Para J.B.P., alcalde
Tanto mi padre como mi madre murieron tras sufrir la enfermedad del cáncer. Solo quien lo ha visto de cerca sabe lo que significa eso y conoce las exigencias, las urgencias, los instantes de oscuridad profunda, la extensión de la sombra que proyecta el cáncer sobre la vida diaria de los familiares, el desolador aliento de muerte y de pena, sin luz en ninguna parte. Y el olor raro de la química que se instala en la casa, como un inquilino suave, discreto y maligno.
Solo quien ha visto de cerca el rostro de esa enfermedad conoce sus servidumbres.
No es la única enfermedad del mundo, el cáncer. Otros muchos conocen la faz del ELA, de tantas enfermedades degenerativas de una crueldad inconcebible, o del Alzheimer, que obra con esa lentitud exasperante aunque a veces se envalentona para luego adormecerse, lánguida, en el duermevela casi constante de los ancianos. Pocas cosas, en el mundo, nos revelan esa tristeza que acompaña a los vivos en los días del fin. Cuando Virgilio te suelta la mano puede que te la agarre dulcemente el Cangrejo o el señor Alzheimer en una lenta carrera de relevos hacia el precipicio.
Mi padre se adormeció y no despertó. Consumido, enjuto, pálido, poseído por recuerdos de la adolescencia. Yo no pude hacer nada más que tomarle su mano leñosa y áspera, fría. Y escuchar ese discurso errático que se perdía por los laberintos de la juventud y por los recuerdos probablemente ficticios que le acunaban como si la muerte fuese una madre.
Sonó el teléfono a las siete de la mañana. Sucedió en un otoño de hace...
Pocos años más tarde fue mi madre quien le tendió la mano al sueño. Aquel día no pude ir a su casa y me llamó la vecina para alertarme de que algo malo estaba pasando. Llamé a la Guardia Urbana. Ellos me comunicaron, lacónicos, que era imprescindible mi presencia en su casa. Era un invierno gélido y lluvioso. Hace once años, creo.
Es cierto que ahora mismo estoy escribiendo y contando todo eso. Sin embargo, jamás se me ocurrió sacar fotos de mi padre o de mi madre en el hospital, en sus lechos últimos. Sí narré, luego, mis impresiones, es cierto que lo hice. Las escribí y las publiqué. Cierto que lo hice. Escribir y publicar mis sentimientos me ayudó a sobrellevar el duelo y, como el llanto, eso fue una forma de quitarle gravedad al dolor. Creo que incluso Shakespeare dijo algo así: llorar es quitarle profundidad al dolor.
No se me ocurrió jamás exponer la enfermedad de mis padres. Jamás pensé que la exhibición del dolor propio o ajeno pudiese ser algo que se exhibe para conseguir algo: el favor de los otros, la compasión convertible en beneficios de cualquier clase o condición. O los aplausos. O los votos del electorado.
En Twiter tengo a un conocido que cuenta sus desgracias clínicas en un tuit y en el siguiente anuncia sus productos. Ese es su patrón de conducta tuitera. Y creo que le funciona bien. En Facebook, seguí durante años a una persona que en un mismo post era capaz de exponer el dolor por la pérdida del ser amado y de promocionar algo: su blog, su último libro, su siguiente charla en algún foro. Llegó a colgar una foto de sí misma levantando las dos manos: en la una mostraba la fotografía del difunto y, en la otra, el voto para el partido de sus amores. Su rostro era un mar de lágrimas. Decenas de comentarios le expresaban solidaridad con el voto y el dolor. Me quedé, más que pasmado, atónito.
Hace unos días, el acalde de una población catalana de las grandes emprendió el camino de la exhibición del dolor. Su propósito, todavía no manifestado, puede ser mantener al electorado motivado del mismo modo que lo haría un cantante para vender sus discos. Se encuentra en mitad de la legislatura y quizás sus asesores le han sugerido que practique esa estrategia: la exhibición del dolor. Quien le diga que eso es impúdico, inmoral y rastrero se llevará el desprecio de los demás. Parece una jugarreta casi magistral, y una estratagema brillante para obviar la gestión fracasada y lamentable de su alcaldía (en caída permanente) en nombre de la pena, la empatía y el dolor. El señor alcalde exhibe sin tapujos ni metáforas ni elipsis la enfermedad gravísima de su hijo, un menor.
Lo repite día tras día. Sin cesar, sin vergüenza, sin rubor. Anuncia que no deja su cargo pero a la vez lo deja para atender a su hijo gravemente enfermo. A ver quien es el guapo que le reprocha eso. Camino de convertirse en un héroe o un mártir de la lucha contra la muerte, el alcalde avanza, imperturbable, por los caminos de la impudicia. No duda en usar a un niño para sus fines políticos. No hay atisbo de dignidad en ese alcalde.
Ya no hay moral alguna en esa conducta de un cargo público. Siento una pena grande y profunda por el niño usado incluso en sus peores momentos, en un instante tan lúgubre, injusto y lamentable. Y más aún, si cabe, por la desvergüenza de su padre. Todos deseamos la curación de su hijo, señor alcalde: los niños no deberían sufrir eso, y ese sufrimiento nos provoca escalofríos. Pero la utilización de la pena por parte de un cargo político produce una gran angustia y cuestiona el futuro de la democracia.
Creo que te comenté, y a riesgo de repetirme, que tuve una muy buena profesora de Ética en la Facultad, Begoña Román, que en una ocasión citó una frase, a la sazón por el comportamiento del ser humano, y con respecto a los "actos", que se me quedó grabada.
ResponEliminaTodas las cosas tienen precio, menos las personas, que tienen dignidad.
Esta frase dirime y da el ejemplo. El Sr J.B.P., ha puesto precio a su dignidad, este es el de la lástima, y pone a su hijo como moneda de cambio.
Esto es lo que hay, y quien le de su apoyo estará contribuyendo a la falta de dignidad del personaje.
Salut
Entiendo que cuando una persona se pone precio, se convierte en cosa. Quizás los políticos ansían convertirse en cosas, en productos.
EliminaQuizás "se saben cosas" y prueban a humanizarse de alguna manera para provocar lástima, caridad, pena, empatía, aún a riesgo de recibir desprecios, malas reacciones, odios, aunque sean sobre su familiar, pues en el intento de humanizarse han convertido en "cosa" a su allegado.
Eliminapodi-.
La distinción entre cosas y personas que ha hecho Miquel me parece muy buena para orientarse en este laberinto.
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