17 de jul. 2022

UNO QUE SE OFENDE


Cuando era pequeño, en mi casa faltaba el dinero. Una vez pagado lo necesario no sobraba nada. Sin embargo, llegué a la Universidad y, cada vez que quería un libro, ir al cine o apuntarme a un curso de idiomas, el dinero aparecía en mi mano. Aunque a veces el dinero aparecía tras negociar un buen rato: el concepto de "capricho" o de "superfluo" de mi padre era muy amplio. Así que no tuve juguetes caros, ni ropa de marca, ni colonias de verano en inglés, ni navidades con esquís en la nieve. Descubrí los trabajos de verano a los 14, y con lo poco que ganaba durante la canícula pude hacer algo más (aparte de contribuir en mayor o menor medida a la economía familiar). A pesar de todo crecí sin traumas.

Entre semana, mi padre regresaba muy tarde del trabajo y mi hermano y yo cenábamos solos. Una tortilla de patatas con calabacín era una fiesta. No hubo pizzas ni alitas de pollo, ni tofu ni ensaladas de quinoa. Me alegro de que ahora dispongan de todo eso, pero en verdad les digo que esa ausencia no genera frustraciones incurables.

Esta historia es común a miles de congéneres míos. Yo diría que todos los chicos y chicas de aquel barrio suburbial de Barcelona crecimos según el mismo patrón, y mi historia es vulgar, la historia de aquellos años, de aquel barrio. Algunos llegaron algo más lejos que otros, pero no nos separan grandes distancias: hubo una cierta uniformidad y casi todos conseguimos vivir un poco mejor que nuestros padres, con algo más de holgura: casi todos pudimos restringir un poco los conceptos de "capricho" o de "superfluo". A veces nos podemos permitir una entrada en el Liceo, un viajecito, un ordenador algo mejor, la suscripción a Filmin y un sofá y unas horas para tumbarse a ver cine en casa. Los que fuimos chicos en aquel barrio, en aquel tiempo, aprendimos a priorizar, eso sí. Y algo sabemos: que no se puede tener todo cuando se ha nacido en una familia obrera, que la mejora es lenta y costosa y que el precio, más que por el dinero, se cuenta por dosis de esfuerzo, de horas robadas al sueño o a los placeres.

No recuerdo cuando fue la primera vez que vi el anuncio de L'Oréal en el que una señora rica y famosa pronunciaba la frase "porqué yo lo valgo". Sin embargo, si recuerdo la frase del anuncio es porqué algo me alertó: estaba apareciendo una generación que pretende merecerlo todo y, por consiguiente, quiere tenerlo todo en virtud de un valor egoísta: yo. El anuncio no iba dirigido a las clases altas: apuntaba a las medias bajas y a las bajas. Y el anuncio triunfó. Apareció una democratización del derecho a disponer de todo, con la consiguiente abolición de aquellos "caprichos superfluos" de antaño: por el hecho de ser humano me lo merezco todo. Está bien, por supuesto. "Si ella lo tiene ¿porqué yo no puedo tenerlo?". El anuncio de L'Oréal liquidó la cultura obrera del esfuerzo de un plumazo, y lo hizo en en los 20 segundos de un anuncio.

Lo que vino luego lo sabemos todos: los derechos infinitos con pocos deberes. Y luego, claro está, ese estado de ofensa permanente, una reivindicación permanente del yo, mi, mío. El vegano se ofende cuando ve a un congénere comiendo carne y le expresa su ofensa ("no comas carne muerta delante de mi"). El dueño de la mascota exige a los demás que su mascota tenga los mismos derechos que las personas (la mascota es una extensión de su yo): "mi perro tiene derecho a entrar en la tienda, en el restaurante. Y si ladra te aguantas". Pronto será delito el no ser animalista, aunque uno no haya maltratado jamás a ningún animalito del mundo (soy de los que invitan a moscas y mosquitos a salir de casa sin usar armamento).

El culto al yo y a la identidad múltiple (vegano, con mascota, catalán, LGTBIQ+), es fácil y no requiere esfuerzos (basta con declararse así) y, de paso, nos da un cierto relieve social, una preeminencia. Al mismo tiempo que anula cualquier atisbo de empatía o de solidaridad: ahí tienen al independista catalán vociferando "no quiero pagar a los parados andaluces, no quiero subvencionar a las escuelas extremeñas". Yo soy mis derechos. Porque yo lo valgo.

La ofensa recorre el mundo: uno solo debe sacar la cabeza en Twiter para leer a miles de ofendidos que jamás se han solidarizado con nadie pero exigen la solidaridad de los demás hacia ellos, cuando no también una ley que les colme sus derechos por el mecanismo de anteponerlos a los derechos de los demás. Se avecinan las paradojas: el dueño de una mascota tendrá más derechos que el hombre sin mascota. El chico transexual tendrá más derechos que el chico negro (teoría de la interseccionalidad) y así, al fin, los chicos del barrio que crecimos con la renuncia y el esfuerzo vamos a ser acusados de opresores por el hecho de no tener mascota, no ser transexuales, ser omnívoros y no declararnos pueblo oprimido.

Con el paso de los años, aquellos chicos pobres del barrio seremos acusados por alguna ley promulgada por algún colectivo de ofendidos, y deberemos pagar los que siempre estuvimos a favor de los derechos, los que jamás nos pronunciamos en contra de los derechos de los demás, los que siempre defendimos al colectivo LGTBIQ+, a las mascotas, a los veganos. 

Lo que tardamos décadas (o siglos) en lograr puede desmoronarse en un santiamén por el colapso de la ofensa. Es un deber de la socialdemocracia hacerse cargo de eso: de otro modo, le regalarán en bandeja de plata a la ultraderecha el poder de una involución masiva: eso está a la vuelta de la esquina.




7 comentaris:

  1. No recuerdo muy bien quién, pero alguien inteligente dijo que la talla moral de una persona se mide por el tamaño de las cosas que le ofenden.
    Viendo el momento por el que atravesamos, creo que tenía mucha razón.

    El "ofenderse" por nimiedades, es un síntoma de la infantilización y el egoísmo de nuestra sociedad.

    Y lo peor de largo, el egoísmo, el no tolerar que el otro tenga gustos y costumbres diferentes a las nuestras. En este punto, los extremos se tocan, y el "demócrata" defensor de la libertad personal, se convierte en fascista puro y duro.

    Un abrazo.

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  2. Creo que Rodericus lo ha comentado muy bien.
    PD: El Banco de Madrid tenía una propaganda similar a la de L´oreal, : Pide un préstamo, porque tu lo vales.

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  3. Muchas gracias por escribir, y copio la idea para la cena de hoy :)

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  4. Tiempos difíciles hacen hombres fuertes, hombres fuertes hacen tiempos fáciles, tiempos fáciles hacen hombres débiles.

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  5. No es pot compartir a Facebook...porque otras personas lo han considerado ofensivo.....ahí tenemos la prueba...

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  6. Totalmente de acuerdo, me reafirmo y me he visto reflejado en tu reflexión.
    Creo que la decadencia viene a visitarnos en occidente, ya que el esfuerzo en la conquista de metas empieza a desaparecer al creer los individuos que poseen de todo, inventando causas infantiles para reafirmarse como personas, eludiendo responsabilidades serias, corre peligro la familia tal y como la conocimos que ha sido la base social de nuestra generación, ya que los lazos sentimentales no los rompen ningún ideal político, se han dado cuenta esta pandilla de malhechores egoístas y a base de soflamas populistas intentarán romper ese lazo familiar que nos une en lo verdadero y nos enseña los valores importantes. Occidente está en serio peligro de desaparición, el egoísmo y la vanidad toman fuerza.

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