8 de jul. 2017

En la fortaleza de la muerte


El cerro domina la ciudad, que se empequeñece vista des de lo alto. Un rey ordenó la edificación del fuerte, en tiempos de las guerras carlinas. Uno no sabe si lo construyeron para defender la ciudad o para bombardearla en caso de necesidad. Aquel rey, bisabuelo del actual, hizo construir esta catedral militar, oscura y subterránea, ese templo de la muerte.

Las dimensiones del fuerte son tan fabulosas que incluso se adentran en la leyenda. Alguien cuenta que hay pasadizos subterráneos y secretos, y se sabe a ciencia cierta que excavaron cuatro plantas de galerías hacia abajo, hacia adentro del vientre de la tierra, pasillos con celdas, un laberinto lúgubre, la guarida del gusano.

Durante esa guerra interminable que estalló por enésima vez en 1936, la fortaleza se convirtió en prisión, y en ella albergaron a los prisioneros enfermos de tuberculosis. Con el avance de la guerra, alojaron allí a todo tipo de prisioneros, de modo que las miasmas contagiaron a todos y quienes ingresaron sanos devinieron enfermos y al fin la muerte los llevó a todos. A todos. En esa fortaleza se sucedió la fuga más masiva de la historia: 300 presos huyeron con lo puesto, algunos descalzos, en dirección a la frontera, que está cercana. Ni uno solo logró cruzarla, les cazaron a todos. A todos. La muerte que habitaba el fuerte se expandió en dirección al norte como un aliento de aire frío. El día en que subí al Fuerte de San Cristóbal, una niebla gris se abatió de repente en la cima y la ropa se empapó de humedad glacial. Era el 2 de julio, a cinco días del chupinazo que inaugura las fiestas abajo, en la ciudad de los vivos y los que recuerdan y los que olvidan, los que callan, los que prefieren el olvido. Cuentan que había monjas buenas que se compadecían de los presos, y cuentan que había médicos castrenses que experimentaban con los presos enfermos, con la misma frialdad en el corazón con la que hoy experimentan con ratones colorados.

Lo de experimentar con drogas en el cuerpo de los presos no se inventó en los campos nazis. Lo hicimos antes que los alemanes nosotros, los españolitos, embarrados en nuestra guerra civil de españolitos contra españolitos.

Un poco más abajo del fuerte, por la ladera del norte, hay un caminito de arcilla embarrada que desciende, resbaladizo, hasta el cementerio de las botellas, que no era un cementerio si no una fosa común. Allí dejaban los cuerpos de los muertos con una botellita al lado, en donde metían sus papeles. Es casi una deferencia. Se lo quitaron todo pero no el nombre. Aunque eso no lo hicieron con todos.

Perdido enmedio del bosque, algo más abajo, en un recodo de la carretera, está el monumento discreto que conmemora la fuga de los presos. Lo destrozaron entre los unos y los otros, da pena verlo.

El paseo por el fuerte de San Cristóbal es árduo, uno camina por entre la niebla y la tristeza que lo invade todo y siente un peso en los hombros, el peso de los muertos, el peso de todo ese dolor y de tanta muerte que quedó impune. El escalofrío ante la evidencia de la impunidad de los asesinos, que vivieron felices con su crimen a cuestas. Durante el paseo los ojos buscan el agujero por donde penetrar en el interior del fuerte pero hay algo que estremece la piel, quizás no quiero verlo, quizás no quiero saber nada de eso y a la vez me atrae, como el abismo atrae a quién se le asoma. Es el vértigo.

Y durante el paseo por la fortaleza de los muertos, también, los pies avanzan entre la hierba verde y fresca, tan mojada que me empapa los zapatos hasta los calcetines -a la vuelta voy a tener que comprar otros calcetines, porqué me estoy arriesgando a una pulmonía. Y uno descubre, maravillado, que sin embargo la vida no se para nunca, y saco fotos de bichos, babosas y mariposas ateridas de frío y empapadas, con las antenas y las alas goteando, y saltamontes, mariquitas, arañas minúsculas, y unos caracoles dorados tan veloces que se me escapan, aunque finalmente puedo fotografiar a uno porqué está muerto y solo es un caparazón brillante que da testimonio de una vida.

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