Me hubiera gustado más poder empezar esta carta con una de aquellas fórmulas que solíamos usar antes: querido amigo, estimado amigo. Pero ¿para qué andarse con simulacros en los que ya no creemos y que, a esas alturas, suenan solo a tretas socarronas? Todo lo que antes nos unía ahora es fría ironía, pasto de un tiempo ciego dominado por locos.
Sin embargo, todavía se me ocurren cosas que contarte. Hoy, en el trabajo, se ha planteado la cuestión de hacer huelga o no hacerla, en defensa de unos políticos presos en una cárcel madrileña. Por primera vez en mucho tiempo he pronunciado un "no" sencillo pero claro. Y lo he argumentado así: estoy muy cansado, hastiado diría yo, de tener a una clase política que, en vez de trabajar para resolver problemas, los crea, y cuando los ha creado nos pide a los de abajo que les solucionemos los problemas que han creado.
Mientras escuchaba otros argumentos he oído palabras que se destacaban en el horizonte de las voces por ser más altas, más afiladas, más poderosas. País, libertad, democracia, derechos, humillación, intervención, dignidad. Y entonces he recordado las palabras que hablábamos entonces, hace años: justicia social, igualdad, cultura, arte, placer. Como han cambiado las palabras ¿verdad?
Puestos a recordar, me he acordado de la casa donde nací, allí en la callejuela de la Virgen del Pilar, en mitad de los 60. Era una callejuela más bien siniestra o, por lo menos, bastante triste. Diez o doce años más tarde, el hijo del vecino de enfrente, que tenía unos pocos años más que yo, murió por lo de la droga. Antes de hacerlo (lo de morirse a los 17) me había atracado a punta de navaja en el portal, ya que iba tan puesto que no se percató de que asaltaba al vecino.
En mi casa, por aquellos años, éramos bastante pobres. Quizás no miserables, pero sí pobres. Teníamos poco, y nunca me veo capaz de precisar si teníamos un poco menos o un poco más de lo que se considera "tener lo justo". Me inclino por lo primero, y pienso que, si lo dudo, es por el esfuerzo de mis padres en pintar el asunto como mejor podían, en su noble empeño por presentarles a sus hijos un mundo algo menos lúgubre de lo que, en realidad, era.
Eran los años finales del franquismo. Luego asistí al tránsito hacia la democracia. Era demasiado joven yo entonces, pero de haber sido algo mayor estoy seguro de que me habría apuntado a las movidas libertarias que florecían en Barcelona y luego, quizás, a las de Madrid. Aquello debió de ser la leche. Pero más allá de las fantasías sobre una juventud que no sucedió, recuerdo que construí una idea bastante sólida de cual era mi patria: mi patria era tener una buena escuela, un buen hospital, unos buenos servicios públicos en general. Poco a poco, muy lentamente, mi patria se construyó. No solo con lentitud, si no con tropiezos. Había unos tipos, en el norte, que metían bombas y pegaban tiros, esos pusieron un montón de problemas. Pero aún así, construímos un lugar para vivir todos. Me di cuenta de que, si existía algo que le puede dar contenido al "progreso", tiene que ser algo que se elabora con paciencia, entre todos, codo a codo, soslayando diferencias y construyendo afinidades, intereses compartidos.
Por todo eso, y por otras cosas que ahora no conviene sacar a colación, a mi, vuestra idea de la independencia me ha entristecido siempre. Debo reconocer que, en el principio de ese episodio, solo me sonreí y achaqué el independentismo a un capricho de las clases altas catalanas, deseosas de controlar mayores cuotas de poder y asustadas ante el florecimiento de un malestar creciente entre los pobres y los trabajadores. Siempre di por hecho que ningún trabajador, en su sano juicio, podía alistarse a la contrarevolución de los ricos. Me dirás que hay catalanes ricos que se oponen a la independencia y me nombrarás, por ejemplo, a Josep Oliu, y luego me dirás que hay muchos independentistas trabajadores y pobres. Me pondrás ejemplos de esos, también, sacados de entre tus vecinos o familiares, alguno de los cuales lleva tiempo en el paro.
Ahora, en el instante en que me nombras a los independentistas trabajadores y pobres, me sentiré más triste que nunca. Ahora me daré cuenta de que algo se ha roto, y de que lo que se ha roto es una pieza muy importante. Ahora descubriré que, para algunos de la clase media medio baja como yo, la patria es una bandera y un himno. Ya no es una buena escuela ni un buen hospital ni unos buenos servicios públicos. Ni la cultura ni el arte ni nada de todo aquello. Una bandera. Una frontera. Lo que se quiere construir no se pretende construir entre todos si no entre unos cuantos que no necesitan para nada a los demás puesto que se ellos se bastan con ellos mismos, con los suyos.
Y a continuación me dices, henchido de un orgullo sustituto de razón que, si no estoy a tu lado, estoy al lado de los fachas, de los "unionistas", de los partidarios de la dictadura, de los que aplauden la represión y las cloacas del estado, de los ultras, de no sé cuantas cosas más, todas terribles. Eso es lo peor que me ha pasado en muchos años. No me esperaba vivir algo así, a mi edad. He cumplido los 50 hace dos y todo eso me pilla con la energía levemente mermada. Esa merma es todavía incipiente, pero avanzará con toda seguridad, puesto que eso no tiene marcha atrás. Recuerdo una escena de "La mirada de Ulisses", aquella fabulosa cinta de Theo Angelopoulos (¿recuerdas como nos gustaba el cine del director griego?) en la que el protagonista, también cincuentón, ya solo tiene fuerzas para andar hacia la niebla que emana del río Bosna, en Sarajevo, blanca pero oscura, esa niebla que todo lo devora, de la que ya no se sale jamás.
Me siento triste y abatido porqué percibo el aliento del fracaso. De nuestro fracaso. Los problemas de los de arriba me traen al pairo, allá ellos con sus luchas por un poder que ni tu ni yo, jamás, llegaremos a oler. Me duele lo nuestro, la pérdida, que nos hayan separado por culpa de la idea de una patria fantasmagórica, que nos hayan dañado tanto con tan solo nombrar palabras vacías (libertad, país, preso político), y que con ellas hayan invocado la tormenta, el aguacero que se llevó las palabras anteriores. Ya sabes: cultura, placer, arte.
No me voy a extender, porqué no es bueno extenderse en el dolor y la pena. Voy a vivir mi duelo como debe vivirse un duelo: recluído, solo, tranquilo.
Me gustaría despedirme de ti con fórmulas bonitas, de esperanza y de sosiego y de confianza. Pero también iban a parecer falsas, vacías. Nos han vencido con cuatro palabras y con una bandera.
No se me ocurre una derrota más amarga.
Como dice el ex secretario del P.C.E, Justiniano Martinez, " No me hablen de libertades quienes sólo las han disfrutado".
ResponEliminaSalut
Leer me deja un poso de tranquilidad. Yo, que vivo en el Centro, no sé que pensar. Me considero una persona normal que trabaja, que paga impuestos, que no roba, que tengo amigos en los cuatro puntos cardinales y llevo un tiempo que me siento fatal y no debería, los dirigentes que tenemos, salvo Manuela Carmena, dan verdadera pena.
ResponEliminaSaludos
Estupendo texto, enhorabuena.
ResponEliminaPocas veces antes había leído una descripción tan simple y directa, a la par que dolorosa, de lo que representa la pérdida de los valores llamados humanistas (de izquierdas: obvio), del envilecimiento de conceptos como patria, bandera, presos, derechos… Como decía ‘no sé quien: no hay peor tonto que el obrero tonto que vota al que le explota, pero cree que con su voto conseguirá ser igual que él.
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