Nací daltónico, aunque lo descubrí a los catorce años. Tuve una profesora de ciencias naturales, en el instituto de la periferia en donde estudiaba, que era curiosa y aficionada a los tests. Un día propuso a los alumnos pasar el del daltonismo. Lo tuyo es daltonismo en grado alto, me dijo. Eres un caso bastante espectacular. Quizás dijo paradigmático, o especial. Imposible recordarlo: mi memoria tampoco anda muy sobrada. Durante algún tiempo me avergoncé de ello y no se lo contaba a nadie. Poco más tarde me dio por la pintura, y asistí a clases de esa disciplina del arte. A veces los maestros me recriminaban mi uso demasiado chillón del color, o la tendencia a los contrastes exagerados. Uno me espetó: tu paleta es muy rica… quizás demasiado. Usas mucho rojo y poco verde. Yo admitía la crítica e incluso intentaba corregir el defecto, pero no les confesaba que todo se debía a mi percepción anómala del color.
Con el paso de los años cambió mi idea sobre el daltonismo y perdí la vergüenza. Descubrí que las mayorías son poco fiables, que incluso pueden ser una amenaza, y que no es obligatorio pertenecer a ninguna. Creo que eso se llama autoestima. O, a veces, resiliencia. Me dije: no es nada malo ver el mundo con unos colores distintos a los de la mayoría de los videntes. Incluso sospeché que quizás los daltónicos veíamos el mundo tal como es, y que era la mayoría quien iba equivocada. Ese pensamiento es muy bueno, ya que ayuda a soportar determinados asuntos: la mayoría solo es mayoría y nada más, y la mayoría no contiene la verdad por ningún imperativo. Ese pensamiento contribuye a hacer algo más llevadera la vida en la Cataluña de hoy.
Mi daltonismo, ahora ya felizmente asumido, hizo que el apellido Dalton me llamara la atención con un predisposición favorable, empática. Los hermanos Dalton, por ejemplo, esos bandoleros del lejano oeste, me gustaban mucho más que el petimetre insoportable de Lucky Luke. Más tarde descubrí a un poeta salvadoreño y fenomenal, Roque Dalton. Lo encontré gracias a un cuento de Cortázar y luego en una gran novela, "Pura vida", escrita por un tipo llamado Patrick Deville, nacido en Saint-Nazaire.
Aunque parezca mentira, tardé muchos años en interesarme por la etiología del daltonismo. Ni yo mismo me explico esa demora. Sabía del daltonismo que es hereditario, pero nada más. Por fin, un día, leí un artículo sobre el asunto y conocí algo que me pareció fascinante: el daltonismo se hereda por vía materna, aunque la madre solo lo transmite y solo lo hace con los hijos varones, pero jamás lo sufre. No existen mujeres daltónicas. De modo que el daltónico que me dispuso esa característica fue su padre, el abuelo Miguel. Jamás conocí al abuelo materno, porque murió en 1941, en Francia, exiliado español recluido en un campo de concentración para republicanos.
Un día llegué a Argelès-sur-mer, que fue la primera parada en el periplo del exilio de mi abuelo. Luego lo llevaron a una playa cerca de Montpélier, que es donde murió. En aquellos tiempos, el concepto de exilio era otro, muy distinto del que se usa en estos días, por lo que oigo. Una vez en este bello pueblo costero, tranquilo y decadente en invierno, y rodeado de viñedos cuyo vino excelente se acoge a la denominación de “Vino de Banyuls”, me di cuenta de que lo estaba viendo con la misma mirada trastornada del abuelo.
Y entonces sentí vergüenza. Pero no del daltonismo de mis ojos defectuosos, si no por haber llegado a Argelès-sur-mer tan tranquilo, tan ocioso, en un fin de semana largo, con dinero de bolsillo de sobras y sin nada que hacer salvo dar tumbos por las calles y tomar cafés o vinos en las terracitas de las tabernas, encarado a la playa y al sol blanco de diciembre y entornando los ojos con placidez, y hojeando a ratos el librito recién adquirido en una librería de segunda mano, "La Princesse de Clèves", escrito por Madame de La Fayette, escritora del siglo XVII, muerta doscientos años antes que John Dalton, el descubridor de la acromatopsia, quien falleció en 1844, cien años antes de la muerte del abuelo cerca de aquí, miserable y enfermo y piojoso, el abuelo que me mandó el daltonismo como quien manda un mensaje en una botella. Aunque yo recogí esa botella, creo que todavía no he descifrado el mensaje.
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El texto se publicó por primera vez en "La Charca Literaria" el 8 de junio de 2018 con el título "Dalton en Argelès-sur-mer".
No has de sentir vergonya per no viure la vida miserable del teu avi; ell hauria donat el que fos per a que la seva filla no hagués de patir tantes miseries i tanta por. Aquí estàs tú per donar fe de l'existència del teu avi i per escriure que allò que ell va patir no pot tornar-se a repetir.
ResponEliminaEl meu avi patern també era daltònic i pintava per afició. Li agradaven especialment els bodegons. Un dia va pintar una síndria. Quan va deixar el quadre per acabat, tothom li va demanar quina era aquella peça de fruita gran i una mica estranya que sobresortia de la resta: una síndria, va dir tot convençut. La meva iaia li va dir que no, que les síndries tenien un altre color, just a l'inrevés(tot i que no eren colors brillants, mes aviat es barrejaven fent un verd i un vermell estrany). Ell es va enfadar, era de tenir geni. Es va plantar davant la família i els hi va deixar ben clar que ell es menjava les síndries del color que li donava la gana.
Ja és ben veritat que cadascú mira la vida com li surt de l'ànima.
jajajaj...aquesta és bona, ELENA ¡
ResponEliminaSalut Me ha gustado sobremanera la historia. Un abrazo, Lluis.
Eran tiempos en que una tempestad de locura arrastró a personas inocentes como tu abuelo, a morir en unas playas heladas ante la indiferencia de sus naturales, que no supieron ver en aquellos hechos el anticipo del infierno al que ellos tendrían que enfrentarse tan solo un año después.
ResponEliminaY entonces, aquellos hombres andrajosos y famélicos a los que ellos habían despreciado, acabaron convirtiéndose en la única esperanza de libertad para la Francia ocupada. Los primeros carros blindados del general Leclerc que alcanzaron el corazón de París, estaban tripulados por republicanos españoles.
La Europa de nuestros dias, tiene aún una deuda pendiente con hombres como tu abuelo y sus compañeros de exilio. Una deuda de gratitud. Ese, es el verdadero legado de tu abuelo, aparte de ese engorro visual, claro.
Un abrazo.
Molt bo Lluís, com ens transportes amb les teves paraules a la vida, la teva i la de tants altres.
ResponEliminaJo no sóc daltonica però quan jo era petita i la tele era en blanc i negre, jo deia que la veia en color. I ara veig el món moltes vegades en blanc i negre.
Abraçada i Salud Lluís