acaso la siente.
Vargas no es el mejor escritor en lengua castellana de los últimos siglos por azar. Su maestría se debe a un genio innato, sin duda, pero sobre todo a su compromiso, radical y rotundo, con la escritura. Tanto es así que le creo cuando dice eso de venderse a la madre. El artista debe estar dispuesto a todos los sacrificios en nombre del arte. Incluso a sacrificar a otros. Caravaggio también estaba en eso, y aunque sabemos poco de su vida, sabemos lo suficiente como para comprender que era capaz de matar. Me pregunto para cuando una buena novela sobre Caravaggio, el pintor asesino.
Cuento eso porqué yo, en cierto modo, también le doy un alto valor al arte y a la creación, y se que se debe sacrificar uno, aunque sea un poco. Los catalanes solemos hacer un poco de todo (el asunto está en el "poco" y no en el "todo"). Yo, por ejemplo, he preferido quedarme en casa escribiendo aún siendo nochevieja, mi cumpleaños u otras fiestas de guardar. Primero escribir. Ahora mismo, algunos amigos están tomándose unas cañas apacibles en una terracita, apurando el final del sol y el buen tiempo, como cantaba La Polla Records. Podría estar con ellos pero estoy encerrado en casa ante un teclado de letras mayúsculas. Es así como me he perdido juergas, sexo, lindas veladas, conciertos únicos y memorables o atardeceres deliciosos al aire libre. Sin pena y sin arrepentimiento, ahí está el asunto.
Pero vuelvo al asunto de la madre. Porqué la mención a la madre esclavizada me lleva, inevitablemente, a visualizar a la mía metida en un cuartucho oscuro, con paredes enfermas de lepra, ovillada y apretujada junto a otras esclavas, vestida con harapos, ajada, sucia, polvorienta, rota. Es una imagen que podría volverse recurrente y obsesiva una vez ensayada por la imaginación. Intento deshacerme de ella pero es una empresa difícil. Es curioso que exista tanta literatura (buena y mala) sobre el amor maternal, y tan poca sobre el amor filial. Determinadas muestras de amor filial incurren en el sentimentalismo más abyecto y penoso, o bien son materia de psicoanálisis.
Entre los buenos textos sobre el asunto recuerdo un cuento espeluznante de Máximo Gorki: “La madre del monstruo”. Y la terrible e hipnótica “Madre e hijo”, la película de Aleksandr Sokurov. Esta cinta la vi poco después de la muerte de la mía, que falleció en enero de 2011 y se libró así de caer en manos de la mafia de la trata de seres humanos para dar un empuje a la carrera literaria de su hijo.
El azar quiso que fuese yo quien encontrara su cuerpo, sentado, ya frío, en la soledad y la penumbra del piso demasiado grande para una mujer no muy mayor pero severamente enferma. Le cerré los ojos con la mano derecha, y detuve el gesto en su mejilla, como creyendo en algo misterioso e inefable, en el poder del milagro por un instante casi eterno, relámpago sobre el agua. Al cabo de unos segundos, mis dedos empezaron a enfriarse. Le estaban transmitiendo el calor leve del mamífero a un rostro gélido que llevaba varias horas muerto. El momento más intenso y brillante de nuestra relación sucedió ahí. En la milésima de segundo en que creí.
Luego escribí bastante sobre ella, sobre su muerte y sobre su vida, sobre las libretas con los diarios que escribía de medio joven, que encontré en los cajones más recónditos de una cómoda antigua (o más que antigua, anticuada). Cuando escribía sobre este tema caí varias veces en un lirismo y un sentimentalismo que ahora me avergüenzan y me sonrojan. Apenas soy capaz de releer aquellos textos. Solo puedo en las noches más tristes y melancólicas de las que suelo huir mirando películas de serie B (zombis, monstruos lovecraftianos, las vampiras lascivas de Ricardo Franco). Pero no reniego de eso, ni siquiera lo lamento.
Entre los papeles de la madre muerta (esa letra educada, femenina y redonda que recuerda tanto a la mía) leí secretos antiguos y la casi beata correspondencia amorosa con mi padre cuando eran novios. Ella practicaba el viejo cristianismo puritano y algo bobalicón de una niña educada en el miedo y la postguerra, fantasías de una humanidad esencialmente buena y espiritualizada por el hambre y el racionamiento.
Creo que yo no hubiera sido capaz de venderme a la madre a cambio de ser un gran escritor. Sin embargo, poco tiempo después de su muerte retomé la escritura, me propuse volver a publicar y entonces publiqué tres novelas en poco tiempo.
Pero vuelvo al asunto de la madre. Porqué la mención a la madre esclavizada me lleva, inevitablemente, a visualizar a la mía metida en un cuartucho oscuro, con paredes enfermas de lepra, ovillada y apretujada junto a otras esclavas, vestida con harapos, ajada, sucia, polvorienta, rota. Es una imagen que podría volverse recurrente y obsesiva una vez ensayada por la imaginación. Intento deshacerme de ella pero es una empresa difícil. Es curioso que exista tanta literatura (buena y mala) sobre el amor maternal, y tan poca sobre el amor filial. Determinadas muestras de amor filial incurren en el sentimentalismo más abyecto y penoso, o bien son materia de psicoanálisis.
Entre los buenos textos sobre el asunto recuerdo un cuento espeluznante de Máximo Gorki: “La madre del monstruo”. Y la terrible e hipnótica “Madre e hijo”, la película de Aleksandr Sokurov. Esta cinta la vi poco después de la muerte de la mía, que falleció en enero de 2011 y se libró así de caer en manos de la mafia de la trata de seres humanos para dar un empuje a la carrera literaria de su hijo.
El azar quiso que fuese yo quien encontrara su cuerpo, sentado, ya frío, en la soledad y la penumbra del piso demasiado grande para una mujer no muy mayor pero severamente enferma. Le cerré los ojos con la mano derecha, y detuve el gesto en su mejilla, como creyendo en algo misterioso e inefable, en el poder del milagro por un instante casi eterno, relámpago sobre el agua. Al cabo de unos segundos, mis dedos empezaron a enfriarse. Le estaban transmitiendo el calor leve del mamífero a un rostro gélido que llevaba varias horas muerto. El momento más intenso y brillante de nuestra relación sucedió ahí. En la milésima de segundo en que creí.
Luego escribí bastante sobre ella, sobre su muerte y sobre su vida, sobre las libretas con los diarios que escribía de medio joven, que encontré en los cajones más recónditos de una cómoda antigua (o más que antigua, anticuada). Cuando escribía sobre este tema caí varias veces en un lirismo y un sentimentalismo que ahora me avergüenzan y me sonrojan. Apenas soy capaz de releer aquellos textos. Solo puedo en las noches más tristes y melancólicas de las que suelo huir mirando películas de serie B (zombis, monstruos lovecraftianos, las vampiras lascivas de Ricardo Franco). Pero no reniego de eso, ni siquiera lo lamento.
Entre los papeles de la madre muerta (esa letra educada, femenina y redonda que recuerda tanto a la mía) leí secretos antiguos y la casi beata correspondencia amorosa con mi padre cuando eran novios. Ella practicaba el viejo cristianismo puritano y algo bobalicón de una niña educada en el miedo y la postguerra, fantasías de una humanidad esencialmente buena y espiritualizada por el hambre y el racionamiento.
Creo que yo no hubiera sido capaz de venderme a la madre a cambio de ser un gran escritor. Sin embargo, poco tiempo después de su muerte retomé la escritura, me propuse volver a publicar y entonces publiqué tres novelas en poco tiempo.
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Nota: La primera versión de este texto se publicó en La Charca literaria en mayo de 2016.
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