Los martes cierran el bar de los chinos de la Plaza Triana y, a la hora de la merienda, tengo que cambiar la dirección de mis pasos para tomar café. Los martes me sumerjo en las sombras de la callejuela Pardo Bazán, inquietante y oscura, sin una sola farola en funcionamiento. A veces me pregunto la razón que obliga, a los que ponen nombres a las calles, a poner nombres de escritoras o de sindicalistas en las calles más tristes, más menudas, más pobres. En la tenebrosa Pardo Bazán, sin embargo, árboles enormes dan muy buena sobra en verano: no todo es abandono y tristeza.
Desde los balcones de esa calle cuelgan grandes racimos de plantas, en especial la del dinero, que cuelga varios metros y se remueve como un fantasma bueno al compás del transeúnte. En los viejos bloques van instalando, poco a poco, esos ascensores como estatuas exentas: las gentes que viven en los bloques llegaron siendo muy jóvenes desde Extremadura, Murcia, Andalucía. Ahora ya no pueden con sus cuerpos, doblados durante décadas en el tajo que les dieron los buenos catalanes del centro. Muchos ya murieron. Es una calle de viudas ancianas. Y de jóvenes de piel morena, que van rellenando los pisos que ya dejaron libres los emigrantes de antes: caribeños, africanos. El nuevo músculo proletario, el que no precisa del ascensor exento, es de piel oscura y sonrisa blanca. El sonido de las voces caribeñas me huele a música tropical aunque la mayoría de las veces solo comprenda palabras sueltas, gritadas al aire. Son las cosas de la juventud, y es un gusto ver tanta juventud al lado de las viejitas.
En un tramo de Pardo Bazán, quizás donde la oscuridad se concentra con más ahínco, hay un coche abandonado y, bajo él, acude una docena de gatos cuando la tarde se ha cerrado. Allí van, a la cita, un número de viejas del barrio que no puedo cuantificar. Se arremolinan entorno al coche y depositan con dolor sus platitos, sus tupperwares con la comida para los gatos del barrio. Hablan entre ellas, aunque a veces no se escuchan: la mayoría están medio sordas y creo que se hablan a sí mismas y por eso repiten la frase una y otra vez:
-Hay que cortar la comida a trocitos pequeños, hay que cortar la comida a trocitos pequeños.
-Ayer dejé pescado y hoy pollo, ayer pescado y hoy pollo -le responde la vecina.
Si ando demasiado cerca del coche abandonado, tres o cuatro gatos salen zumbando en todas direcciones, como si se hubiesen puesto de acuerdo entre ellos para que, de ser yo un depredador, solo pudiese pillar a uno.
En primavera suelo ver a gatas panzudas, embarazadas. Y es entonces cuando las viejas de Pardo Bazán se esmeran más en sus cuidados, y llevan garrafas de agua y manjares más suculentos, como macarrones a la boloñesa.
Eso sucede cada día. Y yo, a veces, intento el ejercicio de imaginarme a esas viejas cuando era jóvenes en Jaén, en Puertollano, en Miajadas. Y las veo pegando brincos por el campo y riéndose, tan lejos de la oscuridad de la calle catalana de Pardo Bazán, en una mañana a principios de verano, las faldas al viento y las flores en el pelo. Ya se que eso es un tópico ñoño, y se que quizás no tuvieron una adolescencia de flores ni mañanas relucientes, pero yo las veo así y eso nadie me lo puede negar.
Luego sigo hacia abajo. Quizás yo, algún día, me entregaré, medio sordo, a la labor de alimentar a los gatos de una calle que nunca vi, que nunca imaginé pero que me espera, agazapada entre las sombras y los gatos de un barrio pobre.
Un texto muy agradable.
ResponEliminapodi-.
Gracias. Aunque yo no lo veo muy agradable pero bueno, la lectura es de cada lector.
EliminaDe momento alimentas las ganas de aprender de esa nueva juventud.
ResponEliminaTodo llegará, no te preocupes, y verás peinar canas, y escribirás sobre ello.
Al igual yo seré muy, pero que muy viejito y ya no te podré leer.
De momento aquí estoy.
Cuídate!
Seguro que te quedan muchos años de lectura, no lo dudes.
EliminaUn escrit preciós, que parla de les coses petites de la vida.
ResponEliminaFrancesc, les coses petites són les grans a mida que ens fem grans (o vells, més ben dit).
EliminaY menos mal que las viudas ancianas aún pueden salir a la calle para alimentar y cuidar gatos. Es un consuelo al final de la vida que otras criaturas te echen en falta.
ResponEliminaUn abrazo
La prolongación (algo esóterica) de esa idea nos llevaría a pensar en la reencarnación. Digo yo.
EliminaSi, es agradable pensar que cuando ya no estemos, alguien nos echará en falta, aunque solo sea un gato callejero.
ResponEliminaGracias por hablarnos de esa realidad a ras de calle, de los pasos perdidos entre bloques decrépitos que añoran a los que una vez llenaron de vida sus paredes.
Hablo de lo que veo, que son siempre pasos perdidos.
EliminaPues un buen retrato de una ciudad que cada vez es más gris o como bien dices ya va perdiendo su esencia de cuando estas mozas antes llegaron con sus ilusiones...
EliminaPara conocer un lugar hay que patearlo.
Saludos Lluis
Pateo todo lo que puedo, aunque no sea mucho. Siempre hay relieve humano, y esos gatos tendrán nuevas viejecitas que les alimenten. Dentro de unos años, las viejecitas serán de piel oscura pero harán lo mismo.
EliminaM'agraden molt els teus textos socials. Els rebusco entre els textos polítics, que no comparteixo i ja fa temps que no llegeixo. La Cristina de Porto Cristo
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